El lunes después de clase, Vee me dejó en la biblioteca. Paré un momento en la puerta para hacer la llamada diaria de comprobación a mi madre. Como de costumbre, me dijo que el trabajo la traía de cabeza y yo le dije que a mí lo que me traía de cabeza era el instituto.
Entré y tomé el ascensor hasta la sala de informática de la tercera planta, revisé mi correo, fui a Facebook y eché un vistazo al blog de Perez Hilton. Para torturarme, hice otra búsqueda en Google de la Mano Negra. Aparecieron los mismos enlaces. En realidad no esperaba que saliera nada nuevo, ¿o sí? Al final, como ya no me quedaba nada más que hacer para seguir retrasando el momento de estudiar, abrí el libro de química y me resigné a empollar.
Era tarde cuando lo dejé para ir a la máquina de bebidas. Fuera de la biblioteca, por las ventanas que daban al oeste, el sol se hundía en el horizonte y se estaba haciendo rápidamente de noche. En lugar de tomar el ascensor, bajé por las escaleras, porque necesitaba hacer un poco de ejercicio. Había estado mucho rato sentada y tenía las piernas dormidas.
En la entrada metí unos dólares en la máquina y saqué unas galletas saladas y una lata de zumo de arándanos que me llevé al tercer piso. Cuando volví a la sala de informática, Vee estaba sentada a mi mesa, con los tacones amarillo vivo sobre la silla. Su expresión era una mezcla de diversión y enojo. Sostenía en el aire, entre el índice y el pulgar, un sobrecito negro.
—Esto es para ti —me dijo, depositando el sobre en la mesa—. Y esto también. —Sacó una bolsa de papel de la pastelería—. He supuesto que tendrías hambre.
A juzgar por la cara de desdén de Vee, tuve un mal presentimiento sobre la carta, y aproveché para prestar atención al contenido de la bolsa.
—¡Bizcochos!
Vee sonrió.
—La de la pastelería me ha dicho que son orgánicos. No sé cómo se harán los bizcochos orgánicos ni por qué son más caros, pero aquí los tienes.
—Te adoro.
—¿Cuánto más te parece que vas a tardar?
—Como mucho media hora.
Dejó las llaves del Neon junto a mi mochila.
—Rixon y yo vamos a comer algo, así que no tendrás chófer esta noche. He dejado el Neon en el aparcamiento del sótano. En la hilera B. Sólo queda un cuarto de depósito, así que no te pases.
Cogí las llaves, intentando ignorar la desagradable punzada en el corazón que reconocí al instante como de celos. Estaba celosa de la nueva relación de Vee con Rixon. Estaba celosa de que tuviera planes para ir a comer. Celosa de que estuviera más cerca de Patch de lo que yo estaba, porque, aunque Vee no lo hubiera mencionado nunca, estaba segura de que veía a Patch cuando estaba con Rixon. Los tres veían películas juntos por la noche, eso lo sabía. Los tres, en el sofá de Rixon, mientras yo estaba sentada sola en mi casa. Me moría por preguntarle a Vee por Patch, pero lo cierto era que no podía. Había roto con él. Me lo había buscado y ahora tenía que aguantarme. Pero bueno, ¿qué mal podía hacer con una preguntita de nada?
—Oye, Vee.
Mi amiga se volvió en la puerta.
—¿Sí?
Abrí la boca y recuperé el orgullo. Vee era mi mejor amiga, pero una bocazas. Si le preguntaba por Patch, me arriesgaba a que él se enterara. Se daría cuenta de lo que me costaba olvidarlo.
Improvisé una sonrisa.
—Gracias por los bizcochos.
—Por ti lo que sea, guapa.
Cuando se hubo marchado, le quité el envoltorio a un bizcocho y me lo comí, con la única compañía del zumbido de los ordenadores.
Estudié otra media hora y me comí dos bizcochos más antes de echarle por fin un vistazo al sobre negro. Sabía que no podía ignorarlo toda la noche.
Rompí el sello y saqué una tarjeta negra con un corazoncito en relieve en el centro, encima del cual alguien había escrito una palabra: «Perdón». La tarjeta tenía un perfume agridulce. Me la acerqué a la nariz e inspiré profundamente, intentando descifrar aquel curioso y embriagador aroma. Un olor a fruta quemada y especias se me metió en la garganta. Abrí la tarjeta.
«Anoche fui un imbécil. ¿Me perdonas?»
Instintivamente tiré la carta lejos de mí. Patch. No sabía cómo tomar aquella disculpa, pero no me gustaba la conmoción que me había causado. Sí, se había comportado como un imbécil. ¿Creía que con una tarjeta del súper lo arreglaría? Si así era, subestimaba el daño que me había causado. Había besado a Marcie. ¡La había besado! No sólo eso, sino que había invadido mis sueños. No tenía ni idea de cómo lo había hecho, pero por la mañana, al despertarme, sabía que había estado en ellos. Era más que desconcertante. Si podía invadir la intimidad de mis sueños, ¿qué más podía hacer?
—Faltan diez minutos para cerrar —me susurró un bibliotecario desde la puerta.
Mandé a la impresora mi ensayo de tres párrafos sobre los aminoácidos, luego recogí los libros y los metí en la mochila. Cogí la tarjeta de Patch y, después de dudarlo sólo una vez, la rompí en pedazos y los eché a la papelera. Si quería pedir perdón, que lo hiciera personalmente, no a través de Vee, ni en mis sueños.
A medio pasillo para ir a recoger las páginas de la impresora, tuve que apoyarme en la mesa más cercana para mantener el equilibrio. Notaba la parte derecha del cuerpo más pesada que la izquierda y me tambaleaba. Di otro paso y la pierna derecha se me dobló como si fuera de papel. Me agaché, agarrándome a la mesa con las dos manos, y metí la cabeza entre los codos para que la sangre me llegara al cerebro. Un cálido adormecimiento me recorrió las venas.
Enderecé las piernas y me puse en pie temblorosa, pero las paredes no estaban como siempre. Se habían vuelto anormalmente largas y estrechas, como si las viera a través de un espejo de feria. Parpadeé con fuerza varias veces, intentando enfocar la vista.
Sentía los huesos de hierro, se negaban a moverse, y los párpados se me cerraban contra la dura luz de los fluorescentes. Llevada por el pánico, me esforcé en abrirlos, pero el cuerpo se negó a obedecerme. Noté unos dedos cálidos en mi mente, amenazando con arrastrarme al sueño.
«El perfume —pensé vagamente—. El perfume de la tarjeta de Patch».
Me había puesto a gatas. Había unos extraños rectángulos por todas partes, dando vueltas alrededor. Puertas. La habitación estaba llena de puertas abiertas. Pero, por rápido que me arrastrara hacia ellas, más rápido se alejaban de mí. Escuché a lo lejos un apagado tictac. Me alejé del sonido, todavía lo suficientemente lúcida para saber que el reloj estaba al fondo de la sala, en la pared opuesta a la puerta.
Al cabo de un momento, me di cuenta de que ya no podía mover los brazos ni las piernas. La sensación de estar arrastrándome no era más que una ilusión. Sentí la áspera moqueta contra la mejilla. Luché una vez más para ponerme en pie, luego cerré los ojos y me quedé a oscuras.
Me desperté en la oscuridad.
La piel me hormigueaba debido al aire frío y escuchaba el zumbido apagado de máquinas alrededor. Tenía las manos por debajo de mí, pero cuando intenté levantarme, puntitos morados y negros danzaron frente a mis ojos. Con la boca espesa como el algodón tragué y me volví de espaldas.
Entonces me acordé de que estaba en la biblioteca. Al menos, estaba casi segura de que seguía allí. No recordaba haberme marchado. Pero ¿qué hacía en el suelo? Intenté acordarme de cómo había ido a parar allí.
La tarjeta de Patch. Había olido un perfume amargo y ácido. Poco después, me había caído al suelo.
¿Estaba drogada?
¿Me había drogado Patch?
Me quedé allí tendida, con el corazón acelerado y parpadeando tan rápido que los parpadeos se solapaban. Intenté levantarme por segunda vez, pero me sentía como si alguien tuviera una bota de acero plantada en mi pecho. Con otro esfuerzo, me senté. Me agarré al borde de una mesa y me aupé hasta ponerme de pie. La cabeza me daba vueltas, pero pude ver el letrero verde que indicaba la salida, encima de la puerta de la sala de informática. Fui hacia allí tambaleándome.
Giré el pomo. La puerta se abrió un poco, luego se atascó. Iba a tirar más fuerte, cuando algo que había al otro lado de la ventana de la puerta atrajo mi atención. Me estremecí. Era raro. Alguien había atado el extremo de una cuerda al pomo de la puerta, por la parte de fuera, y el otro extremo al de la puerta de la habitación de al lado.
Golpeé el cristal con la mano.
—¡Eh! —grité aturdida—. ¿Me oye alguien?
Intenté otra vez abrir, tirando de la puerta todo lo que pude, que no fue mucho, hasta que me pareció que los músculos se me fundirían como mantequilla si intentaba esforzarme más. La cuerda estaba atada tan tirante entre los dos pomos que sólo podía abrirla unos diez centímetros, no lo suficiente para escurrirme fuera.
—¿Hay alguien? —grité por la rendija—. ¡Estoy atrapada en el tercer piso!
La biblioteca permaneció en silencio.
Ya se me habían acostumbrado los ojos del todo a la oscuridad y vi el reloj de pared. ¿Las once? ¿Había dormido más de dos horas?
Saqué el móvil, pero no había señal. Intenté conectarme a Internet pero, una y otra vez, me salía el aviso de que no había ninguna red disponible.
Mirando frenética alrededor, examiné todos los objetos de la habitación, buscando algo que me permitiera salir. Ordenadores, sillas giratorias, archivadores… no pasé nada por alto. Me arrodillé junto a la rejilla de ventilación y grité:
—¿Me oye alguien? ¡Estoy encerrada en la sala de ordenadores del tercer piso!
Esperé, rezando para oír una respuesta. Mi única esperanza era que hubiera todavía algún bibliotecario, terminando un trabajo de última hora antes de marcharse. Pero faltaba apenas una hora para la medianoche y sabía que no tenía muchas probabilidades.
Fuera, en la sala principal de la biblioteca, unos engranajes se pusieron en movimiento cuando la caja del ascensor del final del pasillo arrancó desde la planta baja. Volví la cabeza hacia el sonido.
Una vez, cuando tenía cuatro o cinco años, mi padre me había llevado al parque para enseñarme a montar en bici sin ruedecitas. A última hora de la tarde, ya era capaz de recorrer de un tirón todo el circuito de trescientos metros sin ayuda. Mi padre me abrazó fuerte y me dijo que era hora de volver a casa y mostrárselo a mamá. Le rogué que me dejara dar dos vueltas más, y quedamos en que podía dar sólo una. A medio camino perdí el equilibrio y me caí. Cuando levantaba la bici vi por allí cerca un perro castaño muy grande. Me miraba fijamente. En aquel momento, mientras nos mirábamos, oí un susurro: «Quédate quieta». Tomé aire y lo retuve, aunque mis piernas querían correr tan rápido como pudieran hacia la seguridad que representaba mi padre.
El perro levantó las orejas y empezó a acercarse a mí en actitud agresiva. Yo temblaba de miedo pero me mantuve firme. Cuanto más se acercaba el perro, más quería correr yo, pero sabía que en cuanto me moviera el instinto cazador del animal se impondría. A medio camino, el perro perdió el interés en mi cuerpo quieto como una estatua y se marchó hacia otro lado. Le pregunté a mi padre si él había oído la misma voz diciéndome que me quedara quieta, y él me respondió que era la del instinto. Si la escuchaba, nueve de cada diez veces haría lo más conveniente.
En aquel momento el instinto me estaba diciendo que me largara.
Agarré un ordenador de la mesa más cercana y lo estampé contra la ventana. El cristal se rompió y quedó un agujero en el centro. Cogí la perforadora de la mesa de trabajo comunitaria y la usé para eliminar el cristal que quedaba. Luego acerqué una silla, me subí, apoyé el pie en el marco y salté al pasillo.
El ascensor siseaba y vibraba más arriba, pasado el segundo piso.
Corrí por el pasillo como alma que lleva el diablo. Sabía que tenía que llegar a las escaleras contiguas al ascensor antes de que éste subiera más y quien estuviera dentro me viera. Abrí la puerta de las escaleras y perdí unos segundos preciosos para volver a cerrarla sin hacer ruido. Al otro lado, el ascensor se detuvo. La puerta se abrió y alguien salió de él. Usé la barandilla para deslizarme. Apenas tocaba los escalones con los zapatos. Estaba a medio camino del segundo piso cuando la puerta de las escaleras se abrió por encima de mi cabeza.
Me paré a media escalera, porque no quería revelarle mi posición a quien estuviera arriba.
«¿Nora?»
Mi mano resbaló por la barandilla. Era la voz de mi padre.
«¿Nora? ¿Estás ahí?»
Tragué saliva. Quería gritarle. Luego me acordé del edificio abandonado.
«No te escondas. Puedes confiar en mí. Deja que te ayude. Sal para que pueda verte».
Lo decía en un tono extraño, exigente. En el edificio, cuando me había hablado por primera vez, la voz de mi padre había sido suave y amable. La misma voz me había dicho que no estábamos solos y que tenía que irme. Cuando había vuelto a hablar, su voz había sido diferente, enérgica y engañosa.
¿Y si mi padre había tratado de ponerse en contacto conmigo? ¿Y si lo había ahuyentado, y la segunda voz, aquella voz extraña, era de alguien que se hacía pasar por él? Me asaltó la idea de que tal vez alguien había fingido ser mi padre para atraerme.
Unos pasos pesados que bajaban las escaleras a la carrera me sacaron de mis cavilaciones. Lo tenía encima. Bajé precipitadamente, sin preocuparme ya de quedarme quieta. «¡Más rápido! ¡Corre más!», me decía.
Pero él me ganaba terreno, casi me alcanzaba. Cuando llegué a la planta baja, atravesé la puerta de las escaleras, el vestíbulo y la entrada. Salí al exterior.
El aire era cálido y no se movía ni una hoja. Cuando bajaba corriendo los escalones de cemento hacia la calle, cambié repentinamente de idea. Me encaramé a la barandilla de la izquierda de la puerta y me dejé caer unos diez pasos más allá, en una pequeña zona de césped. Por encima de mi cabeza, la puerta de la biblioteca se abrió. Me pegué al muro de cemento, pisando desperdicios y enredaderas.
En cuanto escuché el sonido apagado de unos zapatos bajando los escalones, corrí calle abajo. La biblioteca no tenía aparcamiento propio y compartía un garaje subterráneo con el Ayuntamiento. Bajé corriendo la rampa, me colé por debajo de la barrera y recorrí el garaje buscando el Neon. ¿Dónde lo había dejado Vee?
En la fila B…
Corrí por un pasillo y vi el extremo de la parte trasera del Neon que sobresalía de una plaza. Metí la llave en la cerradura, me puse al volante y arranqué el motor. Subía por la rampa de salida cuando un SUV oscuro dio vuelta a la esquina. El conductor se dirigía directamente hacia mí a toda velocidad.
Metí la segunda y pisé el acelerador, apartándome del SUV segundos antes de que pudiera bloquearme la salida y me atrapara en el garaje.
Estaba demasiado agotada mentalmente para pensar con claridad por dónde iba. Recorrí otras dos calles, me pasé un stop y viré hacia Walnut. El SUV aceleró por Walnut detrás de mí, pisándome los talones. El límite de velocidad dejó de ser de setenta kilómetros por hora y el carril se dividió en dos. Aceleré hasta los ochenta por hora. Iba mirando alternativamente la carretera y por el espejo retrovisor.
Sin poner el intermitente di un volantazo y me metí por una calle lateral. El SUV me imitó. Doblé dos veces más para dar la vuelta a la manzana y regresar a Walnut. Adelanté bruscamente un cupé blanco de dos puertas para dejarlo entre el SUV y mi coche. El semáforo se puso ámbar y aceleré para pasar el cruce cuando se ponía rojo. Con los ojos pegados al retrovisor, vi que el coche blanco se detenía. Detrás de él, el SUV tuvo que dar un frenazo.
Respiré profundamente varias veces. Me notaba el latido del pulso y tenía las manos agarrotadas en el volante. Tomé colina arriba por Walnut, pero en cuanto estuve en la parte de atrás de la colina, crucé el carril opuesto y giré a la izquierda. Pasé dando tumbos las vías del tren, camino del oscuro y deteriorado barrio de casas de ladrillo de una sola planta. Sabía dónde estaba: en Slaughterville. El barrio que se había ganado aquel nombre hacía aproximadamente una década, cuando tres adolescentes mataron a un chico en el patio.[8]
Reduje la velocidad cuando una casa calle abajo llamó mi atención. No tenía luz. Había un garaje independiente, abierto y vacío, al fondo de la propiedad. Entré marcha atrás por el acceso y me metí en él. Después de comprobar tres veces que el seguro de las puertas estuviera puesto, apagué las luces del Neon. Esperé, temiendo que en cualquier momento los faros del SUV iluminaran la calle.
Hurgué en el bolso y saqué el móvil.
—Hola —me respondió Vee.
—¿Quién más ha tocado la tarjeta de Patch? —le pregunté atropelladamente.
—¿Cómo?
—¿Te ha entregado Patch personalmente la tarjeta? ¿Te la ha dado Rixon? ¿Quién más la ha tocado?
—¿Vas a decirme de qué va esto?
—Me parece que me han drogado.
Un silencio.
—¿Crees que había droga en la tarjeta? —me preguntó Vee incrédula.
—El papel estaba perfumado —le expliqué impaciente—. Dime quién te la dio. Dime exactamente de dónde la sacaste.
—Cuando iba hacia la biblioteca a llevarte los bizcochos, Rixon me ha llamado para saber dónde estaba —me explicó despacio—. Nos hemos encontrado en la biblioteca y Patch iba a su lado en el coche. Ha sido Patch quien me ha dado la tarjeta y me ha pedido que te la entregara. He cogido la tarjeta, los bizcochos y las llaves del Neon, y te los he dado. Luego he vuelto a salir en busca de Rixon.
—¿Nadie más ha tocado la tarjeta?
—Nadie más.
—Menos de media hora después de oler la tarjeta me he desplomado en el suelo de la biblioteca. No me he despertado hasta hace dos horas.
Vee no respondió enseguida; casi podía oírla pensar en todo aquello, intentando entenderlo. Por fin dijo:
—¿Estás segura de que no te has caído de cansancio? Has estado mucho tiempo en la biblioteca. Yo no puedo estudiar tanto rato sin echar una cabezadita.
—Cuando me he despertado —continué—, había alguien en el edificio. Creo que era la misma persona que me ha drogado. Me ha perseguido por la biblioteca. He salido, pero me ha seguido por Walnut.
Otra pausa de desconcierto.
—Por poco que me guste Patch, tengo que decir que no me lo imagino drogándote. Es un chiflado, pero todo tiene un límite.
—Entonces, ¿quién ha sido? —Se me notaba un cierto histerismo.
—No lo sé. ¿Dónde estás?
—En Slaughterville.
—¿Qué? ¡Márchate de ahí antes de que te atraquen! Ven a casa. Quédate aquí esta noche. Pensaremos en esto. Aclararemos lo que ha pasado.
Pero sus palabras eran un vano consuelo. Vee estaba tan desconcertada como yo.
Seguí escondida en el garaje por lo menos veinte minutos más antes de tener el valor suficiente para salir otra vez a la calle. Tenía los nervios destrozados y la cabeza me daba vueltas. Opté por no tomar de nuevo por Walnut, porque pensé que el SUV podía estar yendo arriba y abajo, intentando localizarme. Así que tomé por las calles de atrás y, sin respetar el límite de velocidad, volé hacia la casa de Vee.
No estaba lejos cuando vi unas luces rojas y azules por el retrovisor.
Paré el Neon junto a la acera y apoyé la cabeza en el volante. Sabía que iba a demasiada velocidad y me sentía mal por haberlo hecho. Al cabo de un momento golpearon el cristal de la ventanilla con los nudillos. Pulsé el botón para abrirla.
—Vaya, vaya —dijo el inspector Basso—. ¡Cuánto tiempo sin vernos!
«No podía ser otro —pensé—. Tenía que ser él».
Me enseñó brevemente la multa.
—El permiso de conducir y los papeles del coche, ya conoces la rutina.
Como sabía que tratándose del inspector Basso no me libraría de la multa, no me molesté en fingir que me sentía culpable.
—No sabía que fuera trabajo de un inspector poner multas por exceso de velocidad.
Esbozó una delgada sonrisa.
—¿Dónde es el incendio?
—¿Puedo coger la multa y marcharme a casa?
—¿Llevas alguna bebida alcohólica en el coche?
—Eche un vistazo —le dije, apartando las manos del volante.
Abrió la puerta por mí.
—Sal.
—¿Por qué?
—Sal. —Señaló la línea discontinua que dividía la carretera—. Camina por la línea.
—¿Le parezco borracha?
—Me pareces una loca, pero, ya que estás aquí, compruebo si estás sobria.
Me bajé y cerré el coche de un portazo.
—¿Hasta dónde?
—Hasta que te diga que pares.
Me concentré en pisar la línea, pero cada vez que miraba hacia abajo se me desenfocaba la vista. Todavía notaba los efectos de la droga. Cuanto más me esforzaba en mantener los pies sobre la línea, más me desviaba de ella.
—¿No podría simplemente darme la multa, una palmadita y mandarme a casa? —Se lo pregunté con impertinencia, pero por dentro estaba muerta de miedo. Si no podía andar por encima de la línea, el inspector Basso me metería en el calabozo. Estaba muy alterada, y no creía que pudiera soportar una noche entre rejas. ¿Y si el hombre de la biblioteca venía por mí otra vez?
—Un montón de polis de pueblo te dejarían ir, seguro. Algunos incluso se dejarían sobornar. Yo no soy de ésos.
—¿Da igual que me hayan drogado?
Soltó una carcajada.
—¿Drogado?
—Mi ex novio me ha mandado una tarjeta perfumada hace un rato. He abierto la tarjeta y acto seguido me he desmayado. —Como Basso no me interrumpía, continué—. He dormido más de dos horas. Cuando me he despertado la biblioteca estaba cerrada y yo encerrada en la sala de ordenadores. Alguien había atrancado… —Se me fue apagando la voz y cerré la boca.
Él me hizo un gesto para que siguiera hablando.
—Vamos, sigue. Estoy en ascuas.
Me di cuenta un poco demasiado tarde de que no hacía otra cosa que incriminarme. Había estado en la biblioteca aquella noche, en la sala de ordenadores. Lo primero que harían a la mañana siguiente cuando abrieran sería denunciar a la policía que alguien había roto la ventana. Y no me cabía ninguna duda de que el inspector Basso sería el primero en acudir.
—Estabas en la sala de ordenadores —me insistió—. ¿Qué pasó luego?
Era demasiado tarde para callar. Tenía que decirlo todo y esperar lo mejor. Tal vez algo de lo que dijera convencería al inspector de que no había sido culpa mía, de que todo lo que había hecho estaba justificado.
—Alguien había atrancado la puerta de la sala de ordenadores. He arrojado un ordenador por la ventana para salir.
Se miró los pies y rio.
—Hay una palabra para definir a las chicas como tú, Nora Grey. Chaladas. Eres como una mosca que nadie puede ahuyentar. —Caminó hacia el coche patrulla y sacó la radio por la puerta abierta del conductor. Abrió la comunicación y dijo—: Necesito que alguien se pase por la biblioteca y vaya a la sala de ordenadores. Decidme lo que encontréis. —Se apoyó en el coche y miró la hora—. ¿Cuánto tiempo crees que tardarán en responderme? Tengo tu confesión, Nora. Puedo empapelarte por allanamiento y vandalismo.
—El cargo por allanamiento implicaría que me han encerrado en la biblioteca contra mi voluntad. —Se me notaba que estaba nerviosa.
—Si alguien te drogó y te encerró allí, ¿qué estás haciendo aquí, conduciendo por Hickory a noventa por hora?
—Me estoy escapando. He salido de la habitación cuando él subía en ascensor para pillarme.
—¿Él? ¿Era un hombre? ¿Lo has visto? Descríbemelo.
—No lo he visto, pero era un hombre. Sus pasos eran pesados cuando ha bajado persiguiéndome por la escalera. Demasiado pesados para ser de chica.
—Estás tartamudeando. Eso significa que mientes.
—No miento. Estaba encerrada en la sala de ordenadores y alguien subía en el ascensor para pillarme.
—Vale.
—¿Quién podía haber en el edificio tan tarde? —le espeté.
—¿Un conserje? —me respondió sin dudarlo.
—No llevaba uniforme de conserje. Cuando miré hacia arriba en las escaleras, vi unos pantalones oscuros y unas zapatillas de tenis también oscuras.
—Así que cuando te lleve al juzgado vas a decirle al juez que eres una experta en trajes de conserje.
—El tipo me ha seguido, se ha subido a su coche y me ha perseguido. Un conserje no hace eso.
Un ruido crepitó en la radio y Basso se inclinó hacia el interior del coche para responder.
—Ya hemos registrado toda la biblioteca —dijo una voz de hombre—. Nada.
El inspector Basso me echó una mirada fría y desconfiada.
—¿Nada? ¿Estáis seguros?
—Repito: nada.
¿Nada? A pesar del alivio, sentí pánico. Yo había roto la ventana de la sala. Lo había hecho realmente. No me lo había imaginado. Aquello no era…
«¡Cálmate!», me ordené. Aquello ya me había pasado antes. No era ninguna novedad. En el pasado siempre había habido un engaño mental. Alguien manipulaba las escenas intentando manipularme a mí. ¿Volvía a suceder? Pero… ¿por qué? Tenía que reflexionar sobre eso. Sacudí la cabeza, como intentando dar con la respuesta.
El inspector arrancó la página superior de su bloc de multas y me la entregó.
Repasé la cifra al pie.
—¿Doscientos veintinueve dólares?
—Ibas treinta kilómetros por encima del límite permitido, al volante de un coche que no es el tuyo. Paga la multa o nos veremos en los tribunales.
—Yo… yo no tengo tanto dinero.
—Busca un trabajo. A lo mejor así no te meterás en más líos.
—Por favor, no me haga esto —rogué con toda el alma.
El inspector Basso me estudió.
—Hace dos meses, un niño sin carné de identidad, sin familia y sin pasado acabó muerto en el gimnasio del instituto.
—Se dictaminó que la muerte de Jules fue un suicidio —dije inmediatamente, pero me sudaba la nuca. ¿Qué tenía aquello que ver con la multa?
—La noche que murió, la psicóloga del instituto prendió fuego a vuestra casa y luego también desapareció. Esos dos sucesos tienen algo en común. —Clavó en mí sus ojos castaños—. Tú.
—¿Qué está diciendo?
—Cuéntame lo que pasó de verdad esa noche y me olvidaré de la multa.
—No sé lo que pasó —mentí, porque no me quedaba más remedio. Si decía la verdad estaría en peor situación que teniendo que pagar la multa. No podía hablarle al inspector Basso de ángeles caídos ni de Nefilim. Nunca creería mi historia si le confesaba que Dabria era un ángel femenino de la muerte o que Jules era descendiente de un ángel caído.
—Llámame —dijo el inspector Basso, ofreciéndome su tarjeta antes de subirse otra vez al coche—. Si cambias de idea, sabes cómo encontrarme.
Eché un vistazo a la tarjeta mientras se alejaba: «Inspector Ecanus Basso. 207-555-3333».
La multa me pesaba en la mano. Me pesaba y me quemaba. ¿Cómo iba a conseguir doscientos dólares? No podía pedirle prestado el dinero a mi madre, que apenas tenía para la compra. Patch tenía el dinero, pero yo le había dicho que podía valerme por mí misma. Le había dicho que saliera de mi vida. ¿Qué opinaría de mí si acudía corriendo a él al primer contratiempo? Eso habría sido lo mismo que admitir que él estaba en lo cierto.
Habría sido admitir que lo necesitaba.