Viernes, 7
Esta mañana hemos dado el examen oral. A las ocho estábamos ya todos en nuestros sitios. A las ocho y cuarto empezaron a llamarnos de cuatro en cuatro para ir al salón de actos, donde había una mesa cubierta con un tapete verde, y sentado en torno a ella el Director y cuatro maestros, entre ellos el nuestro.
Yo fui uno de los primeros llamados. ¡Pobre maestro! ¡Cómo me he dado hoy cuenta de lo mucho que nos quiere!
Mientras los demás nos preguntaban, él no nos quitaba ojo, se turbaba cuando vacilábamos en responder, prestaba oído muy atento y nos hacía la mar de gestos con las manos y con la cabeza para decirnos: «¡Bien!», «¡no!», «¡presta atención!», «¡más despacio!», «¡ánimo!». Si hubiese podido hablar, nos habría sugerido todas las respuestas. Un padre no habría hecho más que él. De buena gana le habría dado las gracias diez veces delante de todos.
Cuando los otros maestros dijeron: «Está bien, vete tranquilo», le brillaron los ojos de alegría.
Yo volví seguidamente a la clase para esperar a mi padre. Aún estaban allí casi todos. Me senté junto a Garrone. Yo no estaba contento. Pensaba que era la última vez que íbamos a vernos. Aún no le había dicho a mi buen compañero que al año siguiente no estaría en cuarto con él, porque tenía que marcharme de Turín con mi familia. Como siempre, estaba algo encogido, con la cabeza inclinada sobre el banco, pintando adornos alrededor de una foto de su padre, vestido de maquinista, un hombre recio y alto, con cuello de toro y aspecto serio y honrado como él. Mientras hacía sus dibujos, como tenía la camisa algo desabrochada, vi sobre su desnudo pecho la cruz que le regalara la madre de Nelli cuando supo que protegía a su hijo.
Me creí obligado a manifestarle que me ausentaría definitivamente de Turín. Haciendo un esfuerzo, le dije, sin mirarle:
—Garrone, este otoño mi padre se marchará de Turín para siempre.
Me preguntó si me marcharía yo también, y le respondí que sí.
—Entonces —añadió—, ¿no te tendremos de compañero en cuarto curso?
Le contesté que no. De momento se quedó callado, prosiguiendo su trabajo. Luego sin levantar la cabeza, me preguntó:
—¿Te acordarás de tus compañeros de tercero?
—Sí, sí, de todos —le repuse—; pero de ti… más que de nadie. ¿Quién puede olvidarse de ti?
Él, contrariado, me dirigió una mirada como queriendo decirme mil cosas, pero guardó silencio. Se limitó a alargarme su mano izquierda, fingiendo que seguía dibujando con la derecha. Yo estreché entre las mías aquella mano fuerte y leal.
En aquel instante entró de prisa el maestro, con la cara encendida y dijo en voz baja y rápida, en tono alegre: «¡Hasta ahora todo va bien; a ver si los que quedan continúan lo mismo! ¡Mucho ánimo, hijitos! ¡Estoy contento de vosotros!». Para mostrar su alegría, al salir con paso rápido, hizo como que tropezaba y tenía que agarrarse a la pared para no caerse; ¡él, a quien no habíamos visto reír en todo el curso! La cosa nos pareció tan sumamente extraña, que, en vez de reírnos, todos nos quedamos asombrados; nos sonreímos, pero ninguno se rió. Aquel acto de alegría, propio de un chiquillo, sin saber por qué, me produjo pena y ternura. Tal momento de alegría era su único premio, la compensación por nueve meses de paciencia, de esfuerzos y de sinsabores. Para aquel resultado satisfactorio se había afanado y había ido a dar clase muchas veces estando enfermo. Aquello, y nada más que aquello, nos pedía a cambio de tanto cariño y de tantas preocupaciones. Ahora me parece que, al acordarme de él, siempre lo veré en aquella postura; y si nos encontramos, le recordaré el acto que tan hondo me ha llegado al corazón, y no dejaré de besar sus canas.