Tres horas más tarde, Vee tenía los muslos rojos, ampollas en los empeines y la cara hinchada. Hacía una hora que Rixon se había ido y juntas acarreamos la sombrilla y la bolsa de playa por el callejón de Old Orchard.
—Me siento mal —dijo Vee—, como si fuera a desmayarme. A lo mejor tendría que haber esperado para usar el aceite para bebés.
Yo también tenía la cabeza caliente y estaba acalorada, pero aquello no tenía nada que ver con el sol. El dolor de cabeza me estaba partiendo el cerebro en dos. Quería sacarme el mal sabor de boca, pero cuanto más tragaba más se me revolvía el estómago. La «Mano Negra». Aquel nombre me acosaba como si me provocara para que le prestara toda mi atención, clavándome las uñas en el dolor de cabeza cada vez que lo ignoraba. No podía pensar en eso ahora, delante de Vee, porque me echaría a temblar en cuanto lo hiciera. Tendría que hacer malabarismos con el dolor un poco más, lanzándolo al aire cada vez que amenazara con golpear. Me aferré a la seguridad del entumecimiento, apartándome de lo inevitable tanto como pude. Patch. La Mano Negra. No podía ser.
Vee se detuvo.
—¿Qué es eso?
Estábamos en el aparcamiento de la parte trasera de la librería, a unos pasos del Neon, mirando una pieza de metal adosada a la rueda izquierda trasera.
—Me parece que es un cepo —le dije.
—Ya lo veo. ¿Qué hace en mi coche?
—Supongo que cuando dicen que van a multar a los que infrinjan la prohibición de aparcar aquí, eso hacen.
—No te hagas la lista conmigo. ¿Qué vamos a hacer ahora?
—¿Llamar a Rixon? —le sugerí.
—No se alegrará mucho de tener que venir otra vez hasta aquí. ¿Qué me dices de tu madre? ¿Ya ha vuelto?
—Todavía no. ¿Qué me dices de tus padres?
Vee se sentó en el capó y enterró la cara entre las manos.
—Seguramente cuesta una fortuna que quiten el cepo. Esto será la gota que colme el vaso. Mi madre me mandará a un convento.
Me senté a su lado y ambas valoramos las opciones que teníamos.
—¿No tenemos algún otro amigo? —preguntó Vee—. ¿Alguien a quien podamos llamar para que nos lleve sin que tengamos que sentirnos demasiado culpables? No me sentiría culpable de hacer venir a Marcie hasta aquí, pero estoy bastante segura de que no vendría. A buscarnos a nosotras no. Seguro que no. Tú y Scott sois amigos. ¿Crees que vendría a recogernos? Espera un minuto… ¿no es ése el Jeep de Patch?
Seguí su mirada hasta el extremo opuesto del callejón. Daba a la calle Imperial, y no cabía duda de que había un reluciente Jeep Commander negro aparcado al otro lado. El sol se reflejaba en los cristales tintados.
El corazón se me aceleró. No podía correr hacia Patch. No allí. No todavía. No cuando lo único que impedía que me echara a llorar era un dique cuidadosamente levantado y cuyos cimientos se desmoronaban a cada segundo que pasaba.
—Tiene que estar por aquí —dijo Vee—. Mándale un mensaje de texto y dile que nos hemos quedado colgadas. Puede que no me guste, pero me sirve si se trata de que me lleve en coche a casa.
—Le mandaría un mensaje a Marcie antes que a Patch. —Esperaba que Vee no notara el extraño matiz de angustia y aversión en mi voz. La Mano Negra… la Mano Negra… no Patch… por favor, Patch no… una confusión, una explicación… El dolor de cabeza me quemaba, como si mi propio cuerpo me estuviera advirtiendo de que dejara de pensar en aquello por mi propia seguridad.
—¿A quién más podemos llamar? —dijo Vee.
Las dos sabíamos a quién. Absolutamente a nadie. Éramos aburridas, no teníamos amigos. Nadie nos debía ningún favor. La única persona que lo habría dejado todo para rescatarme estaba sentada a mi lado. Y viceversa.
Volví a fijarme en el Jeep. Sin tener ningún motivo para hacerlo, me levanté.
—Me llevaré el Jeep a casa. —No estaba segura de qué clase de mensaje intentaba mandarle a Patch. ¿Ojo por ojo? ¿Me hiciste daño y yo te lo hago? O a lo mejor: «Si has tenido algo que ver con la muerte de mi padre, esto es sólo el principio…»
—¿No va a ponerse como un energúmeno Patch cuando se entere de que le has robado el Jeep? —dijo Vee.
—No me importa. No voy a quedarme aquí sentada toda la tarde.
—Esto me da mala espina —dijo Vee—. No me gusta Patch en un día normal, ya no digamos cuando está enojado.
—¿Qué ha sido de tu espíritu aventurero? —Me dominaba un deseo feroz y lo único que quería era coger el Jeep y mandarle a Patch un mensaje.
Me imaginé empotrando el Jeep contra un árbol. No con la suficiente fuerza para que se abrieran los airbags, sólo lo bastante para abollarlo. Un pequeño recuerdo mío. Una advertencia.
—Mi espíritu aventurero no alcanza para embarcarme en una misión suicida —dijo Vee—. No será agradable cuando se entere de que has sido tú.
La voz de la lógica tendría que haberme dicho que lo dejara, pero me había abandonado toda lógica. Si había hecho daño a mi familia, si la había destrozado, si me había mentido…
—¿Sabes hacer un puente? —me preguntó Vee.
—Patch me enseñó.
No parecía convencida.
—Dirás que viste a Patch robar un coche y que ahora crees que tú puedes hacer un intento.
Bajé decidida por el callejón hacia la calle Imperial. Vee me seguía corriendo. Miré si venían coches y luego crucé hasta el Jeep. Accioné la manecilla de la puerta. Estaba cerrada.
—No hay nadie dentro —dijo Vee, haciendo campana con las manos para escrutar el interior—. Me parece que podemos irnos. Vamos, Nora. Alejémonos del Jeep.
—Necesitamos un vehículo. Estamos aquí tiradas.
—Todavía tenemos dos piernas, la derecha y la izquierda. Las mías están deseando hacer ejercicio. Les apetece un largo y agradable paseo… ¿Estás loca? —me gritó.
Yo estaba apuntando con la sombrilla hacia la ventanilla del lado del conductor.
—¿Qué? —exclamé—. Tenemos que entrar.
—¡Baja la sombrilla! Vamos a llamar mucho la atención si rompes la ventanilla. Una atención indeseada. ¿Qué demonios te pasa? —me preguntó, mirándome con unos ojos como platos.
Una visión cruzó por mi mente. Vi a Patch de pie sobre mi padre, pistola en mano. El sonido de un disparo rasgó el silencio.
Apoyé las manos en las rodillas, inclinándome. Las lágrimas me escocían. El suelo se arremolinó en un torbellino mareante. La cara me chorreaba de sudor. Me asfixiaba, como si todo el oxígeno del aire se hubiera consumido. Cuanto más intentaba respirar, más paralizados estaban mis pulmones. Vee me estaba gritando algo, pero la oía muy lejana, como si su voz estuviera bajo el agua.
De repente el suelo se detuvo. Respiré tres veces profundamente. Vee me estaba ordenando que me sentara, gritándome algo sobre la extenuación. Me zafé de su presa.
—Estoy bien —le dije, levantando una mano cuando intentó agarrarme de nuevo—. Estoy bien.
Para demostrarle que lo estaba, me incliné a recoger la bolsa, que había dejado caer, y entonces vi la copia de la llave del Jeep en el fondo. La que le había robado a Marcie de la habitación la noche de su fiesta.
—Tengo una llave del Jeep —dije. Aquellas palabras me sorprendieron incluso a mí.
A Vee se le marcó una profunda arruga en la frente.
—¿Patch nunca te ha pedido que se la devuelvas?
—No me la dio nunca. La encontré en la habitación de Marcie el martes por la noche.
—Oh.
Metí la llave en la cerradura, me subí al coche y me puse al volante. Luego adelanté el asiento, arranqué el motor y agarré el volante con ambas manos. A pesar del calor las tenía frías y me temblaban de los nervios.
—No se te habrá ocurrido hacer algo más que conducir este coche hasta casa, ¿verdad? —me preguntó Vee ocupando el asiento de al lado—. Porque te late la vena de la sien, y la última vez que vi que te latía fue justo antes de que le dieras a Marcie un puñetazo en la mandíbula en La Bolsa del Diablo.
Me humedecí los labios. Me los notaba como papel de lija y al mismo tiempo gomosos.
—Le dio a Marcie una copia de la llave del Jeep… Podría aparcar este trasto en el océano a seis metros de profundidad.
—A lo mejor tenía una razón de peso —dijo Vee, nerviosa.
Solté una carcajada aguda.
—No quiero hacerle nada hasta que no te haya dejado a ti en tu casa. —Giré el volante hacia la izquierda y me incorporé a la calzada.
—Tendrás que añadir este descargo de responsabilidad cuando intentes explicarle a Patch por qué le robaste el Jeep.
—No se lo estoy robando. Nos habíamos quedado tiradas. Esto es un préstamo.
—Esto es que estás como una cabra.
Notaba lo mucho que mi odio desconcertaba a Vee. Podía ver lo irracional de mi conducta por el modo en que me miraba. Quizá me estaba pasando. A lo mejor estaba sacando las cosas de quicio. «Puede haber dos personas con el mismo apodo», me dije, intentando convencerme de ello. Podía ser. Podía ser, podía ser, podía ser. Tenía la esperanza de que, cuanto más lo repitiera, más me lo creería, pero el lugar reservado en mi corazón para la confianza estaba vacío.
—Vámonos de aquí —dijo Vee, con una voz cauta y asustada que nunca usaba conmigo—. Vamos a mi casa a tomar una limonada. Luego podemos ver la televisión. A lo mejor echarnos una siestecita. ¿Tienes que trabajar esta noche?
Estaba a punto de decirle que Roberta no me había convocado para esa noche cuando di un toque al freno.
—¿Qué es eso?
Vee siguió mi mirada. Se inclinó hacia delante y sacó una pieza de tela rosa del salpicadero. Hizo oscilar el sujetador del bikini entre las dos.
Intercambiamos una mirada. Ambas pensábamos lo mismo.
«Marcie».
No cabía duda de que estaba allí, con Patch. En aquel mismo instante. En la playa. Tumbada en la arena o haciendo quién sabía qué.
Me sacudió una violenta oleada de odio. Odiaba a Patch. Y me odiaba por haber añadido mi nombre a la lista de chicas a las que había conquistado y luego traicionado.
Me invadió un deseo furioso de rectificar el error que había cometido por ignorancia. No quería ser sólo otra más. No podía hacerme desaparecer. Si era la Mano Negra, me enteraría. Y, si tenía algo que ver con la muerte de mi padre, se lo haría pagar.
—Ya encontrará el modo de volver a casa —dije. Me temblaba la barbilla. Pisé a fondo el acelerador dejando marcas de goma en la calle.
Unas horas más tarde estaba delante de la nevera, con la puerta abierta, buscando algo que me sirviera de cena. Como no encontré nada, miré en la alacena. Allí había una caja de lacitos de pasta y un bote de salsa de carne para espagueti.
Cuando el reloj de la cocina pitó, colé la pasta, me serví un cuenco y metí la salsa en el microondas. No teníamos parmesano, así que rallé cheddar y me di por satisfecha. El microondas sonó y me serví una capa de salsa y una de queso por encima. Cuando me volví para llevar la pasta a la mesa, me encontré a Patch apoyado en ella. El cuenco se me escurrió de las manos.
—¿Cómo has entrado? —pregunté.
—Deberías tener la puerta cerrada con llave. Sobre todo cuando estás sola en casa.
Su postura era relajada, pero no sus ojos. Del color del mármol negro, me taladraban. No tuve ninguna duda de que sabía que le había robado el Jeep. No era difícil saberlo, porque estaba aparcado en el camino de acceso. No había muchos lugares donde esconder un Jeep en una casa rodeada de campo abierto por un lado y por el otro de un bosque impenetrable. No tenía intención de ocultarlo cuando lo había metido en el camino. Estaba consumida por la conmoción y sentía un odio nauseabundo. Ya estaba todo bien claro: sus palabras suaves, sus ojos negros brillantes, su experiencia mintiendo, seduciendo a las mujeres. Me había enamorado de un demonio.
—Te has llevado el Jeep —dijo con calma pero sin alegría.
—Vee ha aparcado en una zona prohibida y le han puesto un cepo al coche. Teníamos que volver a casa, y entonces hemos visto el Jeep al otro lado de la calle. —Me sudaban las palmas de las manos, pero no me atrevía a secármelas. No delante de Patch. Aquella noche parecía diferente. Más severo, más duro. El pálido resplandor de las luces de la cocina le marcaba los pómulos y su pelo negro, alborotado después de un día de playa, le caía sobre la frente hasta casi tocarle las obscenamente largas pestañas. Torcía con escepticismo la boca, una boca que yo siempre había encontrado sensual. La suya no era una sonrisa cálida.
—¿No podías llamar para avisarme? —me preguntó.
—No llevaba el teléfono.
—¿Y Vee?
—No tiene tu número en el móvil. Y yo no he podido acordarme de tu nuevo número de ningún modo. No teníamos manera de ponernos en contacto contigo.
—No tienes llave del Jeep. ¿Cómo lo habéis abierto?
Era todo lo que podía hacer para no parecerle una traidora.
—Con tu copia. —Le vi intentando entender qué pretendía yo con aquello. Los dos sabíamos que nunca me había dado un duplicado de la llave. Lo miré más atentamente buscando algún síntoma de que sabía que me refería a la llave de Marcie, pero la luz de la comprensión no iluminó sus ojos. Todo en él era controlado, impenetrable, ilegible.
—¿Qué copia? —me preguntó.
Aquello me puso todavía más furiosa, porque esperaba que supiera exactamente a qué llave me refería. ¿Cuántos duplicados tenía? ¿Cuántas chicas más tenían la llave del Jeep en el bolso?
—La de tu novia —le dije—. ¿Te basta con esa aclaración?
—Vamos a ver si lo entiendo. ¿Me has robado el Jeep para devolverme la jugada, por haberle dado una copia a Marcie?
—Te he robado el Jeep porque Vee y yo lo necesitábamos —le dije fríamente—. Hubo un tiempo en que siempre estabas ahí cuando te necesitaba. Creía que eso seguía siendo cierto, pero por lo visto me equivocaba.
Patch no apartó sus ojos de los míos.
—¿Quieres decirme de qué va realmente todo esto?
Como no le respondí, apartó una silla de la mesa de la cocina. Se sentó, con los brazos cruzados y las piernas estiradas con indolencia.
—Tengo tiempo.
De la Mano Negra. De eso se trataba en realidad. Pero tenía miedo de enfrentarme a él. Temía aquello de lo que podía enterarme, y temía su reacción. Estaba segura de que no tenía ni idea de cuánto sabía yo. Si lo acusaba de ser la Mano Negra no habría vuelta atrás. Tendría que afrontar una verdad capaz de destruirme por completo.
Patch arqueó las cejas.
—¿Una cura de silencio?
—Se trata de decir la verdad —le respondí—. Algo que tú nunca has hecho. —Si había matado a mi padre, ¿cómo había podido mirarme a los ojos tantas veces, diciéndome lo mucho que lo lamentaba, y guardándose la verdad? ¿Cómo había podido besarme, acariciarme, abrazarme y vivir consigo mismo?
—¿Algo que yo nunca he hecho? Desde el día que nos conocimos, nunca te he mentido. No siempre te ha gustado lo que tenía que decirte, pero siempre he sido directo.
—Me dejaste creer que me amabas. ¡Una mentira!
—Lo siento si te pareció una mentira. —No lo sentía. Tenía una mirada de rabia glacial. Odiaba que yo le gritara. Quería que fuera como todas las demás, que desapareciera en su pasado sin decir ni pío.
—Si sentías algo por mí, no te hubieras ido con Marcie en un tiempo récord.
—¿No te has ido tú con Scott en un tiempo récord? ¿Prefieres a un medio hombre a mí?
—¿Un medio hombre? Scott es una persona.
—Es un Nefilim. —Hizo un gesto hacia la puerta de entrada—. El Jeep tiene más valor.
—A lo mejor él opina lo mismo de los ángeles.
Se encogió de hombros con arrogancia.
—Lo dudo. De no ser por nosotros, su raza no existiría.
—El monstruo de Frankenstein no quería a su creador.
—¿Y? La raza Nefilim busca vengarse de los ángeles. Tal vez esto sea sólo el principio.
Patch se quitó la gorra y se pasó una mano por el pelo. Por la cara que ponía, tuve la impresión de que la situación era bastante más peligrosa de lo que había creído en un principio. ¿Hasta qué punto estaba cerca la raza Nefilim de dominar a los ángeles caídos? Seguramente no lo conseguiría aquel mismo Jeshván. Patch no podía estar insinuando que dentro de menos de cinco meses hordas de ángeles caídos poseerían y acabarían matando a miles de humanos. Pero algo en el modo en que se contenía y en su mirada me dijo que eso precisamente era lo que estaba en juego.
—¿Qué harás al respecto? —le pregunté, horrorizada.
Cogió de la mesa el vaso de agua que me había servido y tomó un sorbo.
—Hemos hablado de mantenernos al margen.
—¿Con los arcángeles?
—Los Nefilim son una raza maligna. Nunca tendrían que haber habitado la tierra. Existen por la arrogancia de los ángeles caídos. Los arcángeles no quieren tener nada que ver con ellos. No van a tomar cartas en el asunto si concierne a los Nefilim.
—¿Y todos los humanos que van a morir?
—Los arcángeles tienen su propio plan. A veces tienen que ocurrir cosas terribles para que puedan suceder luego cosas buenas.
—¿Un plan? ¿Qué plan? ¿Mirar cómo muere gente inocente?
—Los Nefilim se están metiendo en la trampa que ellos mismos han tendido. Si tiene que morir gente para que la raza de los Nefilim sea aniquilada, los arcángeles se avendrán a ello.
Se me pusieron los pelos de punta.
—¿Y tú estás de acuerdo con ellos?
—Ahora soy un ángel custodio. Debo lealtad a los arcángeles. —Una llamarada de odio asesino se encendió en sus ojos, y por un breve instante creí que iba dirigida a mí. Como si me culpara de aquello en lo que se había convertido. Para defenderme, yo sentí una oleada de rabia. ¿Había olvidado todo lo sucedido aquella noche? Había sacrificado mi vida por él, y él la había rechazado. Si quería culpar a alguien de sus circunstancias, no era a mí.
—¿Son muy fuertes los Nefilim? —le pregunté.
—Lo bastante —dijo, en un tono alarmantemente despreocupado.
—Pueden resistirse a los ángeles caídos este mismo Jeshván, ¿verdad?
Asintió con la cabeza.
Me abracé para contener un profundo y repentino escalofrío, pero era más psicológico que físico.
—Tienes que hacer algo.
Cerró los ojos.
—Si los ángeles caídos no pueden poseer a los Nefilim, entonces se apoderarán de los humanos —dije, intentando acabar con su actitud pasiva y despertar su conciencia—. Tú lo dijiste. De decenas de miles de humanos. Quizá de Vee. De mi madre. Quizá de mí.
Seguía sin decir nada.
—¿Ni siquiera te importa?
Echó una ojeada al reloj y se levantó.
—Detesto marcharme sin acabar la conversación pero se me hace tarde.
La copia de la llave del Jeep estaba en una fuente del aparador y se la metió en el bolsillo.
—Gracias por la llave. Añadiré que te he prestado el Jeep a tu cuenta.
Me interpuse entre él y la puerta.
—¿A mi cuenta?
—Te acompañé a casa desde el Z, te recogí del tejado de Marcie, y ahora te he dejado mi Jeep. No hago favores gratis.
Estaba casi segura de que no bromeaba. De hecho, estaba casi segura de que hablaba mortalmente en serio.
—Podrías pagarme por cada favor independientemente, pero supuse que sumarlos sería más fácil. —Sonreía con burla. Era un estúpido engreído de primera.
Fruncí el ceño.
—Disfrutas con esto, ¿verdad?
—Un día de éstos voy a cobrarme los favores, y entonces sí que disfrutaré.
—No me has prestado el Jeep —argüí—. Te lo he robado. Y no ha sido un favor… te lo he requisado.
Echó otro vistazo al reloj.
—Tendremos que acabar esta conversación más tarde. Tengo que irme.
—Es verdad —le espeté—. A ver una película con Marcie. Tú ve y diviértete mientras todo mi mundo peligra.
Me dije que quería que se fuera. Se merecía a Marcie. Me daba igual. Estuve tentada de gritarle algo. Pensé en cerrar de un portazo en cuanto saliera. Pero no iba a dejar que se fuera sin hacerle la pregunta que me tenía en vilo. Me mordí la mejilla para tener la voz clara.
—¿Sabes quién mató a mi padre? —Lo dije en un tono frío y controlado que no era el mío. Era la voz acusadora de alguien que rezumaba odio y devastación.
Patch se paró de espaldas a mí.
—¿Qué pasó esa noche? —Ni siquiera me tomé la molestia de disimular mi desesperación.
Al cabo de un momento de silencio, me dijo:
—Me lo estás preguntando como si creyeras que yo lo sé.
—Sé que la Mano Negra eres tú. —Cerré un instante los ojos y sentí una oleada de náusea que me recorrió de pies a cabeza.
Me miró por encima del hombro.
—¿Quién te ha dicho eso?
—Entonces, ¿es verdad? —Me di cuenta de que había cerrado los puños y temblaba violentamente—. Eres la Mano Negra. —Lo miré a la cara, rogando para que lo negara de algún modo.
El reloj de pie del pasillo dio la hora, con un sonido pesado y vibrante.
—Vete —le ordené. No quería ponerme a llorar delante de él. Me negaba. No quería darle esa satisfacción.
Se quedó donde estaba, con la cara ensombrecida, ligeramente satánica.
El reloj dio las campanadas en el silencio. Una, dos, tres.
—Te lo haré pagar —le dije, todavía con una voz extrañamente ajena.
Cuatro, cinco.
—Encontraré el modo. Mereces ir al infierno.
Cruzó sus ojos un destello de fuego negro.
—Mereces lo que va a pasarte —añadí—. Cada vez que me besabas y me abrazabas, sabiendo lo que le habías hecho a mi padre… —Me atraganté y me di la vuelta, apartándome mientras podía permitírmelo.
Seis.
—Vete —repetí, con voz tranquila pero no firme.
Lo fulminé con la mirada, intentando que Patch se fuera con la intensidad de mi odio y mi aversión, pero estaba sola en la entrada. Miré alrededor. Seguramente estaba fuera de mi vista. Pero no estaba. Un extraño silencio se impuso en la oscuridad y me di cuenta de que el reloj había dejado de sonar.
Las manecillas se habían quedado paradas marcando las seis y doce, congelando el momento. Patch se había ido.