Capítulo

17

Cuando Patch se marchó, me cambié la ropa playera por unos tejanos negros y una camiseta, y me enfundé una cazadora negra Razorbills que había ganado en la fiesta de Navidad de la revista digital del instituto. Aunque sólo de pensarlo se me revolvía el estómago, tenía que echar un vistazo al apartamento de Patch, y tenía que hacerlo esa noche, antes de que fuera demasiado tarde. Había cometido la estupidez de decirle que sabía que él era la Mano Negra. Se me había escapado en un arranque de imprudente hostilidad. Había perdido la ventaja de la sorpresa. Dudaba de que me considerara una verdadera amenaza. Sin duda encontraba mi promesa de mandarlo al infierno siniestramente divertida, pero era evidente que él quería mantener oculta cierta información. Según todo lo que sabía sobre los arcángeles, siempre vigilantes y omniscientes, tenía que ser difícil ocultarles su participación en el asesinato de mi padre. Yo no podía mandarlo al infierno, pero ellos sí. Si conseguía encontrar el modo de ponerme en contacto con los arcángeles, su secreto cuidadosamente guardado saldría a la luz. Los arcángeles estaban buscando cualquier excusa para mandarlo de cabeza al infierno. Bien, yo tenía un buen motivo.

Se me llenaron los ojos de lágrimas y parpadeé para deshacerme de ellas. Había habido una época de mi vida en la que jamás hubiese creído a Patch capaz de matar a mi padre. Habría considerado la idea ridícula, absurda… ofensiva. Pero eso no hacía más que demostrar cuánto y con qué habilidad me había engañado. Algo me decía que el apartamento de Swathmore era donde ocultaba sus secretos. Era su único punto débil. Aparte de Rixon, no dejaba que nadie entrara en él. Antes, aquella misma tarde, cuando le había mencionado a Rixon que había estado allí, me había respondido con sincera sorpresa. A él no le gustaba que nadie supiera su dirección, me había dicho. ¿Había conseguido Patch que los arcángeles ignoraran donde vivía? Parecía dudoso, prácticamente imposible, pero él había demostrado ser muy bueno encontrando el modo de sortear cualquier obstáculo en su camino. Si alguien tenía los recursos o la inteligencia suficientes para quitar de en medio a los arcángeles, ése era Patch. Me estremecí de pronto al preguntarme qué ocultaría en su apartamento. Un mal presagio me asaltó y un cosquilleo en la espalda me advirtió que no fuera. Pero le debía a mi padre el entregar a su asesino a la justicia.

Localicé una linterna debajo de la cama y me la puse en un bolsillo de la cazadora. Estaba incorporándome cuando vi el diario de Marcie encima de unos libros de mi estantería. Me debatí un momento contra mi conciencia. Con un suspiro, me metí el diario en el mismo bolsillo que la linterna y me levanté.

Fui caminando un kilómetro y medio hasta Beech y tomé un autobús hasta la calle Herring. Recorrí tres manzanas hasta Keate y me subí a otro autobús para bajarme en Clementine. Luego continué a pie por la sinuosa y pintoresca colina del barrio de Marcie, el más lujoso de Coldwater. El aroma del césped recién cortado y las hortensias perfumaban el aire de la tarde, y el tráfico era inexistente. Los coches estaban bien guardados en los garajes, y las calles, libres de ellos, estaban limpias. Las ventanas de las casas coloniales blancas reflejaban el sol poniente. Imaginé a las familias reunidas para cenar detrás de los postigos. Me mordí el labio, sacudida por una repentina oleada de inconsolable pesar. Mi familia nunca más volvería a reunirse para comer. Tres noches por semana yo cenaba sola o en casa de Vee. Las cuatro noches restantes, cuando mi madre estaba en casa, solíamos comer de una bandeja, sentadas frente al televisor.

Por culpa de Patch.

Tomé por Brenchley. No veía la hora de llegar a casa de Marcie.

Su Toyota 4-Runner estaba aparcado en el camino de acceso, pero yo sabía que no estaba en casa. Patch la habría llevado en el Jeep a ver la película. Caminaba por el césped, con la idea de dejar el diario en el porche, cuando se abrió la puerta.

Marcie llevaba el bolso al hombro y tenía las llaves en la mano. Era evidente que se marchaba. Se quedó paralizada en el umbral cuando me vio.

—¿Qué estás haciendo aquí? —me preguntó.

Me quedé con la boca abierta tres segundos antes de lograr articular las palabras.

—Yo… Creía que no estabas en casa.

Frunció el ceño.

—Bueno, pues estoy.

—Creía que tú… y Patch… —Estaba hablando de un modo incoherente. Llevaba el diario encima, a plena vista. Marcie lo vería de un momento a otro.

—Ha cancelado la cita —me espetó, como si no fuera asunto mío.

Apenas oía lo que me decía. Enseguida vería el diario. Deseé más que nunca retroceder en el tiempo. Tendría que haber pensado en aquella posibilidad antes de ir a su casa. Debería haber tenido en cuenta que era posible que estuviera en casa. Miré nerviosamente hacia atrás, hacia la calle, como si alguien pudiera acudir a rescatarme.

Marcie jadeó y siseó:

—¿Que haces tú con mi diario?

Me di la vuelta. Me ardían las mejillas.

Bajó del porche. Me arrancó el diario de las manos y lo abrazó fuerte.

—Tú… ¿tú te lo llevaste?

Dejé caer los brazos.

—Lo cogí la noche de tu fiesta. —Sacudí la cabeza—. Fue una estupidez. Lo siento tanto…

—¿Lo has leído? —me preguntó.

—No.

—Mentirosa —me acusó, con desprecio—. Lo has leído, ¿verdad? ¿Quién no lo hubiese hecho? ¡Te odio! ¿Tan aburrida es tu vida que tienes que fisgar en la mía? ¿Lo has leído todo o sólo los trozos sobre ti?

Estaba a punto de negar categóricamente que lo hubiera abierto cuando las palabras de Marcie calaron en mí.

—¿Sobre mí? ¿Qué has escrito sobre mí?

Echó el diario en el suelo del porche, a su espalda, y luego se puso derecha y cuadró los hombros.

—¿Qué me importa? —Se cruzó de brazos y me miró fijamente—. Ahora sabes la verdad. ¿Qué se siente al saber que tu madre anda por ahí con el marido de otra?

Solté una carcajada de incredulidad que era más bien de rabia.

—¿Perdona?

—¿De verdad te crees que tu madre está fuera de la ciudad todas esas noches? ¡Ja!

Imité la postura de Marcie.

—Pues, de hecho, sí. —¿Qué pretendía insinuar?

—Entonces, ¿cómo te explicas que su coche esté aparcado al final de esta calle una noche por semana?

—Te equivocas de persona —le dije, hirviendo de rabia.

Estaba segura de saber exactamente lo que pretendía Marcie. ¿Cómo se atrevía a acusar a mi madre de tener un lío? Y con su padre, nada menos. Mi madre no se hubiera dejado atrapar por él aunque hubiera sido el último hombre sobre el planeta. Yo odiaba a Marcie y mi madre lo sabía. No se acostaba con su padre. Nunca me hubiese hecho algo así. Nunca le hubiese hecho algo así a mi padre. Nunca.

—Un Taurus beige, matrícula X4124. —La voz de Marcie era gélida.

—Sabes su número de matrícula —le dije al cabo de un momento—. Eso no demuestra nada.

—Despierta, Nora. Nuestros padres se conocieron en el instituto. Tu madre y mi padre salieron juntos.

Sacudí la cabeza, negándolo.

—Eso es mentira. Mi madre nunca me ha hablado de tu padre.

—Porque no quiere que lo sepas —me dijo, con los ojos llameantes—. Porque sigue con él. Es su sucio secreto.

Sacudí la cabeza con más energía. Me sentía como una muñeca de trapo.

—Es posible que mi madre conociera a tu padre en el instituto, pero de eso hace mucho, fue antes de conocer a mi padre. Te equivocas de persona. Viste el coche de otra persona aparcado al final de la calle. Cuando no está en casa, mi madre está fuera de la ciudad, trabajando.

—Los he visto juntos, Nora. Era tu madre, así que no intentes encontrarle una excusa. Ese día llegué al instituto y pinté en tu taquilla un mensaje para tu madre. ¿No te diste cuenta? —Su voz se había convertido en un bufido de asco—. Se acuestan juntos. Lo han estado haciendo todos estos años. Lo que significa que puede que mi padre sea tu padre. Y que es posible que tú seas mi… hermana.

Las palabras de Marcie cayeron como una espada entre nosotras.

Me crucé de brazos y me di la vuelta. Me sentía enferma. Las lágrimas me subieron a la garganta y me quemaban. Sin decir ni una palabra, caminé con rigidez por el camino de la casa. Pensé que me gritaría algo peor por la espalda, pero no había nada peor que pudiera decirme.

No iría a casa de Patch.

Caminé de regreso hasta Clementine y seguramente me pasé la parada del autobús y seguí más allá del parque y de la piscina municipal, porque lo siguiente que recuerdo es que estaba sentada en un banco de la zona ajardinada que había frente a la biblioteca pública. Me iluminaba la luz de una farola. La noche era cálida, pero yo estaba encogida con las rodillas contra el pecho y temblaba de pies a cabeza. Mi cerebro era un revoltijo de inquietantes teorías.

Escruté la oscuridad que me rodeaba. Unos faros bajaron por la calle, se acercaron y pasaron de largo. Esporádicamente se oían por la ventana del otro lado de la calle las risas de una comedia. Los soplos de aire frío me ponían la carne de gallina. Me ahogaba el aroma embriagador de hierba, almizclado y húmedo, de principios de verano.

Me tendí en el banco y cerré los ojos para no ver las estrellas. Entrelacé las manos sobre el vientre. Me notaba los dedos como ramitas heladas. Me preguntaba por qué la vida era tan dura a veces; por qué la gente a la que amaba era la que más podía defraudarme; a quién odiaba más… a Marcie, a su padre o a mi madre.

Muy en el fondo, me aferraba a la esperanza de que Marcie estuviera equivocada. Esperaba poder echárselo en cara. Pero la sensación de malestar me indicaba que sólo me estaba engañando a mí misma.

No lo recordaba con precisión, pero había sido durante el año anterior más o menos. Quizá poco antes de que mi padre muriera… No, después. Era un día cálido de primavera. Pasado el funeral y acabados los días de duelo que me habían dado en el instituto, volví a clase. Vee me convenció para que hiciéramos novillos, y por aquella época yo no ofrecía demasiada resistencia a nada. Me dejaba llevar. Como creíamos que mi madre estaría trabajando, fuimos caminando hasta mi casa. Tardamos seguramente casi una hora en llegar.

En cuanto avistamos la granja, Vee tiró de mí para sacarme de la carretera.

—Hay un coche en el camino de acceso —me dijo.

—¿De quién será? Parece un Land Cruiser.

—Tu madre no conduce un Land Cruiser.

—¿Crees que será un detective?

No era lo más común que un inspector condujera un coche de sesenta mil dólares, pero estaba tan acostumbrada a ver detectives por casa que fue lo primero que se me ocurrió.

—Vamos a acercarnos.

Ya llegábamos casi al camino cuando la puerta se abrió y oímos voces. La de mi madre y una más profunda. Una voz de hombre.

Vee me empujó hacia un lado de la casa, fuera de la vista.

Vimos a Hank Millar subirse al Land Cruiser y marcharse.

—¡La madre…! —dijo Vee—. Suelo sospechar de todo el mundo, pero tu madre es de lo más conservador. Apuesto a que intentaba venderle un coche.

—¿Ha venido hasta aquí para eso?

—Pues sí, nena. Los vendedores de coches son capaces de cualquier cosa.

—Mi madre ya tiene coche.

—Un Ford. El peor enemigo del Toyota. El padre de Marcie no estará contento hasta que toda la ciudad conduzca un Toyota…

Pero ¿y si no estaba allí para venderle un coche? ¿Y si tenían una aventura? Tragué saliva.

¿Adónde debía ir ahora? ¿A casa? La granja ya no me parecía mi casa. Allí ya no me sentiría a salvo y segura. Esa casa era como una caja de mentiras. Mis padres me habían vendido una historia de amor, fraternidad y familia. Pero si Marcie me estaba diciendo la verdad, y mi mayor miedo era que me la estuviera diciendo, mi familia era una farsa. Una gran mentira que me había pillado del todo desprevenida. ¿Había habido alguna señal de advertencia? ¿Era posible que yo hubiera sospechado todo aquel tiempo pero hubiera escogido negar la verdad para evitar el dolor? Aquello era un castigo por confiar en los demás. Aquello era un castigo por buscar lo bueno de la gente. Por mucho que odiara a Patch en aquel momento, le envidiaba su frío distanciamiento de los demás. Sospechaba lo peor de todos; daba igual lo bajo que cayeran: siempre los veía venir. Se había endurecido y era un hombre de mundo, y la gente lo respetaba por ello.

Lo respetaban a él y a mí me mentían.

Me incorporé en el banco y marqué el número de mi madre en el móvil. No sabía qué le diría cuando me respondiera; dejé que la rabia y el sentimiento de haber sido traicionada me guiaran. Mientras su teléfono sonaba, lágrimas calientes me recorrían las mejillas. Me las limpié de un manotazo. Me temblaba la barbilla y tenía en tensión todos los músculos del cuerpo. Se me ocurrían palabras de rabia, palabras rencorosas. Me veía gritándoselas, cortándola cada vez que intentara defenderse con más mentiras. Y si se ponía a llorar… no me daría pena. Se merecía sentir todo el dolor del mundo por las decisiones que había tomado. Saltó su buzón de voz. Tuve que hacer un esfuerzo para no lanzar el teléfono hacia la oscuridad.

A continuación, marqué el número de Vee.

—Hola, guapa. ¿Es importante? Estoy con Rixon…

—Me voy de casa —le dije, sin importarme que se me notara en la voz que había llorado—. ¿Puedo quedarme en la tuya un tiempo? Hasta que sepa adónde ir.

Oí que Vee respiraba.

—¿Qué dices?

—Mi madre volverá a casa el sábado. Para entonces quiero haberme ido. ¿Puedo quedarme contigo el resto de la semana?

—Puedo preguntar…

—No.

—Vale, claro —dijo Vee, intentando disimular su desconcierto—. Puedes quedarte aquí, no hay ningún problema. Ninguno en absoluto. Ya me dirás lo que pasa cuando estés preparada.

Me cayeron lágrimas de alivio. En aquellos momentos, Vee era la única persona con la que podía contar. Podía ser odiosa, pesada y perezosa, pero nunca me había mentido.

Llegué a la granja a eso de las nueve y me puse un pijama de algodón. No era una noche fría, pero había humedad en el aire y me atravesaba la piel helándome hasta los huesos. Me preparé una taza de leche caliente y me eché en la cama. Era demasiado pronto para dormir, y no hubiera podido hacerlo de haber querido; mis pensamientos seguían completamente deslavazados. Miré fijamente el techo, esforzándome por borrar las últimas dieciséis horas y empezar de nuevo. Por mucho que lo intentara, no me imaginaba a Hank Millar como mi padre.

Me levanté y fui por el pasillo hasta la habitación de mi madre. Abrí su arcón de boda para buscar su anuario del instituto. Ni siquiera sabía si tenía uno, pero, si lo tenía, el arcón de boda era el único sitio donde se me ocurría mirar. Si ella y Hank Millar habían ido juntos al instituto, habría fotos. Si habían estado enamorados, habrían firmado el anuario de un modo especial para darlo a entender. Al cabo de cinco minutos ya había registrado el arcón y seguía con las manos vacías.

Fui a la cocina y busqué en los armarios algo de comer. Pero se me había quitado el apetito. No podía comer pensando en la gran mentira que había resultado ser mi familia. Los ojos se me fueron hacia la puerta principal, pero ¿adónde podía ir? Me sentía perdida en la casa, deseosa de marcharme, pero sin un lugar al que acudir. Me pasé varios minutos de pie en el pasillo y luego volví a subir a mi habitación.

Tendida en la cama, cubierta con las sábanas hasta la barbilla, cerré los ojos y contemplé la sucesión de imágenes que me pasaban por la cabeza. Imágenes de Marcie; de Hank Millar, a quien apenas conocía y cuya cara sólo podía representar con dificultad; de mis padres. Las imágenes se acumularon, más y más rápido, hasta formar un extraño collage de locura. Fue como si de pronto retrocedieran en el tiempo: el color fue desapareciendo de ellas hasta que quedaron en blanco y negro. Entonces supe que me había deslizado hacia el otro mundo.

Estaba soñando.

Me encontraba en el jardín delantero. Un molesto viento arremolinaba las hojas secas en el camino de acceso y alrededor de mis tobillos. Una rara nube en forma de embudo giraba en el cielo sin llegar al suelo, como si se contentara con esperar el momento oportuno para descargar. Patch estaba sentado en la barandilla del porche, con la cabeza gacha y las manos juntas entre las rodillas.

—Sal de mi sueño —le grité por encima del viento.

Sacudió la cabeza.

—No hasta que te haya dicho lo que pasa.

Me cerré más la chaqueta del pijama.

—No quiero oír lo que vas a decirme.

—Aquí los arcángeles no pueden oírnos.

Solté una carcajada acusadora.

—No te basta con manipularme en la vida real… ahora también tienes que hacerlo aquí.

Levantó la cabeza.

—¿Manipularte? Estoy intentando decirte qué pasa.

—Te has metido a la fuerza en mi sueño —lo desafié—. Lo hiciste cuando salimos de La Bolsa del Diablo, y lo estás haciendo otra vez.

Una repentina ráfaga de viento sopló entre nosotros y me hizo retroceder un paso. Las ramas de los árboles crujían y gemían. Me aparté el pelo de la cara.

—Cuando nos fuimos del Z, en el Jeep, me dijiste que habías tenido un sueño acerca del padre de Marcie —me dijo Patch—. La noche que tuviste ese sueño yo estaba pensando en él. Estaba recordando exactamente lo mismo que soñaste tú, deseando que hubiera un modo de poder decirte la verdad. No sabía que me estaba comunicando contigo.

—¿Fuiste tú quien me hizo tener ese sueño?

—No era un sueño. Era un recuerdo.

Intenté asimilar aquello. Si el sueño era real, Hank Millar había vivido en Inglaterra hacía siglos. Rememoré el sueño. «Dile al tabernero que mande ayuda», había dicho Hank. «Dile que no es un hombre. Dile que es uno de los ángeles diabólicos, que ha venido a poseer mi cuerpo y deshacerse de mi alma».

¿Hank Millar era un… Nefilim?

—No sé cómo me superpuse a tu sueño —dijo Patch—, pero he estado intentando comunicarme contigo del mismo modo desde entonces. Fui de noche a besarte, después de La Bolsa del Diablo, pero ahora me encuentro con un muro. Estoy contento de haber entrado ahora. Me parece que eres tú la que no me deja entrar.

—¡Porque no te quiero dentro de mi cabeza!

Se bajó de la barandilla para reunirse conmigo en el jardín.

—Necesito que me dejes entrar.

Me aparté.

—He sido reasignado a Marcie —me dijo.

A los cinco segundos todo encajó. El mareo y el calor que me habían asaltado el estómago desde que había dejado a Marcie se me extendieron por las piernas.

—¿Eres el ángel custodio de Marcie?

—No está siendo un crucero de placer.

—¿Han hecho eso los arcángeles?

—Cuando me asignaron a ti para ser tu ángel custodio, me dejaron claro que debía tener siempre en cuenta lo que más te conviniera. Que esté liado contigo no es lo que más te conviene. Yo lo sabía, pero no me hacía gracia que los arcángeles me dijeran lo que tenía que hacer con mi vida íntima. Nos estaban vigilando la noche que me diste tu anillo.

En el Jeep. La noche antes de que rompiéramos. Lo recordaba.

—En cuanto me di cuenta de que nos estaban vigilando me marché. Pero el daño ya estaba hecho. Me dijeron que me apartarían en cuanto encontraran un sustituto. Luego me asignaron a Marcie. Fui a su casa esa noche para obligarme a afrontar lo que había hecho.

—¿Por qué a Marcie? —le pregunté amargamente—. ¿Para castigarme?

Se pasó una mano por la boca.

—El padre de Marcie es un Nefilim de primera generación, un pura sangre. Ahora que Marcie ha cumplido los dieciséis años corre el peligro de que la sacrifiquen. Hace dos meses, cuando yo intenté sacrificarte a ti para tener un cuerpo humano pero acabé salvándote la vida, no había muchos ángeles caídos que creyeran que podían cambiar su naturaleza. Ahora soy un custodio. Todos ellos lo saben, y si lo saben es porque te salvé de la muerte. De pronto son muchos más los que creen que también ellos pueden burlar el destino, ya sea salvando a un humano y recuperando sus alas o matando a su vasallo Nefilim y dejando de ser ángeles caídos para convertirse en humanos.

Repasé mentalmente todo lo que sabía acerca de los ángeles caídos y los Nefilim. El Libro de Enoch habla de un ángel caído que se convierte en humano después de matar a su vasallo Nefilim… sacrificando a una descendiente de dicho vasallo. Hacía dos meses, Patch lo había probado con la intención de usarme para matar a Chauncey. Ahora, si el ángel caído que había obligado a Hank Millar a jurar lealtad quería volverse humano, bueno, tendría que… sacrificar a Marcie.

—Consideras que es tu trabajo asegurarte de que el ángel caído que obligó a Hank Millar a jurar fidelidad no sacrifique a Marcie para tener un cuerpo humano —dije.

Como si pensara que me conocía lo suficientemente bien para deducir mi siguiente pregunta, me dijo:

—Marcie no lo sabe. No tiene ni la más mínima idea.

No quería hablar de aquello. No quería que Patch estuviera allí. Había matado a mi padre. Me había arrebatado para siempre a alguien a quien amaba. Patch era un monstruo. Nada de lo que dijera me haría cambiar de opinión.

—Chauncey fundó la hermandad de sangre Nefilim —dijo Patch.

Volví a prestarle atención.

—¿Qué? ¿Cómo lo sabes?

Parecía reacio a contestarme.

—He accedido a unos cuantos recuerdos. A recuerdos de otras personas.

—¿Recuerdos de otras personas? —Estaba sorprendida cuando, en realidad, no tendría que estarlo. ¿Cómo podía justificar todas las cosas espantosas que había hecho? ¿Cómo podía presentarse y decirme que había examinado subrepticiamente los pensamientos más privados, más íntimos, de otra gente, y esperar que yo lo admirara por ello? ¿Cómo podía esperar siquiera que lo escuchara?

—Otro ocupó su lugar cuando Chauncey desapareció. Todavía no he sido capaz de enterarme de su nombre, pero se rumorea que no se alegró de la muerte de Chauncey, lo que no tiene sentido. Ahora él está al mando… con esto sólo ya basta para borrar cualquier remordimiento que pudiera sentir por la muerte de Chauncey. Lo que hace que me pregunte si el sucesor era un amigo íntimo o un familiar de Chauncey.

Negué con la cabeza.

—No quiero escuchar esto.

—El sucesor ha contratado a un asesino para que acabe con el responsable de la muerte de Chauncey.

Si iba a poner alguna objeción me la guardé. Patch y yo nos miramos.

—Quiere que su asesino lo pague.

—Lo que dices es que quiere que yo lo pague —dije, con un hilo de voz.

—Nadie sabe que fuiste tú quien mató a Chauncey. Él no sabía que tú eras su descendiente hasta momentos antes de morir, así que hay pocas probabilidades de que alguien más lo sepa. El sucesor de Chauncey puede intentar rastrear a los descendientes de éste, pero le deseo suerte. Tardé mucho en encontrarte. —Dio un paso hacia mí, pero retrocedí—. Cuando te despiertes, necesitaré que digas que me quieres de ángel custodio otra vez. Dilo como si lo pensaras, para que los arcángeles lo oigan, y esperemos que accedan a tu petición. Estoy haciendo todo lo posible para mantenerte a salvo, pero tengo límites. Necesito completo acceso a la gente que te rodea, a sus emociones, a todos los que forman parte de tu mundo.

¿Qué demonios estaba diciendo? ¿Los arcángeles habían encontrado por fin un ángel custodio sustituto para mí? ¿Por eso se había colado en mi sueño aquella noche, porque le habían cortado la línea y ya no tenía acceso a mí como él quería? Noté sus manos en las caderas y me atrajo hacia sí con un gesto protector.

—No voy a permitir que te ocurra nada.

Resoplé y me zafé. Tenía en la cabeza un torbellino de ideas. «Él quiere que el asesino lo pague». No podía sacármelo de la cabeza. La idea de que alguien anduviera por ahí intentando matarme me paralizaba. No quería estar allí. No quería saber aquellas cosas. Quería sentirme nuevamente a salvo.

Como me daba cuenta de que Patch no tenía intención alguna de salir de mi sueño, moví ficha. Me lancé contra las invisibles barreras del sueño en un esfuerzo por despertar. «Abre los ojos —me dije—. Ábrelos».

Patch me agarró del codo.

—¿Qué haces?

Noté cómo iba recuperando la lucidez. Noté la calidez de las sábanas, el almohadón mullido en contacto con la mejilla. Los olores familiares de mi habitación me consolaron.

—No te despiertes, Ángel. —Patch me pasó las manos por el pelo y me sujetó la cara, de manera que no podía evitar mirarlo a los ojos—. Hay otras cosas que necesitas saber. Hay una razón muy importante por la que necesitas ver esos recuerdos. Estoy intentando decirte algo que no puedo decirte de ningún otro modo. Necesito que entiendas lo que intento comunicarte. Necesito que dejes de bloquearme.

Aparté la cara. Los pies se me levantaron de la hierba yendo hacia la nube en embudo. Patch me agarró, soltando un juramento, pero su contacto era ligero como una pluma, imaginario.

«Despierta —me ordené—. Despierta».

Dejé que la nube me tragara.