Capítulo

10

Una hora después, me había arreglado y comido un tentempié tardío de tostadas untadas con crema de queso, había ordenado la cocina y visto un poco de televisión. Había conseguido arrinconar en mi mente el mensaje advirtiéndome de que me quedara en casa. Resultaba más fácil descartarlo como una broma o una equivocación cuando estaba a salvo en el coche con Vee, pero ahora que estaba allí sola, no me sentía ni mucho menos segura. Pensé en poner un poco de música de Chopin para romper el silencio, pero no quería perder capacidad auditiva. Lo último que me hacía falta era que alguien se me acercara sigilosamente por la espalda…

«¡Ya basta! —me dije—. Nadie va a acercarse sigilosamente a ti».

Al cabo de un rato, cuando ya no daban nada bueno en la tele, subí a mi habitación. Mi dormitorio estaba, se mirara como se mirara, limpio. Pero ordené la ropa del armario por colores, en un intento por mantenerme ocupada y no dormirme. Nada me hubiera hecho más vulnerable que quedarme roque, así que, cuanto más tarde me durmiera, mejor. Quité el polvo del escritorio y ordené alfabéticamente mis libros. Me convencí de que no iba a sucederme nada. Lo más probable era que me despertara a la mañana siguiente y me diera cuenta de lo paranoica que había estado.

Pero, erre que erre, a lo mejor el mensaje era de alguien que quería rebanarme el cuello mientras dormía. En una noche tan fantasmagórica como aquélla, nada parecía demasiado inverosímil.

Me desperté en la oscuridad pasado un rato. Las cortinas del fondo de la habitación se hinchaban cuando el ventilador giraba hacia ellas. Hacía demasiado calor y la camiseta y el pantaloncito se me pegaban a la piel, pero yo estaba demasiado enfrascada en visiones catastróficas para pensar siquiera en abrir la ventana. Miré hacia un lado y vi la hora. Eran casi las tres.

La parte derecha de la cara me latía de dolor y tenía el ojo hinchado. Fui encendiendo todas las luces de la casa y bajé descalza para sacar del congelador una bolsa de hielo y coger otra de plástico con autocierre. Me eché un vistazo en el espejo del baño y gemí. Un tremendo cardenal morado y rojo me cubría desde la ceja hasta el pómulo.

—¿Cómo has permitido que te pasara esto? —le pregunté a mi reflejo—. ¿Cómo has permitido que Marcie te pegara?

Saqué las dos últimas cápsulas de Tylenol del frasco del armarito, me las tragué y me acurruqué en la cama. El hielo me picaba en la piel, alrededor del ojo, y me causaba escalofríos. Mientras esperaba a que el Tylenol me hiciera efecto, luchaba con la imagen mental de Marcie subiéndose al Jeep de Patch. La escena se desarrollaba, retrocedía y avanzaba de nuevo. Yo daba vueltas en la cama e incluso me tapé la cabeza con la almohada para ahuyentar la imagen, pero allí seguía, fuera de mi alcance, burlándose de mí.

Sería una hora más tarde cuando mi cerebro se cansó de pensar en todas las maneras ingeniosas de matar a Marcie y a Patch, y volví a dormirme.

Me despertó el ruido de una cerradura al abrirse.

Abrí los ojos, pero lo veía todo confuso, de un blanco y negro poco definido, como cuando me había soñado en la Inglaterra de hacía siglos. Intenté parpadear para recuperar mi visión normal, pero mi mundo siguió siendo del color del humo y el hielo.

En la planta baja, la puerta principal se abrió con un chirrido.

No esperaba a mi madre hasta el sábado por la mañana, lo que significaba que era otra persona la que había entrado, algún desconocido.

Eché un vistazo a la habitación buscando algo que pudiera usar como arma. Había unos cuantos portarretratos pequeños en la mesilla de noche, junto a una lámpara barata.

Se oyeron unos pasos suaves en el suelo de madera del recibidor.

Unos segundos después ya se oían en la escalera. El intruso no se detenía a ver si había signos de que alguien lo hubiera oído. Sabía exactamente adónde iba.

Salí de la cama en silencio, recogí del suelo la ropa que me había quitado. La apreté entre las manos y apoyé la espalda en la pared, al lado de la puerta de la habitación, empapada de sudor. Estaba tan quieta que oía mi propia respiración.

Entró por la puerta. Le rodeé el cuello con una media y tiré con todas mis fuerzas. Hubo un breve forcejeo antes de que yo perdiera pie y me encontrara cara a cara con Patch.

Él me miraba a través de las medias que me había quitado.

—¿Me lo explicas?

—¿Qué estás haciendo aquí? —le pregunté, jadeando. Sumé dos y dos—. ¿A qué ha venido el mensaje de texto de antes? Ése en el que me pedías que me quedara aquí esta noche. ¿Desde cuándo tienes un número desconocido?

—He tenido que contratar otra línea. Una más segura.

No quería saberlo. ¿Qué clase de persona necesitaba tanto secretismo? El que daba tanto miedo a Patch ¿podía escuchar sus llamadas? ¿Los arcángeles?

—¿No se te ha ocurrido llamar a la puerta? —le dije. Todavía tenía el pulso desbocado—. Te he tomado por otra persona.

—¿Esperabas a alguien?

—De hecho, sí. —A un psicópata que me mandaba mensajes de texto anónimos diciéndome que me quedara a su alcance.

—Son más de las tres —me dijo Patch—. La persona a la que esperabas no debe de ser muy excitante… porque te has dormido. —Sonrió—. Todavía duermes. —Lo dijo y parecía satisfecho. Tal vez incluso tranquilo, como si por fin hubiera desentrañado algo que le resultaba extraño.

Parpadeé. ¿Todavía dormía? ¿De qué demonios hablaba? Espera. Claro. Aquello explicaba por qué no había colores y todavía veía en blanco y negro. Patch no estaba en mi habitación, estaba en mi sueño. Pero ¿soñaba con él o él sabía que estaba allí? ¿Compartíamos el mismo sueño?

—Para tu información, me he quedado dormida esperando a… Scott.

No tenía ni idea de por qué había dicho aquello, lo dije sin pensar.

—A Scott —repitió.

—No empieces. He visto a Marcie subirse a tu Jeep.

—Necesitaba que la acompañara.

Me puse en jarras.

—¿Qué clase de compañía necesitaba?

—No esa clase de compañía —me respondió con calma.

—¡Oh, claro! ¿De qué color llevaba las bragas? —Era una prueba, y esperaba que fallara.

No me respondió, pero me bastó mirarlo a los ojos para saber que no había fallado.

Agarré una almohada de la cama y se la tiré. Se apartó un paso y la almohada se estrelló contra la pared.

—Me mentiste —le dije—. ¡Me dijiste que no había nada entre tú y Marcie, pero cuando entre dos personas no hay nada, no comparten la ropa, ni van en el coche del otro de noche con un vestido que parece ropa interior! —De repente me di cuenta de lo que llevaba puesto yo, o de lo que no llevaba. Estaba a un paso de Patch y no llevaba encima más que una camiseta minúscula y unos calzones cortos. Bueno, no podía hacer mucho al respecto, ¿verdad?

—¿Compartir la ropa?

—¡Llevaba tu gorra!

—Iba despeinada.

Me quedé con la boca abierta.

—¿Eso te ha dicho? ¿Y tú has picado?

—No es tan mala como la haces parecer.

Él no podía haber dicho aquello.

Me señalé el ojo con un dedo.

—¿No es tan mala? ¿Ves esto? ¡Ella me lo ha hecho! ¿Qué estás haciendo aquí? —volví a preguntarle, hirviendo de rabia a más no poder.

Patch se apoyó en el escritorio y se cruzó de brazos.

—He venido a ver qué estabas haciendo.

—Repito, tengo un ojo morado, gracias por preguntar —le espeté.

—¿Te hace falta hielo?

—¡Me hace falta que salgas de mi sueño! —Agarré otra almohada de la cama y se la arrojé con violencia. Esta vez la atrapó al vuelo.

—La Bolsa del Diablo, un ojo morado. Es lo propio del territorio. —Me devolvió la almohada, como para remachar lo dicho.

—¿Estás defendiendo a Marcie?

Sacudió la cabeza.

—No hace falta. Sabe defenderse sola. En cambio tú…

Señalé la puerta.

—Fuera. —Como no se movió, monté en cólera y lo empujé con la almohada—. ¡He dicho que salgas de mi sueño, mentiroso traidor…!

Me arrancó la almohada de las manos y me empujó hacia atrás, hasta que estuve contra la pared, con sus botas de motorista alineadas con los dedos de mis pies. Yo tomaba aliento para acabar la frase y llamarlo lo peor que se me ocurriera, cuando Patch me agarró por el elástico de las bragas y tiró de mí. Sus ojos eran de un negro líquido, su respiración suave y profunda. Me quedé así, suspendida entre él y la pared. El pulso se me aceleraba a medida que me daba cuenta de la presencia de su cuerpo y del aroma masculino a cuero y menta de su piel. Empecé a notar que mi resistencia cedía.

De repente, sin obedecer a otra cosa que a mi deseo, lo agarré por la camiseta y tiré de él para acercarlo a mí. ¡Qué estupendo era tenerlo tan cerca de nuevo! Lo había echado muchísimo de menos, pero hasta entonces no me había dado cuenta de cuánto.

—No hagas que me arrepienta de esto —le dije, sin aliento.

Me besó y respondí con tanta avidez que creía que los labios me arderían. Le hundí los dedos en el pelo y me pegué a él. Tenía la boca sobre la suya, caótica y salvaje y hambrienta. Todas las emociones confusas y complicadas que había sentido desde que habíamos roto se desvanecieron mientras yo me dejaba arrastrar por la loca y compulsiva necesidad de estar con él.

Tenía las manos debajo de mi camiseta y las deslizaba con habilidad hasta mis riñones para sostenerme contra sí. Estaba atrapada entre su cuerpo y la pared, intentando desabrocharle torpemente los botones de la camisa y rozándole la musculatura del pecho con los nudillos.

Le aparté la camisa de los hombros, cerrando la puerta de mi cerebro que me advertía de que estaba cometiendo un gran error. No quería escucharme porque temía lo que podía haber al otro lado. Sabía que me estaba exponiendo a más dolor, pero no podía resistirme a él. Sólo podía pensar en una cosa. Si Patch estaba realmente en mi sueño, aquella noche sería nuestro secreto. Los arcángeles no podían vernos. Allí, todas sus reglas se esfumaban. Podíamos hacer lo que quisiéramos y nunca se enterarían. Nadie lo haría.

Patch me facilitó la labor sacando los brazos de las mangas y arrojando la camisa a un lado. Le pasé las manos por su musculatura perfectamente esculpida. Sabía que él no sentía físicamente nada de aquello, pero me dije que se estaba dejando llevar por el amor. Por el amor que sentía por mí. Me negué a pensar en su incapacidad para notar mi tacto o en lo mucho o lo poco que aquel encuentro significaba para él. Simplemente, lo deseaba.

Me levantó y le rodeé la cintura con las piernas. Le vi mirar el tocador y luego la cama, y mi corazón se aceleró de deseo. Había dejado de pensar racionalmente. Todo lo que sabía era que haría lo que hiciera falta para continuar adelante con aquello. Todo estaba sucediendo demasiado rápido, pero la loca certeza de lo que íbamos a hacer era como un bálsamo para la fría y destructiva ira que había sentido hervir a fuego lento bajo la superficie durante la última semana.

Eso fue lo último que pensé antes de que las yemas de mis dedos acariciaran su espalda, allí donde le brotaban las alas.

Antes de poder detenerlo me vi arrastrada de golpe hacia su memoria.

El aroma del cuero y el suave contacto resbaladizo en la parte posterior de los muslos me indicaron que estaba en el Jeep de Patch antes incluso de que mis ojos se hubieran acostumbrado del todo a la oscuridad. Me encontraba en el asiento trasero. Patch iba al volante y Marcie estaba a su lado. Llevaba el mismo vestido ceñido y las mismas botas altas con que la había visto apenas tres horas antes.

«Es esta noche, entonces». La memoria de Patch me había hecho retroceder sólo unas cuantas horas.

—Me ha estropeado el vestido —dijo Marcie, pellizcando el tejido pegado a sus muslos—. Estoy helada. Y apesto a refresco de cereza.

—¿Quieres mi cazadora? —le preguntó Patch sin apartar los ojos de la carretera.

—¿Dónde está?

—En el asiento de atrás.

Marcie se desabrochó el cinturón de seguridad, se apoyó con una rodilla entre su asiento y el de él y cogió la cazadora de cuero de Patch de donde estaba, a mi lado en el asiento. Cuando estuvo otra vez sentada de frente, se sacó el vestido por la cabeza y lo tiró al suelo, a sus pies. Aparte de la ropa interior, iba completamente desnuda.

Ahogué una exclamación.

Se enfundó la cazadora de Patch y se subió la cremallera.

—Gira por la próxima a la izquierda —le indicó.

—Conozco el camino a tu casa —le dijo Patch, llevando el Jeep hacia la derecha.

—No quiero ir a casa. A dos manzanas, gira a la izquierda.

Pero pasadas las dos manzanas, Patch continuó recto.

—Qué aburrido eres —dijo Marcie con un mohín de hastío—. ¿No tienes ni siquiera un poco de curiosidad por saber adónde quería que fuéramos?

—Es tarde.

—¿Me estás rechazando? —le preguntó ella con coquetería.

—Te dejaré en tu casa y luego me iré a la mía.

—¿Por qué no puedo ir contigo?

—A lo mejor algún día —contestó Patch.

«¿De veras?», hubiese querido espetarle a Patch. ¡Aquello era más de lo que me había concedido a mí nunca!

—Eso no es muy concreto que digamos. —Marcie sonrió con suficiencia, plantando los tacones en el salpicadero y enseñando más pierna.

Patch no dijo nada.

—Entonces, mañana por la noche —dijo Marcie. Hizo una pausa y prosiguió con una voz suave como el terciopelo—. Si no tienes que estar en alguna otra parte. Sé que Nora ha roto contigo.

Las manos de Patch se aferraron al volante.

—He oído que ahora sale con Scott Parnell. Ya sabes, el chico nuevo que ha venido. Es mono, pero ella ha salido perdiendo.

—De verdad, no quiero hablar de Nora.

—Bien, porque yo tampoco. Quiero hablar de nosotros.

—Creía que tenías novio.

—La palabra fundamental es que lo «tenía».

Patch giró a la derecha y enderezó el Jeep por el camino de entrada de la casa de Marcie.

No apagó el motor.

—Buenas noches, Marcie.

Ella se quedó un momento sentada, luego rio.

—¿No vas a acompañarme hasta la puerta?

—Eres una chica fuerte y capaz.

—Si mi padre está mirando no le hará gracia —dijo ella, alargando la mano para enderezarle el cuello de la camisa, y dejándola allí más de lo apropiado.

—No está mirando.

—¿Cómo lo sabes?

—Créeme.

Marcie bajó más la voz, sensual y tersa.

—¿Sabes? Realmente admiro tu fuerza de voluntad. Me dejas con la duda, y me gusta. Pero permite que te deje una cosa muy clara. No busco una relación. No me gustan los líos ni las cosas complicadas. No quiero sentimientos heridos, señales confusas, ni celos… Sólo quiero divertirme. Quiero pasármelo bien. Piénsalo.

Por primera vez, Patch se volvió hacia Marcie.

—Lo tendré en cuenta —le dijo por fin.

Por el perfil de Marcie, vi que sonreía. Se inclinó por encima del cambio de marchas y le dio a Patch un lento y apasionado beso. Él iba a apartarse pero no lo hizo. En cualquier momento pudo haber acabado con aquel beso, pero no lo hizo.

—Mañana por la noche —murmuró Marcie, apartándose por fin—. En tu casa.

—Tu vestido —le dijo él, haciendo un gesto hacia el montón húmedo del suelo.

—Lávalo y devuélvemelo mañana por la noche. —Se apeó del Jeep, corrió hacia la puerta de su casa y entró.

Me quedé con los brazos fláccidos alrededor del cuello de Patch. Me sentí demasiado dolida por lo que había visto para decir ni una sola palabra. Era como si me hubieran echado encima un cubo de agua fría. Tenía los labios hinchados por la rudeza de su beso, el corazón inflamado. Patch estaba en mi sueño. Lo compartíamos. En cierto modo era real. La idea era inquietantemente surrealista, bordeaba lo imposible, pero tenía que ser cierta. Si él no hubiera estado allí, si no se hubiera colado subrepticiamente en mi sueño, yo no habría podido tocar sus cicatrices ni haber sido catapultada hacia sus recuerdos.

Pero lo había sido. El recuerdo era vivo, legítimo y demasiado real.

Patch notó por mi reacción que lo que había visto no era nada bueno. Me sostuvo por los hombros y echó la cabeza hacia atrás para mirar el techo.

—¿Qué has visto? —me preguntó en voz baja.

Los latidos de mi corazón resonaban entre ambos.

—Has besado a Marcie —le dije, y me mordí fuerte el labio para retener las lágrimas.

Se pasó las manos por la cara y luego se pellizcó el caballete de la nariz.

—Dime que es un engaño mental. Dime que es un truco. Dime que tiene algún poder sobre ti, que no tienes más remedio que estar con ella.

—Es complicado.

—No —le dije, sacudiendo con rabia la cabeza—. No me digas que es complicado. Ya no hay nada complicado… no, después de todo lo que hemos pasado.

Me miró brevemente.

—No es amor.

Una especie de vacío se abrió paso en mi interior. Todas las piezas encajaron y de repente lo entendí. Estar con Marcie era un placer fácil. Una forma de autocomplacerse. En realidad, éramos conquistas para él. Era un jugador. Cada chica era un nuevo reto, un ligue a corto plazo para ampliar horizontes. Se regodeaba en el arte de la seducción. Le daba igual el desarrollo de la historia o su final: sólo le importaba el principio. Y, como las otras, yo había cometido el craso error de enamorarme de él. En cuanto se lo había dicho, había salido corriendo. Bien, nunca tendría que preocuparse de que Marcie le confesara su amor. Ella sólo se amaba a sí misma.

—Me pones enferma —le dije acusadora, con la voz temblorosa.

Patch se agachó, con los codos sobre las rodillas y la cara entre las manos.

—No he venido para herirte.

—¿Por qué has venido? ¿Para hacer el payaso a espaldas de los arcángeles? ¿Para herirme más de lo que ya me habías herido? —No esperé una respuesta. Me llevé las manos a la nuca y tiré de la cadena que me había dado hacía unos días. Me la arranqué bruscamente, y hubiese hecho una mueca de no ser porque estaba tan dolida que ya no notaba un poco más de dolor. Podría haberle devuelto la cadena el día que rompimos, pero me di cuenta, un poco demasiado tarde, de que hasta entonces no había perdido la esperanza. Seguía creyendo en nosotros. Me había aferrado a la idea de que aún podía hacer un trato con las estrellas para que me devolvieran a Patch. ¡Qué pérdida de tiempo!

Le arrojé la cadena.

—Quiero que me devuelvas el anillo.

Me miró fijamente un momento, luego se inclinó y recogió la camisa.

—No.

—¿Cómo que no? Quiero recuperarlo.

—Tú me lo diste —dijo, sin alzar la voz pero con rudeza.

—Bueno, pues he cambiado de idea. —Estaba colorada y ardía de rabia. Se quedaba el anillo porque sabía lo mucho que significaba para mí. Se lo quedaba porque, a pesar de haber sido ascendido a ángel custodio, su alma seguía siendo tan negra como el día que lo conocí. Y el error más grande que había cometido era haber sido tan estúpida como para creer otra cosa.

—¡Te lo di cuando era tan estúpida como para creer que te quería! —Le tendí la mano abierta—. Devuélvemelo. Ahora mismo. —No soportaba la idea de que Patch se quedara con el anillo de mi padre. No se lo merecía. No se merecía el único recuerdo tangible que me quedaba del verdadero amor.

Ignorando mis palabras, Patch se marchó.

Abrí los ojos.

Encendí la lamparilla y recuperé la visión a todo color. Me senté. Tenía la piel ardiendo por la descarga de adrenalina. Me toqué el cuello, buscando la cadena de plata de Patch, pero no la llevaba. Pasé la mano por las sábanas revueltas; quizá se me había caído mientras dormía.

Pero la cadena había desaparecido.

El sueño era real.

Patch había encontrado el modo de visitarme en sueños.