Vee saltó antes que yo de la silla.
La pillé en la puerta de la pastelería y salimos las dos precipitadamente a la luz cegadora. Entornando los párpados, miramos hacia ambos lados del paseo marítimo. Saltamos a la arena e hicimos lo mismo. Había gente por toda la playa, pero no vi ninguna cara familiar.
Tenía el corazón desbocado y le pregunté a Vee:
—¿Crees que es una broma?
—No me ha hecho gracia.
—¿Habrá sido Scott?
—Puede que sí. Al fin y al cabo, acaba de estar aquí.
—¿Marcie, tal vez? —Marcie era la única persona que se me ocurría lo suficientemente desconsiderada para hacer algo así.
Vee me atravesó con la mirada.
—¿Para burlarse de ti? Es posible.
¿Tan cruel era Marcie? ¿Se habría tomado la molestia? Aquello iba mucho más allá de un comentario hiriente de pasada. La nota, el anillo… incluso el modo de entregármelo. Aquello requería planificación.
Marcie parecía el tipo de persona que se aburre de hacer planes a los cinco minutos de haber empezado.
—Tenemos que ir hasta el fondo del asunto —dijo Vee, caminando de regreso hacia la puerta de la pastelería. Después de entrar, se dirigió a Madeline—: Tenemos que hablar. ¿Qué aspecto tenía el chico? ¿Era bajo o alto? ¿Con el pelo castaño, rubio?
—Llevaba gorra y gafas de sol —respondió Madeline, lanzando miradas furtivas a las otras empleadas de la pastelería, que empezaban a prestar atención a lo que decía—. ¿Por qué? ¿Qué había en el sobre?
—Tendrás que hacerlo mejor —le dijo Vee—. ¿Qué llevaba exactamente? ¿Había un logo de algún equipo en su gorra? ¿Tenía barba?
—No me acuerdo —tartamudeó la chica—. Una gorra negra… o a lo mejor marrón. Me parece que llevaba tejanos.
—¿Te parece?
—Vamos —dije, agarrando del brazo a Vee—. No se acuerda. —Miré a Madeline—. Gracias por tu ayuda.
—¿Su ayuda? —saltó Vee—. No nos ha sido de ayuda. ¡No puede aceptar sobres de chicos desconocidos y no recordar su aspecto!
—Ha pensado que era mi novio —le dije.
Madeline asintió vigorosamente.
—Eso es. ¡Lo siento muchísimo! ¡Pensaba que era un regalo! ¿Había algo desagradable en el sobre? ¿Queréis que llame a la policía?
—Queremos que recuerdes qué pinta tenía ese psicópata —le espetó Vee.
—¡Llevaba tejanos negros! —exclamó de repente Madeline—. Recuerdo que llevaba tejanos negros. Bueno, estoy casi segura.
—¿Casi segura? —repitió Vee.
Tiré de ella para sacarla fuera y la arrastré por el paseo marítimo. Cuando pudo serenarse, me dijo:
—Chica, siento mucho todo esto. Tendría que haber mirado dentro del sobre antes que tú. La gente es estúpida. Y quien te ha dado ese sobre es la persona más estúpida de todas. Si pudiera le lanzaría con gusto una estrella ninja.
Sabía que intentaba quitarle hierro al asunto, pero yo estaba en otra cosa. Ya no pensaba en la muerte de mi padre. Estábamos en un estrecho pasadizo entre tiendas y tiré de ella para sacarla del paseo y que nos metiéramos entre los edificios.
—Escucha, tengo que decirte algo. Creo que ayer vi a mi padre. Aquí, en el muelle.
Vee me miró fijamente, pero no dijo nada.
—Era él, Vee. Era él.
—Tía… —empezó a decir con escepticismo.
—Me parece que sigue vivo.
Habíamos celebrado el funeral de mi padre con el féretro cerrado. A lo mejor había habido un error, un malentendido, y no era mi padre quien había muerto esa noche. Tal vez sufría amnesia y por eso no había vuelto a casa. Quizás alguna otra cosa se lo impedía. O alguien…
—No sé cómo decirte esto —dijo Vee, mirando hacia arriba, hacia abajo y a cualquier sitio menos a mí—. Pero él no ha regresado.
—¿Cómo explicas entonces lo que vi? —le dije a la defensiva, dolida porque ella precisamente no me creyera. Los ojos se me llenaron de lágrimas y me las sequé con rapidez.
—Sería otra persona. Otro hombre que se parecía a tu padre.
—Tú no estabas. ¡Yo lo vi! —No pretendía ser brusca, pero no iba a resignarme. No después de haber pasado por todo aquello. Hacía dos meses que me había dejado caer de una viga del gimnasio del instituto. Sabía que yo había muerto. No podía negar lo que recordaba de aquella noche. Y sin embargo…
Sin embargo, seguía viva.
Cabía la posibilidad de que mi padre también siguiera vivo. El día anterior lo había visto. Seguro que sí. A lo mejor intentaba ponerse en contacto conmigo, enviarme un mensaje. Quería que supiera que vivía. No quería que renunciara a él.
Vee sacudió la cabeza.
—No hagas eso.
—No renunciaré a él. No hasta que sepa la verdad. Debo enterarme de lo que sucedió esa noche.
—No, no debes hacerlo —se mantuvo firme Vee—. Deja que el fantasma de tu padre descanse. Desenterrarlo no va a cambiar el pasado… te hará revivirlo.
¿Dejar que el fantasma de mi padre descansara? ¿Y yo qué? ¿Cómo iba yo a descansar hasta saber la verdad? Vee no lo entendía. A ella no le habían arrebatado a su padre de una forma inexplicable y violenta. Su familia no estaba hecha polvo. A ella seguía sin faltarle nada.
Lo único que me quedaba a mí era la esperanza.
Me pasé todo el sábado por la tarde en Enzo’s con la tabla periódica de los elementos, completamente concentrada en los deberes, intentando ahuyentar cualquier pensamiento referido a mi padre o al sobre que había recibido con la nota que me decía que la Mano Negra era el responsable de su muerte. Tenía que ser una broma. El sobre, el anillo, la nota… todo aquello era una broma cruel de alguien. Tal vez de Scott, o de Marcie. Pero, para ser honesta, no creía que fuera cosa de ninguno de los dos. Scott me había parecido sincero cuando nos había dado el pésame a mi madre y a mí. Y la crueldad de Marcie era inmadura y espontánea.
Cuando estuve sentada al ordenador, hice una búsqueda por Internet de la Mano Negra. Quería demostrarme a mí misma que lo que ponía la nota no tenía validez. Seguramente alguien había encontrado el anillo en una tienda de segunda mano, se había inventado el ingenioso nombre de Mano Negra, me había seguido por el paseo marítimo y le había pedido a Madeline que me entregara en mano el sobre. Ahora que lo pensaba, ni siquiera importaba que Madeline no recordara el aspecto del tipo, porque lo más seguro era que no fuera el responsable de la broma. Esa persona sin duda había parado a un chico al azar en el paseo y le había pagado unos dólares para que hiciera la entrega. Eso hubiera hecho yo, de haber sido una persona retorcida y enferma que disfrutaba haciendo daño a los demás.
Una página de links con la Mano Negra se abrió en la pantalla. El primero era de una sociedad secreta que por lo visto había asesinado al archiduque Francisco Fernando de Austria en 1914 y catapultado al mundo hacia la Primera Guerra Mundial. El siguiente enlace era de un grupo de rock. También se llamaba la Mano Negra un grupo de vampiros de un juego de rol. Por último, a principios del siglo XX, una banda de italianos apodada la Mano Negra se hizo con Nueva York. Ningún vínculo mencionaba a Maine. Ninguna imagen era de un anillo de hierro con un puño en relieve.
«¿Lo ves? —me dije—. Ha sido una broma».
Dándome cuenta de que me había apartado del verdadero objetivo en el que se suponía que tenía que estar trabajando, volví a mirar los deberes esparcidos frente a mí. Tenía que dominar las fórmulas químicas y calcular la masa atómica. Mi primera sesión de laboratorio se acercaba y, con Marcie de compañera, me preparaba para lo peor invirtiendo horas fuera del instituto para poder cargar con su peso muerto. Marqué unos cuantos números en la calculadora y luego pasé la respuesta a la página del cuaderno, repitiéndola mentalmente para mantener a raya las ideas sobre la Mano Negra.
A las cinco llamé a mi madre, que estaba en Nueva Hampshire.
—Una comprobación —le dije—. ¿Cómo te va el trabajo?
—Es lo mismo de siempre. ¿Y tú qué?
—Estoy en Enzo’s intentando estudiar, pero el zumo de mango me distrae.
—Me estás dando hambre.
—¿La suficiente para que vuelvas a casa?
Se le escapó uno de esos suspiros que significaban que aquello no estaba en su mano.
—Ojalá pudiera. Prepararemos zumo de fruta y gofres para desayunar el sábado.
A las seis me llamó Vee. Quería que quedara con ella para hacer spinning en el gimnasio. A las siete y media me sacó de la granja. Acababa de darme una ducha y estaba delante de la nevera, a la caza de lo que había quedado del salteado que mi madre había guardado antes de marcharse, cuando llamaron con estruendo a la puerta de la calle.
Eché un vistazo por la mirilla. Fuera, Scott Parnell me hizo el signo de la paz.
—¡La batalla de bandas! —dije en voz alta, dándome una palmada en la frente. Me había olvidado por completo de cancelar la cita. Me miré los pantalones del pijama y solté un gemido.
Después de intentar sin éxito ahuecarme el pelo húmedo, descorrí el cerrojo y abrí la puerta.
Scott echó un vistazo a mi pijama.
—Lo habías olvidado.
—¿Estás de broma? Lo he estado esperando todo el día. Sólo voy con un poco de retraso. —Hice un gesto por encima del hombro, señalando hacia la escalera—. Voy a vestirme. ¿Por qué no… recalientas el salteado? Está en un tupperware azul, en la nevera.
Subí los escalones de dos en dos, cerré la puerta de mi habitación y llamé a Vee.
—Necesito que vengas enseguida —le dije—. Voy a una batalla de grupos musicales con Scott.
—¿Me estás llamando para darme celos?
Acerqué la oreja a la puerta. Parecía que Scott estaba abriendo y cerrando armarios en la cocina. Por lo que sabía de él, buscaba medicamentos o cerveza. Se llevaría una decepción, a menos que tuviera vanas esperanzas de colocarse con mis pastillas de hierro.
—No intento ponerte celosa. No quiero ir sola.
—Pues dile que no puedes ir.
—La cuestión es… que quiero ir. —No tenía ni idea de dónde procedía aquel deseo. Todo lo que sabía era que no quería pasar la noche sola. Me había tragado un día haciendo deberes, seguido de una sesión de spinning, y lo último que quería era quedarme en casa y repasar mi lista de tareas para el fin de semana. Me había portado bien todo el día. Toda la vida me había portado bien. Me merecía con creces divertirme un poco. Una cita con Scott no era lo mejor del mundo pero tampoco era lo peor—. ¿Vienes o no?
—Tengo que admitir que suena mucho mejor que conjugar verbos españoles en mi habitación toda la noche. Llamaré a Rixon, a ver si él también quiere ir.
Colgué e hice un inventario rápido del contenido de mi armario. Me decidí por una camisa de seda de color claro, una minifalda, medias espesas y manoletillas. Esparcí perfume y pasé por la nube para que me quedara un ligero aroma a pomelo. En el fondo me preguntaba por qué me molestaba en arreglarme para Scott. No llegaría a nada en la vida, no teníamos nada en común, y en nuestras breves conversaciones solíamos insultarnos. No sólo eso, sino que Patch me había dicho que me mantuviera alejada de él. Y eso era lo que me había afectado. Había posibilidades de que me viera arrastrada hacia Scott por alguna razón psicológica hondamente arraigada, relacionada con el desafío y la venganza. Y todo ello señalaba a Patch.
A mi entender podía hacer dos cosas: quedarme sentada en casa y permitir que Patch gobernara mi vida o dejar de ser una buena chica que se porta bien porque es domingo y tiene que ir a clase al día siguiente y divertirme un poco. Y aunque no estaba dispuesta a admitirlo, esperaba que Patch se enterara de que había ido a la batalla de bandas con Scott. Esperaba que se volviera loco al imaginarme con otro chico.
Una vez decidida, me sequé el pelo lo suficiente para que los rizos me quedaran definidos y corrí hacia la cocina.
—Ya estoy lista —le dije a Scott.
Me dio el segundo repaso de la noche, pero esta vez yo tenía mucha más confianza en mí misma.
—Estás estupenda, Grey —me dijo.
—Lo mismo te digo. —Sonreí amistosa, pero estaba nerviosa, lo que era estúpido porque se trataba de Scott. Éramos amigos. Ni siquiera amigos, no pasábamos de conocidos.
—El precio de la entrada es de diez dólares.
Me quedé parada un momento.
—Ah. Vale. Ya sé. Podemos parar en un cajero por el camino. —Tenía cincuenta dólares del dinero que me habían dado por mi cumpleaños en la cuenta. Los guardaba para el Cabriolet, pero si sacaba diez no iba a pasar nada. De todos modos, al ritmo que ahorraba no podría comprarme el coche hasta que cumpliera los veinticinco.
Scott puso un permiso de conducir de Maine en el mármol de la cocina, con mi foto del anuario.
—¿Lista, Marlene?
«¿Marlene?»
—No bromeaba cuando te dije lo del carné de identidad falso. No querrás echarte atrás, ¿verdad? —Sonrió como si supiera exactamente cuánto me había subido la presión sanguínea ante la idea de usar un carné falso, y hubiera apostado todo lo que tenía a que no tardaría ni cinco segundos en rajarme. Cuatro, tres, dos…
Tomé el carné del mármol.
—Estoy lista.
Scott condujo el Mustang por el centro de Coldwater hasta la otra punta de la ciudad, por unas cuantas calles secundarias serpenteantes y cruzando las vías del tren. Se detuvo delante de un almacén de ladrillo de cuatro pisos con la fachada invadida de maleza. Había mucha gente haciendo cola fuera. Por lo que pude ver, habían cegado las ventanas desde el interior con papel negro, pero por las rendijas de la cinta adhesiva entreví una luz estroboscópica. Un letrero azul de neón coronaba la puerta: «La Bolsa del Diablo».
Había estado en aquella zona de la ciudad una vez, cuando estaba en cuarto y mis padres nos habían llevado a Vee y a mí a una casa encantada que habían montado por Halloween. Nunca había estado en La Bolsa del Diablo, pero estaba segura con sólo ver aquel sitio de que mi madre habría querido que me largara. Me acordé de la descripción del local que me había hecho Scott. Música sin ensayar a todo volumen. Multitudes vociferantes y revoltosas. Sexo escandaloso en los baños a mogollón.
«Dios mío».
—Te dejo aquí —dijo Scott, frenando—. Voy a buscar un sitio bueno. Cerca del escenario, en el centro.
Salí del coche y me puse en la cola. Para ser honesta, nunca había estado en una discoteca en la que hiciera falta pagar para entrar. Nunca había estado en una discoteca, punto. Mi vida nocturna se limitaba a ver películas y tomar un helado en Baskin-Robbins con Vee.
En mi móvil sonó el tono de Vee.
—Oigo música, pero todo lo que veo son las vías del tren y unos cuantos furgones de mercancías abandonados.
—Estás a unas cuantas manzanas. ¿Vienes en el Neon o a pie?
—En el Neon.
—Voy a buscarte.
Dejé la cola, que crecía a ojos vistas. Al final de la manzana doblé la esquina, yendo hacia las vías que Scott había cruzado con el Mustang para llegar. La acera estaba agrietada por años de abandono, y las farolas eran pocas y muy distantes entre sí, de manera que tuve que ir mirando por dónde pisaba para no torcerme un pie y caerme. Los almacenes, a oscuras, con las ventanas como cuencas vacías, daban paso a edificios de ladrillo abandonados y llenos de pintadas. Cien años antes, probablemente aquello había sido el centro de Coldwater. Ya no lo era. La luna bañaba con su leve luz fantasmagórica el cementerio de edificios.
Me abracé y caminé más rápido. A dos manzanas, se materializó una silueta salida de la brumosa oscuridad.
—¿Vee? —llamé.
La silueta continuaba acercándoseme, con la cabeza gacha y las manos en los bolsillos. No se trataba de Vee sino de un hombre alto y flaco, de hombros anchos y andares vagamente familiares. No me hacía demasiada gracia pasar sola junto a un hombre por aquel tramo de acera, así que metí la mano en el bolsillo para coger el teléfono. Estaba a punto de llamar a Vee para saber exactamente dónde se encontraba cuando el hombre pasó bajo el haz de luz de una farola. Llevaba la cazadora de piel de mi padre.
Me paré de golpe.
Sin prestarme la más mínima atención, subió unos escalones a la derecha y desapareció en una de las casas abandonadas.
Se me erizó el vello de la nuca.
—¿Papá?
Corrí instintivamente. Crucé la calle sin fijarme en el tráfico, porque sabía que no pasaban coches. Cuando llegué a la casa donde estaba segura que había entrado, intenté abrir las puertas dobles. Estaban cerradas. Sacudí el picaporte y las puertas vibraron pero no cedieron. Me acerqué a una de las ventanas que flanqueaban la entrada para escudriñar. Las luces estaban apagadas, pero distinguí los bultos de los muebles cubiertos por sábanas blancas. El corazón se me salía del pecho. ¿Estaba vivo mi padre? Todo aquel tiempo… ¿había estado viviendo en aquel lugar?
—¡Papá! —llamé a través del cristal—. ¡Soy yo, Nora!
En lo alto de las escaleras, dentro del edificio, sus zapatos desaparecieron en el pasillo.
—¡Papá! —grité, golpeando el cristal—. ¡Estoy aquí fuera!
Me aparté y levanté la cabeza para ver las ventanas del segundo piso, por si veía su sombra pasar.
«La puerta trasera».
En cuanto se me ocurrió, bajé corriendo los escalones y me metí por el estrecho callejón que había entre los edificios. Claro. La puerta trasera. Si no estaba cerrada, podría entrar para reunirme con mi padre…
Se me heló la nuca. El frío me recorrió la columna y me paralizó momentáneamente. Me quedé al final del callejón, con los ojos fijos en el patio trasero. Los arbustos se mecían dóciles con la brisa. La puerta abierta chirriaba sobre sus goznes. Retrocedí muy despacio. No por el silencio. No porque creyera que no estaba sola. Había tenido aquella sensación antes, y siempre me había indicado peligro.
«Nora, no estamos solos. Aquí hay alguien más. ¡Vete!»
—¿Papá? —murmuré.
«Ve a buscar a Vee. ¡Tenéis que marcharos! Ya te encontraré. ¡Date prisa!»
No me importaba lo que dijera… no iba a marcharme. No hasta que supiera lo que pasaba. No hasta que lo viera. ¿Cómo esperaba que me fuera? Él estaba allí. Una oleada de alivio y de excitación me invadió, eclipsando el temor que sentía.
—¿Papá? ¿Dónde estás?
Nada.
—¿Papá? —lo llamé de nuevo—. No me he ido.
Esta vez obtuve una respuesta.
«La puerta trasera está abierta».
Me toqué la cabeza, sintiendo el eco de sus palabras en ella. Esta vez había algo distinto en su voz, pero no lo bastante evidente para determinar qué. ¿Era un poco más fría, tal vez? ¿Más acerada?
—¿Papá? —murmuré apenas.
«Estoy aquí dentro».
Esta vez su voz era más fuerte, un sonido real, no sólo la oía mentalmente. Me volví hacia la casa, segura de que me había hablado por la ventana. Salí del camino y apoyé la palma en el cristal. Quería con toda el alma que fuera él. Pero, al mismo tiempo, la carne de gallina me advertía de que aquello podía ser un truco. Una trampa.
—¿Papá? —Me falló la voz—. Estoy asustada.
Al otro lado del cristal una mano se apoyó en la mía, con los cinco dedos alineados con los míos. Vi la alianza de oro de mi padre en el anular de la mano izquierda. La sangre se me agolpaba en las orejas y sentí vértigo. Era él. Tenía a mi padre a milímetros de distancia… vivo.
«Entra, no te haré daño. Vamos, Nora».
El ansia de sus palabras me asustó. Arañé la ventana, intentando encontrar el pestillo, desesperada por abrazarlo e impedir que se marchara de nuevo. Tenía las mejillas bañadas en lágrimas. Pensé en correr hacia la puerta trasera, pero no podía apartarme de él ni un segundo. No podía volver a perderlo.
Golpeé la ventana con la mano, más fuerte esta vez.
—¡Estoy justo aquí, papá!
El cristal se heló cuando lo toqué. Delgados regueros de hielo se ramificaron por él con un chisporroteo quebradizo. Me aparté debido al frío repentino que me subió por el brazo, pero mi piel estaba pegada al cristal. Helada. Gritando, con la ayuda de la otra mano intenté liberarme. La mano de mi padre atravesó el cristal y se cerró sobre la mía, sujetándome e impidiéndome correr. Tiró de mí con fuerza. La ropa se me enganchó en los ladrillos y mi brazo atravesó la ventana. Vi reflejada mi cara de terror, con la boca abierta en un grito de espanto. Lo único que pensaba era que ése no podía ser mi padre.
—¡Socorro! —grité—. ¡Vee! ¿Me oyes? ¡Socorro!
Balanceé el cuerpo de lado a lado para liberarme con mi propio peso. Un dolor penetrante me recorría el antebrazo que él mantenía agarrado y se me pasó por la cabeza la imagen de un cuchillo, con tanta intensidad que creí que la cabeza se me había partido en dos. El fuego me lamió el antebrazo… me estaba cortando.
—¡Para! —chillé—. ¡Me haces daño!
Noté cómo su presencia me invadía la mente y su pensamiento eclipsaba el mío. Había sangre por todas partes. Negra y resbaladiza… y mía. La bilis me subió por la garganta.
—¡Patch! —grité con terror y absoluta desesperación.
La mano que me sujetaba se disolvió y caí de espaldas al suelo. Instintivamente me apreté el brazo herido contra la camisa para detener la hemorragia, pero, para mi asombro, no había sangre. No había ningún corte.
Boqueando, miré hacia la ventana. Estaba intacta y reflejaba el árbol que yo tenía detrás y que se cimbreaba con la brisa nocturna. Me puse de pie y corrí hacia la acera.
Corrí hacia La Bolsa del Diablo, volviéndome de vez en cuando a mirar por encima del hombro. Esperaba ver a mi padre, o a su fantasma, saliendo de una de las casas con un cuchillo, pero la acera estaba desierta.
Fui a cruzar la calle y vi a Vee un segundo antes de chocar con ella.
—Aquí estás —dijo, tendiendo la mano para sostenerme mientras yo ahogaba un grito—. Nos hemos perdido. He ido hasta La Bolsa del Diablo y he vuelto para encontrarte. ¿Te encuentras bien? Pareces a punto de vomitar.
No quería quedarme en la esquina. A tenor de lo que acababa de pasarme en aquel edificio, no podía evitar recordar la ocasión en que había atropellado a Chauncey con el Neon. Al cabo de un momento el coche había vuelto a estar normal, sin rastro de haber tenido un accidente. Pero esta vez era algo personal. Esta vez se trataba de mi padre. Los ojos me ardían y me temblaba la mandíbula cuando dije:
—Me… me parece que he vuelto a ver a mi padre.
Vee me abrazó.
—Cariño.
—Lo sé. No era real. No era real —repetí, tratando de convencerme. Parpadeé varias veces, porque las lágrimas me nublaban la vista. Me había parecido muy real. Tan tremendamente real…
—¿Quieres hablar de eso?
¿Qué iba a contarle? Me habían cazado. Alguien había estado jugando con mi mente. Jugando conmigo. ¿Un ángel caído? ¿Un Nefilim? ¿El fantasma de mi padre? ¿O era mi mente la que me traicionaba? No era la primera vez que creía ver a mi padre. Había supuesto que intentaba comunicarse conmigo, pero quizá no era más que un mecanismo de defensa. A lo mejor mi mente me hacía ver cosas que yo me negaba a aceptar que había perdido para siempre. Estaban llenando el vacío porque eso era más fácil que dejarlas marchar.
Fuera lo que fuese lo que me había pasado, no era real. Aquél no era mi padre. Él nunca me hubiera hecho daño. Él me quería.
—Volvamos a La Bolsa del Diablo —dije, respirando hondo. Quería alejarme del edificio lo antes posible. Volví a repetirme que quien fuera que había visto allí no era mi padre.
El eco de los platillos, el retumbar de la batería y el chillido de las guitarras que se preparaban para el espectáculo fueron en aumento, y mientras mi pánico decrecía, noté que el corazón también se me calmaba. Había algo tranquilizador en la idea de perderme entre los centenares de cuerpos apretujados en el almacén. A pesar de lo sucedido no quería irme a casa, no quería quedarme sola. Quería meterme en el centro de la multitud. Aquello estaba abarrotado.
Vee me agarró del codo y me obligó a detenerme.
—¿Ésa es quien creo que es?
A media manzana, Marcie Millar estaba subiendo a un coche. Iba embutida en un pedacito de tela negra lo bastante corto para que se le vieran la parte superior de las medias de encaje y las ligas. Unas botas negras altas hasta la rodilla y un sombrero de fieltro negro completaban su atuendo. Pero no fue su pinta lo que me llamó la atención. Fue el coche. Un reluciente Jeep Commander negro. El motor tosió y el Jeep dobló la esquina y se perdió de vista.