De vuelta en las inmediaciones de Coldwater, conduje el Mustang por la ciudad y tomé por Beech hacia Deacon. Seguía cayendo una lúgubre llovizna. La calle era estrecha y sinuosa, con árboles de hoja perenne que se cernían desde el borde de la calzada. Tras una curva, Scott señaló hacia unos apartamentos estilo Cabo Cod, de tablillas grises con terrazas estrechas. Había una pista de tenis abandonada en el jardín delantero. Todo parecía necesitar una mano de pintura.
Aparqué el Mustang.
—Gracias por traerme —dijo Scott, pasando el brazo por el respaldo de mi asiento. Le brillaban los ojos y tenía una sonrisa indolente.
—¿Podrás entrar? —le pregunté.
—No quiero entrar —contestó, arrastrando las palabras—. La moqueta huele a pis de perro y el techo del baño tiene moho. Quiero quedarme aquí, contigo.
«Porque estás borracho».
—Tengo que volver a casa. Es tarde y aún no he llamado a mi madre. Se va a poner histérica si no la llamo enseguida. —Me incliné por delante de él y abrí la puerta de su lado. Mientras lo hacía, se enrolló en el dedo un rizo de mi pelo.
—¡Qué bonito!
Lo recuperé.
—No va a pasar nada. Estás borracho.
Sonrió.
—Sólo un poco.
—Mañana no te acordarás de esto.
—Me parece que hemos pasado un buen rato conociéndonos en la playa.
—Sí. Y eso es todo lo que vamos a conocernos. Lo digo en serio. Te estoy echando. Entra en casa.
—¿Y mi coche, qué?
—Esta noche me lo llevo a mi casa. Te lo devolveré mañana por la tarde.
Scott suspiró satisfecho y se arrellanó más en el asiento.
—Quiero entrar y relajarme con un solo de Jimi Hendrix. ¿Quieres decirles a todos que se acabó la fiesta?
Puse los ojos en blanco.
—Acabas de invitar a sesenta personas. No voy a entrar a decirles que se marchen.
Scott se inclinó fuera de la puerta y vomitó.
Uf.
Lo agarré por detrás, por la camiseta, y lo devolví al interior del coche. Moví el Mustang un poco hacia delante. Luego puse el freno de mano y salí. Di la vuelta al vehículo y tiré de los brazos de Scott para sacarlo, poniendo cuidado en no pisar la vomitona. Me pasó un brazo por los hombros; era todo lo que yo podía hacer para evitar que se cayera al suelo.
—¿Qué apartamento es? —le pregunté.
—El treinta y dos. Arriba del todo.
En el último piso. Claro. ¿Acaso esperaba un respiro?
Arrastré a Scott escaleras arriba, sin aliento, y entré tambaleándome por la puerta abierta de su apartamento, que bullía de gente. Allí dentro había un caos de personas que se agitaban y saltaban al ritmo de un rap que sonaba tan alto que me pareció que el cerebro se me haría trizas.
—El dormitorio está al fondo —me susurró Scott al oído.
Lo llevé hacia allí a través de la gente, abrí la puerta del fondo del pasillo y dejé a Scott en el colchón inferior de la litera. En el rincón opuesto había un pequeño escritorio, un armario plegable, un pie para la guitarra y unas cuantas pesas sueltas. Las paredes eran de un blanco que había visto mejores tiempos, decoradas apenas con un cartel de El Padrino III y un banderín de los Patriots de Nueva Inglaterra.
—Mi habitación —dijo Scott, que me pilló echando un vistazo al cuarto. Dio unas palmaditas en el colchón, a su lado—. Ponte cómoda.
—Buenas noches, Scott.
Ya estaba abriendo la puerta cuando me dijo:
—¿Puedes traerme algo de beber? Agua, tengo que quitarme este mal sabor de boca.
Estaba deseando largarme de allí, pero no puede evitar sentir cierta simpatía por Scott. Si me iba, probablemente se despertaría a la mañana siguiente en un charco de vómito. Bien podía lavarlo y darle un ibuprofeno.
La pequeña cocina del apartamento, en «U», se abría al salón convertido en pista de baile, y después de pasar a duras penas entre los cuerpos apretujados que bloqueaban la entrada, abrí y cerré alacenas buscando un vaso. Encontré una pila de tazas de plástico blanco encima del fregadero, abrí el grifo y puse una taza debajo del chorro. Cuando iba a llevarle el agua a Scott, el corazón me dio un vuelco. Patch estaba a unos pasos de mí, apoyado en los armarios que había frente a la nevera. Se había aislado del mogollón y llevaba la gorra calada, lo que quería decir que no estaba interesado en entablar conversación. Parecía impaciente. Miró el reloj.
Como no vi manera de evitarlo, a no ser saltando por encima de la barra que daba al salón, y como me parecía que tenía que ser educada con él porque se lo merecía y, además, ¿no éramos lo bastante adultos para llevar aquello con dignidad?, me humedecí los labios, porque de repente me los notaba secos, y avancé.
—¿Te lo estás pasando bien? —le pregunté.
Las duras líneas de su cara se suavizaron en una sonrisa.
—Se me ocurre por lo menos una cosa que preferiría estar haciendo.
Si aquello era una insinuación, la ignoraría. Me aupé para sentarme en el mármol de la cocina, con las piernas colgando.
—¿Te vas a quedar toda la noche?
—Si tengo que quedarme toda la noche, dispárame ahora.
Le enseñé las palmas.
—Lo siento, no llevo pistola.
Sonreía como un chico malo.
—¿Eso es lo único que te impide matarme?
—Si te disparara no te mataría —puntualicé—. Es uno de los inconvenientes de ser inmortal.
Asintió, sonriendo de oreja a oreja bajo la sombra de la visera.
—Pero ¿lo harías si pudieras?
Dudé antes de responderle.
—No te odio, Patch. No todavía.
—¿No me odias lo bastante? —conjeturó—. ¿Sientes algo más profundo?
Sonreí apenas.
Los dos percibíamos que nada bueno saldría de aquella conversación, sobre todo allí, y Patch nos rescató a ambos haciendo un gesto con la cabeza hacia la masa de gente que teníamos detrás.
—¿Y tú? ¿Vas a quedarte mucho rato?
Me bajé de mi asiento.
—No. Le llevaré el agua a Scott y haré que se refresque la boca, si puedo, y luego me iré.
Me agarró del codo.
—No me disparas, pero vas a aliviarle la resaca a Scott.
—Scott no me ha roto el corazón.
Transcurrieron dos segundos en silencio y luego Patch me propuso en voz baja:
—Vamos.
Por el modo en que lo dijo supe exactamente a qué se refería. Quería que me escapara con él. Que desafiara a los arcángeles. Que ignorara que al final darían con él.
Yo no podía pensar en lo que le harían sin temblar de miedo, paralizada por el horror. Patch nunca me había dicho cómo era el infierno. Pero él lo sabía. Y precisamente porque no me lo decía yo me hacía una idea tan clara de ello.
Seguí con los ojos fijos en el salón.
—Le he prometido a Scott un vaso de agua.
—Estás dedicándole un montón de tiempo a un chico al que considero siniestro, y para que yo diga que alguien es siniestro tiene que serlo mucho.
—¿Hay que ser un príncipe de la oscuridad para reconocer a alguien así?
—Celebro que tengas sentido del humor, pero lo digo en serio. Ten cuidado.
Asentí.
—Te agradezco que te preocupes por mí, pero sé lo que hago. —Sorteé a Patch y pasé entre la gente que se contoneaba en el salón. Tenía que irme. Era demasiado duro para mí estar cerca de él, notando aquel muro de hielo espeso e impenetrable. Sabía que los dos queríamos algo que no podíamos tener, aunque estuviera al alcance de nuestra mano.
Había atravesado la mitad de la masa humana cuando alguien me agarró por la espalda, por el tirante de la camiseta. Me di la vuelta esperando encontrarme a Patch dispuesto a seguir dándome su opinión o, peor que eso, a liarse la manta a la cabeza y besarme. Pero era Scott, que me miraba con su sonrisa indolente. Me apartó el pelo de la cara y se inclinó para besarme en la boca. Sabía a enjuague bucal de menta y acababa de lavarse los dientes. Iba a apartarme pero me dije: «¿Y qué importa si Patch lo ve?» No estaba haciendo nada que él no hubiera hecho antes. Tenía el mismo derecho. Él usaba a Marcie para llenar el vacío de su corazón y ahora me tocaba a mí, con Scott.
Le pasé las manos por el pecho a Scott y las entrelacé detrás de su cuello. Él siguió mi ejemplo y me abrazó más fuerte, pasándome las manos por la espalda. Así que eso se sentía al besarlo. Mientras que Patch era lento y experimentado y se tomaba su tiempo, Scott era entusiasta y un poco torpón. Era completamente diferente. Algo nuevo y no del todo desagradable.
—Mi dormitorio —me susurró al oído, uniendo sus dedos a los míos y tirando de mí hacia el pasillo.
Miré brevemente hacia donde había visto por última vez a Patch. Nuestros ojos se encontraron. Tenía una mano rígida en la nuca, como si estuviera perdido en sus pensamientos, helado por haberme visto besar a Scott.
Le envié un mensaje mental: «Así es como se siente uno».
Pero después de mandárselo no me sentí mejor. Me sentí triste y rastrera, e insatisfecha. Yo no era la clase de persona que se anda con jueguecitos o que recurre a trucos viles para consolarse y recuperar la autoestima. Sin embargo, seguía corroyéndome el dolor, y por eso dejé que Scott me llevara por el pasillo.
Scott abrió la puerta del dormitorio con el pie. Apagó la luz y nos quedamos a oscuras. Miré los dos colchones de la litera del fondo y luego hacia la ventana, que tenía el cristal agrietado. En un momento de pánico, me imaginé colándome por la grieta y desapareciendo en la noche. Seguramente era un signo de que lo que estaba a punto de hacer era un completo error. ¿Iba a hacerlo simplemente para apuntarme un tanto? ¿Así quería demostrarle a Patch la magnitud de mi rabia y lo herida que estaba? ¿Qué decía eso de mí?
Scott me cogió de los hombros y me besó con pasión. Barajé mentalmente mis opciones. Podía decirle que me encontraba mal. Podía decirle que había cambiado de idea. Podía decirle simplemente que no…
Scott se quitó la camiseta y la tiró al suelo.
—Bueno… —empecé. Miré alrededor una vez más buscando el modo de escapar y me di cuenta de que la puerta de la habitación estaba abierta, porque una sombra bloqueó la luz que llegaba del pasillo, se detuvo en el cuarto y la cerró. Me quedé de una pieza.
Patch le tiró la camiseta a la cara a Scott.
—¿Qué…? —empezó a preguntar Scott, pasándosela por la cabeza y cubriéndose.
—Se te va a salir el pajarito —le dijo Patch.
Scott se subió precipitadamente la cremallera.
—¿Qué haces? No puedes entrar aquí. Estoy ocupado. ¡Ésta es mi habitación!
—¿Estás mal de la cabeza? —le pregunté a Patch, colorada como un tomate.
Patch me miró.
—Tú no quieres estar aquí. No con él.
—¡A ti nadie te ha dado vela en este entierro! —Scott se me puso delante—. Deja que me ocupe de él.
Avanzó dos pasos antes de que Patch le hundiera el puño en la mandíbula. Se oyó un crujido terrible.
—¿Qué demonios haces? —le grité a Patch—. ¿Quieres romperle la mandíbula?
—¡Ay! —se quejó Scott, sosteniéndosela.
—No le he roto la mandíbula, pero si te pone la mano encima será sólo la primera cosa que le romperé —dijo Patch.
—¡Fuera! —le ordené a Patch, señalando hacia la puerta con un dedo.
—Voy a matarte —bramó Scott, abriendo y cerrando la mandíbula para asegurarse de que le funcionaba.
Pero en vez de darse la vuelta y marcharse, Patch se acercó a Scott en tres zancadas y lo puso de cara a la pared. El otro intentaba volverse, pero Patch lo empujó de nuevo contra la pared.
—Tócala y te arrepentirás toda la vida —le dijo al oído, en un susurro amenazador.
Antes de irse se volvió a mirarme.
—Él no lo vale. —Hizo una pausa—. Ni yo tampoco.
Abrí la boca pero me quedé sin palabras. No estaba allí porque quisiera estar. Estaba allí para restregárselo por la cara a Patch. Yo lo sabía y él también.
Scott se dio la vuelta y se apoyó en la pared.
—Hubiera podido darle si no estuviera tan cansado —me dijo, masajeándose la barbilla—. ¿Quién demonios se ha creído que es? Ni siquiera lo conozco. ¿Tú lo conoces?
Evidentemente, Scott no había reconocido a Patch, porque aquella noche en el Z había un montón de gente. No podía esperar que Scott se acordara de todas las caras.
—Siento mucho lo ocurrido —le dije, haciendo un gesto hacia la puerta por la que Patch acababa de salir—. ¿Estás bien?
Esbozó una sonrisa.
—Nunca he estado mejor —respondió. Se le estaba hinchando la cara.
—Estaba desquiciado.
—Es el mejor modo de estar —dijo, arrastrando las palabras y limpiándose con el dorso de la mano el reguero de sangre que le salía del corte del labio.
—Debo irme —dije—. Te devolveré el Mustang mañana, después de clase. —Me preguntaba cómo iba a salir de allí y pasar por delante de Patch manteniendo cierta dignidad. Bien hubiese podido acercarme a él tranquilamente y admitir que tenía razón: sólo había seguido a Scott para hacerle daño a él.
Scott metió un dedo por debajo de mi camiseta y me retuvo.
—No te vayas, Nora. Todavía no.
Me libré de su dedo.
—Scott…
—Dime si me paso —me dijo, sacándose otra vez la camiseta. Su piel pálida brillaba en la oscuridad. Había estado un montón de tiempo en la sala de pesas, y se le marcaba la musculatura de los brazos.
—Te estás pasando —le respondí.
—No eres demasiado convincente. —Me apartó el pelo del cuello y hundió la cara en él.
—No me interesas en este aspecto. —Interpuse las manos entre ambos. Estaba cansada y me dolía la cabeza. Estaba avergonzada de mí misma y quería irme a casa y dormir y dormir hasta olvidar aquella noche.
—¿Cómo lo sabes? Nunca me has probado.
Pulsé el interruptor de la luz y la habitación se iluminó. Scott se tapó los ojos con una mano y retrocedió un paso.
—Me voy… —No terminé la frase porque vi una marca en relieve en el pecho de Scott, a medio camino entre la clavícula y el pezón. La piel estaba abombada y brillante. Caí en la cuenta de que tenía que ser la marca que le habían hecho a Scott cuando había jurado lealtad a la hermandad de sangre Nefilim, pero éste fue un pensamiento secundario, sin importancia en comparación con lo que de verdad atrajo mi atención. La marca tenía la forma de un puño cerrado. Era idéntica a la del sello del anillo que había sacado del sobre.
Sin dejar de protegerse los ojos con la mano, Scott se quejó y se agarró a un barrote de la litera para no caerse.
—¿Qué es esa marca que tienes en la piel? —le pregunté, con la boca seca.
Scott se quedó un momento desconcertado. Luego bajó la mano para cubrirse la marca.
—Estuve haciendo el burro con unos amigos una noche. No es nada serio. No es más que una cicatriz.
¿Tenía el valor de mentir sobre eso?
—Fuiste tú quien me mandó el sobre. —Como no respondía, añadí, furiosa—: En el paseo marítimo. En la pastelería. El sobre con el anillo de hierro.
La habitación me parecía un lugar aislado, apartado del barullo del salón. De repente ya no me sentía segura atrapada allí dentro con Scott, que entornó los párpados y me miró bizqueando. Por lo visto el resplandor todavía le molestaba.
—¿De qué demonios hablas? —Su tono fue cauteloso, hostil, confuso.
—¿Lo encuentras divertido? Sé que tú me enviaste el anillo.
—¿El… anillo?
—¡El anillo que te dejó esa marca en el pecho!
Sacudió la cabeza como para aclararse las ideas y salir de su estupor.
Luego me agarró de un brazo y me puso contra la pared.
—¿Qué sabes del anillo?
—Me haces daño —le escupí, venenosa, pero temblaba de miedo. Me daba cuenta de que Scott no fingía. A menos que fuera mejor actor de lo que yo creía, no sabía nada del sobre. Pero sabía cosas del anillo.
—¿Qué aspecto tiene? —Me tenía agarrada por la camiseta y me sacudía—. El chico que te dio el anillo… ¿qué aspecto tiene?
—¡Quítame las manos de encima! —le ordené, intentando apartarme. Pero Scott pesaba mucho más que yo y se mantenía con los pies firmes, sin dejar de empujarme contra la pared.
—No lo vi. Hizo que me lo entregara otra persona.
—¿Sabe que estoy aquí? ¿Sabe que estoy en Coldwater?
—¿Quién es? ¿Qué está pasando?
—¿Por qué te ha dado el anillo?
—¡No lo sé! ¡No sé nada de él! ¿Por qué no me lo cuentas tú?
Se sacudió el pánico que lo atenazaba.
—¿Qué sabes de esto?
No separé los ojos de él pero tenía un nudo en la garganta tan grande que me dolía respirar.
—El anillo estaba en un sobre con una nota. Ponía que la Mano Negra había matado a mi padre. Y que el anillo le pertenecía. —Me pasé la lengua por los labios—. ¿Eres tú la Mano Negra?
La expresión de Scott seguía siendo de profunda desconfianza. No sabía si creerme o no.
—Si sabes lo que te conviene, olvida que hemos tenido esta conversación.
Intenté soltarme, pero me mantuvo sujeta.
—Márchate —dijo—. Y mantente alejada de mí. —Esta vez me soltó y me hizo un gesto en dirección a la puerta.
Me paré en el umbral y me sequé el sudor de las palmas en los pantalones.
—No me iré hasta que me cuentes lo de la Mano Negra.
Supuse que Scott estallaría todavía con más violencia, pero se limitó a mirarme fijamente como para echarme de su territorio. Recogió la camiseta e hizo amago de ponérsela de nuevo, pero esbozó una sonrisa retadora. Arrojó la camiseta sobre la cama. Se desabrochó el cinturón, se bajó la cremallera y se quitó los pantalones. Se quedó allí de pie. No llevaba más que unos boxers de algodón. Quería sorprenderme y era evidente que intentaba intimidarme para que me fuera. Estaba haciendo un buen trabajo para convencerme de que lo hiciera, pero yo no iba a dejar que se deshiciera de mí tan fácilmente.
—Tienes la marca de la Mano Negra en la piel. No esperarás que me crea que no sabes nada acerca de ella, ni siquiera cómo fue a parar ahí —le dije.
No me respondió.
—En cuanto salga de aquí llamaré a la policía. Si no quieres hablar conmigo, a lo mejor quieres hablar con ellos. Quizá ya hayan visto otras veces la marca. Me basta mirarla para saber que no es nada bueno. —Lo dije con calma, pero me sudaban las axilas. Qué estupidez y qué peligroso era decir aquello. ¿Y si Scott no dejaba que me fuera? Era evidente que yo sabía lo suficiente sobre la Mano Negra como para alterarlo. ¿Pensaba que sabía demasiado? ¿Y si me asesinaba y luego arrojaba mi cadáver a un contenedor? Mi madre no sabría nunca mi paradero. Todos los que me habían visto entrar en el apartamento de Scott estaban colgados, ¿alguno recordaría haberme visto al día siguiente?
Tenía tanto pánico que no me di cuenta de que Scott se había sentado en la cama. Sollozaba en silencio, con la cara apoyada en las manos y la espalda temblorosa. Al principio creí que fingía, que era alguna trampa, pero los sonidos entrecortados que le brotaban del pecho eran auténticos. Estaba borracho, emocionalmente hundido y yo no sabía hasta qué punto era inestable. Me quedé quieta, temerosa de que el más leve movimiento lo hiciera estallar.
—Acumulé un montón de deudas de juego en Portland —me dijo, con la voz rota por la desesperación y el cansancio—. El gerente de la sala de billar no me dejaba en paz, no paraba de reclamarme el dinero y tenía que ir mirando hacia atrás siempre que salía de casa. Vivía atemorizado, sabiendo que algún día me encontraría y tendría suerte si me libraba de ésa sólo con las rodillas partidas.
»Una noche, de camino a casa desde el trabajo, alguien se me echó encima por la espalda, me llevó a la fuerza a un almacén y me ató a una mesa. Estaba demasiado oscuro para ver al tipo, pero supuse que lo enviaba el gerente. Le dije que le pagaría lo que quisiera si me dejaba ir, pero se rio y me respondió que no le interesaba el dinero… que de hecho ya había saldado mis deudas. Antes de que pudiera enterarme de si era una broma, me dijo que era la Mano Negra y que lo último que necesitaba era más dinero.
»Tenía un Zippo y sostuvo su llama en contacto con el anillo de su mano izquierda para calentarlo. Yo sudaba a mares. Le dije que haría lo que quisiera si me desataba de la mesa. Él me desabrochó la camisa y me puso el anillo en el pecho. Me quemó la piel y grité con toda la fuerza de mis pulmones. Me rompió un dedo y me advirtió que si no me callaba seguiría hasta romperme las dos manos. Me dijo que me había dejado su marca. —La voz de Scott era apenas audible—. Me mojé los pantalones. Allí, sobre la mesa. Me dio un susto de muerte. Haré lo que haga falta para no volver a verlo. Por eso me mudé a Coldwater. Dejé de ir al instituto y me pasaba todo el día en el gimnasio, haciendo músculos por si volvía a buscarme. Si me encuentra, esta vez estaré preparado. —Se calló y se secó la nariz con el dorso de la mano.
No sabía si podía confiar en él. Patch me había dejado claro que no, pero Scott estaba temblando. Tenía la piel pálida y sudorosa, y se pasó las manos por el pelo, dejando escapar un largo suspiro tembloroso. ¿Podía haber inventado una historia como aquélla? Todos los detalles encajaban con lo que ya sabía acerca de Scott. Era adicto al juego. Trabajaba de noche en Portland, en un comercio de comida preparada. Se había mudado a Coldwater para huir de su pasado. Tenía la marca en el pecho, prueba de que alguien se la había hecho. ¿Podía sentarse a dos pasos de mí y mentirme sobre lo que le había sucedido?
—¿Qué aspecto tenía? —le pregunté—. La Mano Negra.
Sacudió la cabeza.
—Era siniestro. Y era alto. Es todo lo que recuerdo.
Intenté relacionar de algún modo a Scott con mi padre: ambos tenían algo que ver con la Mano Negra. Había dado con Scott después de que éste acumulara deudas. A cambio de pagar sus deudas lo había marcado. ¿Le había sucedido lo mismo a mi padre? ¿Había sido su asesinato menos fortuito de lo que creía la policía? ¿Había pagado la Mano Negra una deuda de mi padre y lo había matado cuando se había negado a que lo marcara? No. Imposible. Mi padre no era jugador y no contraía deudas. Era contable. Sabía lo que valía el dinero. Nada lo relacionaba con Scott. Tenía que ser otra cosa.
—¿Te dijo algo más la Mano Negra? —le pregunté.
—Intento no recordar nada de esa noche. —Metió la mano debajo del colchón y sacó un cenicero y un paquete de cigarrillos. Encendió uno, exhaló el humo despacio y cerró los ojos.
Yo no dejaba de hacerme las mismas tres preguntas una y otra vez. ¿De verdad había sido la Mano Negra quien había matado a mi padre? ¿De quién se trataba? ¿Dónde podría encontrarlo?
Y luego otra pregunta más: ¿era la Mano Negra el jefe de la hermandad de sangre Nefilim? Si era quien marcaba a los Nefilim, tenía sentido. Sólo un líder, o alguien con muchísima autoridad, podría ocuparse de reclutar activamente miembros para luchar contra los ángeles caídos.
—¿Te dijo por qué te grababa su marca? —le pregunté. Resultaba evidente que era para marcar a los miembros de la hermandad de sangre, pero quizá significaba algo más. Algo que sólo los Nefilim sabían.
Scott sacudió la cabeza y dio otra calada.
—¿No te explicó ninguna razón?
—No —me respondió precipitadamente.
—¿Has vuelto a verlo desde esa noche?
—No. —Por el modo en que miraba, como un animal acorralado, supe que estaba asustado de que pudiera llegar a ser cierto.
Volví a pensar en el Z. En el Nefilim de la camiseta roja. ¿Tenía la misma marca que Scott? Estaba casi segura de que sí. Tenía sentido que todos los miembros tuvieran la misma marca. Lo que significaba que había otros como Scott y el Nefilim del Z. Había miembros por todas partes, reclutados a la fuerza pero desconocedores del verdadero poder o de cualquier propósito de la sociedad porque los mantenían desinformados. ¿A qué estaba esperando la Mano Negra? ¿Por qué mantenía a los miembros separados? ¿Para que los ángeles caídos no se enteraran de lo que se estaba tramando?
¿Por eso mi padre había sido asesinado? ¿Por algo que tenía que ver con la hermandad de sangre?
—¿Le has visto la marca de la Mano Negra a algún otro? —le pregunté. Corría el peligro de presionarlo demasiado, pero necesitaba saber hasta qué punto Scott estaba al corriente de todo aquel asunto.
No me respondió. Se había ovillado en la cama y se había quedado dormido. Tenía la boca abierta y el aliento le olía mucho a alcohol y tabaco.
Lo sacudí con suavidad.
—¿Scott? ¿Qué puedes contarme de la hermandad? —Le palmeé las mejillas—. Scott, despierta. ¿Te dijo la Mano Negra que eres un Nefilim? ¿Te dijo lo que eso significa?
Pero se había sumido en un sueño profundo de borracho.
Apagué su cigarrillo, lo tapé hasta los hombros con la sábana y me fui.