Capítulo

13

A la tarde siguiente, Vee me recogió a las puertas de Enzo’s. Yo llevaba un vestido de verano amarillo, entre profesional y coqueto, mucho más alegre de lo que me sentía. Paré delante de la cristalera para sacudirme el pelo, que se me había ondulado mientras dormía, pero el gesto fue inútil. Tras haber pasado la noche llorando, no se me podía pedir más.

Después de irme caminando de casa de Marcie, la noche anterior, me había acurrucado en la cama pero sin dormir. Me había pasado toda la noche atormentada por ideas autodestructivas. Cuanto más rato llevaba despierta, más se alejaban mis pensamientos de la realidad. Quería demostrar algo y estaba lo bastante disgustada como para que no me importara ser drástica. Tuve una ocurrencia, se me pasó por la cabeza una cosa que nunca en la vida me había planteado hasta entonces: si me quitaba la vida, los arcángeles lo verían. Quería que sintieran remordimientos. Quería que dudaran de sus leyes arcaicas. Quería que se consideraran responsables de haber acabado con mi vida.

Di vueltas incansablemente a ideas parecidas toda la noche. Mis emociones iban de la negación a la rabia y a una sensación de pérdida que me rompía el corazón. Hubo un momento en que lamenté no haberme escapado con Patch. Cualquier alegría, por breve que fuera, me parecía mejor que la larga tortura de despertarme día tras día sabiendo que nunca podría tenerlo.

Sin embargo, cuando el sol asomó por la mañana, tomé una decisión. Tenía que moverme. O eso o caería en una depresión que me paralizaría. Me obligué a ducharme, me vestí y fui a clase con la firme determinación de que nadie me notara lo que se cocía por dentro. Sentía como si me aguijonearan todo el cuerpo, pero no quería mostrar ningún signo de autocompasión. No dejaría que los arcángeles ganaran. Me levantaría, conseguiría un trabajo, pagaría la multa, acabaría la escuela de verano con buena nota y me mantendría tan ocupada que sólo por la noche, cuando estuviera a solas con mis pensamientos y nada me lo impidiera, pensaría en Patch.

En Enzo’s, dos galerías semicirculares se extendían a derecha e izquierda. Unas amplias escaleras llevaban hacia el piso de abajo, donde estaban el comedor principal y la barra. Las galerías me recordaron pasarelas curvas sobre un foso. Sus mesas estaban llenas, pero abajo sólo había unos cuantos parroquianos que tomaban café y leían el periódico de la mañana.

Inspiré profundamente para darme valor y bajé las escaleras.

—Perdone, pero he oído que buscan a alguien para atender la barra —le dije a la mujer que llevaba el libro de registro. Me pareció que lo decía sin demasiado entusiasmo, pero no tenía fuerzas para remediarlo. La mujer, una pelirroja de mediana edad con una placa que decía «Roberta», me miró—. Me gustaría rellenar una solicitud. —Intenté sonreír, pero temí no haber sido convincente.

Roberta se secó las manos pecosas con un trapo y salió de detrás de la barra.

—¿En la barra? Ya no.

La miré, conteniendo el aliento, desinflándome. Todo dependía de mi plan. No había tenido en cuenta lo que haría si me fallaba algún paso. Necesitaba ese plan. Necesitaba aquel trabajo. Me hacía falta una vida metódicamente controlada, en la que cada minuto estuviera ocupado y cada emoción compartimentada.

—Pero todavía busco a alguien de confianza que se ocupe de servir mesas, sólo en el turno de noche, de seis a diez —añadió Roberta.

Parpadeé sorprendida y me tembló un poco el labio inferior.

—Oh —dije—. Eso es… estupendo.

—Por la noche atenuamos la iluminación, ponemos un poco de jazz y buscamos un ambiente más sofisticado. Esto solía estar muerto a partir de las cinco, pero esperamos que se llene. Por el bien de nuestra economía —me explicó—. Tú te ocuparás de recibir a los clientes, tomar nota de sus pedidos y pasarlos a la cocina. Cuando la comida esté lista, servirás las mesas.

Me esforcé por asentir enérgicamente, decidida a demostrarle lo mucho que deseaba aquel trabajo, notando cómo se me abrían las pequeñas grietas de los labios al sonreír.

—Me parece… perfecto —logré articular con voz ronca.

—¿Tienes experiencia?

No la tenía, pero Vee y yo íbamos a Enzo’s al menos tres veces a la semana.

—Me sé el menú de memoria —dije, con un poco más de aplomo. Un trabajo. Todo dependía de eso. Iba a construirme una nueva vida.

—Me alegro de oírlo —me dijo Roberta—. ¿Cuándo puedes empezar?

—¿Esta noche? —Apenas podía creer que estuviera ofreciéndome el trabajo. Allí estaba yo, incapaz de esbozar siquiera una sonrisa sincera y ella no me lo tenía en cuenta. Estaba dándome una oportunidad. Le tendí la mano para estrechar la suya y entonces me di cuenta, demasiado tarde, de que me temblaba.

Ella ignoró el temblor y me miró con la cabeza ladeada, de un modo que hizo que me sintiera todavía más en evidencia.

—¿Va todo bien?

Inspiré en silencio y retuve el aire.

—Sí… estoy bien.

Asintió brevemente.

—Ven a las seis menos cuarto y te daré un uniforme antes de que empiece el turno.

—Muchísimas gracias… —empecé a decirle, todavía sin voz. Pero ya se había vuelto a meter detrás de la barra.

Mientras salía al sol cegador, hice cálculos mentalmente. Suponiendo que me pagaran el sueldo mínimo, si trabajaba todas las noches durante las próximas dos semanas, podría pagar la multa. Y si trabajaba todas las noches durante dos meses, entonces serían sesenta noches las que estaría ocupada sin pensar en Patch. Sesenta noches más cerca del final de las vacaciones de verano, cuando podría poner otra vez toda mi energía en el instituto. Ya había decidido completar mi horario con materias difíciles. Podría con cualquier clase de deberes, pero el desengaño amoroso era una cosa completamente distinta.

—¿Y bien? —me preguntó Vee, inclinándose hacia mí dentro del Neon—. ¿Cómo te ha ido?

Me senté junto a ella.

—He conseguido el trabajo.

—Estupendo. Cuando has entrado parecías muy nerviosa, casi tanto como para que no te lo dieran. Pero ahora ya no hay de qué preocuparse. Eres oficialmente un miembro trabajador de la sociedad. Estoy orgullosa de ti, nena. ¿Cuándo empiezas?

Miré el reloj del salpicadero.

—Dentro de cuatro horas.

—Esta noche vendré y pediré mesa en tu zona.

—Mejor será que me dejes propina —le dije. Pero el intento de bromear me llevó al borde de las lágrimas.

—Soy tu chófer. Eso es preferible a una propina.

Seis horas y media más tarde, Enzo’s estaba hasta los topes. Mi uniforme consistía en una camisa blanca, pantalones grises, chaqueta a juego y una gorra. La gorra no servía de mucho para sujetarme el pelo, que se negaba a mantenerse fuera de la vista. En aquel momento notaba unos rizos pegados a ambos lados de la cara por el sudor. A pesar de que estaba por completo desbordada, me sentía curiosamente aliviada. No tenía tiempo para hacer cábalas, ni siquiera de pasada, sobre Patch.

—¡La nueva! —me llamó uno de los cocineros, Fernando. Estaba detrás del muro bajo que separaba los hornos del resto de la cocina, con una espátula en la mano—. ¡Aquí está tu pedido!

Recogí los tres platos, que me coloqué alineados sobre el brazo, y salí por la puerta basculante. Mientras iba hacia el comedor, me vio una de las relaciones públicas. Levantó la barbilla hacia una mesa de la galería que acababa de llenarse. Le respondí con un rápido gesto de asentimiento. «Estaré ahí enseguida».

—Un bocadillo de filete, uno de salami y uno de pavo asado —dije, dejando los platos delante de tres hombres de negocios trajeados—. Buen provecho.

Corrí escaleras arriba, sacándome la libreta de pedidos del bolsillo trasero. A mitad de la galería me detuve de golpe. Marcie Millar estaba justo delante de mí, sentada en la mesa que acababa de llenarse. Reconocí también a Addyson Hales, Oakley Williams y Ethan Tyler, porque iban al instituto. Pensaba en dar media vuelta y decirle a la jefa que mandara a otra, a quien fuera, a esa mesa, cuando Marcie levantó la vista y comprendí que no tenía escapatoria.

La sonrisa que me dedicó fue agria.

Me quedé sin respiración. ¿Se habría enterado de que me había llevado su diario?

Hasta que no hube llegado a casa andando y me hube acurrucado en la cama, no recordé que todavía lo tenía en mi poder. Hubiese podido devolverlo inmediatamente, pero era en lo último en lo que pensaba. El diario me había parecido insignificante en comparación con la tremenda confusión que me corroía. No lo había tocado siquiera. Seguía todavía en el suelo de mi dormitorio, al lado de la ropa que me había quitado.

—¿No es una monada ese conjunto que llevas? —dijo Marcie, gritando por encima de la música de jazz—. Ethan, ¿no llevabas una chaqueta igualita a ésta en el baile del año pasado? Me parece que Nora te ha vaciado el armario.

Mientras reían, yo seguía con el bolígrafo apoyado en la libreta de los pedidos.

—¿Os sirvo algo de beber? Hoy el especial es nuestra bebida de coco y lima. —¿Notaba alguien la culpabilidad en mi voz? Tragué saliva, esperando que cuando volviera a hablar no se me notara el nerviosismo.

—La última vez que estuve aquí fue el día del cumpleaños de mi madre —dijo Marcie—. Nuestra camarera le cantó Cumpleaños feliz.

Tardé tres segundos en pillarlo.

—Oh, no. Quiero decir que… No soy camarera. Sólo soy ayudante.

—Me da igual lo que seas. Quiero que me cantes el Cumpleaños feliz.

Me quedé de piedra. Busqué frenéticamente una salida a aquella situación. No podía creer que Marcie me estuviera humillando de aquel modo. Un momento. Claro que me estaba pidiendo que me humillara. Durante once años yo había llevado la cuenta, pero ahora estaba segura de que ella llevaba la suya. Vivía para derrotarme. Peor, sabía que me doblaba en puntuación pero seguía ganando puntos. Lo que la convertía no sólo en una persona agresiva, sino en alguien que no sabía lo que era la deportividad.

Le tendí la mano.

—Déjame ver tu carné de identidad.

Marcie encogió un hombro despreocupadamente.

—Me lo he dejado.

Ambas sabíamos que no se había dejado el permiso de conducir, y ambas sabíamos que no era su cumpleaños.

—Esta noche tenemos un montón de trabajo —dije, fingiendo disculparme—. La gerente no querrá que escatime tiempo a los demás clientes.

—Lo que tu gerente quiere es que los clientes estén contentos. Ahora, canta.

—Y mientras tanto —terció Ethan—, sírvenos una de esas tartas de chocolate gratis.

—Podemos servir una porción, no la tarta entera —dije.

—«Podemos servir una porción, no la tarta entera» —me imitó Addyson, y toda la mesa estalló en carcajadas.

Marcie sacó de su bolso una cámara con visor desplegable. El piloto rojo del encendido parpadeó y me enfocó con el objetivo.

—No veo la hora de pasar este vídeo a todo el instituto. Es una suerte que tenga la dirección de correo electrónico de todo el mundo. ¡Quién hubiese dicho que ayudar en dirección iba a ser tan útil!

Sabía lo del diario. Tenía que saberlo. Y aquélla era su venganza. Cincuenta puntos para mí por robarle el diario. El doble para ella por mandar un vídeo mío cantando Cumpleaños feliz a todo el instituto.

Señalé hacia la cocina por encima del hombro y retrocedí lentamente.

—Escuchad… se me están amontonando los pedidos…

—Ethan, ve a decirle a esa relaciones públicas tan encantadora de ahí que queremos hablar con la gerente. Dile que la camarera que nos ha tocado nos está incomodando —dijo Marcie.

No podía creerlo. Aún no llevaba tres horas en aquel trabajo y Marcie iba a hacer que me despidieran. ¿Cómo iba a pagar la multa? Y adiós Volkswagen Cabriolet. Lo que era más importante aún: necesitaba el trabajo para distraerme de la inútil lucha por afrontar la devastadora verdad: Patch ya no formaba parte de mi vida. Para bien de ambos.

—Se acabó el tiempo —dijo Marcie—. Ethan, pide que venga la gerente.

—Espera —le dije—. Lo haré.

Marcie chilló y aplaudió.

—Suerte que he cargado la batería.

Inconscientemente, me calé la gorra para ocultar la cara. Abrí la boca: «Cumpleaños feliz…»

—¡Más fuerte! —gritaron todos.

—«Cumpleaños feliz… —canté más fuerte, demasiado avergonzada para darme cuenta de si mi tono era monótono—. Te deseamos, querida Marcie, cumpleaños feliz».

Nadie dijo nada. Marcie volvió a guardar su cámara.

—Bueno, ha sido un aburrimiento.

—Ha sido… normal —dijo Ethan.

Parte del rubor se esfumó de mis mejillas. Esbocé una breve sonrisa triunfante. Quinientos puntos. Mi solo al menos había valido eso. Suficiente para que Marcie no me hiciera pedazos. Había tomado el mando oficialmente.

—¿Alguien va a tomar algo? —pregunté, en un tono sorprendentemente alegre.

Después de anotar lo que me pedían, ya volvía hacia la cocina cuando Marcie me llamó:

—Oh, Nora…

Me detuve. Inspiré profundamente preguntándome qué obstáculo querría hacerme saltar esta vez. Oh, no… A menos que… fuera a matarme. Allí mismo. Delante de toda aquella gente. Diría a todo el mundo que le había robado el diario, para que vieran lo rastrera y despreciable que era en realidad.

—¿Puedes darte prisa? —terminó Marcie—. Tenemos que ir a una fiesta.

—¿Que me dé prisa? —repetí tontamente. ¿Significaba aquello que no sabía nada de lo del diario?

—Patch nos está esperando en Delphic Beach, y no quiero llegar tarde. —Marcie se cubrió la boca un instante con la mano—. Lo siento mucho. Lo he dicho sin pensar. No tendría que haber mencionado a Patch. Tiene que ser duro verlo con otra.

La sonrisa se me borró de la cara. Noté el rubor trepándome por el cuello. El corazón me latía tan rápido que se me puso la cara como un tomate. La habitación se inclinó hacia dentro y la sonrisa torcida de Marcie estaba en el centro, burlándose de mí. Así que todo había vuelto a la normalidad. Patch había vuelto con Marcie. Tras regresar yo a casa la noche anterior, se había resignado al destino que nos había tocado. Si no podía tenerme, se conformaría con Marcie. ¿Por qué se les permitía a ellos dos tener una relación? ¿Dónde estaban los arcángeles cuando se trataba de vigilar a Patch y Marcie? ¿Qué sucedía con su beso? ¿Iban a pasarlo por alto los arcángeles porque sabían que no significaba nada para ninguno de los dos? Hubiese querido gritar por lo injusto que era aquello. Marcie podía estar con Patch porque no lo quería, pero yo no podía estar con él porque lo quería y los arcángeles lo sabían. ¿Qué tenía de malo que nos amáramos? ¿Eran los humanos y los ángeles tan distintos?

—Bien, vale, voy enseguida —dije, infundiendo un matiz educado a mis palabras.

—Qué bien —dijo Marcie, mordisqueando seductoramente su cañita. No me creía en absoluto y se le notaba.

De vuelta en la cocina, pasé el pedido. Dejé el espacio para las «instrucciones especiales de cocinado» en blanco. ¿Marcie tenía prisa para ver a Patch en Delphic Beach? ¡Peor para él!

Pinché la nota y saqué la bandeja de la cocina. Para mi sorpresa, vi a Scott de pie cerca de la entrada, hablando con las encargadas. Llevaba unos Levi’s holgados y cómodos y una camiseta ceñida y, por el lenguaje corporal de las dos encargadas, estaban flirteando con él. Me vio y me hizo un gesto. Yo tomé la nota de la mesa cincuenta y subí las escaleras.

—Hola —saludé a Scott, quitándome la gorra para abanicarme la cara.

—Vee me ha dicho que te encontraría aquí.

—¿Has llamado a Vee?

—Sí, porque tú no me devuelves ningún mensaje.

Me pasé el brazo por la frente y me arreglé las greñas.

—Tengo el móvil en el bolso. No he tenido ocasión de mirar si tenía mensajes desde que he empezado el turno. ¿Qué quieres?

—¿A qué hora sales?

—A las diez. ¿Por qué?

—Hay una fiesta en Delphic Beach. Estoy buscando a una pobre tonta para llevarla.

—Cada vez que salimos pasa algo desagradable.

Él seguía con los ojos brillantes.

—La pelea en el Z —le recordé—. En La Bolsa del Diablo… Las dos veces tuve que apañármelas para que alguien me llevara en coche a casa.

—A la tercera va la vencida. —Sonrió, y por primera vez me di cuenta de que tenía una sonrisa muy bonita. Incluso de chiquillo. Suavizaba su carácter y me pregunté si no tendría una faceta distinta, una que yo todavía desconocía.

Casualmente, era la misma fiesta a la que iría Marcie. La misma en la que se suponía que estaría Patch. En la misma playa en la que había estado con él hacía una semana y media, cuando me había precipitado al decirle que mi vida era perfecta. Nunca hubiese dicho lo rápido que caería en picado.

Hice un breve inventario de mis sentimientos, pero necesitaba algo más que unos cuantos segundos para saber lo que sentía. Quería ver a Patch, siempre había querido verlo, pero ésa no era la cuestión. Necesitaba determinar si estaba preparada para verlo. ¿Soportaría verlo con Marcie? Sobre todo después de lo que me él me había dicho la noche anterior.

—Me lo pensaré —le dije a Scott, porque me di cuenta de que tardaba demasiado en responderle.

—¿Me paso a las diez a recogerte?

—No. Si voy, Vee me llevará en su coche. —Señalé hacia las puertas de la cocina—. Mira, ahora tengo que volver al trabajo.

—Espero verte luego —me dijo, lanzándome una última sonrisa antes de marcharse.

Tras la hora de cierre, me reuní con Vee, que me esperaba en el aparcamiento.

—Gracias por recogerme —le dije, derrumbándome en el asiento. Me dolían las piernas de estar tanto tiempo de pie y los oídos me zumbaban debido a las conversaciones en voz alta y las risas del restaurante atestado… por no mencionar todas las veces que cocineros y camareras me habían corregido a gritos. Había servido por lo menos en dos mesas el pedido que no era, y más de una vez había entrado en la cocina por la puerta equivocada y había estado a punto de derribar a una camarera cargada de platos. La buena noticia era que llevaba treinta dólares de propinas en el bolsillo. En cuanto pagara la multa, todas las propinas serían para el Cabriolet. Estaba deseando que llegara el día en que no dependiera de Vee para moverme.

Aunque más deseaba que llegara el día en que olvidara a Patch.

Vee sonrió.

—El servicio no es gratis. Todos estos viajes en realidad son favores que me debes y que tendrás que devolverme.

—Lo digo en serio, Vee. Eres la mejor amiga del mundo. La mejor de las mejores.

—Uy. A lo mejor deberíamos celebrar este momento y pasarnos por Skippy’s a tomar un helado. Puedo tomar un poco de helado. De hecho, puedo tomar un poco de glutamato monosódico. Nada me hace tan feliz como una gran cantidad de comida rápida frita llena de glutamato monosódico.

—¿Lo dejamos para otro día? —le sugerí—. Me han invitado a ir a Delphic Beach esta noche. Estás más que invitada a venir —añadí rápidamente. No estaba del todo segura de que fuera la mejor decisión ir a esa fiesta. ¿Por qué someterme a la tortura de volver a ver a Patch? Sabía que era porque quería tenerlo cerca, aunque no fuese muy cerca. Una persona valiente y fuerte cortaría todos los lazos y seguiría su camino. Una persona fuerte no daría puñetazos en la puerta del destino. Patch ya no formaba parte de mi vida, y era para bien. Tenía que aceptarlo, lo sabía, pero había una gran diferencia entre saberlo y hacerlo.

—¿Quién más va? —me preguntó Vee.

—Scott y unos cuantos del instituto. —No necesitaba mencionar a Marcie y obtener una negativa instantánea. Tenía el presentimiento de que podría necesitar el apoyo de Vee aquella noche.

—Me parece que iré con Rixon a ver una película. Puedo preguntarle si tiene algún otro amigo que pueda venir. Será una doble cita. Comeremos palomitas, contaremos chistes, nos liaremos.

—Paso. —No quería a ningún otro. Yo quería a Patch.

Cuando Vee llegó al aparcamiento de Delphic Beach, el cielo estaba negro como el alquitrán. Unos potentes focos que me recordaron los del campo de fútbol del instituto iluminaban las estructuras de madera pintada de blanco de los caballitos, la galería comercial y el mini golf, formando un halo que envolvía el lugar. En la playa no había luz, ni en los alrededores, lo que lo convertía en el único punto brillante de la costa a lo largo de kilómetros. A esa hora de la noche no esperaba encontrar a nadie comprando hamburguesas ni jugando al tejo, y le indiqué a Vee que se detuviera junto al sendero de traviesas que llevaba hasta el agua.

Me apeé del coche y le dije adiós. Vee se despidió con la mano, con la oreja pegada al móvil por el que Rixon le daba los detalles de dónde se encontrarían.

Flotaban en el aire el calor residual del sol de la tarde y los sonidos de la música lejana que llegaba del parque de atracciones situado en la cima de los acantilados y de las olas que batían la playa. Separé las matas de hierba que corría paralela a la costa como una valla, corrí cuesta abajo y caminé por la estrecha franja de arena seca que quedaba fuera del alcance de la pleamar.

Pasé junto a grupitos de gente que todavía jugaba en el agua, saltando las olas y lanzando pedazos de madera a la deriva a la oscuridad del océano, a pesar de que los socorristas se habían ido hacía mucho. Buscaba a Patch, a Scott, a Marcie o a cualquier conocido. Más adelante, las llamas anaranjadas de una hoguera bailaban y chisporroteaban en la oscuridad. Marqué el número de Scott en el móvil.

—Sí.

—He venido —le dije—. ¿Dónde estás?

—Al sur de la fogata. ¿Y tú?

—Al norte.

—Voy a buscarte.

Al cabo de dos minutos Scott estaba en la arena, a mi lado.

—¿Vas a quedarte toda la noche aquí sola? —me preguntó. El aliento le olía a alcohol.

—No soy precisamente una gran admiradora del noventa por ciento de la gente que hay en esta fiesta.

Asintió, comprensivo, y sacó un termo de acero inoxidable.

—No tiene gérmenes, palabra de scout. Toma todo lo que quieras.

Me incliné hacia delante lo suficiente para oler el contenido del termo. Me aparté enseguida, notando los vapores en la garganta.

—¿Qué es? —le pregunté, atragantándome—. ¿Aceite de motor?

—Mi receta secreta. Si te lo digo, tendré que matarte.

—No te hará falta. Estoy segura de que si lo tomo el resultado será el mismo.

Scott se recostó, clavando los codos en la arena. Se había puesto una camiseta de Metallica con las mangas arremangadas, unos pantalones cortos color caqui y chanclas. Yo llevaba el uniforme de trabajo, pero me había quitado la gorra y la chaqueta. Por suerte, había cogido una camisa antes de ir al trabajo, pero no tenía nada para cambiarme los pantalones.

—Así que dime, Grey. ¿Qué estás haciendo aquí? Voy a decírtelo yo. Creo que vas a hacerme los deberes de la semana que viene.

Me recosté en la arena a su lado y lo miré de reojo.

—Eso de comportarte como un gilipollas empieza a estar muy visto. Así que soy una tonta. ¿Y qué?

Sonrió.

—Me gusta la tonta. La tonta va a ayudarme a pasar de curso. Sobre todo en inglés.

Dios mío.

—Si eso era una pregunta, la respuesta es «no». No voy a hacerte los deberes de inglés.

—Eso es lo que tú crees. Ya he empezado a usar mi encanto.

Ahogué una carcajada y él sonrió abiertamente. Me dijo:

—¿Qué? ¿No me crees?

—No creo que la palabra «encanto» pueda aparecer en una frase referida a ti.

—Ninguna chica puede resistirse a mi encanto. Como te digo, las vuelve locas. Consiste básicamente en lo siguiente: estoy borracho las veinticuatro horas todos los días de la semana, pierdo todos los trabajos, no soy capaz de aprobar las matemáticas más básicas y me paso los días jugando a videojuegos y vagueando.

Dejé caer la cabeza hacia atrás, sacudiendo los hombros de la risa. Empezaba a pensar que Scott me gustaba más borracho que sobrio. ¿Quién le hubiera imaginado despreciándose a sí mismo?

—Deja de babear —me dijo, dándome golpecitos en la barbilla—. Se me va a subir a la cabeza.

Le sonreí, relajada.

—Conduces un Mustang. Sólo por eso ya te has ganado diez puntos.

—Impresionante. Diez puntos. Ya no me hacen falta más que otros doscientos para salir de la zona de peligro.

—¿Por que no dejas de beber? —le sugerí.

—¿Dejarlo? ¿Estás de broma? Mi vida es una mierda si soy sólo a medias consciente de ella. Si dejara de beber y viera cómo es en realidad, probablemente me tiraría de un puente.

Nos quedamos un momento en silencio.

—Cuando estoy atontado, casi logro olvidarme de quién soy —añadió, y su sonrisa se desvaneció ligeramente—. Sé que sigo aquí, pero apenas. Es una posición agradable. —Guardó el termo, con los ojos fijos en el oscuro mar.

—Sí, bueno, mi vida tampoco es ninguna maravilla.

—¿Tu padre? —aventuró, limpiándose el labio superior con el dorso de la mano—. No fue culpa tuya.

—Lo que hace que sea incluso peor.

—¿Y eso?

—Si hubiera sido culpa mía, eso significaría que la habría cagado. Me habría sentido culpable mucho tiempo, pero a lo mejor al final habría seguido adelante. Pero ahora estoy paralizada, preguntándome siempre lo mismo: ¿por qué mi padre?

—Tienes razón —replicó Scott.

Se puso a llover. Caía un chaparrón de verano, de grandes gotas cálidas.

—¿Qué demonios…? —oí exclamar a Marcie. Estaba playa abajo, cerca de la hoguera. Estudié las siluetas que se pusieron de pie. Patch no estaba entre ellas.

—¡A mi apartamento todo el mundo! —gritó Scott, levantándose con un gesto teatral. Se tambaleaba, apenas capaz de mantener el equilibrio—. Es el número setenta y dos de la calle Deacon, apartamento treinta y dos. La puerta no está cerrada con llave. Hay un montón de cerveza en la nevera. Ah… y ¿os había dicho que mi madre no estará en toda la noche?

Se oyó un griterío de aprobación y todos recogieron los zapatos y las ropas que se habían quitado y subieron por la arena hacia el aparcamiento.

Scott me dio un golpecito en el muslo con el pie.

—¿Necesitas transporte? Vamos, te dejaré conducir.

—Gracias por la oferta, pero me parece que ya tengo bastante. —Patch no estaba. Él era la única razón por la que había ido a la playa, y de repente la noche me parecía no sólo decepcionante sino una pérdida de tiempo. Tendría que haber sentido alivio de no haber visto juntos a Patch y Marcie, pero me sentía sola y arrepentida. Y exhausta. No pensaba en otra cosa que en meterme en la cama y que aquel día terminara lo antes posible.

—No está bien dejar que un amigo conduzca borracho —me coaccionó Scott.

—¿Intentas apelar a mi conciencia?

Agitó las llaves frente a mi cara.

—¿Cómo puedes rechazar la oportunidad única en la vida de conducir el Mustang?

Me puse en pie y me sacudí la arena de los pantalones.

—¿Qué te parece si me vendes el Mustang por treinta dólares? Incluso puedo pagarte en efectivo.

Se rio, pasándome un brazo por los hombros.

—Estoy borracho, pero no tanto, Grey.