Capítulo

23

Cuando nos acercamos a la sonriente cabeza del payaso que constituía la entrada de la Casa del Miedo, los gritos lejanos fueron sustituidos por la espantosa música enlatada carnavalesca que salía a todo volumen de las entrañas de la Casa del Miedo. Me metí en la boca y el suelo se inclinó. Abrí los brazos para recuperar el equilibrio, pero las paredes giraron cuando las toqué. Mientras los ojos se me acostumbraban a la poca luz que se filtraba a mi espalda por la boca del payaso, vi que estaba dentro de un tubo giratorio que parecía extenderse sin fin. El tubo estaba pintado de rayas rojas y blancas que se confundían en un rosa mareante.

—Por aquí —me dijo Rixon, guiándome por el tubo.

Puse un pie delante del otro y avancé resbalando y tambaleándome. Al final pisé suelo firme y un chorro de aire helado se elevó. El frío me lamió la piel y salté hacia un lado sobresaltada, jadeando.

—No es de verdad —me aseguró Rixon—. Tenemos que seguir. Si Scott decide registrar los túneles, tenemos que adelantarnos a él.

El aire era húmedo y rancio, y olía a herrumbre. La cabeza de payaso era sólo un recuerdo vago. La única luz procedía de las bombillas rojas del cavernoso techo, que se encendían el tiempo suficiente para dejar ver por un momento un esqueleto que se balanceaba, un zombi destripado o un vampiro que se levantaba de un ataúd.

—¿Falta mucho? —le pregunté a Rixon elevando la voz por encima de la cacofonía de carcajadas, gritos y gemidos que resonaban por todas partes.

—La sala de máquinas está justo allí delante. Cuando la crucemos estaremos en los túneles. Scott sangra bastante. Patch ya te ha hablado de los Nefilim, ¿verdad?: no va a morirse, pero puede desmayarse por la hemorragia. Lo más probable es que no encuentre la entrada de los túneles. Volveremos a estar en la superficie antes de que te des cuenta. —Lo decía con una confianza un tanto excesiva, estaba siendo demasiado optimista.

Seguimos adelante, y tuve la sensación espantosa de que nos seguían. Me di la vuelta, pero la oscuridad era completa. Si había alguien detrás, no pude verlo.

—¿Crees que Scott puede habernos seguido? —le pregunté a Rixon con un hilo de voz.

Éste se detuvo y se giró, escuchando.

—Aquí no hay nadie —dijo al cabo de un momento, completamente convencido.

Continuamos deprisa hacia la sala de máquinas y, una vez más, noté una presencia a mi espalda. Se me pusieron los pelos de punta y eché un vistazo rápido por encima del hombro. Esta vez, la silueta de un rostro se materializó en la oscuridad. Estuve a punto de gritar, pero entonces la silueta tomó la forma de una cara conocida.

La de mi padre.

Su pelo rubio contrastaba contra el fondo oscuro y sus ojos brillaban, aunque tristes.

«Te quiero».

—¿Papá? —murmuré. Pero tuve la precaución de retroceder un paso. Recordé lo de la última vez. Había sido un truco. Una mentira.

«Lo siento, tuve que dejaros a ti y a mamá».

Quería que desapareciera. No era real. Era una amenaza. Quería hacerme daño. Recordé cómo me había agarrado del brazo por la ventana de la casa y había querido cortarme. Recordé cómo me había perseguido por la biblioteca.

Pero su voz era la misma voz persuasiva que había usado la primera vez en la casa abandonada, no aquella voz cortante que la había sustituido. Era su voz.

«Te quiero, Nora. Pase lo que pase, prométeme que no lo olvidarás. No me importa cómo o por qué entraste en mi vida, recuérdalo. No me acuerdo de los errores que he cometido. Recuerdo los aciertos.

»Te recuerdo a ti. Tú le dabas sentido a mi vida, hacías que fuera especial».

Sacudí la cabeza, intentando ahuyentar su voz, preguntándome por qué Rixon no hacía nada. ¿Acaso no veía a mi padre? ¿No podía hacer nada para obligarlo a irse? Aunque lo cierto era que yo no quería que su voz dejara de hablar. No quería que se marchara. Deseaba que fuera real. Necesitaba que me abrazara y me dijera que todo iría bien. Sobre todo, deseaba que volviera a casa.

«Prométeme que lo recordarás».

Tenía las mejillas arrasadas de lágrimas.

«Te lo prometo», le respondí mentalmente, aunque sabía que no podía oírme.

«Un ángel de la muerte me ha ayudado a venir a verte. Nos está dando tiempo, Nora. Está ayudándome a hablarte mentalmente. Hay una cosa importante que necesito decirte, pero no tengo mucho tiempo. Enseguida tendré que marcharme, y necesito que me escuches con atención».

—No —dije con voz ahogada—. Me iré contigo. No me dejes aquí. ¡Me iré contigo! ¡No puedes dejarme otra vez!

«No puedo quedarme, cariño. Ahora mi lugar es otro».

—Por favor, no te vayas —sollocé, dándome puñetazos en el pecho, como si pudiera conseguir que mi corazón dejara de latir. El pánico y la desesperación se apoderaron de mí cuando me lo imaginé yéndose de nuevo. La sensación de abandono era más fuerte que todo lo demás. Me dejaría allí. En la Casa del Miedo. A oscuras, sin nadie que me ayudara, aparte de Rixon—. ¿Por qué vas a dejarme otra vez? ¡Te necesito!

«Tócale las cicatrices a Rixon. Allí encontrarás la verdad».

El rostro de mi padre retrocedió hacia la oscuridad. Alargué un brazo para detenerlo, pero su imagen se convirtió en niebla cuando la toqué. Los jirones plateados se disolvieron.

—¿Nora?

La voz de Rixon me sobresaltó.

—Tenemos que darnos prisa —me dijo, como si no hubiera transcurrido ni un segundo—. No nos conviene encontrarnos con Scott en el anillo de túneles exterior donde desembocan todas las puertas.

Mi padre se había marchado. Por razones que no podía explicarme, sabía que ya no volvería a verlo nunca más. El dolor y el sentimiento de pérdida eran insoportables. Cuando más lo necesitaba, cuando estaba en los túneles, asustada y perdida, me había dejado para que me enfrentara a aquello sola.

—No veo por dónde voy —jadeé, secándome los ojos, en un esfuerzo por centrarme en un objetivo concreto: atravesar los túneles y encontrarme con Vee en el otro extremo—. Tengo que agarrarme a algo.

Impaciente, Rixon tiró de su camiseta y me la ofreció.

—Agárrate a mí y sígueme. Vamos. No tenemos mucho tiempo.

Cogí la tela de algodón. El corazón me latía con más fuerza. A unos centímetros estaba la piel de su espalda. Mi padre me había dicho que le tocara las cicatrices; en aquel momento lo tenía fácil. Bastaba con que metiera la mano…

Sucumbir a la oscura succión que me tragaría…

Recordé las veces que había tocado las cicatrices de Patch y cómo me había visto transportada al interior de sus recuerdos. No me cabía la más mínima duda de que si tocaba las cicatrices de Rixon sería lo mismo.

No quería ir a ese lugar. Quería mantenerme con los pies firmes en el suelo, cruzar los túneles y marcharme del Delphic.

Pero mi padre había vuelto para decirme dónde hallar la verdad.

Fuera lo que fuese lo que vería en el pasado de Rixon, tenía que ser importante. Por mucho que me doliera que mi padre me hubiera dejado allí, tenía que confiar en él. Tenía que confiar porque lo había arriesgado todo para decírmelo.

Deslicé una mano por debajo de la camiseta de Rixon. Noté la piel suave… luego un relieve de tejido cicatricial. Cubrí la cicatriz con la mano, esperando ser arrastrada a un mundo extraño y desconocido.

La calle se hallaba en silencio y a oscuras. Las destartaladas casas, a ambos lados, estaban abandonadas y en ruinas. Los jardines eran pequeños y vallados. Las ventanas habían sido cegadas con tablones o tapiadas. Un frío terrible me mordía la piel.

Dos fuertes explosiones rompieron el silencio. Me volví para mirar la casa del otro lado de la calle. «¿Disparos?», pensé, muerta de miedo. Inmediatamente busqué en los bolsillos el móvil, con la idea de llamar al 911, pero entonces recordé que estaba atrapada en los recuerdos de Rixon. Todo lo que veía había sucedido en el pasado. Ya no podía cambiar nada.

Oí el sonido de unos pies a la carrera y vi conmocionada que mi padre cruzaba la puerta de la casa y desaparecía en el patio trasero. Sin esperar, fui tras él.

—¡Papá! —grité, incapaz de evitarlo—. ¡No vuelvas ahí!

Llevaba la misma ropa que al irse la noche que lo mataron. Crucé la puerta y me reuní con él al fondo de la casa. Sollozando, lo abracé.

—Tenemos que irnos. Tenemos que salir de aquí. Va a suceder algo terrible —le dije.

Mi padre atravesó mis brazos y se acercó a un pequeño muro de piedra que rodeaba la propiedad. Se puso en cuclillas, con los ojos fijos en la puerta trasera de la casa. Yo me quedé pegada a la fachada, me cubrí la cabeza con los brazos y grité. No quería ver aquello. ¿Por qué me había dicho mi padre que tocara las cicatrices de Rixon? Yo no quería. ¿No sabía lo mucho que había sufrido ya?

—Es tu última oportunidad. —La voz provenía del interior de la casa y salía por la puerta trasera, que estaba abierta.

—Vete al infierno.

Otro estallido y caí de rodillas. Me pegué a la fachada, intentando ahuyentar el recuerdo.

—¿Dónde está ella? —Lo preguntó con tanta calma, en voz tan baja, que mi grito silencioso casi me impidió oírlo.

Con el rabillo del ojo vi que mi padre se movía. Se escurrió por el patio hacia la puerta. Empuñaba una pistola y la levantó, apuntando. Corrí hacia él para agarrarle las manos e intentar arrebatarle la pistola y empujarlo otra vez hacia la oscuridad. Pero era como intentar mover un fantasma; mis manos lo atravesaban.

Mi padre apretó el gatillo. El disparo hendió la noche y cortó el silencio. Disparó una y otra vez. Aunque no quería, miré hacia la casa y vi la delgada figura del joven al que mi padre disparaba por la espalda. Más allá, había otro individuo desplomado en el suelo, con la espalda apoyada en el sofá. Sangraba y su expresión era de agónico dolor y de miedo.

Me quedé confusa de repente porque me di cuenta de que se trataba de Hank Millar.

—¡Corre! —le gritó Hank a mi padre—. ¡Déjame! ¡Corre y sálvate!

Mi padre no corrió. Siguió empuñando la pistola, disparando una y otra vez, haciendo volar las balas hacia la puerta abierta, donde el joven con la gorra azul parecía inmune a ellas. Y entonces, muy despacio, se volvió hacia mi padre.