Abrí la ventana de la habitación y me senté en el alféizar, pensativa. Una brisa refrescante y un coro nocturno de insectos me hacían compañía. En el extremo más alejado del campo parpadeaba la luz de una casa. Me hacía sentir curiosamente segura saber que yo no era la única que seguía despierta a aquellas horas. Después de que el inspector se llevara a Scott, Vee y Rixon habían examinado la cerradura de la entrada.
—Caray —había dicho Vee al ver la puerta destrozada—. ¿Cómo ha podido Scott doblar así el pestillo de seguridad? ¿Con un soplete?
Rixon y yo nos habíamos limitado a mirarnos.
—Me pasaré por aquí mañana y te cambiaré la cerradura —había agregado él.
De eso hacía dos horas. Rixon y Vee se habían marchado hacía rato, dejándome a solas con mis pensamientos. No quería pensar en Scott, pero no podía evitarlo. ¿Estaba fingiendo o iba a encontrarme al día siguiente con que misteriosamente le habían dado una paliza mientras estaba bajo la custodia de la policía? En cualquier caso, no podía morir. Llevarse unos cuantos golpes, tal vez, pero no morir. No quería pensar que la Mano Negra fuera más allá… eso si la Mano Negra era siquiera una amenaza. Scott no estaba seguro de que estuviera siquiera en Coldwater.
Me dije que no había nada que yo pudiera hacer al respecto. Scott había irrumpido en mi casa y me había amenazado con un cuchillo. Estaba entre rejas por culpa suya. Él estaba encerrado y yo a salvo. Lo irónico era que deseaba estar yo en la cárcel aquella noche. Si la Mano Negra acosaba a Scott, quería estar ahí para hacerle frente de una vez por todas.
No podía concentrarme bien debido a la falta de sueño, pero hice cuanto pude para examinar la información de la que disponía. A Scott lo había marcado la Mano Negra, un Nefilim. Según Rixon, Patch era la Mano Negra, un ángel. Parecía casi como si estuviera buscando a dos individuos que compartían un mismo nombre…
Pasaba bastante de medianoche, pero no quería dormir. No mientras eso implicara abrirme a Patch, sentir su red cerrándose alrededor de mí, seduciéndome con sus palabras y sus manos suaves, confundiéndome más de lo que ya estaba. Antes que dormir, quería respuestas. Todavía no había ido al apartamento de Patch y, más que nunca, tenía la certeza de que allí estaban las respuestas.
Me enfundé unos tejanos lavados muy ajustados y una camiseta negra ceñida. Como estaba previsto que lloviera, opté por unas zapatillas de tenis y mi chubasquero Windbreaker.
Tomé un taxi hasta el extremo más oriental de Coldwater. El río brillaba como una serpiente negra. Las siluetas de las chimeneas de fábrica, al otro lado del río, eran engañosas, y, si las miraba con el rabillo del ojo, me recordaban a pesados monstruos. Cuando hube recorrido varias manzanas del barrio industrial, encontré dos edificios de apartamentos, los dos de tres pisos. Me metí en la entrada del primero. Todo estaba en silencio y supuse que los inquilinos dormían en sus camas. Repasé los buzones del fondo, pero no había ningún rótulo que pusiera «Cipriano». Bueno, si realmente hacía lo posible para mantener en secreto su dirección, era lógico que Patch hubiera tenido la precaución de no poner el nombre en el buzón. Subí las escaleras hasta el último piso. Los apartamentos eran el 3A, 3B y 3C. No había ningún apartamento 34. Bajé corriendo las escaleras, caminé hasta media manzana y probé en el segundo edificio.
Detrás de la puerta principal había una entrada estrecha con las baldosas agrietadas y una capa de pintura que apenas disimulaba las pintadas rojas y negras. Igual que en el otro edificio, los buzones estaban al fondo. Cerca de la puerta, el aire acondicionado vibraba y zumbaba mientras la puerta de un viejo ascensor permanecía abierta como unas fauces enrejadas que esperaran para atraparme. Preferí subir por las escaleras. El edificio tenía un aire solitario de abandono. Era una finca cuyos vecinos se ocupaban sólo de sus propios asuntos, en la que nadie conocía a nadie y era fácil guardar un secreto.
La calma en el tercer piso era mortal. Pasé por delante de los apartamentos 31, 32 y 33. Al final del pasillo di con el apartamento 34. De repente me pregunté qué haría si Patch estaba en casa. Ya sólo podía esperar que no estuviera. Llamé a la puerta, pero no obtuve respuesta. Comprobé el pomo. Para mi asombro, se abrió.
Escruté la oscuridad, inmóvil, escuchando por si oía algún movimiento.
Pulsé el interruptor de la luz que había junto a la puerta, pero, una de dos, o las bombillas estaban fundidas o habían cortado la electricidad. Saqué la linterna del bolsillo, entré y cerré la puerta.
Un olor rancio de comida podrida me asaltó. Dirigí el haz de la linterna hacia la cocina. En el mármol había una sartén con unos huevos revueltos de hacía días y un envase medio vacío de leche, tan cortada que se había hinchado. No era el sitio que yo suponía que Patch llamaría hogar, pero aquello sólo probaba que había muchas cosas acerca de él que yo desconocía.
Dejé las llaves y el bolso en el mármol y me tapé la nariz con el cuello de la camiseta para no oler el hedor. Las paredes estaban desnudas y el mobiliario era escaso. Había una anticuada televisión con dos antenas desplegables, seguramente en blanco y negro, y un sofá raído en el salón. La ventana estaba tapada con papel de estraza.
Iluminando el suelo con la linterna, fui por el pasillo hasta el baño. Era austero, sin nada más que una cortina de ducha beige, que en sus buenos tiempos probablemente había sido blanca, y una sucia toalla de hotel en el toallero. No había jabón, ni máquina de afeitar, ni espuma. El suelo de linóleo estaba despegado en las esquinas y el armarito del lavabo vacío.
Continué por el pasillo hasta el dormitorio. Giré el pomo y abrí la puerta hacia dentro. En el aire flotaba un olor rancio a sudor y ropa de cama sucia. Como la luz estaba apagada, supuse que era seguro levantar los estores y abrí la ventana para que la habitación se aireara. El resplandor de las farolas entró, creando una atmósfera vagamente gris en la habitación.
Había platos con comida seca en la mesilla de noche y, aunque había sábanas en la cama, no tenían el aspecto tieso de la ropa blanca recién lavada. De hecho, a juzgar por el olor, no habían visto el jabón desde hacía meses. Un pequeño escritorio con un monitor de ordenador ocupaba un rincón del fondo. El ordenador no estaba, y pensé que Patch se había tomado muchas molestias para no dejar el menor rastro.
Me puse en cuclillas delante del escritorio, abriendo y cerrando cajones. No vi nada que me llamara la atención aparte de lo de siempre: lápices y unas Páginas Amarillas. Estaba a punto de dejarlo cuando un alhajero pegado debajo del tablero del escritorio atrajo mi atención. Metí la mano debajo del escritorio y tanteé para despegar la cinta adhesiva que lo mantenía sujeto. Quité la tapa. Se me pusieron los pelos de punta.
La cajita contenía seis anillos de la Mano Negra.
En el otro extremo del pasillo la puerta principal se abrió con un chirrido.
Me puse en pie de un salto. ¿Había vuelto Patch? No podía dejar que me encontrara. No ahora, no cuando acababa de descubrir los anillos de la Mano Negra en su apartamento.
Miré alrededor buscando un lugar para esconderme. La cama me separaba del armario. Si intentaba rodearla me arriesgaría a que me vieran desde la puerta. Si me subía a ella, el peligro era que los muelles chirriaran.
La puerta principal se cerró con un suave chasquido. Unos pasos pesados cruzaron el linóleo de la cocina. Como vi que no me quedaba más remedio, corrí hacia el alféizar de la ventana, saqué las piernas y me dejé caer tan silenciosamente como pude en la escalera de incendios. Luego intenté cerrar la ventana, pero las guías se atascaron y no se movió. Me agaché al otro lado de la ventana, sin dejar de mirar hacia el interior del apartamento.
Apareció una sombra en la pared del pasillo que se acercaba. Me agaché para que no me viera.
Tenía miedo de que fuera a pillarme… iba a hacerlo… cuando los pasos se alejaron. No había pasado un minuto cuando la puerta principal se abrió y volvió a cerrarse. Un silencio fantasmagórico se apoderó nuevamente del apartamento.
Me levanté despacio. Me quedé de pie allí, otro minuto entero, hasta que estuve segura de que en el apartamento no había nadie. Entonces trepé a la ventana y entré. De repente me sentía al descubierto y vulnerable. Corrí por el pasillo. Necesitaba ir a algún lugar tranquilo, donde pudiera ordenar las ideas. ¿Qué se me escapaba? Era evidente que Patch era la Mano Negra, pero ¿qué papel tenía en la hermandad de sangre Nefilim? ¿Cuál era su misión? ¿Qué demonios estaba pasando? Recogí el bolso y me dirigí hacia la salida.
Tenía la mano en el pomo de la puerta cuando un extraño ruido me sacó de mi ensimismamiento. Un reloj. Era el tictac rítmico de un reloj. Fruncí el ceño y volví a la cocina. El sonido no se oía cuando había entrado… al menos, yo creía que no. Escuchando con atención, seguí el tictac por la habitación. Me agaché delante del armario del fregadero.
Con alarma creciente, abrí el armario. A pesar del pánico y la confusión, me di cuenta de lo que era el artilugio que tenía a unos centímetros de las rodillas: cartuchos de dinamita, cinta adhesiva, cables blancos, azules y amarillos.
Me puse de pie de un salto y corrí hacia la entrada. Mis pies repiqueteaban escaleras abajo, tan deprisa que tenía que agarrarme a la barandilla para no caerme. Cuando llegué a la entrada, salí a la calle y continué corriendo. Volví un instante la cabeza y vi un fogonazo. Inmediatamente una bola de fuego salió por las ventanas del tercer piso del edificio. El humo se elevó hacia el cielo nocturno. Llovieron sobre la calle trozos de ladrillo y astillas de madera al rojo vivo.
El sonido lejano de sirenas resonó en los edificios. Yo iba corriendo a ratos y a ratos caminando deprisa, temerosa de llamar la atención, pero demasiado consternada para no huir de allí. Cuando di la vuelta a la esquina me puse a correr como una loca. No sabía adónde iba. Tenía el pulso desbocado y un torbellino de ideas en la cabeza. Si me hubiera quedado en el apartamento unos minutos más, habría muerto.
Se me escapó un sollozo. Moqueaba y tenía el estómago encogido. Me sequé los ojos con el dorso de la mano e intenté ver las formas que salían a mi encuentro de la oscuridad: señales de tráfico, coches estacionados, el bordillo… el resplandor engañoso de una lámpara en las ventanas. En cuestión de segundos el mundo se había convertido en un confuso laberinto; la verdad era elusiva, se me escapaba, se desvanecía cuando trataba de mirarla directamente.
¿Alguien había intentado borrar las pruebas que habían quedado en el apartamento? ¿Pruebas como los anillos de la Mano Negra? ¿Era Patch el responsable?
Más adelante vi una gasolinera. Fui tambaleándome hasta el baño del exterior y me encerré dentro. Tenía las piernas flojas y los dedos me temblaban tanto que tuve que hacer un tremendo esfuerzo para abrir el grifo. Me eché agua fría en la cara para recuperar el aplomo. Apoyé los brazos en el lavabo y luché por recobrar el aliento.