Scott se quedó en la entrada, con los brazos cruzados.
—Así que los lavabos de las chicas son esto. Tengo que reconocer que están muy limpios.
Seguí con la cabeza gacha y me limpié la nariz con el dorso de la mano.
—¿Te parece?
—No me iré hasta que no me hayas dicho por qué me habéis seguido. Sé que soy un chico fascinante, pero esto está empezando a parecerme una obsesión insana.
Me puse de pie y me eché agua en la cara. Evitando el reflejo de Scott en el espejo, tiré de una toalla de papel y me la sequé.
—También vas a decirme a quién buscabas en el baño de caballeros.
—Me ha parecido ver a mi padre —le espeté, haciendo acopio de toda la rabia para ocultar el dolor punzante que me atenazaba—. Ya está. ¿Satisfecho?
Hice una pelota con la toalla y la eché a la basura. Iba hacia la salida cuando Scott cerró la puerta y se apoyó en ella, cortándome el paso.
—Cuando encuentren al tipo que lo hizo y lo encierren de por vida te sentirás mejor.
—Gracias por el peor consejo que me han dado —dije con amargura, pensando que lo que me hubiese hecho sentir mejor habría sido volver a tener a mi padre.
—Créeme. Mi padre es policía. Vive para decir a los familiares que ha encontrado al asesino. Van a encontrar al individuo que destruyó a tu familia y le harán pagar por ello. Una vida a cambio de otra. Entonces tendrás paz. Vámonos de aquí. Me siento como un mirón en el baño de las chicas. —Esperó—. Esto tendría que haberte hecho reír.
—No estoy de humor.
Entrelazó los dedos de ambas manos, se las puso en la cabeza y se encogió de hombros. Parecía incómodo, como si detestara los momentos delicados y no tuviera ni idea de cómo salir de ellos.
—Escucha, esta noche iré a jugar al billar a ese antro de Springvale, ¿te apetece?
—Paso. —No estaba de humor para jugar al billar. Lo único que conseguiría sería llenarme la cabeza de indeseados recuerdos de Patch.
Recordaba la primera noche, cuando fui a buscarlo para terminar un trabajo de biología y me lo encontré jugando al billar en el sótano del Salón de Bo. Recordaba cómo me había enseñado a jugar al billar. Se colocaba detrás de mí, tan cerca que notaba la electricidad. Todavía peor, recordaba el modo que tenía siempre de aparecer cuando lo necesitaba. Ahora lo necesitaba y… ¿dónde estaba? ¿Pensaría en mí?
Me quedé en el porche, rebuscando en el bolso para encontrar las llaves. Los zapatos empapados chirriaban en los tablones y los tejanos húmedos me irritaban la cara interna de los muslos. Después de seguir a Scott, Vee me había arrastrado a muchas tiendas para que le diera mi opinión sobre los pañuelos y, mientras le manifestaba mis preferencias entre uno de seda violeta y otro pintado a mano en colores neutros, se desató una tormenta procedente del mar. En lo que tardamos en correr hacia el aparcamiento y meternos en el Neon, pasamos de estar secas a estar caladas hasta los huesos. Habíamos puesto la calefacción de camino a casa, pero me castañeteaban los dientes, me notaba la ropa helada sobre la piel y todavía estaba conmocionada por el hecho de haber creído ver a mi padre.
Empujé la puerta húmeda con el hombro y luego tanteé la pared hasta dar con el interruptor de la luz. En el baño de arriba me quité la ropa y la puse a secar colgada de la barra de la ducha. Al otro lado de la ventana los relámpagos se ramificaban en el cielo y los truenos retumbaban como si estuvieran aporreando el tejado.
Había estado sola en la granja durante muchas tormentas, pero aún no me había acostumbrado a ellas. La de aquella noche no era una excepción. Se suponía que Vee dormiría conmigo, pero desde que había cancelado la cita estaba decidida a verse con Rixon un rato. Deseé poder viajar hacia atrás en el tiempo y decirle que seguiría a Scott yo sola, para asegurarme de que me hiciera compañía en la granja por la noche.
La luz del baño parpadeó dos veces. Ése fue el único aviso antes de que se apagara, dejándome de pie, a oscuras. La lluvia chocaba contra el cristal de la ventana y caía en regueros. Me quedé donde estaba un momento, esperando por si volvía la electricidad. La lluvia se convirtió en granizo, azotando las ventanas con tanta furia que temí que se rompieran los cristales.
Llamé a Vee.
—Hay un apagón.
—Sí, las farolas acaban de apagarse. Gandulas.
—¿Vuelves para hacerme compañía? ¿Quieres?
—Veamos… no me apetece mucho.
—Prometiste que no dormirías en tu casa.
—También le prometí a Rixon que me reuniría con él en Taco Bell. No voy a dejarlo plantado dos veces en un mismo día. Dame unas horas y luego seré toda tuya. Te llamaré cuando esté a punto de ir. Estaré ahí antes de medianoche, seguro.
Colgué y me estrujé la cabeza intentando recordar dónde había visto por última vez las cerillas. No es que estuviera tan oscuro que necesitara velas, pero me gustaba la idea de iluminar la casa todo lo posible, especialmente porque estaba sola. La luz mantenía los monstruos de mi imaginación a raya.
Había candelabros en la mesa del comedor, me dije, envolviéndome en una toalla y bajando las escaleras hasta la planta baja. Y había velas en los cajones. Pero ¿dónde estaban las cerillas?
Una sombra se movió en el campo, detrás de la casa, y acerqué la cabeza a la ventana de la cocina. La lámina de lluvia cubría los cristales y deformaba el mundo exterior. Me acerqué más para ver mejor. Lo que fuera que hubiera visto se había ido.
«Un coyote —me dije, notando una súbita descarga de adrenalina—. Sólo es un coyote».
Sonó el teléfono de la cocina y descolgué, en parte porque estaba asustada y en parte porque deseaba oír una voz humana. Rogué para que fuera Vee para decirme que había cambiado de opinión.
—¿Diga?
Esperé.
—¿Hola?
El ruido del teléfono crepitó en mi oído.
—¿Vee? ¿Mamá? —Con el rabillo del ojo vi otra sombra escabulléndose por el campo. Inspiré profundamente para tranquilizarme y me recordé que no era posible que estuviera en verdadero peligro.
Tal vez Patch ya no fuese mi novio, pero seguía siendo mi ángel custodio. Si yo tenía un problema, él aparecería. Pero, aunque pensara eso, me preguntaba si podría contar con él para algo más.
«Debe de odiarme —pensé—. No debe de querer tener nada que ver conmigo. Debe de seguir furioso, por eso no hace ningún esfuerzo para ponerse en contacto conmigo».
Lo malo de pensar así era que me enfadaba más. Allí estaba yo, preocupada por él, cuando lo más probable era que, dondequiera que estuviera, él no se preocupara por mí. Me había dicho que no iba a acatar sin más mi decisión de que rompiéramos, pero había hecho eso exactamente. Ni mensajes ni llamadas. No había dado un solo paso. Y no por falta de motivo. Podía llamar a mi puerta en aquel mismo instante y decirme qué estaba haciendo en casa de Marcie hacía dos noches. Podía decirme por qué se había marchado después de yo haberle dicho que lo quería.
Sí, estaba enfadada, y por una vez iba a hacer algo al respecto. Colgué el fijo y busqué en la agenda de mi móvil el número de Scott. No tendría en cuenta mi seguridad y aceptaría su oferta. Aunque sabía que era por razones equivocadas, quería salir con Scott. Quería que Patch se fastidiara. Si creía que iba a quedarme sentada en casa llorando por él, estaba muy equivocado. Habíamos roto; podía salir con otros chicos libremente. Y, de paso, comprobaría la capacidad de Patch para mantenerme a salvo. A lo mejor Scott era realmente un Nefilim. A lo mejor incluso era peligroso, precisamente la clase de chico al que no me convenía acercarme. Sonreí con malicia cuando caí en la cuenta de que, Scott o yo hiciéramos lo que hiciéramos, Patch tendría que protegerme.
—¿Ya has salido hacia Springvale? —le pregunté a Scott después de marcar su número.
—¿Ir conmigo no está tan mal, después de todo?
—Si vas a restregármelo no iré.
Le oí sonreír.
—Tranquila, Grey, sólo estaba bromeando.
Le había prometido a mamá que me mantendría alejada de Scott, pero no me importaba. Si Scott se pasaba conmigo, Patch tendría que intervenir.
—Bien —dije—. ¿Vas a venir a recogerme o qué?
—Me pasaré después de las siete.
Springvale es una pequeña ciudad pesquera, y casi toda se arracima en torno a la calle Mayor: Correos, unos cuantos restaurantes que sirven pescado con patatas fritas, tiendas de aparejos y el Salón de billar Z.
El Z era un edificio de un solo piso, con un ventanal que permitía ver el interior de la sala de billar y el bar. La basura y los hierbajos decoraban el exterior. Dos hombres con la cabeza afeitada y barba de chivo que fumaban en la acera, a la puerta del local, tiraron al suelo las colillas y entraron.
Scott estacionó en batería cerca de la entrada.
—Voy a recorrer un par de manzanas para buscar un cajero —dijo, apagando el motor.
Estudié el cartel que había encima del ventanal: SALÓN DE BILLAR Z. Aquel nombre despertó algo en mi memoria.
—¿Por qué me resulta familiar este sitio? —pregunté.
—Hace un par de semanas un tipo se desangró en una de las mesas. Una pelea de bar. Salió en las noticias.
—Ah. Te acompaño —me ofrecí enseguida.
Se apeó y yo lo seguí.
—No —me gritó bajo la lluvia—. Te vas a empapar. Espérame dentro. Sólo tardaré diez minutos.
Sin darme la oportunidad de acompañarlo, encogió los hombros contra la lluvia, hundió las manos en los bolsillos y se marchó corriendo por la acera.
Secándome la cara, me metí debajo del saliente del edificio y repasé mis opciones. Podía entrar sola o esperar fuera a Scott. No llevaba allí ni cinco segundos y ya tenía la piel de gallina. Mientras pasara un poco de gente la desolación no sería completa. Los que se aventuraban a salir llevaban camisa de franela y botas de trabajo. Parecían más corpulentos, más duros, más malos que los hombres que holgazaneaban en la calle Mayor de Coldwater.
Unos cuantos me echaron un vistazo al pasar.
Miré hacia donde Scott se había marchado y lo vi doblar la esquina del edificio y desaparecer por una calle lateral. Lo primero que pensé fue que le costaría encontrar un cajero en la calle cercana al Z. Lo segundo fue que quizá me había mentido. Quizá no se había ido a buscar un cajero. Pero entonces, ¿qué hacía en la calle, bajo la lluvia? Quería seguirlo, pero no sabía cuánto tiempo tardaría en darse cuenta. Lo último que necesitaba era que me pillara espiándolo otra vez. Seguro que eso no promovería la confianza entre ambos.
Pensando que a lo mejor podría ver lo que estaba haciendo si lo observaba por una de las ventanas del Z, tiré de la puerta. Dentro el aire era frío y estaba cargado de humo y de sudor masculino. El techo era bajo y las paredes de cemento. Unos cuantos carteles de coches de los años sesenta y setenta, un calendario deportivo ilustrado y un espejo de propaganda de Budweiser eran la única decoración. No había ventanas en la pared que me separaba de Scott. Recorrí el pasillo central, adentrándome en la sombría sala, mientras aguantaba la respiración e intentaba filtrar mi ingesta de carcinógenos. Cuando llegué al fondo del Z clavé los ojos en la salida que daba a la calle de detrás. No era tan conveniente como una ventana, pero serviría. Si Scott me pillaba mirándolo podría fingir inocencia y asegurarle que había salido a tomar el aire. Después de cerciorarme de que nadie me estaba mirando, abrí la puerta y asomé la cabeza.
Unas manos me agarraron por el cuello de la chaqueta tejana, tiraron de mí y me empujaron contra el muro de ladrillo.
—¿Qué estás haciendo aquí? —me preguntó Patch. La lluvia que caía de la marquesina metálica gorgoteaba detrás de él.
—Jugar al billar —le espeté. Seguía con el corazón helado por la sorpresa. No tocaba el suelo con los pies.
—Jugar al billar —repitió.
—He venido con un amigo. Scott Parnell.
Su expresión se endureció.
—¿Eso es para ti algún problema? —le solté—. Hemos roto, ¿te acuerdas? Puedo salir con otros chicos si me da la gana. —Estaba enfadada… con los arcángeles, con el destino, con las consecuencias. Estaba enfadada por estar allí con Scott, no con Patch. Y estaba furiosa con Patch por no abrazarme y decirme que quería dejar atrás todo lo sucedido entre nosotros durante las últimas veinticuatro horas. Que lo que nos separaba era agua pasada y que de ahora en adelante sólo seríamos él y yo.
Patch bajó la mirada al suelo y se pellizcó el caballete de la nariz. Supe que estaba haciendo acopio de paciencia.
—Scott es un Nefilim. Un pura sangre de primera generación. Exactamente lo mismo que era Chauncey.
Parpadeé. Entonces era cierto.
—Gracias por la información, pero ya lo sospechaba.
Hizo un gesto de disgusto.
—Déjate de bravuconadas. Es un Nefilim.
—No todos los Nefilim son como Chauncey Langeais —insistí con testarudez—. No todos los Nefilim son unos demonios. Si le das a Scott una oportunidad, verás que de hecho es bastante…
—Scott no es un viejo Nefilim —me interrumpió Patch—. Pertenece a una hermandad de sangre Nefilim cuyo poder ha ido en aumento. La sociedad quiere liberar a los suyos del cautiverio de los ángeles caídos durante el Jeshván. Están reclutando miembros a un ritmo frenético para contraatacar a los ángeles caídos, y se está fraguando una guerra territorial entre los dos bandos. Si la sociedad se vuelve lo suficientemente poderosa, los ángeles caídos buscarán en otra parte… y empezarán a servirse de los humanos para que sean sus esclavos.
Me mordí el labio y lo miré, incómoda. Sin querer, recordé el sueño de la noche anterior. El Jeshván. Los Nefilim. Ángeles caídos. No podía escapar de aquello.
—¿Por qué los ángeles caídos no poseen a los humanos? —pregunté—. ¿Por qué escogen a los Nefilim?
—Los humanos no tienen un cuerpo tan resistente como los Nefilim —me respondió Patch—. Estar poseídos dos semanas los mataría.
»Decenas de miles de humanos morirían cada Jeshván. Y es muy duro poseer a un humano —prosiguió—. Los ángeles caídos no pueden obligar a los humanos a jurar fidelidad, tienen que convencerlos de que dejen sus cuerpos. Eso requiere tiempo y capacidad de persuasión. Los cuerpos humanos también se deterioran más rápido. No muchos ángeles caídos quieren arriesgarse a poseer un cuerpo humano cuando cabe la posibilidad de que muera al cabo de una semana.
Me sacudió un escalofrío de aprensión, pero no obstante repliqué:
—Es una historia triste, pero es difícil echarle la culpa a Scott o a cualquier Nefilim por ello. Yo tampoco querría que un ángel caído se hiciera con el control de mi cuerpo dos semanas al año. No parece un problema de los Nefilim. Parece más bien un problema de los ángeles caídos.
A Patch se le tensó un músculo de la mandíbula.
—El Z no es lugar para ti. Vete a casa.
—Acabo de llegar.
—El Salón de Bo es una guardería comparado con este lugar.
—Gracias por el dato, pero no estoy de humor para quedarme toda la noche en casa compadeciéndome de mí misma.
Patch se cruzó de brazos y me estudió.
—¿Te estás poniendo en peligro para recuperarme? —aventuró—. Por si lo has olvidado, no fui yo quien quiso romper.
—No te des tanta importancia. Esto no tiene nada que ver contigo.
Patch buscó las llaves en el bolsillo.
—Te llevo a casa.
Por el modo en que lo dijo supe que yo era una molestia enorme y que, de haber podido, hubiera estado encantado de largarse.
—No quiero que me lleves. No necesito tu ayuda.
Se echó a reír, pero no parecía contento.
—Vas a subir al Jeep aunque tenga que llevarte a rastras, porque no vas a quedarte aquí. Es demasiado peligroso.
—No tienes derecho a darme órdenes.
Se limitó a mirarme.
—Y, ya puestos, no volverás a quedar con Scott.
Noté un arrebato de rabia. ¿Cómo se atrevía a suponer que yo era débil y que necesitaba ayuda? ¿Cómo se atrevía a controlarme diciéndome adónde podía y adónde no podía ir y con quien podía pasar el tiempo? ¿Cómo se atrevía a comportarse como si yo no significara nada para él?
Le lancé una mirada fría, retadora.
—No me hagas más favores. Nunca te los he pedido y no te quiero de ángel custodio, nunca más.
Patch seguía frente a mí, y una gota de lluvia se deslizó por su pelo y aterrizó como hielo en mi clavícula. Noté cómo me recorría la piel y desaparecería bajo del tirante de mi camiseta. Él siguió la gota de lluvia con los ojos y yo empecé a temblar interiormente. Quería decirle que lamentaba todo lo que le había dicho. Quería decirle que me daba igual Marcie y lo que opinaran los arcángeles. Pero la dura y desagradable verdad era que nada de lo que dijera o hiciera iba a recomponer las cosas.
No podía arreglar lo nuestro. No, si quería mantener a Patch a distancia. No, si no quería que lo mandasen al infierno. Cuanto más peleados estuviéramos, más fácil me sería convencerme de que no significaba nada para mí, y que podía seguir adelante sin él.
—Retira lo que has dicho —dijo Patch en voz baja.
No pude mirarlo ni pude retractarme. Levanté la barbilla y clavé los ojos en un borrón de lluvia sobre su hombro. Maldito mi orgullo y maldito el suyo también.
—Retíralo, Nora —insistió Patch con más firmeza.
—No puedo hacer lo correcto contigo en mi vida —le dije, odiándome por permitir que me temblara la barbilla—. Será más fácil para todos si, simplemente… Quiero cortar de raíz. Lo he estado pensando. —No lo había hecho. No había estado pensando en ello en absoluto. No había querido pronunciar aquellas palabras, pero una pequeña parte de mí, horrible y despreciable, quería que Patch sufriera como yo sufría—. Te quiero fuera de mi vida, completamente.
Después de un pesado silencio, Patch se inclinó hacia mi espalda y me metió algo en el bolsillo posterior de los tejanos. No sé si fueron imaginaciones mías, pero me pareció que dejaba allí la mano medio segundo más de lo necesario.
—Efectivo —me explicó—. Vas a necesitarlo.
Me saqué los billetes del bolsillo.
—No quiero tu dinero. —Como no cogió el arrugado puñado de billetes, se lo estampé contra el pecho, con el propósito de rozarlo de pasada, como él había hecho, pero Patch me agarró la mano y la sujetó contra su cuerpo.
—Cógelo. —Por el modo en que lo dijo me di cuenta de que yo no sabía nada. No lo entendía a él ni entendía su mundo. Era una extraña y nunca encajaría en él—. La mitad de los tipos que hay ahí dentro llevan algún arma. Si pasa algo, pon el dinero encima de la mesa y ve hacia la puerta. Nadie te seguirá si tiene a mano un montón de dinero.
Me acordé de Marcie. ¿Estaba sugiriendo que alguien podía intentar apuñalarme? Estuve a punto de echarme a reír. ¿Creía de veras que así me asustaría? Que lo quisiera o no como ángel custodio era irrelevante. El quid de la cuestión era que, dijera yo lo que dijera e hiciera yo lo que hiciera, su deber seguía siendo protegerme. Tenía que mantenerme a salvo. El hecho de que estuviera allí en aquel momento lo demostraba.
Me soltó la mano y agarró el pomo de la puerta, con los músculos del brazo en tensión. La puerta se cerró a su espalda, temblando sobre sus goznes.