El ejército

Domingo, 11. Fiesta nacional.

Retrasada siete días por la muerte de Garibaldi.

Fuimos a la plaza del Castillo para presenciar el desfile de los soldados ante el Comandante del Cuerpo de ejército, en medio de dos grandes hileras de gente. Conforme iban desfilando al son de las cornetas y bandas de música, me indicaba mi padre las unidades militares y los gloriosos recuerdos de las distintas banderas.

Primeramente pasaron los alumnos oficiales de la academia militar, que luego serán oficiales de Ingenieros y de Artillería, unos trescientos, con uniformes negros, muy marciales y desenvueltos, como soldados y estudiantes. Tras ellos desfiló la Infantería: la brigada de Aosta, que luchó en Goito y en San Martino, y la de Bérgamo, que se batió en Castelfidardo; cuatro regimientos, compañía tras compañía, millares de penachos rojos, que parecían otras tantas dobles guirnaldas de flores muy largas, color sangre, tendidas y agitadas por ambos extremos y llevadas a través de la multitud.

Después de la Infantería avanzaron los soldados de Ingenieros, los obreros de la guerra, con sus penachos de crin negros y galones de color carmesí. Mientras desfilaban, se veían avanzar tras ellos centenares de largas plumas que sobresalían por encima de las cabezas de los espectadores: eran los alpinos, los defensores de las fronteras de Italia, todos ellos altos, sonrosados y fuertes, con sombreros calabreses y las divisas de color verde vivo, como la hierba de sus montañas. Todavía desfilaban los alpinos cuando la multitud se sintió estremecida ante la aparición de los «bersalleros», el antiguo duodécimo batallón, los primeros que entraron en Roma por la brecha de Porta Pía, morenos, marciales, vivarachos, con los penachos agitados por el viento; pasaron como oleada de negro torrente, haciendo retumbar la plaza con agudos toques de trompeta, que parecían gritos de alegría.

Pero su charanga quedó sofocada por un estrépito sordo y continuado, que anunciaba a la artillería de campaña, pasando gallardamente sentados en los altos armones, tirados por trescientas parejas de briosos caballos, los valerosos soldados de cordones amarillos, y los largos cañones de bronce y de acero, muy relucientes en sus ligeros afustes, que saltaban y resonaban, haciendo temblar el suelo. A continuación marchaba lenta, grave y bella, con apariencia pesada y ruda, con sus altos soldados y sus poderosos mulos, la artillería de montaña, que lleva la desolación y la muerte hasta donde llega la planta humana.

Finalmente pasó al galope, con los cascos que brillaban al sol, las lanzas derechas y las banderas desplegadas, deslumbrantes de oro y plata, llenando el aire de retintines y de relinchos, el apuesto regimiento de caballería de Génova, que cayó como un torbellino sobre diez campos de batalla, desde Santa Lucía a Villafranca.

—¡Qué bonito es todo esto! —exclamé.

Pero mi padre casi me reprochó tal expresión, y me dijo:

—No debes considerar al ejército como un bonito espectáculo. Todos esos jóvenes, pletóricos de vida y de esperanzas, pueden ser llamados en cualquier momento para defender al país y quedar muertos en pocas horas por la metralla enemiga. Cada vez que oigas gritar con motivo de una fiesta: «¡Viva el ejército! ¡Viva Italia!», figúrate también los campos de batalla cubiertos de cadáveres y anegados en sangre, pues entonces los vítores al ejército te saldrán de lo más profundo del corazón y te parecerá más severa y grandiosa la imagen de Italia.