Rixon me agarró de la muñeca y me la retorció.
—Ten cuidado en dónde metes las narices. —Tenía la mandíbula apretada y las aletas de la nariz dilatadas—. A lo mejor haces esto con Patch, pero a mí nadie me toca las cicatrices. —Arqueó las cejas de modo significativo.
Se me había hecho un nudo en el estómago, tan apretado que casi me doblé.
—He visto morir a mi padre —le solté, asolada por el horror.
—¿Has visto al asesino? —me preguntó Rixon, sacudiéndome por la muñeca para devolverme al presente.
—He visto a Patch por la espalda —jadeé—. Llevaba su gorra.
Asintió, como si aceptara que lo que yo había visto ya no tenía remedio.
—Él no quería ocultarte la verdad, pero sabía que si te lo contaba te perdería. Sucedió antes de que os conocierais.
—Me da igual cuándo pasara —dije. Me temblaba la voz—. Hay que entregarlo a la justicia.
—No puedes entregarlo. Es Patch. Si lo denuncias, ¿de verdad crees que va a dejar que la policía lo arreste?
No, no lo creía. La policía no era nada para Patch. Sólo podían detenerlo los arcángeles.
—Hay una cosa que no entiendo. Sólo había tres personas en el recuerdo. Mi padre, Patch y Hank Millar. Los tres que presenciaron lo sucedido. Entonces, ¿por qué lo veo en tus recuerdos?
Rixon no dijo nada, pero se le marcaron las arrugas en torno a la boca.
Me asaltó una idea terrible. Cualquier certeza acerca del asesino de mi padre se esfumó. Había visto al asesino de espaldas y había dado por supuesto que se trataba de Patch por la gorra. Pero cuanto más repasaba mi recuerdo, más segura estaba de que el asesino era demasiado desgarbado para ser Patch, de que tenía los hombros demasiado huesudos.
De hecho, el asesino se parecía a…
—Tú mataste a mi padre —susurré—. Fuiste tú. Eras tú el que llevaba la gorra de Patch. —La conmoción del momento se convirtió rápidamente en repugnancia y en un miedo helado—. Tú asesinaste a mi padre.
De los ojos de Rixon desapareció cualquier rastro de amabilidad o de simpatía.
—Bueno, esto es muy violento.
—Llevabas la gorra de Patch esa noche. La tomaste prestada, ¿verdad? No podías matar a mi padre sin adoptar otra identidad. No podías hacerlo a menos que te distanciaras de la situación —dije, echando mano de todo lo que recordaba de la lección de psicología de la clase de salud de primer curso—. No. Espera un momento. No era eso. Fingías ser Patch porque deseabas ser él. Estás celoso de él. Es eso, ¿verdad? Te gustaría ser él…
Rixon me apretó las mejillas, obligándome a callar.
—¡Cállate!
Retrocedí. Me dolía la cara donde me la había estrujado. Quería arrojarme sobre él, golpearlo con todo lo que tuviera a mano, pero sabía que debía mantener la calma. Necesitaba enterarme de todo lo que pudiera. Empezaba a pensar que Rixon no me había llevado a los túneles para ayudarme a escapar. Peor todavía, empezaba a pensar que nunca había tenido intención de sacarme de allí.
—¿Celoso de él? —dijo con crueldad—. Claro que estoy celoso. Él no es el único que iba de cabeza al infierno. Estábamos juntos en esto, y ahora ha recuperado las alas. —Me barrió con una mirada de asco—. Por tu culpa.
Sacudí la cabeza. No me lo creía.
—Mataste a mi padre antes de saber quién era yo.
Rio sin ganas.
—Sabía que tú estabas por ahí, en algún lugar, y te estaba buscando.
—¿Por qué?
Rixon se sacó la pistola de debajo de la camiseta y la usó para indicarme que nos adentráramos más en la Casa del Miedo.
—Sigue andando.
—¿Adónde vamos?
No me respondió.
—La policía viene de camino.
—A la porra la policía —dijo Rixon—. Habré acabado antes de que llegue.
—¿Acabado? —«Tranquila», me dije. «Entretenlo»—. ¿Vas a matarme ahora que sé la verdad? ¿Ahora que sé que mataste a mi padre?
—Harrison Grey no era tu padre.
Abrí la boca, pero no pude decir nada. La única imagen que me venía a la mente era la de Marcie en su jardín, diciéndome que Hank Millar podía ser mi padre. El estómago me dio un vuelco. ¿Significaba eso que Marcie me había dicho la verdad? ¿Durante dieciséis años había ignorado la verdad acerca de mi familia? Me preguntaba si mi padre lo había sabido… mi verdadero padre. Harrison Grey. El hombre que me había criado y me había querido. No mi padre biológico, que me había abandonado. No Hank Millar, que por mí podía irse al infierno.
—Tu padre es un Nefilim llamado Barnabas —dijo Rixon—. Últimamente se hace llamar Hank Millar.
«No».
Me tambaleé, mareada por la verdad. El sueño. El sueño de Patch. Era un recuerdo real. No me había mentido. Barnabas… Hank Millar… era un Nefilim.
Y era mi padre.
El mundo amenazaba con desmoronarse alrededor, pero me obligué a aguantar un poco más. Hurgué en lo más profundo de mi memoria, intentando frenéticamente recordar dónde había oído el nombre de Barnabas. No conseguía situarlo, pero sabía que no era la primera vez que lo oía. Era demasiado poco común para olvidarlo. Barnabas, Barnabas, Barnabas…
Traté de atar cabos. ¿Por qué me decía Rixon aquello? ¿Qué sabía acerca de mi padre biológico? ¿Qué le importaba? Y entonces recordé. Una vez, cuando había tocado las cicatrices de Patch y me había introducido en sus recuerdos, le había oído hablar de su vasallo Nefilim, Chauncey Langeais. También había hablado del vasallo de Rixon, Barnabas…
—No —se me escapó en un susurro.
—Sí.
Deseaba correr con toda el alma, pero tenía las piernas rígidas como postes de madera.
—Cuando Hank dejó embarazada a tu madre, había oído suficientes rumores acerca del Libro de Enoch para temer que yo buscara a la criatura, sobre todo si era una niña. Así que hizo lo único que podía: la ocultó. Te ocultó. Cuando Hank le dijo a su amigo Harrison Grey que tu madre estaba en un lío, éste se avino a casarse con ella y a fingir que eras su hija.
«No, no, no».
—Pero yo soy una descendiente de Chauncey por parte de padre. Por parte de Harrison Grey. Tengo una marca en la muñeca que lo demuestra.
—Sí, lo eres. Hace varios siglos, Chauncey dejó embarazada a una ingenua granjera. Ésta tuvo un hijo. Nadie sospechó nada del chico, ni de sus hijos, ni de los hijos de éstos, y así a lo largo de los años, hasta que uno de ellos se acostó con una mujer fuera del matrimonio. Transmitió la noble sangre Nefilim de su antepasado, el duque de Langeais, a otra estirpe. La estirpe de la que desciende Barnabas, o Hank, como prefiere que le llamen últimamente. —Rixon gesticuló impaciente para que yo sumara dos y dos. Ya lo había hecho.
—Estás diciéndome que tanto Harrison como Hank tienen sangre Nefilim de Chauncey —le dije.
Y Hank, un pura sangre Nefilim de primera generación, era inmortal, mientras que la sangre Nefilim de mi propio padre, diluida a lo largo de los siglos como la mía, no era inmortal. Hank, un hombre al que apenas conocía y al que respetaba todavía menos, podía vivir eternamente.
Mientras que mi padre se había ido para siempre.
—Soy yo, amor.
—No me llames amor.
—¿Prefieres que te llame ángel?
Se estaba riendo de mí. Jugaba conmigo porque me tenía exactamente donde quería. Ya había pasado por aquello una vez, con Patch, y sabía lo que sucedería a continuación. Hank Millar era mi padre biológico y el vasallo Nefilim de Rixon. Rixon iba a sacrificarme para matar a Hank Millar y tener un cuerpo humano.
—¿Puedes darme algunas respuestas? —le pregunté retadora, a pesar del miedo que tenía.
Se encogió de hombros.
—¿Por qué no?
—Creía que sólo la primera generación de pura sangre Nefilim podía jurar fidelidad. Para que Hank fuera de primera generación, tendría que haber tenido a un humano y a un ángel caído como padres. Pero su padre no era un ángel caído. Era uno de los descendientes de Chauncey.
—Pasas por alto el hecho de que los hombres pueden tener aventuras con ángeles caídos femeninos.
Sacudí la cabeza.
—Los ángeles caídos no tienen cuerpo humano. Las hembras no pueden dar a luz. Patch me lo dijo.
—Pero un ángel caído hembra que posea un cuerpo humano de mujer durante el Jeshván puede tener un bebé. La humana dará a luz al bebé mucho después del Jeshván, pero la criatura está contaminada. Ha sido concebida por un ángel caído.
—Es repugnante.
Sonrió débilmente.
—Estoy de acuerdo.
—Por curiosidad morbosa: cuando me sacrifiques, ¿tu cuerpo se volverá humano o tendrás que poseer el cuerpo de otro humano para siempre?
—Me volveré humano. —Su boca se curvó ligeramente—. Así que, si regresas de la tumba para vengarte de mí, ten claro que tendrás que buscar a alguien con mi mismo careto.
—Patch puede aparecer en cualquier momento y detenerte —le dije, intentando ser fuerte pero incapaz de dejar de temblar de la cabeza a los pies.
Me miró con una sonrisa.
—Mi trabajo ha terminado, pero confío en haber metido una cuña entre vosotros dos tan profundamente como se podía. Tú empezaste al romper con él… yo no lo hubiese planeado mejor. Después fueron las constantes peleas, tus celos de Marcie y la tarjeta de Patch… en la que puse droga para sembrar otra semilla de discordia. Cuando le robé el anillo a Barnabas y te lo entregué a ti en la pastelería, no tuve duda alguna de que Patch sería la última persona a la que acudirías. ¿Tragarte el orgullo y pedirle ayuda? ¿Tú, que le creías colado por Marcie? Ni de coña.
»Te pusiste en mis manos cuando me preguntaste si Patch era la Mano Negra. Puse las pruebas abrumadoramente en su contra cuando te respondí que sí, que lo era. Luego me aproveché del giro que tomó nuestra conversación dándote la dirección de una de las casas francas Nefilim de Barnabas como la de Patch. Sabía perfectamente que irías a fisgar por allí y que probablemente encontrarías las pertenencias de la Mano Negra. Yo cancelé el plan de anoche para ir al cine, no fue Patch. No quería estar atrapado en un cine mientras tú estabas sola en el apartamento. Tenía que seguirte. Puse la dinamita cuando ya estabas dentro, con la esperanza de matarte, pero escapaste.
—Estoy impresionada, Rixon. Una bomba. Qué plan más sofisticado. ¿Por qué no simplificaste las cosas y te colaste en mi dormitorio una noche para meterme una bala entre las cejas?
—Éste es un gran momento para mí, Nora. ¿Vas a culparme por hacer unos cuantos gestos teatrales? Intenté hacerme pasar por el fantasma de Harrison para atraerte. Me pareció fantástica la idea de mandarte a la tumba creyendo que tu propio padre era quien te había matado. Pero no confiaste en mí. Te fuiste corriendo. —Frunció un poco el ceño.
—Eres un psicópata.
—Prefiero considerarme un creativo.
—¿Qué más era mentira? En la playa, me dijiste que Patch seguía siendo mi ángel custodio…
—Para que tuvieras una falsa sensación de seguridad, sí.
—¿Y el juramento de sangre?
—Una mentira improvisada. Sólo para que las cosas siguieran siendo interesantes.
—Así que, básicamente, estás diciéndome que nada de lo que me has dicho era cierto.
—Nada menos lo de sacrificarte. Eso lo decía mortalmente en serio. Pero basta de charla. Prosigamos. —Me empujó con la pistola hacia el fondo de la Casa del Miedo. Con el empujón perdí el equilibrio y me balanceé para recuperarlo, con lo que aterricé en un trozo del suelo que empezó a ondearse arriba y abajo. Noté que Rixon me agarraba de la muñeca para sujetarme, pero le salió mal. Su mano se escurrió de la mía. Oí el ruido sordo de su cuerpo al caer. El sonido parecía proceder directamente de debajo. Una idea me asaltó: que se había caído por una de las trampillas que se rumoreaba que estaban repartidas por la Casa del Miedo. Pero no me quedé allí para comprobar si mi suposición era acertada.
Volví por donde habíamos venido, buscando la cabeza del payaso. Una silueta saltó delante de mí, con una luz parpadeante en el techo para iluminar un hacha ensangrentada en la cabeza de un pirata barbudo. Me miró con malicia un momento antes de poner los ojos en blanco. La luz se apagó.
Inspiré profundamente varias veces, diciéndome que era un truco, pero incapaz de mantener el equilibrio mientras el suelo se sacudía y ondeaba bajo mis pies. Me puse de rodillas y avancé a gatas por la mugre y la arenilla que se me clavaba en las palmas, intentando serenarme, porque la cabeza me daba tantas vueltas como el suelo. Avancé así varios metros, porque no quería pararme. Temía que Rixon encontrara el modo de salir por la trampilla.
—¡Nora! —Oí el grito furioso de Rixon a mi espalda. Me levanté apoyándome en las paredes para no caerme, pero estaban cubiertas de limo y me resbalé. En algún punto, por encima de mi cabeza, retumbó una carcajada, que se apagó hasta convertirse en una risa socarrona. Me sacudí frenética las manos para librarme del limo. Luego me adentré en la oscuridad. Estaba perdida. Perdida, perdida, perdida.
Avancé corriendo unos cuantos pasos, doblé una esquina y miré con los ojos entornados el débil resplandor naranja que había a muchos metros de distancia. No se trataba de la cabeza del payaso, pero me atrajo la promesa de luz como a una polilla. Cuando llegué al farol, la vulgar luz de Halloween iluminaba las palabras: «Túnel de la muerte». Estaba en un muelle. Había pequeños botes de plástico flotando en hilera, proa contra popa. El agua del canal lamía sus costados.
Escuché pasos en el camino, detrás de mí. No lo pensé dos veces y me subí al bote más cercano. No recuperé el equilibrio hasta que el bote se puso en movimiento y me quedé en el banco de madera que servía de asiento. Los botes avanzaban en fila india y las vías de debajo chirriaban mientras los conducían hacia el túnel. Unas puertas de salón del Oeste oscilaron, abriéndose, y el túnel se tragó mi bote.
Me situé en la parte delantera del bote y pasé por encima de la barra de seguridad hacia la proa. Me quedé allí un momento, sujetándome con una mano a la embarcación mientras con la otra tanteaba hacia delante, intentando agarrar la barra trasera del bote siguiente. No la alcanzaba por pocos centímetros. Tendría que saltar. Me puse tan al borde de la proa como me atreví, me agaché y salté. Logré aterrizar en la popa del otro bote.
Me permití un momento de alivio y volví al trabajo. Una vez más, avancé hacia la proa con la intención de ir saltando de bote en bote hasta el final de la hilera. Rixon era más alto y más rápido, y tenía una pistola. Mi única esperanza de sobrevivir era seguir adelante y prolongar el tiempo que iba a tardar en atraparme.
Estaba en el bote siguiente, dispuesta a saltar, cuando sonó una sirena y una luz roja se iluminó de repente por encima de mí, cegándome. Un esqueleto cayó del techo del túnel y chocó conmigo. Perdí pie y noté una oleada de vértigo cuando patiné de lado y caí por la borda. El agua gélida me empapó la ropa y se cerró sobre mi cabeza. Inmediatamente puse los pies en el suelo y salí a la superficie. Caminé por el agua, que me llegaba a la altura del pecho, de vuelta al bote.
Con los dientes que me castañeteaban, me agarré a la barra de seguridad de la embarcación y me aupé dentro.
Varios tiros estruendosos rebotaron en el túnel y una de las balas me pasó silbando junto a la oreja. Me agaché en el bote, mientras oía la risa de Rixon unos cuantos botes más atrás.
—Es cuestión de tiempo —me gritó.
Hubo más luces que se encendieron y se apagaron en el techo y, entre parpadeos, vi cómo Rixon se aproximaba por las embarcaciones que tenía detrás.
Escuché un rugido apagado en algún punto, más adelante. El estómago se me subió a la garganta. Aparté la atención de Rixon y la centré en la humedad que flotaba en el aire. El corazón se me paró y luego volvió a latir aceleradamente.
Me agarré con todas mis fuerzas a la barra metálica y me preparé para la caída. La proa de la embarcación cabeceó y luego cayó por la cascada. El bote golpeó el agua y la levantó. Esa agua me hubiera parecido fría de no haber estado ya empapada y temblando. Me sequé los ojos, y entonces vi una pequeña plataforma de mantenimiento excavada en el túnel, a la derecha. Había una puerta señalizada con un cartel de «Peligro, alto voltaje» al fondo.
Miré hacia atrás, hacia la cascada. El bote de Rixon todavía no había caído, y con unos pocos segundos de margen, tomé una decisión arriesgada. Salté por la borda y caminé tan rápido como pude hacia la plataforma, me aupé a ella e intenté abrir la puerta. Se abrió y escaparon los chasquidos y los silbidos de la maquinaria, centenares de engranajes girando y golpeando. Había encontrado el corazón mecánico de la Casa del Miedo, y la entrada a los túneles subterráneos.
Cerré casi del todo la puerta, dejando sólo una estrecha rendija para mirar afuera. Con un ojo pegado a la rendija, miré cómo el siguiente bote caía por la cascada. Rixon iba en él. Se inclinaba por encima de la barra de metal, buscando en el agua. ¿Me había visto saltar? ¿Me buscaba a mí? Su embarcación continuó por las vías y él se bajó, metiendo los pies en el agua. Usando las manos para mantener el pelo mojado apartado de la cara, escrutó la superficie turbia del agua. Entonces fue cuando me di cuenta de que no llevaba nada en las manos. No me buscaba a mí… Se le había caído la pistola durante la caída e intentaba localizarla.
El túnel estaba oscuro y no podía creer que Rixon fuese capaz de ver el fondo del canal. Aquello significaba que tendría que buscar a tientas la pistola. Y eso requería tiempo. Por supuesto, yo no sólo necesitaba tiempo: necesitaba un golpe de suerte imposible. Seguramente la policía ya estaba peinando el parque, pero ¿se le ocurriría mirar en las entrañas de la Casa del Miedo antes de que fuera demasiado tarde?
Cerré la puerta con cuidado, esperando que hubiera un pestillo de seguridad por dentro, pero no lo había. De repente, deseé haber probado suerte e intentado salir del túnel antes que Rixon, en lugar de haberme escondido. Si Rixon entraba en la sala de mantenimiento, estaría atrapada.
Oí una respiración entrecortada a mi izquierda, procedente de detrás de una caja de electricidad.
Miré alrededor, esforzándome por ver en la oscuridad.
—¿Quién está ahí?
—¿Quién crees?
Parpadeé inútilmente.
—¿Scott? —Retrocedí varios pasos, nerviosa.
—Me he perdido en los túneles. He salido por una puerta y he venido a parar aquí.
—¿Todavía estás sangrando?
—Sí. Sorprendentemente todavía no me he desangrado del todo. —Lo dijo casi sin aliento, y me di cuenta de que tenía que hacer un esfuerzo tremendo para hablar.
—Necesitas un médico.
Soltó una carcajada desmayada.
—Necesito el anillo.
En aquel momento, no supe hasta qué punto hablaba en serio de recuperar el anillo. Estaba muerto de dolor y yo hubiese jurado que los dos sabíamos que no me sacaría de allí para usarme de rehén. Estaba débil por el disparo, pero era un Nefilim. Sobreviviría. Si nos aliábamos, tendríamos una oportunidad de escapar. Pero antes tenía que convencerlo de que me ayudara a huir de Rixon. Necesitaba que Scott confiara en mí.
Me acerqué a la caja de electricidad y me arrodillé a su lado. Se sujetaba el costado con una mano, justo por debajo de las costillas, para detener la hemorragia. Tenía la cara como la tiza y su mirada perdida me confirmó lo que ya sabía: que estaba sufriendo mucho.
—No creo que vayas a usar el anillo para reclutar a nuevos miembros —le dije en voz baja—. No vas a obligar a otros a sumarse a la hermandad.
Scott asintió con la cabeza para manifestar su acuerdo.
—Necesito decirte una cosa. ¿Te acuerdas de cuando te dije que trabajaba la noche que dispararon a tu padre?
Recordaba vagamente que me había dicho que estaba en el trabajo cuando se enteró del asesinato de mi padre.
—¿A qué te refieres? —le pregunté, dudosa.
—Yo trabajaba en una tienda de comida rápida que se llama Quickies. Está a sólo unas cuantas manzanas. —Hizo una pausa, como si esperara que yo llegara a alguna conclusión trascendental—. Se suponía que tenía que seguir a tu padre esa noche. La Mano Negra me lo ordenó. Dijo que tu padre iba a una reunión y que tenía que mantenerlo a salvo.
—¿Qué estás diciendo? —le pregunté con suma sequedad.
—No lo seguí. —Scott hundió la cara en las manos—. Quería demostrarle a la Mano Negra que no podía darme órdenes. Quería demostrarle que no formaría parte de su sociedad. Así que me quedé en el trabajo. No me fui. No seguí a tu padre. Y murió. Murió por mi culpa.
Deslicé la espalda por la pared hasta quedarme sentada en el suelo a su lado. Me había quedado sin palabras. No había palabras para aquello.
—Me odias, ¿verdad? —me preguntó.
—Tú no mataste a mi padre —le dije—. No fue culpa tuya.
—Sabía que estaba en un lío. ¿Por qué si no la Mano Negra quería asegurarse de que no corriera peligro en la reunión? Tendría que haber ido. Si hubiera acatado las órdenes de la Mano Negra, tu padre estaría vivo.
—Eso ya es cosa del pasado —murmuré, intentando no achacar la responsabilidad de aquello a Scott. Me hacía falta su ayuda. Juntos, podríamos salir de allí. No podía permitirme odiarlo. Tenía que colaborar con él. Debía confiar en él y conseguir que confiara en mí.
—Que sea cosa del pasado no significa que sea fácil olvidarlo. Menos de una hora después de que supuestamente yo hubiera tenido que seguir a tu padre, el mío llamó para darme la noticia.
Involuntariamente se me escapó un sollozo.
—Luego la Mano Negra vino a la tienda. Llevaba máscara, pero reconocí su voz. —Scott se estremeció—. Nunca olvidaré aquella voz. Me dio una pistola y me dijo que me asegurara de hacerla desaparecer para siempre. Era la pistola de tu padre. Dijo que quería que en el informe de la policía pusiera que tu padre había sido una víctima inocente y desarmada. No quería que tu familia pasara por el dolor y la confusión de enterarse de lo que realmente había sucedido aquella noche. No quería que nadie sospechara que tu padre se relacionaba con criminales como él. Quería que pareciera un asalto fortuito.
»Supuestamente yo tenía que echar la pistola al río, pero me la quedé. Quería salir de la sociedad. La única manera que veía de hacerlo era teniendo algo que pudiera usar para chantajear a la Mano Negra. Así que me quedé la pistola. Cuando me mudé aquí con mi madre, le dejé un mensaje a la Mano Negra. En él le decía que si me buscaba me aseguraría de que la pistola de Harrison Grey cayera en manos de la policía. Me aseguraría de que todo el mundo supiera que tenía algo que ver con la Mano Negra. Le juraba que arrastraría el nombre de tu padre por el fango tanto como hiciera falta si eso significaba recuperar mi vida.
»Sigo teniendo el arma. —Abrió las manos y la pistola cayó entre sus rodillas al cemento, con un repiqueteo—. Todavía la tengo.
Un tremendo dolor sordo me sacudió.
—Era muy duro estar contigo —confesó Scott, con la voz crispada—. Quería que me odiaras. Sabe Dios que yo me odio. Cada vez que te veía, sólo podía pensar en que me había acobardado. Podría haberle salvado la vida a tu padre. Lo siento. —La voz se le quebró.
—Está bien —dije, tanto para él como para mí—. Todo irá bien. —Pero me pareció la peor de las mentiras.
Scott recogió la pistola y la palpó. Antes de que pudiera darme cuenta, vi cómo se la llevaba a la sien.
—No merezco vivir —anunció.
Se me heló el corazón.
—Scott… —empecé a decirle.
—Tu familia merece que haga esto. No puedo mirarte a la cara. No me soporto. —Puso un dedo en el gatillo.
No había tiempo para pensar.
—Tú no mataste a mi padre —le dije—. Lo hizo Rixon… el novio de Vee. Es un ángel caído. Todo eso es cierto. Tú eres un Nefilim, Scott. No puedes matarte. No de esta forma. Eres inmortal. Nunca morirás. Si quieres acabar con los remordimientos que sientes por la muerte de mi padre, ayúdame a salir de aquí. Rixon está al otro lado de la puerta, y se dispone a matarme. Sólo podré sobrevivir si me ayudas.
Scott miró hacia la puerta, sin decir nada. Antes de que pudiera responder, la puerta de la sala de mantenimiento se hizo añicos. Rixon apareció en el umbral. Se apartó el flequillo de la frente y barrió con los ojos la pequeña habitación. El instinto de autoprotección hizo que me arrimara a Scott.
Rixon nos miró a ambos alternativamente.
—Tendrás que pasar por encima de mí para tenerla —dijo Scott, pasándome el brazo izquierdo por delante e inclinando su cuerpo para cubrir el mío. Respiraba agitadamente.
—De acuerdo. —Rixon levantó la pistola y le disparó varias veces a Scott, quien se desplomó sobre mí.
Las lágrimas me corrían por las mejillas.
—Basta —murmuré.
—No llores, amor. No está muerto. No te engañes… sentirá un dolor terrible cuando vuelva en sí, pero es el precio que hay que pagar por tener un cuerpo. Levántate y ven aquí.
—Vete a la mierda. —No sé de dónde saqué el valor, pero si iba a morir no sería sin luchar—. Mataste a mi padre. No voy a hacer nada por ti. Si me quieres, ven y cógeme.
Rixon se pasó el pulgar por los labios.
—No sé por qué te tomas esto tan a pecho. Técnicamente, Harrison no era tu padre.
—Mataste a mi padre —repetí, mirándolo fijamente a los ojos, con una rabia tan intensa y desgarradora que me desbordaba.
—Harrison Grey se mató a sí mismo. Podría haberse mantenido al margen.
—¡Intentaba salvarle la vida a otro hombre!
—¿Otro hombre? —se mofó Rixon, arremangándose las mangas húmedas hasta los codos—. Yo no llamaría hombre a Hank Millar. Es un Nefilim. Un animal, más bien.
—¿Sabes qué? —Me reí, de hecho lo hice, pero la risa pareció estallar como burbujas en mi garganta y me atraganté—. Casi me das pena.
—¡Qué bien! Estaba a punto de decirte lo mismo.
—Ahora vas a matarme, ¿verdad? —Saberlo aumentaría aún más mi miedo, pero ya no me quedaba miedo dentro. Noté una fría calma. El tiempo no se ralentizó ni se aceleró. Se volvió tan frío e indiferente como la pistola con la que Rixon me apuntaba.
—No, no voy a matarte. Voy a sacrificarte. —Torció la boca—. La diferencia es abismal.
Intenté correr, pero un fuego abrasador explotó y me vi lanzada contra la pared. Todo me dolía y abrí la boca para gritar, pero era demasiado tarde. Una manta invisible me asfixiaba. Miré la cara sonriente de Rixon enfocarse y desenfocarse mientras yo arañaba inútilmente la manta. Los pulmones se me dilataron, amenazando con reventar, y cuando creía que no podría soportarlo más, el pecho se me aflojó.
Por encima del hombro de Rixon vi a Patch que entraba por la puerta.
Intenté llamarlo, pero la desesperada necesidad de aire se disolvió.
Se había acabado.