El martes, después de clase, iba a encontrarme con Vee, que había faltado al instituto para salir con Rixon pero me había prometido regresar a mediodía para llevarme en coche a casa, cuando sonó mi móvil. Abrí el mensaje justo cuando Vee me llamaba desde la calle.
—¡Eh, oye! ¡Aquí!
Caminé hacia donde había estacionado, en paralelo a la acera y apoyé los brazos en el marco de la ventanilla.
—¿Y bien? ¿Ha valido la pena?
—¿Hacer novillos? Caray, sí. Rixon y yo nos hemos pasado toda la mañana jugando a la Xbox en su casa. A Halo 2. —Estiró el brazo para abrir la puerta de mi lado.
—¡Qué romántico! —dije, subiendo al coche.
—No lo descartes hasta haberlo probado. A los chicos la violencia los pone a cien.
—¿A cien? ¿Tienes algo que contarme?
Vee sonrió de oreja a oreja.
—Nos hemos besado. Oh, Dios. Ha sido genial. Hemos empezado despacio, con dulzura y luego Rixon ha empezado a…
—¡Vale ya! —la corté con un grito. ¿Había sido yo tan plasta cuando salía con Patch y Vee no tenía novio? Ojalá que no—. ¿Adónde vamos?
Se incorporó al tráfico.
—Estoy cansada de estudiar. Necesito un poco de emoción y no la tendré con la nariz metida en los libros —dijo.
—¿En qué habías pensado?
—En ir a la playa de Old Orchard. Me apetece un poco de sol y de arena. Además, mi bronceado necesita un repaso.
La playa de Old Orchard era ideal. Tenía un embarcadero largo que se adentraba en el mar y un parque de atracciones, y por la noche había fuegos artificiales y baile. Por desgracia, la playa tendría que esperar.
Leí el mensaje del móvil.
—Ya tenemos planes para esta noche.
Vee se inclinó hacia mí para leer el mensaje de texto e hizo una mueca.
—¿Es un recordatorio para asistir a la fiesta de Marcie? ¿En serio? No creo que vosotras dos seáis las mejores amigas del mundo.
—Me dijo que perderme su fiesta era el mejor modo de sabotear mi vida social.
—Menuda zorra. Perderme su fiesta es el modo más seguro que tengo de ser feliz.
—A lo mejor quieres replanteártelo, porque yo iré… y tú me acompañarás.
Vee apoyó la espalda en el asiento, con los brazos tiesos y las manos en el volante.
—¿De qué va, a ver? ¿Por qué te ha invitado?
—Somos compañeras en química.
—Me parece que le has perdonado que te pusiera el ojo morado con una rapidez increíble.
—Al menos tengo que dejarme caer por allí una hora. Se lo debo como compañera suya que soy de química —añadí.
—Así que me dices que la razón por la que vamos a ir a la fiesta de Marcie es que te sientas todas las mañanas a su lado en química. —La mirada que me echó significaba que me conocía bien.
Yo sabía que era una mala excusa, pero la verdad era aún peor. Necesitaba asegurarme por completo de que Patch había elegido a Marcie.
Al tocar sus cicatrices, dos noches antes, me había visto transportada al interior de sus recuerdos, y parecía reservado con Marcie. Hasta que se habían besado, incluso había estado seco con ella. No sabía exactamente lo que sentía por Marcie, pero si había tomado una decisión, entonces para mí sería más fácil hacer otro tanto. Si confirmaba la relación entre Patch y Marcie me resultaría más fácil odiarlo. Y quería odiarlo, por el bien de ambos.
—Me huelo una mentira. Estás que trinas —me dijo Vee—. Esto no tiene nada que ver con tu relación con Marcie. Esto tiene que ver con la relación entre Marcie y Patch. Quieres saber lo que hay entre ellos.
Sacudí las manos.
—¡Vale! ¿Tan terrible es eso?
—Chica —me dijo, sacudiendo la cabeza—, realmente te encanta castigarte.
—A lo mejor podemos echar un vistazo a su habitación y ver si encontramos algo que pruebe que salen juntos.
—¿Algo como unos condones usados?
De repente el desayuno se me subió a la boca. No había pensado en aquello. ¿Se acostaban juntos? No. No podía creerlo. Patch no podía hacerme aquello. No con Marcie.
—¡Ya sé! —exclamó Vee—. ¡Le robaremos el diario!
—¿El que lleva a todas partes desde primero?
—El que ella jura que hace que el National Enquirer sea una ñoñez —me contestó, con extraño regocijo—. Si algo hay entre ella y Patch, estará en el diario.
—No sé.
—¡Oh, vamos! Se lo devolveremos en cuanto lo hayamos leído. No va a enterarse, y ojos que no ven corazón que no siente.
—¿Cómo? ¿Se lo dejaremos en el porche y saldremos corriendo? Nos matará si se entera de que se lo hemos cogido.
—Seguro. Se lo lanzaremos al porche… o lo cogeremos durante la fiesta, lo leeremos en algún lugar y se lo devolveremos antes de marcharnos.
—No me parece bien.
—No le diremos a nadie lo que leamos. Será nuestro secreto. Dará igual, porque nadie saldrá perjudicado.
No estaba entusiasmada con la idea de robar el diario de Marcie, pero dijera lo que dijera, Vee no cambiaría de opinión.
Lo más importante era conseguir que me acompañara a la fiesta. No estaba segura de tener valor para ir sola. Sobre todo porque en aquella fiesta no habría ninguno de mis amigos. Así que le dije:
—Entonces, ¿me recoges esta noche?
—Cuenta con ello. Eh… ¿le prendemos fuego a su habitación antes de irnos?
—No. No tiene que saber que hemos estado husmeando.
—Ya, pero la sutileza no es lo mío.
Miré a ambos lados, enarcando las cejas.
—¿De veras?
Acababan de dar las nueve cuando Vee y yo subimos la colina hacia el barrio de Marcie. El mapa socioeconómico de Coldwater puede establecerse con una sencilla prueba. Arroja un guijarro en cualquier calle: si rueda colina abajo, estás en un barrio de la clase alta. Si el guijarro se queda quieto, estás en un barrio de clase media. Y si extravías el guijarro en la niebla antes de poder ver si rueda hacia alguna parte… bueno, pues estás en mi barrio. El culo del mundo.
Vee condujo el Neon colina arriba. El barrio de Marcie era antiguo, con viejos árboles cuyas copas se cernían por encima de la calzada, bloqueando la luz de la luna. Las casas tenían pulcros jardines y senderos en semicírculo de arquitectura colonial georgiana. Todos los edificios eran blancos. Vee había bajado las ventanillas y a lo lejos se oía el ritmo constante del hip-hop.
—¿Cuál es la dirección? —me preguntó, esforzándose por ver a través del parabrisas—. Estas casas están demasiado alejadas de la calle y no veo la numeración en los garajes.
—Es el 1220 de la calle Brenchley.
Llegamos a un cruce y Vee tomó hacia Brenchley. La música se oía más fuerte cuando pasamos la manzana y supuse que eso significaba que no errábamos el camino. Había coches estacionados a ambos lados de la calle. Pasamos por delante de una cochera reformada con elegancia y el volumen de la música fue en aumento. El coche retumbaba. Algunos grupitos cruzaban el césped hacia la casa. La casa de Marcie. Le eché un vistazo y me pregunté por qué robaba en las tiendas. ¿Por la emoción? ¿Para escapar de la imagen cuidadosamente estudiada y perfecta que sus padres querían para ella?
No profundicé demasiado en el asunto. Noté un doloroso retortijón en el estómago. En el camino de entrada estaba estacionado el Jeep Commander negro de Patch. Evidentemente había sido uno de los primeros en llegar. Sin duda ya estaba dentro, a solas con Marcie, horas antes de que empezara la fiesta. Haciendo no se sabía qué. Tomé aire y me dije que podía afrontar aquello. ¿No era esa clase de pruebas lo que andaba buscando?
—¿Qué piensas? —me preguntó Vee sin dejar de mirar el Commander mientras pasábamos de largo.
—Quiero vomitar.
—En el recibidor de Marcie estaría bien. Pero, en serio, ¿estarás bien con Patch rondando cerca?
Apreté los dientes y alcé la barbilla.
—Marcie me invitó a venir esta noche. Tengo tanto derecho a estar aquí como Patch. No voy a permitir que dicte dónde voy o qué hago. —Qué bien, porque eso era precisamente lo que estaba haciendo.
La puerta principal de la casa de Marcie estaba abierta. Daba a una entrada de mármol oscuro abarrotada de cuerpos que bailaban al ritmo de Jay-Z. La entrada desembocaba en un gran salón de techos altos y mobiliario oscuro de estilo victoriano. Había gente sentada en todos los muebles, incluso en la mesita de café. Vee se quedó dudando en la puerta.
—Dame un momento para mentalizarme —me gritó por encima de la música—. Esto debe estar infestado de retratos de Marcie, muebles de Marcie, olores de Marcie. Hablando de retratos, a ver si encontramos algunas viejas fotos de familia. Me gustaría ver qué aspecto tenía el padre de Marcie hace diez años. Cuando sus anuncios salen en televisión no sé muy bien si parece tan joven gracias a la cirugía plástica o por el dedo de maquillaje que lleva.
La cogí por el codo.
—Ahora no vas a dejarme plantada.
Vee miró dentro, frunciendo el ceño.
—Está bien, pero te lo advierto: como vea unas bragas me largo de aquí. Lo mismo te digo de los condones usados.
Abrí la boca, luego la cerré de golpe. Había bastantes posibilidades de que viéramos ambas cosas, e iría en mi propio beneficio no acatar oficialmente sus exigencias.
Me libré de añadir nada porque Marcie salió de la oscuridad con un cuenco de ponche. Nos miró críticamente a ambas.
—A ti te invité —me dijo—. Pero a ella no.
—Yo también estoy encantada de verte —dijo Vee.
Marcie le dio un lento repaso de la cabeza a los pies.
—¿No seguías esa estúpida dieta de los colores? Me parece que la has dejado antes de empezar. —Me prestó atención a mí—. Y tú, qué ojo morado más bonito.
—¿Has oído algo, Nora? —me preguntó Vee—. Me ha parecido oír algo.
—Desde luego que has oído algo —convine.
—¿Podría haber sido… un pedo de perro? —me preguntó Vee.
Asentí.
—Eso me ha parecido.
Los ojos de Marcie eran dos rendijas.
—Ja, ja.
—Otra vez —dijo Vee—. Por lo visto este perro tiene muchos gases. A lo mejor tendría que tomar un antiácido.
Marcie nos tendió bruscamente el cuenco.
—Un donativo. Nadie entra sin hacer uno.
—¿Qué? —dijimos Vee y yo al unísono.
—Un do-na-ti-vo. ¿No creeréis que os he invitado a venir sin motivo alguno, verdad? Necesito vuestro dinero, simple y llanamente.
Vee y yo miramos el cuenco lleno de billetes.
—¿Para qué es el dinero? —pregunté.
—Para los uniformes nuevos de las animadoras. El grupo quiere unos con la barriga al aire, pero el instituto es demasiado roñoso para conseguir unos nuevos, así que estoy recaudando fondos.
—Puede ser interesante —dijo Vee—. El «grupo de animadoras» adquirirá todo un nuevo significado.[9]
—¡Esto es el colmo! —dijo Marcie, roja como un tomate—. ¿Queréis entrar? Pues serán veinte dólares. Si hacéis otro comentario, aumentaré el precio de la entrada a cuarenta.
Vee me dio un codazo.
—Yo no me apunto. Paga tú.
—¿Diez cada una? —le ofrecí.
—Ni hablar. Os lo habéis buscado. Os toca pagar los platos rotos.
Miré a la cara a Marcie y le sonreí.
—Veinte dólares es mucho —argumenté.
—Sí, pero piensa en lo encantadora que estaré con ese uniforme —me dijo—. Tengo que hacer quinientas flexiones cada noche para bajar de cintura antes de que empiece el curso. No puedo tener ni un gramo de grasa si voy a llevar la barriga al aire.
No osaba contaminar mi mente imaginándome a Marcie con un promiscuo uniforme de animadora, así que le dije:
—¿Qué te parecen quince?
Marcie se puso una mano en la cadera. Parecía dispuesta a darnos portazo.
—Vale, tranquila, pagaremos —dijo Vee, metiendo la mano en el bolsillo trasero. Metió un fajo de billetes en el cuenco, pero estaba oscuro y no vi cuántos.
—Me debes una —me dijo.
—Antes tenías que dejarme contar el dinero —dijo Marcie, metiendo la mano en el cuenco para intentar recuperar el donativo de Vee.
—Es que me ha parecido que contar hasta veinte era demasiado para ti —le soltó Vee—. Perdona.
Marcie nos miró con odio, luego giró sobre sus talones y se llevó el cuenco hacia el interior.
—¿Cuánto le has dado? —le pregunté a Vee.
—No le he dado nada. Le he metido un condón en el cuenco.
Arqueé las cejas.
—¿Desde cuándo llevas encima condones?
—He recogido uno del césped de camino hacia aquí. ¿Quién sabe? A lo mejor Marcie lo usará y habré contribuido a mantener sus genes fuera del banco genético.
Vee y yo entramos y nos apoyamos en la pared. En una silla de terciopelo del salón varias parejas estaban arracimadas como un montón de clips para papel. El centro de la habitación estaba lleno de gente que bailaba. Un arco llevaba del salón a la cocina, donde más gente bebía y reía. Nadie nos prestaba atención a nosotras e intenté hacer acopio de valor. Por lo visto, colarnos en la habitación de Marcie sin que nadie lo notara no sería tan difícil como había creído. El problema era que estaba empezando a darme cuenta de que no estaba allí esa noche para fisgar en el cuarto de Marcie y encontrar pruebas de que salía con Patch. De hecho, empezaba a pensar que había ido porque sabía que Patch estaría… y quería verlo.
Por lo que parecía, iba a tener oportunidad de hacerlo. Patch apareció en la entrada de la cocina de Marcie, vestido con un polo negro y tejanos también negros. Yo solía mirarlo de lejos con detenimiento. Tenía los ojos del color de la noche y el pelo se le rizaba detrás de las orejas como si llevara seis semanas de retraso en ir al barbero. Atraía instantáneamente al sexo opuesto por su físico, pero con su actitud indicaba que no estaba dispuesto a entablar conversación. Seguía sin llevar la gorra, lo que seguramente significaba que aún estaba en poder de Marcie. No tenía demasiada importancia, me dije. Ya no era asunto mío. Patch podía darle su gorra a quien quisiera. No iba a sentirme herida sólo por el hecho de que nunca me la hubiera prestado a mí.
Jenn Martin, una chica con la que había congeniado en primero, estaba hablando con Patch, pero él parecía distraído. Recorría el salón con la mirada, vigilante, como si no confiara en una sola alma. Tenía una postura relajada pero atenta, casi como esperando que sucediera algo en cualquier momento.
Antes de que clavara sus ojos en mí desvié la mirada. Era mejor que no me pillara mirándolo con arrepentimiento y añoranza.
Anthony Amowitz sonrió y se abrió paso hacia mí. Le devolví mecánicamente la sonrisa. Habíamos ido juntos a clase aquel curso y, aunque apenas había cruzado con él diez palabras, era agradable que alguien se alegrara de vernos a Vee y a mí.
—¿Por qué Anthony Amowitz te dedica su sonrisa de chulito? —me preguntó Vee.
Puse los ojos en blanco.
—Sólo le llamas chulito porque está aquí, en la fiesta de Marcie.
—Sí, ¿y?
—Está siendo amable. —La miré de reojo—. Sonríele.
—¿Amable? Es un salido.
Anthony levantó su vaso de plástico rojo en un brindis y me gritó algo, pero no lo oí con el estruendo de la música.
—¿Qué? —le pregunté.
—¡Estás estupenda! —Tenía en la cara una sonrisa bobalicona.
—Dios —comentó Vee—. No sólo es un chulito, es un chulito borracho.
—Vale, a lo mejor ha bebido un poco.
—Ha bebido y quiere arrinconarte cuando estéis a solas en uno de los dormitorios de arriba.
Uf.
Cinco minutos después seguíamos en el mismo sitio, justo al otro lado de la puerta de entrada. Me habían tirado por accidente media lata de cerveza en los zapatos, pero por suerte no me los habían vomitado. Iba a sugerirle a Vee que nos apartáramos de la puerta abierta, hacia donde todos corrían momentos antes de vaciar el contenido de su estómago, cuando Brenna Dubois se me acercó y me tendió un vaso de plástico rojo.
—Esto es para ti, de parte del chico que hay al otro lado.
—Te lo había dicho —me susurró Vee.
Le eché una breve ojeada a Anthony, quien me guiñó un ojo.
—Ah, gracias, pero no lo quiero —le dije a Brenna. No era ninguna experta en fiestas, pero no aceptaba bebidas de origen incierto. En mi opinión llevaba GHB—.[10] Dile a Anthony que no tomo nada que no provenga de una lata cerrada.
Caray. Parecía incluso más tonta de lo que me sentía.
—¿Anthony? —Se volvió confusa.
—Sí, Anthony el Chulito —dijo Vee—. El tipo que te está usando de chica de los recados.
—¿Crees que Anthony me ha dado el vaso? —Brenna meneó la cabeza—. Mira al tipo del otro lado de la habitación. —Se volvió hacia donde había estado Patch hacía unos minutos—. Bueno, estaba ahí. Supongo que se ha ido. Estaba como un tren y llevaba una camiseta negra, si eso os sirve de algo.
—La madre… —dijo Vee, esta vez sin aliento.
—Gracias —le dije a Brenna, viendo que no tenía más remedio que aceptar la bebida. Se perdió entre la gente y yo dejé el vaso de algo que parecía refresco de cereza en la mesa de la entrada, detrás de mí.
¿Intentaba Patch mandarme un mensaje? ¿Estaba recordándome mi amago de pelea en La Bolsa del Diablo, cuando Marcie me había echado encima el refresco de cereza?
Vee me metió algo en la mano.
—¿Qué es esto? —le pregunté.
—Un walkie-talkie. Se lo he cogido prestado a mi hermano. Yo me sentaré en la escalera y vigilaré. Si alguien sube, te lo diré por radio.
—¿Quieres que me cuele ahora en la habitación de Marcie?
—Quiero que le robes el diario.
—Sí, sobre eso… creo que he cambiado de idea.
—¿Te burlas de mí? Ahora no puedes acobardarte. Imagina lo que habrá en ese diario. Es tu única oportunidad para saber qué hay entre Marcie y Patch. No puedes desaprovecharla.
—Pero está mal.
—No lo estará si lo robas tan rápido que no te dé tiempo a sentirte culpable.
Le eché una mirada mordaz.
—Repetírselo a una misma también ayuda —añadió Vee—. Tienes que decirte que no está mal las suficientes veces y empezarás a creértelo.
—No me llevaré el diario. Sólo quiero… echarle una ojeada. Y robarle la gorra de Patch.
—Te pagaré la cuota anual entera de la revista electrónica del instituto si me entregas el diario durante la próxima media hora —me dijo Vee. Empezaba a parecer desesperada.
—¿Para eso quieres el diario? ¿Para publicarlo en la revista electrónica?
—Piénsalo. Sería un gran empuje para mi carrera.
—No —me negué categóricamente.
Me miró avergonzada.
—Bueno, tenía que intentarlo.
Miré el walkie-talkie que sostenía.
—¿Por qué no podemos simplemente mandarnos mensajes de texto?
—Las espías no se mandan mensajes de texto.
—¿Cómo sabes que no?
—¿Cómo sabes que sí?
Pensé que no valía la pena discutir y me puse el walkie-talkie en la cinturilla de los tejanos.
—¿Estás segura de que la habitación de Marcie está en el segundo piso?
—Uno de sus ex novios se sienta a mi lado en español. Me ha dicho que todas las noches, a las diez, la astuta Marcie se desviste con la luz encendida. A veces, cuando él y sus amigos se aburren, vienen hasta aquí a ver el espectáculo. Dice que Marcie nunca se da prisa y que, cuando por fin acaba, él tiene tortícolis de tanto mirar hacia arriba. También dice que una vez…
Me tapé las orejas.
—¡Basta!
—Eh, si puedo contaminarme la cabeza con esa clase de detalles, tú también, supongo. La única razón por la que te doy esta información vomitiva es que intento ayudarte.
Miré hacia las escaleras. El estómago me pesaba el doble que hacía tres minutos. Todavía no había hecho nada y ya estaba enferma de remordimientos. ¿Cómo había caído tan bajo para colarme en la habitación de Marcie? ¿Cómo había dejado que Patch me cambiara y me liara de aquella manera?
—Voy a subir —dije, con escaso convencimiento—. ¿Me guardas las espaldas?
—«Aquí Roger».
Subí las escaleras. Había un baño con suelo embaldosado y molduras de yeso en el techo. Recorrí el pasillo pegada a la izquierda y pasé por delante de lo que parecía ser un dormitorio de invitados y un gimnasio equipado con una cinta de correr y una máquina elíptica. Retrocedí, esta vez pegada a la derecha. La primera puerta estaba entornada y eché un vistazo a la habitación. Todo en ella era rosa: las paredes, las cortinas, la colcha y las almohadas. Había ropa esparcida por el suelo, en la cama y encima de los muebles, y varias fotografías ampliadas tamaño póster en la pared, todas ellas de Marcie en posturas seductoras, con el uniforme de las animadoras de los Razorbills. Me dieron náuseas cuando vi la gorra de Patch sobre el tocador. Entré en la habitación, enrollé la gorra y me la metí en el bolsillo de los pantalones. Debajo de la gorra, sobre el tocador, había una llave de coche. Era una copia, pero llevaba la marca Jeep. Patch le había dado a Marcie una copia de la llave de su Jeep.
Cogí la llave y me la metí en el otro bolsillo de atrás. Mientras lo hacía, pensaba si encontraría alguna otra cosa de Patch por allí.
Abrí y cerré unos cuantos cajones. Miré debajo de la cama, en el arcón y en el estante superior del armario de Marcie. Al final metí la mano entre el colchón y el somier. Saqué el diario. El pequeño diario azul de Marcie, del que se rumoreaba que contenía más escándalos que un periódico sensacionalista. Lo tenía en las manos y sentí la tentación de abrirlo. ¿Qué diría de Patch? ¿Qué oscuros secretos guardaban aquellas páginas?
Mi walkie-talkie crepitó.
—¡Oh, mierda! —dijo la voz de Vee.
Lo cogí precipitadamente y apreté el botón.
—¿Qué pasa?
—Un perro. Un perro enorme. Acaba de entrar en el salón o como quieras llamar a este descomunal espacio. Me está mirando fijamente. A mí, me mira a mí fijamente.
—¿Qué clase de perro es?
—No estoy muy puesta en razas de perro, pero diría que es un doberman, con las orejas y el rabo recortados. Tiene un morro puntiagudo y feroz. Se parece mucho a Marcie, si eso te ayuda en algo. Oh, oh. Se me está acercando. Creo que es uno de esos perros psíquicos. Sabe que no estoy sentada aquí pensando en mis cosas.
—Mantén la calma…
—Fuera, perro… ¡He dicho que fuera!
El inconfundible gruñido de un perro me llegó por el walkie-talkie.
—¿Nora? Tenemos un problema —me dijo Vee a continuación.
—¿El perro no se marcha?
—Peor. Sube corriendo las escaleras.
En aquel preciso momento oí unos ladridos en la puerta. Los ladridos continuaron, cada vez más furiosos y estridentes.
—¡Vee! —susurré por el walkie-talkie—. ¡Deshazte del perro!
Me respondió algo, pero no la oí porque los ladridos me lo impidieron. Me acerqué el walkie-talkie al oído.
—¿Qué?
—¡Marcie sube! ¡Sal de ahí!
Iba a meter otra vez el diario debajo del colchón, pero se me escapó de las manos y un puñado de notas y fotos cayeron al suelo. Presa del pánico, lo recogí todo de cualquier manera y volví a meterlo en el diario. Luego, como era bastante pequeño teniendo en cuenta todos los secretos que se decía que contenía, me metí el diario y el walkie-talkie en la cinturilla y apagué la luz. Ya vería más tarde cómo devolverlo. En ese momento tenía que largarme.
Me acerqué a la ventana. Esperaba tener que quitar la mosquitera, pero ya la habían quitado. Seguramente lo había hecho Marcie para evitar impedimentos cuando salía a escondidas. Aquello me dio ciertas esperanzas. Si Marcie había bajado por allí, yo también podría hacerlo. No me caería ni me rompería la crisma. Claro que Marcie era animadora y mucho más flexible y con mejor coordinación que yo.
Saqué la cabeza por la ventana y miré hacia abajo. La puerta principal estaba justo al pie, protegida por un pórtico con cuatro columnas. Saqué una pierna y la afiancé en los tablones. Cuando estuve segura de que no iba a resbalarme del pórtico, saqué la otra pierna. Recuperé el equilibrio y bajé la ventana. Acababa de cerrarla cuando el cristal se iluminó. El perro lo arañó con las patas y ladró furiosamente. Encogí la tripa y me pegué todo lo que pude a la casa, rogando para que Marcie no abriera la ventana y mirara.
—¿Qué? —La voz apagada de Marcie me llegó a través de la ventana—. ¿Qué pasa, Boomer?
Un hilillo de sudor me bajó por la espalda. Marcie miraría hacia abajo y me vería. Cerré los ojos e intenté olvidar que la casa estaba llena de gente con la que tendría que seguir yendo al instituto dos años más. ¿Cómo iba a explicar haberme colado en la habitación de Marcie? ¿Cómo iba a explicar el hecho de tener su diario? La idea era demasiado humillante.
—¡Cállate, Boomer! —gritó Marcie—. ¿Puede alguien sujetar al perro mientras abro la ventana? Si no lo sujetáis, es lo suficientemente estúpido como para saltar hacia fuera. Tú… el del pasillo. Sí, tú. Agarra a mi perro por el collar y sujétalo. Hazlo ya.
Con la esperanza de que los ladridos disimularan cualquier ruido que yo hiciera, me di la vuelta y apoyé la espalda en los tablones. Me tragué el nudo de miedo que tenía en la garganta. Tenía fobia a las alturas y la idea de que hubiera tanta distancia entre el suelo y yo me hacía sudar.
Clavé los tacones en el saliente para impulsarme lo más lejos posible. Volví a empuñar el walkie-talkie y susurré:
—¿Vee?
—¿Dónde estás? —me respondió imponiéndose al estruendo de la música de fondo.
—¿Crees que podrás deshacerte del perro algún día?
—¿Cómo?
—Sé creativa.
—¿Envenenándolo?
Me sequé el sudor de la frente con el dorso de la mano.
—Estaba pensando más bien en encerrarlo en un armario.
—¿Te refieres a tocarlo?
—¡Vee!
—Vale, vale. Ya se me ocurrirá algo.
Treinta segundos más tarde oí la voz de Vee por la ventana del dormitorio de Marcie.
—Eh, Marcie —la llamó por encima de los ladridos—. No quiero molestar, pero tienes a la policía en la puerta. Dicen que están aquí en respuesta a una queja por el ruido. ¿Quieres que los haga pasar?
—¿Qué? —chilló Marcie directamente encima de mí—. No veo ningún coche patrulla.
—Sin duda han aparcado a unas manzanas de aquí. De todos modos, como te iba diciendo, he visto que unos cuantos invitados tienen en su poder sustancias ilegales.
—¿Y qué? —bufó Marcie—. Esto es una fiesta.
—Es ilegal tomar bebidas alcohólicas hasta los veintiuno.
—¡Estupendo! —exclamó Marcie—. ¿Qué voy a hacer? —Tras una pausa, volvió a oírse su voz—. ¡Seguro que los has llamado tú!
—¿Quién, yo? —dijo Vee—. ¿Y perderme la comida gratis? ¡Qué va!
Un momento después los ladridos frenéticos de Boomer se perdieron en la casa y la luz del dormitorio se apagó.
Permanecí completamente quieta un momento, escuchando. Cuando estuve segura de que la habitación de Marcie estaba vacía me aupé hasta la ventana. El perro se había ido, Marcie se había ido y si conseguía…
Intenté forzar la ventana, pero no se movió. Hice fuerza con las manos. Nada.
«Vale —me dije—. Marcie debe de haberla cerrado por dentro. No es tan terrible. Lo único que tengo que hacer es quedarme aquí fuera cinco horas hasta que se acabe la fiesta y luego que Vee vuelva con una escalera».
Oí pasos en el camino, por debajo de mí, y estiré el cuello para ver si por alguna extraña suerte Vee había acudido a rescatarme. Para mi horror, Patch me daba la espalda, caminando hacia el Jeep. Marcó un número en el móvil y se lo llevó a la oreja. Al cabo de dos segundos, el mío se puso a sonar en mi bolsillo. Antes de que pudiera lanzarlo a los arbustos del límite de la finca, Patch se detuvo. Miró por encima del hombro y luego hacia arriba. Me vio y me pareció que habría sido mejor que Boomer me hubiera destrozado viva.
—Y yo que pensaba que los llamaban mirones…
No necesitaba verlo para saber que sonreía.
—No te rías —le dije, con las mejillas coloradas por la humillación—. Bájame.
—Salta.
—¿Qué?
—Te cogeré.
—¿Estás loco? Entra y abre la ventana. O acércame una escalera.
—No me hace falta una escalera. Salta. No dejaré que te caigas.
—¡Sí, claro! ¡Y yo voy a creérmelo!
—¿Quieres que te ayude o no?
—¿Llamas ayuda a esto? —siseé, furiosa—. ¡Esto no es ayudarme!
Hizo girar las llaves con un dedo y se puso otra vez a caminar.
—¡Serás imbécil! ¡Vuelve aquí!
—¿Imbécil? —repitió—. Eres tú la que espía por las ventanas.
—No estaba espiando. Estaba… estaba… —«¡Piensa algo!»
Patch miró la ventana bajo la cual yo estaba y noté en su cara que caía en la cuenta. Echó atrás la cabeza con una carcajada.
—Estabas registrando la habitación de Marcie.
—No. —Puse los ojos en blanco, como si fuera la sugerencia más estúpida del mundo.
—¿Qué andabas buscando?
—Nada. —Me saqué su gorra del bolsillo y se la lancé—. De paso, ¡aquí tienes tu gorra!
—¿Has entrado a buscar mi gorra?
—¡Evidentemente ha sido una pérdida de tiempo!
Se la encasquetó.
—¿Vas a saltar?
Miré insegura por el borde del pórtico y me dio la sensación de que el suelo se alejaba unos metros más. Para rehuir la respuesta, le pregunté:
—¿Para qué me has llamado?
—Te he perdido de vista ahí dentro. Quería asegurarme de que estabas bien.
Parecía sincero, pero era un mentiroso de primera.
—¿Y el refresco de cereza?
—¿El refresco? Era una ofrenda de paz. ¿Vas a saltar o qué?
Como no veía otra alternativa, miré cautelosamente por el borde del pórtico. Tenía el estómago revuelto.
—Si me dejas caer… —le advertí.
Patch había tendido los brazos. Cerré con fuerza los ojos y me dejé caer. Noté el aire alrededor del cuerpo y, acto seguido, me encontré en los brazos de Patch, pegada a él. Me quedé allí un momento, con el corazón acelerado por la adrenalina y por estar tan cerca de Patch. Su contacto era cálido y familiar. Lo notaba sólido y seguro. Quería agarrarme a su camiseta, enterrar la cara en la cálida curva de su cuello y no soltarlo jamás.
Me puso un mechón detrás de la oreja.
—¿Quieres volver a la fiesta? —susurró.
Negué con la cabeza.
—Te llevaré a casa.
Señaló con la barbilla hacia el Jeep, porque seguía sin soltarme.
—He venido con Vee —le dije—. Puedo volver con ella.
—Vee no va a comprar comida china de camino a casa.
Comida china. Eso significaba que Patch entraría en la granja para comerla. Mi madre no estaba en casa, por lo que estaríamos solos…
Bajé un poco la guardia. Probablemente estábamos a salvo. Probablemente los arcángeles no andaban cerca. Patch no parecía preocupado, así que yo tampoco tenía por qué estarlo. Y no era más que una cena. Había sido un día largo y poco satisfactorio en el instituto y me había machacado una hora en el gimnasio. Comprar comida para llevar con Patch sonaba perfecto. ¿Qué mal podía haber en que cenáramos juntos? Mucha gente cena junta a menudo y no va más allá.
—Sólo cenar —le dije, más para convencerme yo que para convencerlo a él.
Me hizo el saludo de los boy scouts, pero su sonrisa no era la de alguien bueno: era una sonrisa de niño malo. La sonrisa traviesa y encantadora de un chico que había besado a Marcie hacía apenas dos noches… y que me estaba ofreciendo cenar conmigo, con la esperanza de que una cosa nos llevara a la otra. Él pensaba que una sonrisa que derretía el corazón era todo lo que hacía falta para que ya no me sintiera dolida. Para que olvidara que había besado a Marcie.
Mi confusión se esfumó cuando regresé bruscamente al presente. Dejé de especular y en vez de eso tuve una fuerte sensación de malestar que nada tenía que ver con Patch ni con la noche del domingo. Se me puso la carne de gallina. Estudié la oscuridad que rodeaba el césped.
Patch notó mi inquietud y estrechó su abrazo protector.
Y entonces volví a notarlo. Un cambio en el aire. Una niebla invisible, extrañamente cálida, que se cernía a baja altura y presionaba alrededor, zigzagueando en las proximidades como un centenar de serpientes sigilosas en el aire. La sensación era tan perturbadora que me costaba creer que Patch no hubiera notado al menos que algo había, aunque no lo percibiera directamente.
—¿Qué pasa, Ángel? —me preguntó en voz baja.
—¿Estamos a salvo?
—¿Acaso importa?
Recorrí el jardín con la mirada. No estaba segura de por qué, pero me quedé pensando: «Los arcángeles. Están aquí».
—Quiero decir… los arcángeles… —dije, tan bajito que apenas oí mi propia voz—. ¿Están vigilándonos?
—Sí.
Intenté apartarme de Patch, pero él se negó a dejarme.
—No me importa lo que vean. Estoy cansado de esta charada. —Dejó de acariciarme el cuello y vi cierto desafío atormentado en sus ojos.
Me revolví para apartarme.
—Déjame.
—¿No me deseas? —Sonreía como un zorro.
—No se trata de eso. No quiero ser responsable de nada de lo que te pueda pasar. —¿Cómo podía darle tan poca importancia a aquello? Ellos buscaban cualquier excusa para deshacerse de él. No podían verlo abrazándome.
Me acarició los brazos, pero cuando intenté aprovechar la ocasión para escabullirme me agarró las manos. Su voz resonó en mi cabeza: «Puedo convertirme en un renegado. Puedo marcharme ahora mismo y dejaremos de seguir las reglas de los arcángeles». Lo dijo tan decidido, con tanta facilidad, que comprendí que no era la primera vez que pensaba eso. Era un plan que había acariciado secretamente muchas, muchas veces.
Sentía el corazón desbocado. ¿Irnos? ¿Dejar de seguir las reglas de los arcángeles?
—¿A qué te refieres?
«Puedo vivir yendo de acá para allá, ocultándome constantemente con la esperanza de que los arcángeles no me encuentren».
—¿Y si lo hacen?
—Me juzgarán. Me declararán culpable. Pero mientras deliberan, tendremos unas cuantas semanas para nosotros.
Estaba afectada y sabía que se me notaba en la cara.
—¿Y después?
«Me mandarán al infierno. —Hizo una pausa y luego añadió con tranquila convicción—. No me da miedo el infierno. Me lo merezco. He mentido, engañado, estafado. He hecho daño a gente inocente. He cometido más errores de los que puedo recordar. De un modo u otro, he estado pagando por ello la mayor parte de mi existencia. El infierno no será muy diferente. —Esbozó una ligera sonrisa irónica—. Pero estoy seguro de que los arcángeles tienen más de una carta en la manga. —Dejó de sonreír y me miró con abierta franqueza—. No considero que estar contigo haya sido un error. Es la única cosa que he hecho bien. No me importan los arcángeles. Dime lo que quieres que haga. Dilo. Haré todo cuanto quieras. Podemos marcharnos ahora mismo».
Tardé un momento en asimilar lo que me había dicho. Miré el Jeep. La pared de hielo entre nosotros se había derrumbado. Aquel muro sólo había estado allí a causa de los arcángeles. Sin ellos, todo aquello por lo que Patch y yo habíamos discutido no significaba nada. El problema eran ellos. Quería dejarlos atrás, y a todo lo demás, y marcharme con Patch. Quería ser temeraria, pensar únicamente en el aquí y el ahora. Cada uno podía hacer que el otro se olvidara de las consecuencias. Podíamos reírnos de las normas, de los límites y de todo. Seríamos sólo Patch y yo, y nada más importaría.
Nada excepto la certeza de lo que pasaría cuando aquellas semanas hubieran transcurrido.
Tenía dos opciones, pero la respuesta estaba clara. El único modo de no perder a Patch era dejarlo ir. No tener nada que ver con él.
No me di cuenta de que lloraba hasta que Patch me limpió las lágrimas con los pulgares.
—Tranquila —murmuró—. Todo irá bien. Te quiero. No puedo seguir haciendo lo que hago, viviendo a medias.
—Pero te mandarán al infierno —tartamudeé, incapaz de controlar el temblor de mis labios.
—Tengo mucho tiempo para llegar a un acuerdo.
Estaba decidida a que no se me notara lo difícil que aquello era para mí, pero me atraganté con las lágrimas. Tenía los ojos hinchados y húmedos, y el pecho me dolía. Todo era por mi culpa. De no ser por mí, no hubiera sido ángel custodio. De no ser por mí, los arcángeles no hubieran estado empeñados en destruirlo. Yo era responsable de haberlo llevado a esa situación.
—Necesito un favor —dije por fin, con un hilo de voz que no parecía la mía—. Dile a Vee que me he ido caminando a casa. Necesito estar sola.
—¿Ángel? —Patch estiró el brazo para agarrarme de la mano, pero me zafé. Me alejé andando, dando un paso tras otro que me llevaba más y más lejos de Patch, como si la mente se me hubiera paralizado y mi cuerpo se moviera al margen de mi voluntad.