El sueño era en tres colores: negro, blanco y gris pálido.
Era una noche fría. Yo estaba de pie, descalza en una carretera; el fango y la lluvia llenaban rápidamente los baches. Aquí y allá se veían rocas y hierbajos esqueléticos. Todo el campo estaba sumido en la oscuridad, menos un trocito donde brillaba una luz: a unos centenares de metros de la carretera había una taberna de piedra y madera. Las velas parpadeaban en las ventanas y yo estaba a punto de acercarme a la taberna para refugiarme en ella cuando oí unos cascabeles distantes.
El sonido se intensificó. Me situé a una distancia prudente del camino. Vi que un carruaje de caballos salía traqueteando de la oscuridad y se detenía en el preciso lugar en el que yo acababa de estar hacía un momento. En cuanto las ruedas dejaron de girar, el cochero se bajó de un salto del carruaje, ensuciándose las botas de barro hasta media caña. Abrió la portezuela y retrocedió.
Salió una silueta oscura. Un hombre. Sobre los hombros llevaba una capa que se le hinchó con el viento, pero la capucha calada le ocultaba el rostro.
—Espera aquí —le ordenó al cochero.
—Mi señor, está lloviendo mucho…
El hombre de la capa hizo un gesto con la cabeza en dirección a la taberna.
—Tengo que ocuparme de un asunto. No tardaré. Ten listos los caballos.
El cochero miró hacia la taberna.
—Pero mi señor… ahí sólo hay ladrones y vagabundos. Y esta noche no presagia nada bueno. Lo siento en los huesos. —Se frotó los brazos enérgicamente, como para espantar el frío—. Mi señor haría mejor en regresar cuanto antes a casa con la señora y los niños.
—No le cuentes nada de esto a mi esposa. —El hombre de la capa cerró y abrió las manos enguantadas sin apartar los ojos de la taberna—. Ya tiene bastantes preocupaciones —murmuró.
Centré mi atención en la taberna y en la siniestra luz de las velas que parpadeaba en las pequeñas ventanas inclinadas. También tenía el tejado torcido ligeramente hacia la derecha, como si para construirlo hubieran utilizado herramientas muy poco precisas. Fuera abundaban los hierbajos y, de vez en cuando, un grito escandaloso o el sonido del cristal al romperse salía de sus paredes.
El cochero se cubrió hasta la nariz con la manga del abrigo.
—Mi propio hijo murió en la epidemia hace menos de dos años. Es terrible por lo que estáis pasando vos y la señora.
En el denso silencio que siguió, los caballos cocearon impacientes, con el pelaje humeante. De las narices les salían pequeñas vaharadas heladas. La imagen era tan real que sentí un repentino terror. Nunca me había parecido tan verídico un sueño.
El hombre de la capa había echado a andar por el camino de adoquines de la taberna. Las fronteras del sueño se desvanecieron a su espalda y, tras un instante de duda, lo seguí, temiendo desaparecer yo también si no me quedaba cerca de él. Crucé el umbral de la taberna pisándole los talones.
En la pared del fondo, a media altura, había un horno enorme con una chimenea de ladrillo. Varios tazones de madera, cuencos de estaño y utensilios de cocina ocupaban los muros a ambos lados del horno, colgados de largos ganchos. Habían colocado tres barriles en un rincón, delante de los cuales dormía enroscado un perro sarnoso. Todo estaba lleno de bancos derribados y había un caótico montón de platos y vasos sucios esparcidos por un suelo que apenas podía ser considerado como tal. Estaba sucio y cubierto de lo que parecía serrín. En cuanto entré, el barro endurecido de mis tacones se sumó a la capa polvorienta. Lo único que yo deseaba era una ducha caliente, pero entonces el aspecto de los diez parroquianos que ocupaban las mesas de la taberna caló en mi conciencia.
La mayoría de los hombres llevaban el pelo largo hasta los hombros y curiosas barbas puntiagudas, unos pantalones holgados metidos dentro de botas altas y las mangas abullonadas. Usaban sombreros de ala ancha que me recordaron los de los peregrinos.
No cabía duda de que estaba soñando con una época antigua y, puesto que el sueño era tan rico en detalles, debería de tener por lo menos una ligera idea del periodo histórico en el que me encontraba. Pero no habría sabido situarlo. Parecía Inglaterra, pero podría haber sido cualquier lugar entre los siglos XV y XVIII. Había sacado un sobresaliente en historia aquel curso, pero la moda de época no entraba en ningún examen. Nada de lo que tenía ante los ojos entraba en ninguno.
—Busco a un hombre —le dijo el hombre de la capa al tabernero, situado detrás de una mesa que le llegaba a la altura de la cintura y que, supuse, hacía las veces de barra—. Me dijeron que me reuniera aquí con él esta noche, pero por desgracia no sé cómo se llama.
El tabernero, un hombre bajo y completamente calvo aparte de unos cuantos pelos hirsutos en la parte superior de la cabeza, miró a los ojos al de la capa.
—¿Queréis tomar algo? —le preguntó, separando los labios y enseñando los negros tocones irregulares que eran sus dientes.
Me tragué la náusea que me produjo la visión de aquella dentadura y retrocedí.
El de la capa no parecía sentir la misma repulsión que yo. Apenas sacudió la cabeza.
—Necesito encontrar a ese hombre lo antes posible. Me dijeron que podríais ayudarme.
La sonrisa podrida del tabernero se desvaneció.
—Ah, no puedo ayudaros a encontrarlo, milord. Pero confiad en un viejo y tomaos una o dos copas. Algo que os caliente la sangre en una noche tan fría. —Acercó un vaso hacia el hombre.
El de la capa sacudió la cabeza de nuevo bajo la capucha.
—Lo siento, pero tengo mucha prisa. Decidme dónde puedo encontrarlo. —Empujó unas cuantas monedas alabeadas hacia el otro lado de la mesa.
El tabernero se metió las monedas en el bolsillo. Haciendo un movimiento brusco con la cabeza en dirección a la puerta trasera, dijo:
—Está en ese bosque de ahí. Pero, milord… tened cuidado. Algunos dicen que el bosque está embrujado. Hay quien dice que quien entra en ese bosque no regresa jamás.
El de la capa se inclinó sobre la mesa que los separaba y bajó la voz.
—Quiero haceros una pregunta personal. ¿Significa algo para vos el mes de los judíos o el Jeshván?[6]
—No soy judío —respondió el tabernero tajante, pero algo en su mirada me dijo que no era la primera vez que le preguntaban aquello.
—El hombre al que he venido a ver me pidió que me encontrara aquí con él la primera noche del Jeshván. Dijo que necesitaba que le prestara un servicio de quince días de duración.
El tabernero inclinó la cabeza.
—Quince días es mucho tiempo.
—Demasiado. No hubiese venido, pero tenía miedo de lo que el hombre pudiera hacer si yo no venía. Mencionó a mi familia. Sabía sus nombres. Los sabía. Tengo una hermosa esposa y cuatro hijos. No quiero que les hagan daño.
El tabernero bajó la voz como para compartir una confidencia escandalosa.
—El hombre al que habéis venido a ver es… —Se apartó y miró con desconfianza a su alrededor.
—Es inusualmente poderoso —terminó por él el de la capa—. Conozco su fuerza y es un hombre muy poderoso. He venido a razonar con él. Seguramente no espera que abandone mis deberes y mi familia durante tanto tiempo. Será razonable.
—No sé nada de lo razonable que pueda ser —dijo el tabernero.
—Mi hijo menor se ha contagiado de la epidemia —explicó el de la capa. La desesperación hizo que le temblara la voz—. Los médicos no creen que viva mucho. Mi familia me necesita. Mi hijo me necesita.
—Tomaos una copa —dijo el tabernero con amabilidad. Le tendió el vaso por segunda vez.
El de la capa se volvió de repente y caminó a grandes zancadas hacia la puerta trasera. Lo seguí.
Fuera, caminé a trompicones por el barro helado, con los pies descalzos, siguiéndolo. Continuaba lloviendo y tenía que andar con cuidado para no resbalar. Me limpié los ojos y vi que la capa del hombre desaparecía entre los árboles, en la linde del bosque.
Tropecé detrás de él y vacilé junto a los árboles. Ahuecando las manos para apartar mi pelo mojado de la cara, escruté la profunda oscuridad que tenía delante.
Hubo un movimiento repentino y, de pronto, el hombre de la capa corrió de vuelta hacia mí. Tropezó y cayó. Las ramas se le engancharon en la capa; como enloquecido, forcejeó para desatársela del cuello. Soltó un alarido de terror. Movía los brazos frenéticamente, y se sacudía y se retorcía de pies a cabeza entre convulsiones.
Me abrí paso hacia él. Las ramas me arañaban los brazos y las piedras me lastimaban los pies desnudos. Me hinqué de rodillas a su lado. Seguía llevando la capucha pero vi que tenía la boca un poco abierta, paralizada en un grito.
—¡Dese la vuelta! —le ordené, tirando de la tela atrapada debajo de él para liberarla.
Pero no me oía. Por primera vez, el sueño tomó un cariz familiar. Como en cualquier pesadilla de las muchas en las que me había visto inmersa, cuanto más forcejeaba, más fuera de mi alcance estaba mi objetivo.
Le agarré por los hombros y lo sacudí.
—¡Dese la vuelta! Puedo sacarlo de aquí, pero necesito que me ayude.
—Soy Barnabas Underwood —me dijo, arrastrando las palabras—. ¿Conoces el camino a la taberna? Buena chica —dijo, palmeando el aire como si palmeara una mejilla imaginaria.
Me puse tensa. No había manera de que pudiera verme. Tenía alucinaciones sobre otra chica. Tenía que ser eso. ¿Cómo iba a verme si no podía oírme?
—Corre hacia allí y dile al tabernero que mande ayuda —prosiguió—. Dile que no es un hombre. Dile que es uno de los ángeles diabólicos, que ha venido a poseer mi cuerpo y deshacerse de mi alma. Dile que haga venir a un cura con agua bendita y rosas.
Cuando le oí mencionar a los ángeles diabólicos se me erizó el vello de los brazos.
Volvió la cabeza hacia atrás, hacia el bosque, estirando el cuello.
—¡El ángel! —murmuró, atenazado por el pánico—. ¡Viene el ángel!
Retorció la boca como si luchara por controlar su propio cuerpo. Arqueó la espalda violentamente y la capucha se le salió del todo.
Yo todavía tenía agarrada la capa con firmeza, pero noté que las manos se me aflojaban por instinto. Miré fijamente al hombre, mientras un jadeo de sorpresa me atenazaba la garganta. No era Barnabas Underwood.
Era Hank Millar.
El padre de Marcie.
Abrí los ojos, completamente despierta.
Por la ventana de mi habitación entraban los rayos de luz. Una brisa perezosa susurraba el primer aliento de la mañana en mi piel. El corazón me latía dos veces más rápido de lo normal por culpa de la pesadilla, pero inspiré profundamente y me dije que aquello no había sido real. A decir verdad, ahora que tenía los pies firmemente plantados en mi propio mundo, estaba más preocupada por el hecho de haber estado soñando con el padre de Marcie que por todo lo demás. Deseosa de olvidarlo, descarté el sueño.
Saqué el teléfono móvil de debajo de la almohada para ver si tenía mensajes. Patch no había llamado. Abracé la almohada, me acurruqué e intenté ignorar la sensación de vacío interior. ¿Cuántas horas hacía que Patch se había marchado? Doce. ¿Cuántas pasarían hasta que volviera a verlo? No lo sabía. Eso era lo que de verdad me preocupaba. Cuanto más tiempo pasaba, más tenía la sensación de que el muro de hielo entre nosotros se espesaba.
«Debo pasar el día como sea», me dije, tragándome el nudo de la garganta. Nuestro extraño distanciamiento no duraría eternamente. Nada se resolvería si me quedaba todo el día en la cama. Volvería a ver a Patch. Incluso a lo mejor se pasaba después de clase. O eso o podía llamarlo. Continué con aquellas ideas ridículas para evitar pensar en los arcángeles, en el infierno, en lo asustada que estaba de que Patch y yo nos enfrentáramos a un problema que ninguno de los dos era lo bastante fuerte para solucionar.
Me levanté de la cama y encontré un Post-it adherido al espejo del baño.
La buena noticia: he convencido a Lynn de que no mande a Scott esta mañana a recogerte. La mala noticia: Lynn está empeñada en el paseo por la ciudad. En este momento no estoy segura de que no vaya a servir de algo. ¿Te importaría llevártelo por ahí después de clase? Un ratito. Sólo un ratito corto. Te he dejado su número en el mármol de la cocina. Besos y abrazos.
Mamá
P. D.: Te llamaré esta noche desde el hotel.
Gemí y apoyé la frente en el mármol. No quería pasar ni diez minutos con Scott, mucho menos un par de horas.
Cuarenta minutos más tarde me había duchado, vestido y me había comido un bol de copos de avena con fresas. Llamaron a la puerta y, cuando abrí, me encontré con la sonrisa de Vee.
—¿Estás lista para otro divertido día de escuela de verano? —me preguntó.
Descolgué la mochila del perchero.
—Con pasarlo basta, ¿vale?
—Uf. ¿Quién se te ha meado en los cereales?
—Scott Parnell. —«Patch».
—Ya veo que el problema de incontinencia no se ha resuelto todavía.
—Se supone que tengo que pasearlo por la ciudad después de clase.
—Un rato a solas con un chico. ¿Qué tiene eso de odioso?
—Tendrías que haber estado aquí anoche. La cena fue estrambótica. La madre de Scott se puso a hablarnos de sus antiguos problemas, pero Scott la hizo callar. No sólo eso sino que casi parecía que la estuviera amenazando. Luego se fue al baño, pero acabó espiándonos desde el recibidor. —Y luego le habló mentalmente a su madre. Tal vez.
—Me parece que intenta que no se metan en su vida privada. Y me parece que tendremos que hacer algo para que eso cambie.
Iba dos pasos por delante de Vee, a la cabeza, y dejé que me alcanzara. Acababa de tener un ramalazo de inspiración.
—Tengo una idea estupenda —dije, dándome la vuelta—. ¿Por qué no llevas tú de paseo a Scott? En serio, Vee. Te encantará. Tiene esa actitud temeraria de chico malo que pasa de las normas. Incluso me preguntó si teníamos cerveza… Escandaloso, ¿verdad? Me parece que vive muy cerca de tu calle.
—No puedo. He quedado para comer con Rixon.
Sentí una inesperada punzada en el corazón. Patch y yo también teníamos planes para almorzar juntos ese día, pero dudaba de que lo hiciéramos. ¿Qué había hecho? Tendría que haberlo llamado. Tendría que haber encontrado el modo de hablar con él. No iba a dejar que las cosas acabaran de aquel modo. Era absurdo. Pero una vocecita que yo despreciaba me preguntaba por qué no había llamado él primero.
Tenía tanto por lo que disculparse como yo.
—Te pagaré ocho dólares y treinta y dos centavos para que te lleves de paseo a Scott. Es mi última oferta —le dije.
—Es tentadora, pero no. Y además, otra cosa. Seguramente a Patch no le hará demasiada gracia que tú y Scott salgáis juntos por ahí. No me malinterpretes. No podría importarme menos lo que piense Patch y, si quieres volverlo loco, mejor para ti. Sin embargo, creo que te lo he dejado claro.
Estaba bajando la escalera del porche y trastabillé cuando la oí mencionar a Patch. Pensé en contarle a Vee que lo había dejado, pero no estaba preparada para decirlo en voz alta. Noté en el bolsillo el teléfono móvil, donde tenía guardada una foto de Patch. Una parte de mí quería arrojar el teléfono a los árboles del otro lado del camino. La otra no quería perderlo tan pronto. Además, si se lo contaba a Vee, ella me señalaría inevitablemente que si había roto era libre para quedar con otros, lo cual era una conclusión errónea. Ni yo buscaba a otro ni había ninguno como Patch. Eso esperaba. Sólo había sido una refriega. Nuestra primera verdadera pelea. La separación no sería permanente. Llevados por el momento, los dos habíamos dicho cosas que no pensábamos.
—Yo en tu lugar, me curaría en salud —dijo Vee, taconeando al bajar las escaleras detrás de mí—. Es lo que yo hago siempre que me encuentro en un aprieto. Llama a Scott y dile que tu gato está vomitando tripas de ratón y que tienes que llevarlo al veterinario cuando salgas de clase.
—Estuvo aquí anoche. Sabe que no tengo gato.
—Entonces, a menos que tenga espaguetis por cerebro se dará cuenta de que no estás interesada en él.
Lo pensé. Si me libraba de llevar a Scott de paseo por la ciudad, a lo mejor podría pedirle prestado el coche a Vee y seguirlo. Intentaba razonar en lo posible lo que había oído la noche anterior y no podía ignorar la persistente sospecha de que Scott se había comunicado mentalmente con su madre. Un año antes hubiese descartado la idea por ridícula. Pero ahora las cosas eran distintas. Patch se había comunicado mentalmente conmigo muchas veces. Eso mismo hacía Chauncey (también conocido como Jules), un Nefilim de mi pasado. Puesto que los ángeles caídos no envejecían y yo no había visto a Scott desde que tenía cinco años, ya había descartado que fuera uno. Pero aunque no fuese un ángel caído, bien podía ser un Nefilim.
Sin embargo, si era un Nefilim, ¿qué estaba haciendo en Coldwater? ¿Por qué vivía una vida común de adolescente? ¿Sabía que era un Nefilim? ¿Lo sabía Lynn? ¿Había Scott jurado lealtad a un ángel caído? Si no lo había hecho, ¿tenía yo la responsabilidad de avisarle de lo que le esperaba? Scott me había caído mal de entrada, pero eso no significaba que mereciera renunciar a su cuerpo dos semanas al año.
Por supuesto, a lo mejor no era ni mucho menos un Nefilim. Tal vez me estaba dejando llevar por la falsa suposición de que había captado cómo le hablaba mentalmente a su madre.
Después de química fui hasta mi taquilla y cambié el libro de texto por la mochila y el móvil; después caminé hacia las puertas laterales, desde donde había una buena vista del aparcamiento de los alumnos. Scott estaba sentado en el capó de su Mustang azul plateado. Todavía llevaba el sombrero hawaiano y caí en la cuenta de que, si se lo hubiera quitado, no lo habría reconocido. Ni siquiera sabía de qué color tenía el pelo. Saqué del bolsillo la nota que mi madre me había dejado y marqué su número de teléfono.
—Debes de ser Nora Grey —me respondió—. Espero que no me dejes tirado.
—Malas noticias. Mi gato se ha puesto enfermo. El veterinario me ha dado cita para las doce y media. Tendremos que aplazar el paseo. Lo siento —terminé, esperando no sentirme demasiado culpable. Después de todo, sólo era una mentirijilla. Y estaba completamente convencida de que a Scott no le apetecía dar un paseo por Coldwater. Al menos, eso me decía yo para acallar mi conciencia.
—Bien —dijo Scott, y colgó.
Acababa de cerrar el teléfono cuando Vee se me acercó por detrás.
—Te lo has quitado de encima con facilidad, ésta es mi chica.
—¿Te importa si uso tu Neon esta tarde? —le pregunté, mirando a Scott bajarse del capó del Mustang y hacer una llamada.
—¿Para qué lo quieres?
—Quiero seguir de cerca a Scott.
—¿Para qué? Esta mañana me has dejado bien claro que lo consideras un inútil.
—Hay algo en él que no… cuadra.
—Sí, las gafas de sol a lo Hulk Hogan. Sea como sea, no puedo. He quedado para comer con Rixon.
—Ya, pero Rixon puede llevarte en su coche, así que yo puedo usar el Neon —dije, echando un vistazo por la ventana para confirmar que Scott no se hubiera metido en el Mustang todavía. No quería que se fuera hasta haber convencido a Vee de que me diera las llaves del Neon.
—Claro que puede. Pero entonces pareceré necesitada. Los chicos de hoy en día quieren una mujer fuerte e independiente.
—Si me dejas el Neon le pondré gasolina.
La expresión de Vee se dulcificó un poco.
—¿Llenarás el depósito?
—Llenaré el depósito. O lo llenaré tanto como pueda con ocho dólares y treinta y dos centavos.
Vee se mordió el labio.
—Vale —dijo lentamente—. Pero mejor te hago compañía, para asegurarme de que no te pase nada malo.
—¿Qué hay de Rixon?
—Sólo porque me haya agenciado un novio que está cañón no voy a dejar a mi mejor amiga en la estacada. Además, tengo el pálpito de que vas a necesitar ayuda.
—No va a pasar nada. Lo seguiré sin que se dé cuenta.
Pero apreciaba la oferta.
Los últimos meses me habían cambiado. No era tan ingenua ni tan inconsciente del peligro como antes, y llevar a Vee conmigo me atraía en más de un sentido. Sobre todo en el caso de que Scott fuera un Nefilim. El único Nefilim al que conocía había intentado matarme.
Vee llamó a Rixon para cancelar la cita y esperamos a que Scott se hubiera puesto al volante y salido de su plaza de aparcamiento antes de abandonar el edificio. Dobló a la izquierda a la salida, y Vee y yo corrimos hacia su Dodge Neon morado de 1995.
—Conduce tú —me dijo Vee, alcanzándome las llaves. Unos minutos más tarde avistamos el Mustang y me quedé a tres coches de distancia. Scott tomó la autovía hacia el este por la costa, y yo lo seguí.
Al cabo de media hora, salió al paseo marítimo y se dirigió hacia un aparcamiento situado junto a unas tiendas que daban al mar. Conduje despacio, dándole tiempo para cerrar el coche y ponerse a caminar, y luego estacioné a dos hileras de distancia.
—Por lo visto Scotty Orinal se va de compras —dijo Vee—. Hablando de ir de compras, ¿te importa si echo un vistazo mientras tú haces de detective aficionada? Rixon me dijo que le gusta que las chicas usen accesorios, cosas como pañuelos, y no tengo ni uno en el armario.
—Ve por uno.
Me mantuve media manzana por detrás de Scott y lo vi entrar en una tienda de ropa moderna y salir menos de quince minutos después con una bolsa. Se metió en otra tienda y salió al cabo de diez minutos. Nada fuera de lo común y nada que me diera a entender que podía ser un Nefilim. Cuando salía de la tercera tienda, un grupo de chicas en edad de ir a la facultad, que almorzaban al otro lado de la calle, atrajeron la atención de Scott. Estaban sentadas a una mesa con sombrilla, en la terraza del restaurante. Llevaban pantalones vaqueros cortados muy cortos y la parte de arriba del bikini. Scott usó la cámara del móvil para tomar unas cuantas fotos inocentes.
Me volví con una mueca hacia la ventana de la cafetería que tenía frente a mí, y entonces lo vi, sentado en un banco de dentro. Llevaba pantalones caqui, una camisa azul con las puntas del cuello abotonadas y una chaqueta de punto de color crudo. Se había recogido el pelo rubio ondulado en una cola de caballo, ahora más largo. Leía el periódico.
Mi padre.
Dobló el periódico y caminó hacia el fondo de la cafetería.
Me apresuré por la acera hacia la entrada y me metí dentro. Mi padre había desaparecido entre la gente. Corrí hacia el fondo del local, mirando frenética alrededor. Al final del pasillo con enlosado de damero estaban el baño de caballeros, a la izquierda, y el de señoras, a la derecha. No había ninguna otra salida, lo que significaba que mi padre estaba en el baño de caballeros.
—¿Qué haces? —me preguntó Scott por encima del hombro.
Giré en redondo.
—¿Cómo… qué… qué haces tú aquí?
—Acabo de hacerte la misma pregunta. Sé que me habéis seguido. No te hagas la sorprendida. Tengo retrovisor. ¿Me estáis acechando por alguna razón?
Estaba demasiado confusa para preocuparme por lo que decía.
—Entra en el lavabo de caballeros y dime si dentro hay un hombre con camisa azul.
Scott me dio unos golpecitos en la frente con el dedo.
—¿Drogas? ¿Trastorno de conducta? Te comportas como una esquizofrénica.
—Hazlo. Eso es todo.
Scott le dio una patada a la puerta y la abrió por completo. Oí el vaivén de las puertas de los cubículos y, al cabo de un momento, volvió.
—Nada.
—He visto a un hombre con camisa azul caminando hacia aquí. No hay ninguna otra salida. —Me fijé en la puerta del otro lado del pasillo… la única otra puerta. Entré en el lavabo de señoras y miré en todos los cubículos, que fui abriendo uno por uno, con el corazón en la boca. Los tres estaban vacíos.
Me di cuenta de que estaba conteniendo el aliento y solté el aire. Me embargaban distintas emociones, pero el disgusto y el miedo encabezaban la lista. Había creído ver a mi padre vivo. Pero sólo había sido un cruel engaño de mi imaginación. Mi padre estaba muerto. Nunca volvería y tenía que aceptarlo. Caí hacia el suelo con la espalda pegada a la pared y el cuerpo sacudido por los sollozos.