Capítulo

1

Delphic Beach, Maine

En la actualidad

Patch estaba de pie a mi espalda, con las manos apoyadas en mis caderas y el cuerpo relajado. Medía casi un metro noventa y era delgado, de complexión tan atlética que ni siquiera los tejanos y la camiseta, demasiado anchos, lograban disimularlo. Tenía el pelo y los ojos más negros que el azabache y una sonrisa sensual que no auguraba otra cosa que problemas, pero yo me había convencido de que no todos los líos eran para mal.

Los fuegos artificiales iluminaban el cielo nocturno, derramando un torrente de colores sobre el Atlántico. La multitud gritaba y jaleaba. Estábamos a finales de junio y Maine se preparaba para el verano celebrando el comienzo de dos meses de sol, arena y turistas con los bolsillos llenos. Yo daba la bienvenida a dos meses de sol, arena y un montón de tiempo que iba a pasar con Patch. Me había apuntado a un curso de química de la escuela de verano, pero tenía intención de monopolizar a Patch todo el tiempo restante.

Los bomberos lanzaban los fuegos artificiales desde un muelle situado apenas a doscientos metros de la playa donde nos encontrábamos. La arena vibraba bajo mis pies con cada estallido. Las olas rompían en la playa, al pie de la colina, y una música de carnaval sonaba a todo volumen. El aire estaba saturado de aromas. Olía a algodón de azúcar, palomitas y carne chisporroteante. El estómago me recordó que no había comido nada desde el almuerzo.

—Voy por una hamburguesa con queso —le dije a Patch—. ¿Tú quieres algo?

—Nada que esté en el menú.

Sonreí.

—¿Por qué flirteas conmigo, Patch?

Me besó la coronilla.

—Todavía no he empezado —dijo—. Voy yo por tu hamburguesa con queso. Disfruta del final de los fuegos artificiales.

Lo agarré por una presilla del cinturón.

—Gracias, pero voy yo a buscarla. No quiero sentirme culpable.

Enarcó las cejas.

—¿Cuándo fue la última vez que la chica del puesto de hamburguesas te dejó pagar? —le pregunté.

—Hace bastante.

—No te ha dejado pagar nunca. Quédate aquí. Si te ve me pasaré toda la noche con mala conciencia.

Patch abrió la cartera y sacó un billete de veinte.

—Déjale una buena propina.

Esta vez fui yo la que enarcó las cejas.

—¿Intentas hacer penitencia por todas las veces que te has llevado la comida gratis?

—La última vez que pagué, me persiguió y me metió el dinero en el bolsillo. Intento evitar que me meta mano de nuevo.

Sonaba a trola pero, conociendo a Patch, seguramente era cierto.

Busqué el final de la larga cola que rodeaba el puesto de hamburguesas y lo encontré cerca de la entrada del tiovivo. Era tan larga que me pareció que tendría que esperar un cuarto de hora. Un solo puesto de hamburguesas en toda la playa era muy poco americano.

Al cabo de unos minutos de paciente espera, estaba echando un vistazo alrededor tal vez por décima vez, aburrida, cuando vi a Marcie Millar a dos puestos de distancia, detrás de mí. Marcie y yo habíamos ido juntas al colegio desde el parvulario y, en los once años transcurridos desde entonces, la había conocido más de lo que estaba dispuesta a recordar. Por su culpa, todo el instituto había visto mi ropa interior varias veces. En primer ciclo de secundaria, la broma preferida de Marcie era robarme el sujetador de la taquilla del gimnasio y colgarlo en el tablón de anuncios que había fuera del despacho del director, aunque de vez en cuando tenía la inspiración de usarlo como centro de mesa en la cafetería, con las copas de la talla A llenas de budín de vainilla, coronadas por guindas confitadas. Una horterada. Marcie llevaba las faldas dos tallas demasiado pequeñas y quince centímetros demasiado cortas. Tenía el pelo rojizo y parecía un polo Popsicle:[1] si se ponía de lado prácticamente desaparecía.

Si hubiese habido un marcador de nuestras respectivas victorias y derrotas, seguro que Marcie hubiera tenido el doble de puntuación que yo.

—¡Eh! —dije, para atraer «sin querer» su atención y sin ver en su expresión la más mínima calidez.

Me devolvió el saludo en un tono apenas cortés.

Ver a Marcie en Delphic Beach esa noche era como jugar a encontrar los siete errores. El padre de Marcie era el dueño del concesionario Toyota de Coldwater, su familia vivía en un barrio exclusivo, en la ladera de la colina, y los Millar estaban orgullosos de ser los únicos habitantes de Coldwater a los que habían admitido en el prestigioso club náutico Harraseeket. En aquel preciso instante los padres de Marcie seguramente estaban en las regatas de Freeport pidiendo salmón.

En contraste, Delphic era una playa de pobres. La idea de un club náutico allí daba risa. El único restaurante era un puesto descolorido de hamburguesas donde sólo podías elegir si querías Ketchup o mostaza y, en los días de suerte, si querías patatas fritas. La diversión consistía en ir a ruidosos salones recreativos y montar en los coches de choque. El aparcamiento era famoso porque de noche vendían allí más drogas que en una farmacia.

No era el ambiente con el que el señor y la señora Millar hubieran querido que se «contaminara» su hija.

—¿No podemos avanzar más despacio todavía, señores? —gritó Marcie a los de la cola—. Estamos muertos de hambre aquí atrás.

—Sólo hay una persona atendiendo —le comenté.

—¿Ah, sí? Pues que contraten más personal. Oferta y demanda.

Dada su tendencia al despilfarro, Marcie era la persona menos indicada para dar discursos sobre economía.

Al cabo de diez minutos pude avanzar y me situé lo suficientemente cerca del puesto de hamburguesas para leer la palabra «Mostaza» garabateada con rotulador negro en la botella amarilla que compartíamos todos los clientes.

Detrás de mí, Marcie hizo la cosa más increíblemente bochornosa que pueda imaginarse.

—Estoy muerta de hambre, con «H» mayúscula —se quejó.

El primero de la cola pagó y se llevó su pedido.

—Una hamburguesa con queso y una Coca-Cola —le dije a la chica que atendía.

Mientras esperaba al lado de la plancha a que me entregaran el pedido, me volví hacia Marcie.

—Así que… ¿con quién has venido? —No tenía un especial interés en saber con quién estaba, sobre todo desde que no compartíamos ningún amigo, pero mi buena educación se impuso. Además, Marcie no me había hecho ninguna trastada desde hacía semanas y llevábamos un cuarto de hora en relativa paz. Tal vez fuese el inicio de una tregua, hora de olvidar el pasado y todo eso.

Bostezó, como si hablar conmigo fuera más aburrido que hacer cola mirando el cogote del de delante.

—No te ofendas, pero no me apetece charlar. Llevo haciendo cola como cinco horas, esperando por culpa de una incompetente que evidentemente es incapaz de cocinar dos hamburguesas a la vez.

La chica del mostrador tenía la cabeza inclinada, concentrada en quitar el papel encerado de las hamburguesas prefabricadas, pero me di cuenta de que la había oído. Seguramente detestaba su trabajo. Era probable que escupiera con disimulo en las hamburguesas cuando se daba la vuelta. No me hubiese sorprendido que al acabar el turno se fuera a su coche y se echara a llorar.

—¿Tiene idea tu padre de que andas por Delphic Beach? —le pregunté a Marcie, entornando apenas los ojos—. Eso podría empañar la reputación de la familia Millar. Sobre todo ahora que tu padre ha sido aceptado en el club náutico Harraseeket.

La expresión de Marcie fue glacial.

—Y a mí me sorprende que tu padre no sepa que estás aquí. ¡Oh, espera! Es verdad. Está muerto —me soltó.

Primero sentí una conmoción. Luego me indignó su crueldad. Se me hizo un nudo en la garganta de la rabia.

—¿Y qué? —alegó, encogiendo un solo hombro—. Está muerto. Eso es un hecho. ¿Quieres que mienta sobre los hechos?

—¿Puede saberse qué te he hecho yo?

—Nacer.

Su completa falta de sensibilidad me dejó anonadada, tanto que ni siquiera pude replicar. Recogí la hamburguesa con queso y la Coca-Cola del mostrador y dejé encima el billete de veinte. Quería correr al encuentro de Patch, pero aquello era entre Marcie y yo. A él le hubiese bastado con verme la cara para intuir que algo iba mal. No quería ponerlo entre las dos. Me quedé un momento a solas para rehacerme; encontré un banco cerca del puesto de hamburguesas y me senté sin perder la compostura, aguantando el tipo porque no quería darle a Marcie el gusto de arruinarme la noche.

Lo único que hubiese podido empeorar aquel momento habría sido saber que ella me miraba, satisfecha de haberme empujado a un pozo negro de autocompasión. Tomé un bocado de hamburguesa, pero tenía mal sabor. No podía pensar en otra cosa que en carne muerta. En terneras muertas. En mi padre muerto.

Eché la hamburguesa a la basura y me puse a caminar tragándome las lágrimas.

Con los brazos cruzados, abrazándome los codos, corrí hacia los baños del aparcamiento, esperando estar detrás de la puerta de un retrete antes de echarme a llorar. Había cola ante el baño de señoras, pero entré y me puse delante de uno de los espejos mugrientos. Incluso a la luz de la débil bombilla se me notaban los ojos enrojecidos y llorosos. Mojé una toalla de papel y me los humedecí. ¿Qué le pasaba a Marcie? ¿Qué le había hecho yo para que fuese tan cruel conmigo?

Inspiré profundamente unas cuantas veces, enderecé la espalda y levanté un muro imaginario al otro lado del cual dejar a Marcie. ¿Qué me importaba lo que dijera? Ni siquiera me caía bien. Su opinión nada significaba para mí. Era grosera y egocéntrica, y jugaba sucio. No me conocía y, desde luego, no conocía a mi padre. No valía la pena llorar por una sola de las palabras que salían de su boca.

«Pasa de ella», me dije.

Esperé a no tener los ojos tan rojos para salir del baño. Deambulé entre la gente buscando a Patch, y lo encontré en uno de los puestos de lanzamiento de pelotas. Estaba de espaldas a mí. A su lado, Rixon seguramente apostaba a que Patch sería incapaz de derribar un solo bolo. La historia de Rixon, un ángel caído, con Patch era larga, y sus lazos de amistad eran tan fuertes que se consideraban casi hermanos. Patch no dejaba entrar a muchas personas en su vida, y confiaba en muy pocas, pero, si alguien conocía todos sus secretos, ése era Rixon. Hasta hacía dos meses Patch también había sido un ángel caído. Luego me salvó la vida, recuperó las alas y se convirtió en mi ángel custodio. Se suponía que ahora estaba de parte de los buenos, pero yo en el fondo tenía la impresión de que su relación con Rixon y con el mundo de los ángeles caídos significaba mucho para él. Aunque no quisiera admitirlo, me parecía que lamentaba la decisión de los arcángeles de nombrarlo mi custodio. Al fin y al cabo, no era eso lo que él quería.

Él quería convertirse en humano.

El móvil sonó y me sacó de mis cavilaciones. Era el tono de llamada de mi mejor amiga, Vee, pero dejé que saltara el buzón de voz. Con una punzada de remordimiento, caí en la cuenta de que era la segunda llamada suya que no respondía aquel día. Me consolé con la idea de que la vería a primera hora de la mañana; a Patch, en cambio, no lo vería hasta el día siguiente por la noche. Tenía la intención de disfrutar de cada minuto que pasara con él.

Miré cómo lanzaba la pelota a una mesa con seis bolos pulcramente alineados, y el estómago me dio un ligero vuelco cuando la camiseta se le levantó y dejó al descubierto un trocito de espalda. Sabía por experiencia que era todo músculo. Tenía la espalda lisa y perfecta. Las cicatrices de ángel caído habían sido sustituidas por alas: unas alas que ni yo ni ningún humano podíamos ver.

—Apuesto cinco dólares a que no eres capaz de volver a hacerlo —le dije, acercándome por detrás.

Patch se volvió y sonrió.

—No quiero tu dinero, Ángel.

—Eh, chicos, no os paséis, que estamos en horario infantil —comentó Rixon.

—Los tres bolos que quedan —desafié a Patch.

—¿De qué clase de premio estamos hablando? —preguntó.

—Maldita sea —protestó Rixon—. ¿No podéis esperar a estar solos?

Patch me sonrió disimuladamente y luego tomó impulso con la pelota contra el pecho. Adelantó el hombro derecho y mandó la bola volando, tan fuerte como pudo. Los tres bolos que quedaban cayeron de la mesa con estruendo.

—Vaya, te has metido en un lío —me gritó Rixon por encima del barullo que armaban un puñado de espectadores que aplaudían y silbaban la hazaña.

Patch se apoyó en la caseta y arqueó las cejas, mirándome. El gesto significaba: «Págame».

—Has tenido suerte —le dije.

—Estoy a punto de tenerla.

—Escoge un premio —le ladró el viejo de la caseta a Patch, agachándose a recoger los bolos del suelo.

—El oso morado —dijo Patch, y cogió un espantoso osito violeta. Me lo tendió.

—¿Para mí? —pregunté, con una mano sobre el corazón.

—A ti te gusta lo que nadie quiere. En la tienda siempre te quedas con las latas abolladas. Me he fijado. —Metió un dedo bajo la cinturilla de mis tejanos y me atrajo hacia sí—. Vámonos de aquí.

—¿En qué estás pensando? —le pregunté. Pero fui toda ternura, porque sabía exactamente lo que estaba pensando.

—Vamos a tu casa.

Negué con la cabeza.

—Eso no. Está mi madre. Vamos a la tuya —le propuse.

Llevábamos dos meses saliendo juntos y todavía no sabía dónde vivía… y no porque no hubiera intentado enterarme. Dos semanas de relación me parecían suficientes para que me invitara a su casa, sobre todo porque Patch vivía solo. Dos meses me parecían ya una exageración. Intentaba no impacientarme, pero la curiosidad podía conmigo. No sabía ningún detalle de la vida privada de Patch, como de qué color tenía las paredes, si su abrelatas era eléctrico o manual, cuál era la marca de su gel de ducha o si usaba sábanas de algodón o de seda.

—Déjame adivinar —le dije—. Vives en un edificio secreto enterrado en las entrañas de la ciudad.

—Ángel.

—¿Tienes platos sucios en el fregadero? ¿Ropa sucia por el suelo? Tendremos mucha más intimidad que en casa.

—Es verdad, pero la respuesta sigue siendo no.

—¿Ha estado Rixon en tu casa?

—Rixon tiene que saber ciertas cosas.

—¿Yo no tengo que saberlas?

Torció la boca.

—Se trata de la cara oscura de las cosas.

—Si me las enseñas… ¿tendrás que matarme? —aventuré.

Me abrazó y me besó la frente.

—Caliente, caliente. ¿A qué hora tienes que volver?

—A las diez. La escuela de verano empieza mañana.

Era por eso y, además, porque mi madre se dedicaba a controlarnos a Patch y a mí prácticamente a tiempo completo. De haber salido con Vee, seguramente habría podido estar fuera hasta las diez y media. No culpaba a mamá por no confiar en Patch, porque hubo una época en la que yo opinaba lo mismo, pero me habría parecido más que conveniente que de vez en cuando no extremara tanto la vigilancia.

Como esa noche, por ejemplo. Además, no iba a pasar nada. No con mi ángel de la guarda a medio metro.

Patch miró el reloj.

—Tenemos que irnos.

A las diez y cuatro segundos Patch giró en redondo delante de la granja y estacionó junto al buzón. Apagó el motor y las luces del coche. Nos quedamos a solas en el campo, a oscuras. Llevábamos sentados un rato cuando me dijo:

—¿Por qué estás tan callada, Ángel?

Salí inmediatamente de mi ensimismamiento.

—¿Callada? Sólo estaba pensando.

Patch esbozó apenas una sonrisa.

—Mentirosa. ¿Qué te pasa?

—Estás de buen humor —le dije.

Sonrió un poco más.

—De muy buen humor.

—Me he encontrado con Marcie Millar en el puesto de hamburguesas —admití.

Necesitaba desahogarme. Evidentemente, lo sucedido todavía me reconcomía. Por otra parte, si no podía contárselo a Patch, ¿a quién se lo contaría? Hacía dos meses que nuestra relación consistía en un montón de besos espontáneos en el coche, fuera del coche, bajo las gradas y por encima de la mesa de la cocina. También hacíamos muchas manitas, nos acariciábamos el pelo y el brillo de labios se me corría. Pero se había convertido en mucho más que eso. Me sentía unida emocionalmente a Patch. Su amistad significaba más para mí que tener a cien conocidos. Al morir, mi padre me había dejado un vacío interior que amenazaba con devorarme. El vacío seguía allí, pero el dolor ya no era tan profundo. No quería seguir atrapada en un pasado en el que tenía todo lo que quería. Y eso debía agradecérselo a Patch.

—Ha tenido la falta de delicadeza de recordarme que mi padre murió.

—¿Quieres que hable con ella?

—Esa frase parece sacada de El padrino.

—¿Cuándo os declarasteis la guerra?

—De eso se trata. Ni siquiera lo sé. Solía ser yo la que se llevaba el último batido de chocolate en la bandeja del almuerzo. Luego, un día, en el instituto, Marcie escribió con aerosol en mi taquilla: «Puta». Ni siquiera lo hizo a escondidas. Todo el instituto fue testigo.

—¿Así, sin más? ¿Sin ningún motivo?

—Pues sí. Al menos, por ningún motivo que yo sepa.

Me puso un rizo detrás de la oreja.

—¿Quién está ganando la batalla?

—Marcie. Pero no será por mucho tiempo.

Sonrió de oreja a oreja.

—Duro con ella, tigre.

—Y además… ¿puta yo? En secundaria ni siquiera besé a nadie nunca. Marcie tendría que haber pintarrajeado su propia taquilla.

—Empieza a parecerme que tienes un trauma, Ángel. —Me pasó el dedo por debajo del tirante de la camiseta y su tacto fue como una descarga eléctrica—. Apuesto a que puedo sacarte a Marcie de la cabeza.

Había unas cuantas luces encendidas en el piso de arriba de la granja, pero como no vi la cara de mi madre pegada a ninguna ventana supuse que teníamos un poco de tiempo. Me desabroché el cinturón de seguridad y me incliné en la oscuridad, al encuentro de los labios de Patch. Lo besé despacio, saboreando la sal de su piel. Se había afeitado por la mañana, pero la barba incipiente me rascaba la barbilla. Pasó la boca casi rozándome la garganta y noté un leve lametazo que me hizo saltar el corazón.

Me besó el hombro desnudo. Empujó el tirante de la camiseta y me pasó la boca por el brazo. Para entonces yo quería estar lo más cerca posible de él. No quería que se fuera. Lo necesitaba en aquel momento y lo necesitaría al día siguiente y al otro. Lo necesitaba como no había necesitado a nadie jamás.

Pasé por encima del cambio de marchas y me puse a horcajadas sobre sus rodillas. Deslicé las manos por su pecho, lo agarré por la nuca y lo atraje hacia mí. Me abrazó la cintura, sujetándome, y yo me arrimé más a él.

Llevada por el momento, le metí las manos por debajo de la camisa, pensando únicamente en lo mucho que me gustaba notar el calor de su cuerpo en mis palmas. En cuanto rocé con los dedos la zona de la espalda donde antes solían estar las cicatrices de sus alas, una luz distante estalló en el fondo de mi conciencia. Oscuridad absoluta rota por un destello de luz cegadora. Era como mirar un fenómeno cósmico desde millones de kilómetros de distancia. Estaba sintiendo cómo mi mente era absorbida por la de Patch, entre los millares de recuerdos personales en ella almacenados, cuando me cogió la mano y me la bajó, alejándola del punto donde las alas le brotaban de la espalda. En un rápido remolino, todo volvió a la normalidad.

—Buen intento —murmuró, acariciándome con los labios mientras lo decía.

Le mordí el labio inferior.

—Si puedes ver mi pasado simplemente tocándome la espalda, has resistido mucho tiempo la tentación de hacerlo.

—He estado mucho tiempo evitando tocarte sin contar con este premio añadido.

Reí, pero enseguida me puse seria. Ni siquiera esforzándome conseguía recordar cómo era la vida sin Patch. Por la noche, cuando me acostaba, recordaba claramente el timbre grave de su risa, el modo en que sonreía con la comisura derecha un poco levantada, el tacto cálido de sus manos, suaves y deliciosas, tocándome la piel. En cambio, sólo esforzándome mucho conseguía recordar algo de los dieciséis años anteriores. Tal vez porque aquellos recuerdos palidecían en comparación con Patch. O quizá porque no tenía ninguno bueno.

—No me dejes nunca —le dije, tirando de él con un dedo metido bajo el cuello de su camisa.

—Eres mía, Ángel —murmuró, acariciándome la mandíbula con sus palabras mientras yo arqueaba el cuello invitándolo a besarme por todas partes—. Siempre me tendrás.

—Demuéstrame que lo dices en serio —le dije solemne.

Me estudió un momento y luego se llevó las manos a la nuca y se desabrochó la cadena de plata que llevaba desde el día que lo conocí.

No tenía ni idea de dónde procedía aquella cadena ni qué significaba, pero intuí que era importante para él. Era la única joya que llevaba, siempre en contacto con la piel, debajo de la camisa. Nunca lo había visto quitársela.

Me rodeó el cuello y me abrochó la cadena de plata. El metal que se posó sobre mi piel todavía conservaba su calor.

—Me la dieron cuando era arcángel —me dijo—. Para ayudarme a distinguir la verdad de la mentira.

La toqué con delicadeza, consciente de su importancia.

—¿Todavía funciona?

—A mí no me funciona. —Entrelazó sus dedos con los míos y acercó mi mano para besarme los nudillos—. Ahora te toca a ti.

Me quité un pequeño anillo de cobre del dedo medio de la mano izquierda y se lo di. Tenía un corazón grabado a mano en la cara interna.

Patch sostuvo el anillo y lo examinó en silencio.

—Mi padre me lo compró una semana antes de que lo mataran —le dije.

Patch me miró brevemente.

—No puedo aceptarlo.

—Es la cosa más importante para mí. Quiero que lo tengas. —Le cerré la mano sobre el anillo.

—Nora… —Dudó un momento—. No puedo aceptarlo.

—Prométeme que lo conservarás. Prométeme que nadie se interpondrá nunca entre nosotros. —Le sostuve la mirada, sin dejar que él la apartara—. No quiero vivir sin ti. No quiero que esto se acabe.

Patch tenía los ojos negros como la pizarra, más oscuros que un millón de secretos amontonados. Bajó la mirada hacia el anillo que tenía en la mano y le dio vueltas despacio.

—Júrame que nunca dejarás de quererme —dije en un susurro.

Él asintió de un modo apenas perceptible.

Así su cadena y la apreté contra mí, besándolo más apasionadamente, sellando nuestra promesa. Cerré mi mano sobre la suya; el borde afilado del anillo se nos clavaba en las palmas. Nada de lo que hacía me acercaba lo suficiente a él, nunca lo tenía bastante. Dejé que el anillo se me hundiera en la mano hasta que estuve segura de que me había cortado. Un juramento de sangre.

Cuando creí que el pecho se me hundiría por falta de aire, me aparté, dejando sólo la frente apoyada en la suya, con los ojos cerrados y los hombros agitados por la respiración.

—Te quiero —murmuré—. Te quiero más de lo que creía posible.

Esperaba que respondiera, pero en vez de hacerlo me abrazó estrechamente, de un modo casi protector. Volvió la cabeza hacia el bosque del otro lado del camino.

—¿Qué pasa? —le pregunté.

—He oído algo.

—A mí, diciéndote que te quiero —le dije con una sonrisa, perfilándole la boca con el índice.

Esperaba que volviera a sonreír, pero siguió con los ojos clavados en los árboles, cuyas ramas proyectaban sombras cambiantes al moverse con la brisa.

—¿Qué hay ahí fuera? —le pregunté, siguiendo su mirada—. ¿Un coyote?

—Algo no me gusta.

Se me heló la sangre y me bajé de sus rodillas.

—Me estás asustando. ¿Es un oso? —Llevábamos años sin ver un oso, pero la granja estaba muy alejada de la ciudad y sabíamos que los osos deambulaban hambrientos por los alrededores cuando despertaban de la hibernación, buscando comida.

—Enciende las luces y toca el claxon —le dije. Escruté el bosque para captar cualquier movimiento. El corazón se me aceleró un poco al recordar la vez que mis padres y yo habíamos visto por las ventanas de la granja cómo un oso sacudía nuestro coche, olfateando la comida que había dentro.

Detrás de mí se encendieron las luces del porche. No tuve que darme la vuelta para saber que mi madre estaba esperando en la puerta, con el ceño fruncido y dando golpecitos con un pie en el suelo.

—¿Qué es? —le pregunté una vez más a Patch—. Mamá ha salido de casa. ¿Corre peligro?

Puso en marcha el motor del Jeep.

—Entra. Tengo que hacer una cosa.

—¿Que entre? ¿Estás de broma? ¿Qué pasa?

—¡Nora! —me llamó mi madre con enfado bajando los escalones. Se paró a un metro del coche y me indicó que bajara el cristal de la ventanilla.

—¿Patch? —insistí.

—Te llamaré luego.

Mi madre abrió la puerta de un tirón.

—Hola Patch —saludó brevemente.

—Hola Blythe —asintió él, distraído.

Mamá se volvió hacia mí.

—Llegas con cuatro minutos de retraso.

—Ayer llegué con cuatro minutos de adelanto.

—Los minutos ahorrados no se suman a la hora de volver a casa. Entra. Inmediatamente.

No quería irme hasta que Patch me respondiera, pero como no veía alternativa le dije:

—Llámame.

Asintió una sola vez, pero intuí por su mirada que estaba pensando en otra cosa. En cuanto me hube apeado del coche, el Jeep salió disparado de un acelerón.

Fuera a donde fuese Patch, llegaría en un abrir y cerrar de ojos.

—Cuando te digo que llegues a una hora espero que llegues a esa hora —me reconvino mamá.

—Sólo cuatro minutos tarde. —Mi tono sugería que estaba exagerando.

Me lanzó una mirada de completa desaprobación.

—El año pasado asesinaron a tu padre. Hace dos meses tuviste tu propio encontronazo con la muerte. Creo que me he ganado el derecho a sobreprotegerte.

Volvió hacia la casa caminando rígida, los brazos cruzados sobre el pecho.

Vale. Era una hija insensible y desconsiderada. Lo reconozco.

Presté atención a la hilera de árboles del otro lado del camino. Todo tenía el mismo aspecto de siempre. Esperaba que un escalofrío me avisara de que había algo detrás, algo que yo no era capaz de ver. Pero nada. Una brisa cálida de verano rizaba la hierba, en el aire flotaba el chirrido de las cigarras. El bosque estaba tranquilo a la luz plateada de la luna.

Patch no había visto nada en el bosque. Se había marchado porque yo había pronunciado dos palabras muy fuertes y muy estúpidas que se me habían escapado antes de poder refrenarme. ¿En qué estaba pensando? No. ¿En qué pensaba Patch? ¿Se había ido para no tener que responderme? Estaba casi segura de saber la respuesta. Y estaba casi segura de que ésta explicaba por qué me había quedado plantada, mirando la parte trasera de su Jeep.