Miércoles, 5
Como quiera que continúa haciendo un tiempo espléndido, nos han hecho pasar los aparatos de gimnasia desde la sala al jardín.
Garrone estaba ayer en el despacho del señor Director cuando llegó la madre de Nelli, la rubia señora vestida de negro, para rogarle que dispensara a su hijo de los nuevos ejercicios. Cada palabra le costaba un esfuerzo, y hablaba teniendo una mano sobre la cabeza de su hijo.
—No puede… —dijo al Director.
Sin embargo Nelli se mostró muy contrariado ante la posibilidad de quedar excluido de dichos ejercicios y sufrir una humillación más…, por lo que dijo a su madre:
—Ya verás, mamá, que soy capaz de hacer lo que otros.
Su madre le miraba en silencio, con aire de compasión y de afecto. Después dijo algo cavilosa:
—Me dan miedo sus compañeros…
Quería decir que temía se burlasen de él. Pero Nelli le replicó:
—No me importa nada… Además, está Garrone. Basta que él no se burle.
Entonces consintieron que fuese a la clase de gimnasia.
El profesor, el de la cicatriz en el cuello, que sirvió a las órdenes de Garibaldi, nos llevó enseguida a las barras verticales, que son muy altas, y había que subirse hasta lo último, quedando de pie sobre el eje transversal. Derossi y Coretti subieron como dos monos; también se mostró ágil en la subida el pequeño Precossi, aunque estorbándole el chaquetón que le llegaba hasta las rodillas, y para hacerle reír y estimularle, le repetíamos su acostumbrado estribillo:
—Perdona, perdona.
Stardi bufaba, se ponía rojo como un pavo y apretaba los dientes como perrito rabioso; pero aunque hubiese reventado habría llegado a lo último, como, en efecto, llegó. También superó la prueba Nobis, que adoptó desde lo alto la postura de un emperador. Votini se resbaló dos veces, a pesar de su bonito traje con listas azules, que le habían hecho expresamente para la gimnasia.
Para subir con mayor facilidad, todos nos embadurnábamos las manos con pez griega, o colofonia, como la llaman, y, por supuesto, es el traficante de Garoffi quien la provee a todos en polvo, vendiéndola a perragorda el cucurucho, ganándose casi otro tanto.
NOS EMBADURNÁBAMOS LAS MANOS CON PEZ GRIEGA
Luego le correspondió a Garrone, que trepó, sin dejar de masticar pan, como si no tuviera importancia, y creo que habría sido capaz de subir llevando a uno de nosotros a la espalda; tanta es la fuerza de ese torete. Después de Garrone llegó la vez a Nelli. En cuanto se agarró a las barras con sus largas y débiles manos, muchos empezaron a reírse y burlarse; pero Garrone cruzó sus robustos brazos sobre el pecho y dirigió en torno suyo una mirada tan expresiva, que todos comprendieron que recibiría unos guantazos, aun en presencia del profesor, el que prosiguiera en la burla. Ante esto, todos dejaron de reírse inmediatamente.
Nelli empezó a subir; al pobrecillo le costaba mucho; se ponía morado; respiraba fuerte y le corría el sudor por la frente.
El profesor le dijo:
—¡Baja!
Pero no le obedeció, y hacía esfuerzos obstinados. Yo esperaba verle caer de un momento a otro, medio muerto. ¡Pobre, Nelli! Pensaba que, de haber estado en su lugar, en caso de que me hubiese visto mi madre, habría sufrido muchísimo. Y lo hacía porque le aprecio y no sé qué habría dado para hacerle subir; le habría empujado desde abajo sin que me vieran. Entretanto Garrone, Derossi y Coretti le decían:
—¡Arriba, arriba, Nelli! ¡Venga, valiente! ¡Animo, sigue!
Nelli hizo un gran esfuerzo, lanzando un gemido y estuvo a dos palmos del travesaño.
—¡Muy bien, valiente! —gritaron los otros—. ¡Animo! Ya no falta más que un poquito.
Nelli se agarró al travesaño, y todos le aplaudimos.
—¡Bravo! —dijo el profesor—, pero ya está bien. Bájate.
Sin embargo Nelli quiso hacer lo mismo que los anteriores, y, después de no poco esfuerzo, consiguió poner los codos en el travesaño, luego las rodillas, y, por último, los pies, plantándose, al fin, en él. Sin casi poder respirar, pero sonriendo, nos dirigió a todos una mirada de satisfacción. Todos le aplaudimos de nuevo y él volvió la cabeza hacia la calle. Yo me volví también en aquella dirección y, a través de las plantas que hay delante de la verja del jardín, vi a su madre, que paseaba por la acera, sin atreverse a mirar.
Nelli descendió y todos le felicitamos. Estaba excitado, colorado y le brillaban los ojos; no parecía el mismo.
A la salida, cuando la madre salió a su encuentro y le preguntó con inquietud, abrazándole:
—¿Qué tal ha ido, hijo mío?
Todos respondimos a coro:
—¡Lo ha hecho muy bien! Ha subido como nosotros. Está fuerte, ¿sabe? ¡Y ágil! Hace lo que cualquier otro.
No es para decir la alegría de la buena señora. Quiso darnos las gracias uno por uno, y no pudo. Estrechó la mano a tres o cuatro, hizo una caricia a Garrone, se llevó consigo al hijo y los vimos marchar un gran trecho de prisa, hablando y gesticulando entre ellos, sumamente contentos como antes no los había visto nadie.