Capítulo

6

Encontré a Scott apoyado en el taco de billar, junto a una mesa de la parte delantera del local. Estaba estudiando una configuración de bolas cuando me acerqué.

—¿Has encontrado un cajero? —le pregunté, colgando mi chaqueta tejana mojada del respaldo de una silla plegable de metal que había contra la pared.

—Sí, pero no antes de quedar calado hasta los huesos. —Se quitó el sombrero hawaiano y se sacudió el agua para demostrarlo.

A lo mejor había encontrado un cajero, pero sólo después de hacer lo que hubiera estado haciendo en la calle lateral. Por mucho que me habría gustado enterarme, seguramente no me enteraría. Había perdido la ocasión cuando Patch me había empujado fuera para decirme que no pintaba nada en el Z y que me marchara a casa.

Apoyé las manos en el borde de la mesa de billar y me incliné con naturalidad, aparentando estar por completo en mi elemento, aunque la verdad era que tenía el corazón acelerado. No sólo acababa de salir de una discusión con Patch, sino que ninguna de las personas que me rodeaban parecía ni remotamente amable. Además, por mucho que lo intentaba, no podía quitarme de la cabeza que alguien se había desangrado en una de aquellas mesas. ¿En cuál? Me aparté de la mesa y me froté las manos para limpiármelas.

—Estamos a punto de empezar una partida —dijo Scott—. Cincuenta dólares y puedes jugar. Coge un taco.

No estaba de humor para jugar y hubiera preferido mirar, pero me bastó echar un vistazo a la sala para darme cuenta de que Patch estaba sentado en la mesa de póquer del fondo. Aunque no estaba situado directamente de cara a mí, sabía que me observaba. Observaba a todos los del salón. Nunca iba a ninguna parte sin haber hecho antes un cuidadoso y detallado estudio de los alrededores.

Sabiendo eso, compuse la sonrisa más resplandeciente que pude.

—Encantada.

No quería que Patch supiera lo alterada y dolida que estaba. No quería que pensara que yo no estaba pasando un buen rato con Scott.

Pero antes de que me dirigiera hacia el estante de los tacos, un hombre bajo con gafas metálicas y chaleco de punto se acercó a Scott. Todo en él parecía fuera de lugar: iba arreglado, con los pantalones planchados y los mocasines bien cepillados. Le preguntó a Scott en voz casi inaudible:

—¿Cuánto?

—Cincuenta —le respondió Scott con una cierta irritación—. Como siempre.

—La partida es a un mínimo de cien.

—¿Desde cuándo?

—Deja que lo diga de otro modo. Para ti, el mínimo son cien.

Scott enrojeció, cogió la bebida del borde de la mesa y echó un trago. Luego abrió la cartera y embutió un puñado de dinero en el bolsillo delantero de la camisa del hombre.

—Aquí tienes cincuenta. Te pagaré la otra mitad después de jugar. Ahora aparta tu mal aliento de mi cara para que pueda concentrarme.

El bajito se dio golpecitos en el labio inferior con un lápiz.

—Antes tendrás que saldar cuentas con Dew. Se está impacientando. Está siendo generoso contigo y tú no le devuelves el favor.

—Dile que tendré el dinero cuando acabe la noche.

—Ese plazo se agotó hace una semana.

Scott se acercó más, invadiendo el espacio vital del hombre.

—No soy el único aquí que le debe un poco de dinero a Dew.

—Pero eres el único de quien él teme que no pueda devolvérselo. —El bajito se sacó el dinero que Scott le había metido en el bolsillo y lo tiró al suelo—. Como te he dicho, Dew se está impacientando. —Arqueó las cejas de un modo significativo y se marchó.

—¿Cuánto le debes a Dew? —le pregunté a Scott.

Me fulminó con la mirada.

Vale, siguiente pregunta.

—¿Cómo funcionan las apuestas?

Yo le hablaba en voz baja mientras miraba a los otros jugadores repartidos alrededor de las mesas de billar. Dos de cada tres fumaban. Tres de cada tres llevaban tatuajes de cuchillos, pistolas y otras armas en los brazos. Cualquier otra noche hubiese estado asustada, o por lo menos incómoda, pero Patch seguía en el rincón. Mientras siguiera allí, yo estaría segura.

Scott resopló.

—Estos tipos son unos aficionados. Puedo darles una paliza en mi peor día. Mi verdadera competición está allí. —Levantó la mirada hacia un pasillo que salía de la zona principal. Era estrecho y oscuro, y desembocaba en una habitación en la que brillaba un rótulo luminoso naranja. Una cortina de cuentas colgaba de la entrada. Detrás había una mesa de billar de madera tallada.

—¿Ahí es donde se juegan grandes sumas de dinero? —aventuré.

—Ahí puedo ganar en una sola partida lo que sacaría jugando quince aquí fuera.

Con el rabillo del ojo vi que Patch me miraba. Fingiendo no darme cuenta, me metí la mano en el bolsillo trasero y di un paso hacia Scott.

—Necesitas cien en total para la siguiente partida, ¿verdad? Aquí tienes… cincuenta —dije, contando rápidamente los dos billetes de veinte y el de diez que me había dado Patch. No era una gran aficionada al juego, pero quería demostrarle a Patch que en el Z no iban a comerme viva. Podía integrarme… o al menos conseguir que no me echaran. Y, si parecía que flirteaba con Scott, mejor. «Fastídiate», fue el pensamiento que lancé a través de la habitación, aunque sabía que Patch no podía oírme.

Scott me miraba y miraba el dinero que tenía en la mano alternativamente.

—¿Es una broma?

—Si ganas, nos repartimos las ganancias.

Scott miraba el dinero con un ansia que me pilló desprevenida. Necesitaba aquel dinero. No estaba en el Z aquella noche para divertirse. Era un adicto al juego.

Agarró el dinero y fue corriendo hacia el bajito del chaleco de punto, que anotaba furiosa pero meticulosamente con su lápiz las cifras y el saldo de los otros jugadores. Miré un instante a Patch para ver su reacción ante lo que acababa de hacer, pero seguía atento a la partida de póquer y su expresión era indescifrable.

El del chaleco contó el dinero de Scott, poniendo con habilidad todos los billetes con la misma cara hacia arriba. Cuando terminó, le dedicó a Scott una sonrisa ladina. Por lo visto estábamos dentro.

Scott volvió y puso tiza a su taco de billar.

—Ya sabes lo que se dice de la buena suerte. Besa mi taco. —Me lo plantó delante de la cara.

Retrocedí un paso.

—No voy a besar tu taco de billar.

Scott aleteó con los brazos y cloqueó como una gallina, burlándose.

Eché un vistazo al fondo de la sala. Esperaba que Patch no estuviera mirando la humillante escena, y entonces vi a Marcie Millar acercársele tranquilamente por la espalda, inclinarse y abrazarlo por el cuello.

Se me cayó el alma a los pies.

Scott decía algo, dándome golpecitos con el taco en la frente, pero no captaba qué. Luchaba por recobrar el aliento y miraba fijamente un trozo de cemento que tenía delante para aplacar la conmoción y la sensación de haber sido traicionada. ¿Así que a eso se refería cuando había dicho que lo suyo con Marcie era estrictamente un asunto? Porque, desde luego, yo no lo veía así. Y ¿qué estaba haciendo ella ahí, justo después de que la apuñalaran en el Salón de Bo? ¿Se sentía segura porque estaba con Patch? Por un instante me pregunté si Patch no estaría haciendo aquello para darme celos. Pero en tal caso tendría que haber sabido que yo estaría en el Z esa noche. ¿Cómo podía saberlo, a menos que me estuviera espiando? ¿Había estado rondándome durante las últimas veinticuatro horas más de lo que yo creía?

Me clavé las uñas en las palmas de las manos para concentrarme en ese dolor y no en la sensación de humillación que crecía en mi interior. Y así me quedé, aturdida y al borde de las lágrimas, antes de que algo atrajera mi atención hacia la puerta que daba al pasillo. Había un tipo con una camiseta roja apoyado en el umbral. En la piel de la base del cuello tenía algo… algo que parecía una deformidad. Antes de que pudiera mirarlo más de cerca, me quedé paralizada por un déjà vu. Algo en él me resultaba espantosamente familiar, aunque sabía que no lo había visto nunca. Me entraron unas ganas tremendas de echar a correr, pero al mismo tiempo me abrumaba la necesidad de reconocerlo.

El hombre cogió la bola blanca de la mesa más cercana y la lanzó perezosamente al aire unas cuantas veces.

—Vamos —me dijo Scott, moviendo el taco hacia delante y hacia atrás en mi línea de visión. Los otros tipos que rodeaban la mesa se reían—. Hazlo, Nora —insistió Scott—. Sólo un besito. Para darme suerte.

Me deslizó el taco por debajo del tirante de la camiseta y me lo levantó.

Lo aparté de un manotazo.

—Quita de ahí.

Vi que el tipo de la camiseta roja se movía. Sucedió tan deprisa que tardé dos segundos en darme cuenta de lo que iba a pasar. Echó atrás el brazo y lanzó la bola a través de la habitación. Al cabo de un instante el espejo de la pared más lejana se resquebrajó y cayó al suelo una lluvia de esquirlas de cristal.

Se hizo el silencio en el salón. Sólo se oía el rock sonando por los altavoces.

—Tú —dijo el tipo de la camiseta roja. Apuntaba con un revólver al hombre del chaleco de punto—. Dame el dinero. —Se acercó más, haciendo un movimiento rápido con el revólver—. Deja las manos donde pueda verlas.

A mi lado, Scott empujó para ponerse delante de los demás.

—Ni lo sueñes. Es nuestro dinero —dijo.

Se oyeron unos cuantos gritos en su apoyo.

El de rojo siguió apuntando con el arma al del chaleco, pero miraba de reojo a Scott y sonreía enseñando los dientes.

—Ya no lo es.

—Si coges ese dinero, te mataré. —Había una furia tranquila en la voz de Scott. Sonaba como él quería que sonara. Me quedé helada. Apenas respiraba, aterrorizada por lo que pasaría después, porque no tenía la más mínima duda de que el arma estaba cargada.

La sonrisa del pistolero se ensanchó.

—¿Ah, sí?

—Ninguno de los presentes va a dejar que te largues con nuestro dinero —le aseguró Scott—. Haz un favor y deja el arma.

Otro murmullo de asentimiento recorrió el salón.

A pesar de que la tensión había ido en aumento, el tipo de la camiseta roja se rascó perezosamente el cuello con el cañón del revólver. No parecía preocupado en lo más mínimo.

—No. —Girando el arma para apuntar a Scott, le ordenó—: Súbete a la mesa.

—Piérdete.

—¡Súbete a la mesa!

El de rojo sostenía el revólver con ambas manos, apuntando al pecho de Scott. Muy despacio, éste alzó las manos a la altura de los hombros y retrocedió para subirse a la mesa.

—Quieres que te maten. Te superamos en número: treinta a uno.

El de la camiseta se acercó a Scott en tres zancadas. Se quedó un momento delante de él con el dedo en el gatillo. Gotas de sudor resbalaban por la mejilla de Scott. Yo no podía creer que no le arrancara el arma de un tirón. ¿No sabía que no podía morir? ¿No sabía que era un Nefilim? Patch me había dicho que pertenecía a una hermandad de sangre Nefilim… ¿Cómo podía no saberlo?

—Estás cometiendo un grave error —le dijo Scott, todavía sereno pero con un primer rastro de pánico.

¿Por qué nadie movía un dedo para ayudarle? Como había dicho Scott, estaban en mayoría aplastante. Pero había en él algo despiadado y alarmantemente poderoso. Algo… sobrenatural. Me pregunté si a los demás les daba tanto miedo como a mí.

También me pregunté si el mareo y la familiar sensación de incomodidad que yo sentía significaban que era un ángel caído. O un Nefilim.

De entre todas las caras, de repente me encontré mirando a Marcie a los ojos. Estaba en la otra punta, con algo que sólo podía describirse como un fascinado asombro escrito en la cara. Supe, en aquel preciso momento, que no tenía ni idea de lo que estaba a punto de suceder. No se daba cuenta de que Scott era un Nefilim y que tenía más fuerza en una sola mano que un humano en todo el cuerpo. No había visto a Chauncey, el primer Nefilim que conocí, estrujar mi móvil en la palma de su mano. No estaba presente la noche que me atrapó por los pasillos del instituto. ¿Y el de la camiseta roja? Fuese Nefilim o ángel caído, era igualmente fuerte. Lo que iba a pasar, fuera lo que fuese, no sería una pelea a puñetazos.

Ella podría haber aprendido la lección en el Salón de Bo y haberse quedado en casa.

Y yo también.

El de rojo empujó a Scott con el arma y éste cayó boca arriba sobre la mesa. Sin sorpresa ni temor, Scott buscó a tientas su taco y el otro tipo se lo arrebató y, de inmediato, saltó sobre la mesa y sostuvo el taco apuntando directamente a la cara de Scott. Luego lo descargó a un centímetro de su oreja. El taco cayó con tal fuerza que atravesó la superficie de fieltro y sobresalió un palmo por debajo de la mesa.

Reprimí un grito.

La nuez de Adán de Scott tembló.

—Estás loco, tío —dijo.

De repente un taburete del bar voló por los aires y golpeó al tipo de rojo, quien no perdió el equilibrio pero tuvo que saltar de la mesa para mantenerlo.

—¡Cogedlo! —gritó una voz entre la multitud.

Algo parecido a un grito de guerra se elevó en el aire y más gente agarró los taburetes. Yo me puse a gatas y busqué entre el bosque de piernas la salida más próxima. A cierta distancia había un tipo con un arma en la sobaquera. La desenfundó y, un instante después, se oyó el sonido atronador de los disparos. Pero no se hizo el silencio a continuación, sino que el caos aumentó: insultos, más tiros y puñetazos. Me levanté y corrí encogida hacia la puerta trasera.

Me estaba escabullendo por la salida cuando alguien me agarró por la cinturilla de los tejanos y me puso derecha. Patch.

—Coge el Jeep —me ordenó, poniéndome las llaves de su coche en la mano.

Siguió una breve pausa.

—¿A qué esperas?

Lo miré, pero aparté los ojos, furiosa.

—¡Deja de comportarte como si yo fuera una molestia! ¡Nunca te he pedido ayuda!

—Te he dicho que no te quedaras esta noche. No serías una molestia si me hicieras caso. Éste no es tu mundo… es el mío. Estás tan empeñada en demostrarte que puedes manejar esto, que vas a hacer alguna estupidez y lograrás que te maten.

Aquello me afectó y abrí la boca para decírselo.

—El tipo de la camiseta roja es un Nefilim —dijo Patch, impidiéndome hablar—. La marca que tiene significa que es un miembro de la hermandad de sangre de la que te he hablado antes. Les ha jurado lealtad.

—¿La marca?

—Junto a la clavícula.

¿Aquella deformidad era porque lo habían marcado? Volví los ojos hacia la ventanita de la puerta. Dentro, había cuerpos pululando sobre las mesas de billar, volaban puñetazos a diestro y siniestro. No volví a ver al de rojo, pero comprendí por qué motivo lo había reconocido. Era un Nefilim. Me recordaba a Chauncey de un modo al que Scott ni siquiera se acercaba. Me dije si aquello podía significar que, como Chauncey, era diabólico, y que Scott no lo era.

Hubo un estruendo tan fuerte que creí que se me romperían los tímpanos, y Patch me obligó a echarme al suelo. Volaron fragmentos de cristal alrededor de nosotros. Habían disparado a la ventana de la puerta trasera.

—Vete de aquí —dijo Patch, empujándome hacia la calle.

Me volví.

—¿Adónde vas?

—Marcie sigue dentro. La llevaré a casa en coche.

Se me paralizaron los pulmones; no podía respirar.

—¿Qué pasa conmigo? ¿No eres mi ángel custodio?

Patch entrecerró los ojos y me sostuvo la mirada.

—Ya no, Ángel.

Antes de que pudiera responderle se escurrió por la puerta y desapareció en el tumulto.

Fuera, en la calle, abrí el Jeep, adelanté el asiento y salí de la plaza de aparcamiento. ¿Ya no volvería a ser mi ángel nunca más? ¿Lo decía en serio? ¿Sólo porque yo le había dicho que lo quería así? ¿O lo decía para asustarme? ¿Para que me arrepintiera de haberle dicho que ya no quería que lo fuera? Bueno, si no era mi ángel guardián era porque yo había intentado hacer lo correcto. Intentaba facilitarnos las cosas a los dos. Intentaba mantenerlo a salvo de los arcángeles.

Le había dicho exactamente por qué lo había hecho y él me lo echaba en cara, como si todo aquel lío fuera culpa mía. ¡Como si yo quisiera aquello! Era más por su culpa que por la mía. Tenía ganas de volver corriendo a decirle que no necesitaba ayuda. Yo no era un peón en su gran y perverso mundo. Y no estaba ciega. Veía perfectamente para saber que había algo entre él y Marcie. Ahora estaba completamente segura de que algo había. «Olvídalo». Estaba mejor sin él. Era un indeseable, un estúpido. Un estúpido en el que no se podía confiar. No lo necesitaba… para nada.

Paré el Jeep frente a la granja. Todavía me temblaban las piernas y un poco la respiración. Era muy consciente de la quietud alrededor de mí. El Jeep siempre había sido un refugio; pero esa noche me parecía extraño y solitario, demasiado grande para una sola persona. Apoyé la cabeza en el volante y me eché a llorar. No pensaba en Patch llevando a Marcie a casa en el coche de ella: sólo dejaba que el aire caliente de la rejilla de ventilación me diera en la piel y respiraba el aroma de Patch.

Me quedé allí sentada, encorvada entre sollozos, hasta que la aguja del indicador de la gasolina bajó a la mitad. Me sequé los ojos y solté un largo y agitado suspiro. Estaba a punto de apagar el motor cuando vi a Patch, de pie, en el porche, apoyado en una de las columnas.

Por un momento pensé que había venido para controlarme y los ojos se me llenaron de lágrimas de alivio. Pero yo conducía su Jeep. Así que más bien estaba allí para llevárselo. Después de cómo me había tratado aquella noche, no creía que pudiera ser por otra razón.

Recorrió el camino de entrada y abrió la puerta del conductor.

—¿Estás bien?

Asentí con frialdad. Hubiese querido decir que sí, pero todavía me faltaba la voz. Tenía frescos en la memoria los ojos helados del Nefilim, y no podía dejar de preguntarme qué habría sucedido después de irme yo del Z. ¿Había salido de allí Scott? ¿Había salido Marcie?

Por supuesto que ella había salido. Patch parecía empeñado en asegurarse de que lo hiciera.

—¿Por qué quería el dinero el Nefilim de la camiseta roja? —le pregunté, pasándome al asiento del acompañante. Todavía chispeaba, y aunque sabía que Patch no sentía la helada humedad de la lluvia, me parecía mal dejarlo de pie a la intemperie.

Después de pensárselo, se puso al volante y nos quedamos juntos en el Jeep. Dos noches antes hubiera sido una situación íntima. Ahora era una situación tensa e incómoda.

—Recaudaba fondos para la hermandad de sangre Nefilim. Me parece que ya tengo una idea más clara de lo que planean. Si necesitan dinero, es sobre todo para material. Para material o para comprar ángeles caídos. Pero cómo, a quién y por qué, no lo sé. —Sacudió la cabeza—. Necesito a alguien dentro. Por primera vez, ser un ángel me sitúa en desventaja. No dejarán que me acerque ni a un kilómetro de su centro de operaciones.

Por una décima de segundo se me pasó por la cabeza que tal vez estuviera pidiéndome ayuda, pero yo apenas era Nefilim. Corría por mis venas una cantidad infinitesimal de sangre Nefilim cuyo rastro se remontaba cuatrocientos años, hasta mi antepasado Chauncey Langeais. A todos los efectos, yo era humana. No iba a infiltrarme más deprisa que Patch.

—Has dicho que Scott y el Nefilim de la camiseta roja forman parte ambos de la hermandad de sangre. Sin embargo, parece que no se conocen. ¿Estás seguro de que Scott está implicado?

—Lo está.

—Entonces, ¿cómo es posible que no se conozcan?

—Mi suposición hasta ahora es que, quienquiera que dirija la sociedad mantiene a sus miembros separados para que no se conozcan. Sin solidaridad, las probabilidades de que lo derroquen son escasas. Más aún, si no saben la fuerza que tienen, los Nefilim no pueden dar esa información al enemigo. Los ángeles caídos no pueden obtener información si los propios miembros de la hermandad no saben nada.

Mientras asimilaba aquello, no estaba segura de qué lado estaba yo. En parte aborrecía la idea de que los ángeles caídos poseyeran los cuerpos de los Nefilim cada Jeshván. Una faceta menos noble de mí estaba agradecida de que su objetivo fueran los Nefilim en vez de los humanos. Que no fuera yo. Que no fuera nadie a quien yo quería.

—¿Y Marcie? —dije, intentando mantener la voz serena.

—Le gusta el póquer —respondió Patch evasivo. Puso la marcha atrás del Jeep—. Tengo que irme. ¿Vas a estar bien esta noche? ¿Tu madre está fuera?

Me volví en el asiento para encararme con él.

—Marcie te estaba abrazando.

—El sentido del espacio personal de Marcie es inexistente.

—Así que… ¿Ahora eres un experto en Marcie?

Se le oscureció la mirada y supe que no tenía que seguir por ahí, pero me daba igual. Así que insistí:

—¿Qué hay entre vosotros dos? Lo que he visto no se parecía a los negocios.

—Estaba en mitad de una partida cuando se me ha acercado por la espalda. No es la primera vez que una chica hace eso y seguramente no será la última.

—Podrías haberla apartado.

—Me ha abrazado un momento y, al siguiente, el Nefilim ha arrojado la bola de billar. No estaba pensando en Marcie. He corrido a inspeccionar los alrededores por si no estaba solo.

—Has vuelto a buscarla.

—No iba a dejarla allí.

Me quedé en el asiento un momento, con un nudo en el estómago tan apretado que me dolía. ¿Qué se suponía que debía pensar? ¿Había regresado a buscar a Marcie por educación, por sentido del deber, o por algo completamente distinto y mucho más preocupante?

—Tuve un sueño acerca del padre de Marcie anoche. —No estaba segura de por qué había dicho aquello. Posiblemente para que Patch supiera que mi dolor era tan intenso que incluso interfería en mis sueños. Había leído en una ocasión que los sueños son una manera de reconciliarse con lo que a uno le sucede en la vida real y, si eso era cierto, mi sueño me estaba diciendo sin ninguna duda que no me había puesto de acuerdo respecto a lo que había entre Patch y Marcie. No si soñaba con ángeles caídos y con el Jeshván. No si soñaba con el padre de Marcie.

—¿Has soñado con el padre de Marcie? —Patch lo dijo con más calma que nunca, pero algo en su modo penetrante de mirarme me llevó a pensar que estaba sorprendido, tal vez incluso desconcertado.

—Me parece que la escena se desarrollaba en Inglaterra, hace mucho tiempo. Al padre de Marcie lo perseguían por un bosque. No pudo escapar porque la capa que llevaba se le enredó en los árboles. Decía que un ángel caído intentaba poseerlo.

Patch consideró aquello un momento. Una vez más, su silencio me indicó que había dicho algo que le interesaba, pero no sabía qué.

Echó un vistazo al reloj.

—¿Me necesitas para ir hasta la casa?

Miré hacia arriba, hacia las ventanas oscuras y vacías de la granja. La combinación de anochecer y llovizna no invitaba a salir. No hubiese sabido decir qué era menos atractivo: si entrar sola en casa o quedarme allí fuera sentada al lado de Patch, asustada de que se marchara… con Marcie Millar.

—Dudo porque no quiero mojarme. Por otra parte, es evidente que tienes que irte a otra parte. —Abrí la puerta y saqué una pierna—. Eso y que nuestra relación se ha terminado. No me debes ningún favor.

Cerró los ojos.

Lo había dicho para hacerle daño, pero yo era la única con un nudo en la garganta. Antes de decir algo que le hiriera más profundamente, me fui corriendo hacia el porche, con las manos sobre la cabeza para protegerme el pelo de la lluvia.

Dentro, me apoyé en la puerta y escuché marcharse a Patch. La vista se me nubló con las lágrimas y cerré los ojos. Deseaba que Patch volviera. Lo quería allí conmigo. Quería que me atrajera hacia él y me besara para quitarme el frío, el sentimiento de vacío que lentamente me helaba desde dentro hacia fuera. Pero el sonido de los neumáticos en el camino húmedo no regresó.

Sin previo aviso, el insistente recuerdo de nuestra última noche juntos, antes de que todo se viniera abajo, me asaltó. Instintivamente lo bloqueé. El problema era que quería recordar. Necesitaba de algún modo tener todavía a Patch cerca. Bajé la guardia. Me permití sentir su boca sobre la mía. Al principio suavemente, luego con más insistencia. Sentí su cuerpo, cálido y sólido, contra el mío. Tenía las manos en mi nuca y me abrochaba su cadena de plata. Me prometía amarme siempre…

Puse el pestillo de seguridad, disolviendo el recuerdo con un clic. «¡Que se joda!»

Lo repetí hasta cansarme.

Las luces de la cocina respondieron cuando pulsé el interruptor y sentí alivio al ver que la electricidad había vuelto. El piloto rojo del teléfono parpadeaba, así que activé los mensajes.

—Nora —dijo la voz de mi madre—, aquí en Boston llueve a cántaros y han decidido retrasar el resto de las subastas. Voy hacia casa. Estaré ahí a eso de las once. Si quieres, manda a Vee para su casa. Te quiero. Hasta ahora.

Consulté la hora. Faltaban unos minutos para las diez. Sólo estaría sola una hora más.