Coldwater, Maine
Catorce meses antes
Las ramas del espino arañaban el cristal de la ventana delante de la cual Harrison Grey estaba sentado. Dobló la esquina de la página, incapaz por más tiempo de leer con aquel jaleo. Un vendaval de primavera había azotado la granja toda la noche, ululando, silbando y haciendo que los postigos golpearan repetidamente los listones de la fachada: ¡Pam! ¡Pam! ¡Pam! Según el calendario era marzo, pero Harrison sabía que era una equivocación creer que la primavera estuviera a punto de llegar. Con aquella tormenta no le habría sorprendido encontrarse por la mañana con el campo blanco de escarcha.
Para no oír el penetrante rugido del viento, Harrison pulsó el mando a distancia y puso el aria Ombra mai fu, de Bononcini. Luego añadió otro leño al fuego, y se preguntó, no por primera vez, si hubiese comprado la granja de haber sabido cuánto combustible hacía falta para calentar una habitación pequeña, y ya no digamos nueve.
El teléfono sonó con estridencia.
Harrison descolgó antes de que cesara el segundo timbrazo. Esperaba escuchar la voz de la mejor amiga de su hija, que tenía la molesta costumbre de llamar en el último instante, justo la noche antes de que terminara el plazo de entrega de los trabajos de clase.
Oyó una respiración rápida y superficial antes de que una voz ahogara el ruido.
—Tenemos que vernos. ¿Cuánto tardarás en llegar?
La voz que escuchó, un fantasma del pasado, lo dejó helado. Hacía mucho que no la oía, y escucharla de nuevo sólo podía significar una cosa: que algo iba mal, terriblemente mal. Se dio cuenta de que el auricular que sostenía en la mano estaba resbaladizo de sudor y de que él se había puesto rígido.
—Una hora —respondió categórico.
Colgó despacio. Cerró los ojos y, de mala gana, retornó al pasado. Había habido una época, quince años antes, en que el timbre del teléfono lo dejaba petrificado y los segundos resonaban como tambores mientras esperaba oír la voz al otro extremo de la línea. Con el tiempo, a medida que un año tranquilo daba paso a otro, se fue convenciendo de que era un hombre que había dejado atrás los secretos de su pasado, un hombre con una vida normal, con una buena familia. Un hombre sin nada que temer.
En la cocina, de pie junto al fregadero, Harrison se sirvió un vaso de agua y se lo tomó. Fuera era noche cerrada, y desde la ventana su reflejo pálido le devolvió la mirada. Asintió con la cabeza, como para decirse que todo iría bien. Pero sus ojos lo contradecían.
Se aflojó la corbata para aliviar la opresión que sentía y que parecía tensarle la piel. Tomó otro vaso de agua. Le costó tragar; era como si el líquido quisiera salir otra vez de su cuerpo. Dejó el vaso en el fregadero y cogió del mármol de la cocina las llaves del coche, preguntándose si debía cambiar de opinión.
Harrison acercó el coche con cuidado al bordillo y apagó los faros. A oscuras, formando una nube de vapor con el aliento cada vez que exhalaba, recorrió la hilera de casas de ladrillo destartaladas de un sórdido barrio de Portland. Hacía años —quince para ser exactos— que no ponía un pie en aquel vecindario, así que ya no estaba seguro de encontrarse en el lugar correcto, porque no lo recordaba con exactitud. Abrió la guantera y sacó un pedazo de papel amarillento: «1565 calle Monroe». Estaba a punto de apearse del coche, pero el silencio de la calle le dio mala espina. De debajo del asiento sacó una Smith & Wesson cargada y se la puso en los riñones, bajo la cinturilla del pantalón. No había disparado un arma desde la época de la facultad y siempre que lo había hecho había sido en una galería de tiro. Lo único que tenía claro era que esperaba poder seguir diciendo lo mismo al cabo de una hora.
Sus zapatos resonaban en la acera desierta, pero en lugar de prestar atención al taconeo prefirió concentrarse en las sombras que proyectaba la luna plateada. Arrebujándose en el abrigo, pasó por delante de los estrechos y sucios patios encajados entre las vallas metálicas de casas oscuras e inquietantemente silenciosas. Dos veces le pareció que lo seguían, pero cuando se volvió a mirar no vio a nadie.
Entró en el número 1565 de la calle Monroe y rodeó la casa hacia la parte de atrás. Llamó una vez y vio una sombra que se movía detrás de las cortinas de encaje.
La puerta crujió.
—Soy yo —dijo Harrison sin levantar la voz.
La puerta se abrió lo justo para que pasara.
—¿Te han seguido? —le preguntaron.
—No.
—Ella tiene problemas.
A Harrison el corazón le dio un vuelco.
—¿Qué clase de problemas?
—Cuando cumpla dieciséis él vendrá a buscarla. Tienes que llevártela lejos, a un lugar donde nunca la encuentre.
Harrison sacudió la cabeza.
—No entiendo…
Se interrumpió al ver la mirada amenazadora del otro.
—Cuando hicimos este trato te dije que habría cosas que no entenderías. Los dieciséis años son una edad maldita en mi mundo. Esto es todo cuanto te hace falta saber —zanjó bruscamente su interlocutor.
Los dos hombres se miraron, hasta que al final Harrison asintió con la cabeza sin demasiada convicción.
—Tenéis que ocultar vuestro rastro —le dijo el otro—. Allá donde vayáis, tendréis que volver a empezar de cero. Nadie debe saber que sois de Maine. Nadie. Él nunca dejará de buscarla. ¿Lo entiendes?
—Lo entiendo. —Pero ¿lo haría su mujer? ¿Lo haría Nora?
A Harrison se le estaban acostumbrando los ojos a la oscuridad y notó con incredulidad que el hombre que tenía de pie frente a sí no parecía ni un día más viejo que en la facultad, cuando se habían conocido siendo compañeros de habitación y habían trabado amistad. ¿Sería un efecto óptico debido a la penumbra? Harrison estaba maravillado.
Una cosa había cambiado, se dijo. Su amigo tenía una pequeña cicatriz en la base del cuello. Harrison miró más atentamente la marca y se estremeció. Era una quemadura en relieve, brillante, apenas del tamaño de una moneda de veinticinco centavos. Tenía la forma de un puño cerrado. Para su horror, se dio cuenta de que a su amigo lo habían… marcado… Como a una res.
El otro notó lo que miraba y se puso a la defensiva, con los ojos duros.
—Hay gente que quiere destruirme. Gente que quiere desmoralizarme y deshumanizarme. Con un amigo de confianza he fundado una sociedad. Cada vez hay más miembros iniciados. —Se quedó un momento callado, como si no supiera hasta dónde revelar. Luego concluyó apresuradamente—: Organizamos la sociedad para protegernos, y yo le he jurado lealtad. Si me conoces tan bien como antes, sabes que haré lo que haga falta para proteger mis intereses. —Hizo una pausa y añadió, ausente—: Y mi futuro.
—Te han marcado —le dijo Harrison. Esperaba que su amigo no notara la repulsión que sentía.
El otro se limitó a mirarlo.
Al cabo de un momento, Harrison asintió con la cabeza para indicar que lo comprendía aunque no lo aceptara. Cuanto menos supiera, mejor. Su amigo se lo había dejado claro suficientes veces.
—¿Puedo hacer algo más?
—Sólo mantenla a salvo.
Harrison se ajustó las gafas y dijo torpemente:
—Me parece que te alegrará saber que ha crecido fuerte y sana. Le pusimos Nor…
—No quiero que me recuerden su nombre —lo interrumpió su amigo con acritud—. He hecho cuanto ha estado en mi mano para borrarla de mi mente. No quiero saber nada de ella. Quiero mantener mi mente libre de cualquier rastro suyo, así no tendré nada que darle a ese bastardo. —Le dio la espalda, y Harrison dedujo que la conversación había terminado. Se quedó allí de pie un momento, tentado de formularle un montón de preguntas, aunque sabía que nada bueno obtendría de presionarlo. Reprimió la necesidad que sentía de encontrarle sentido al oscuro mundo que su hija nada había hecho para merecer, y se marchó.
No había recorrido ni media calle cuando el sonido de un disparo rasgó la noche. Instintivamente, Harrison se agachó y miró a su alrededor.
Su amigo. Dispararon otro tiro y, sin pensárselo dos veces, volvió a la casa corriendo a toda velocidad. Dio un empujón a la verja y atajó por un lado. Estaba a punto de doblar la última esquina cuando unas voces lo detuvieron. A pesar del frío, sudaba. El patio trasero estaba oscuro y avanzó centímetro a centímetro pegado a la tapia, poniendo cuidado en evitar las piedras sueltas que pudieran delatarlo, hasta que vio la puerta trasera.
—Es tu última oportunidad —dijo una voz suave y tranquila que Harrison no reconoció.
—Vete al infierno —escupió su amigo.
Un tercer disparo. Su amigo gritó de dolor y el que disparaba vociferó:
—¿Dónde está?
Con el corazón martilleándole en el pecho, Harrison supo que tenía que hacer algo. Cinco segundos más y sería demasiado tarde. Deslizó la mano hacia los riñones y empuñó la pistola. Sosteniéndola con ambas manos para que no se le escapara, atravesó la puerta, y se acercó al pistolero moreno por la espalda. Harrison vio a su amigo que estaba frente al hombre, pero cuando los ojos de ambos se encontraron la expresión de su amigo fue de alarma.
—¡Vete!
Harrison oyó la orden tan fuerte como una campanada, y en el momento creyó haber oído un grito. Pero como el pistolero no se dio la vuelta sorprendido, se dio cuenta desconcertado de que la voz de su amigo sólo había resonado en su cabeza.
«No», pensó Harrison como respuesta, negando en silencio; su lealtad era más fuerte que aquello que era incapaz de comprender. Con aquel hombre había pasado los mejores cuatro años de su vida. Él le había presentado a su mujer. No iba a dejarlo allí, a merced de un asesino.
Harrison apretó el gatillo. Oyó el disparo ensordecedor y esperó que el pistolero se desplomara. Disparó de nuevo. Y una vez más.
El joven moreno se volvió despacio. Por primera vez en su vida, Harrison estaba verdaderamente asustado. Sintió miedo del muchacho que tenía de pie ante sí, pistola en mano. Un miedo de muerte. Temía lo que iba a sucederle a su familia.
Notó cómo lo atravesaban los disparos. Un fuego abrasador pareció destrozarlo en mil pedazos. Cayó de rodillas. El borroso rostro de su mujer y luego el de su hija pasaron ante sus ojos. Abrió la boca para pronunciar sus nombres e intentó encontrar el modo de decirles lo mucho que las quería antes de que fuera demasiado tarde.
El joven lo había agarrado y lo arrastraba por el camino de la parte trasera de la casa. Harrison notó que lo abandonaba la conciencia mientras intentaba sin éxito incorporarse. No podía fallarle a su hija. No habría nadie más para protegerla. El asesino moreno la encontraría y, si su amigo estaba en lo cierto, la mataría.
—¿Quién eres? —le preguntó Harrison. Las palabras le quemaban en el pecho. Se agarró a la esperanza de estar a tiempo todavía. A lo mejor podría avisar a Nora desde el otro mundo… Un mundo que caía sobre él como un millar de plumas teñidas de negro.
El joven miró brevemente a Harrison antes de que una leve sonrisa le cruzara el rostro duro como el hielo.
—Te equivocas. Definitivamente, es demasiado tarde.
Harrison miró un momento hacia arriba, asombrado de que su asesino le hubiera adivinado el pensamiento. No pudo evitar preguntarse cuántas veces se habría visto aquel muchacho en la misma situación y habría adivinado los últimos pensamientos de un moribundo. Seguramente muchas.
Como si quisiera demostrar la práctica que tenía, el muchacho le apuntó con la pistola sin dudarlo un instante y Harrison se encontró mirando el cañón del arma. El fogonazo fue lo último que vio.