Martes, 4
Cumpliendo su promesa, mi madre me llevó ayer, después de almorzar, a la guardería infantil de la avenida de Valdocco, para recomendar a la directora a una hermanita de Precossi.
Yo no había visto nunca un centro así. ¡Qué bien lo pasé! Eran doscientos, entre niños y niñas, tan pequeños, que nuestros parvulitos de la primera inferior son unos hombres a su lado. Llegamos cuando entraban en fila de a dos en el refectorio, donde había dos mesas muy largas con muchas escotaduras redondas, y en cada una de ellas una escudilla negra, llena de arroz y habichuelas, y una cuchara de estaño al lado.
Al entrar, algunos se caían y permanecían sentados en el suelo, hasta que acudían las maestras para levantarlos. Muchos se paraban ante una escudilla, creyendo que fuese aquel su sitio, y engullían inmediatamente una cucharada; pero alguna maestra les decía: «¡Adelante!». Ellos daban tres o cuatro pasos y tomaban otra cucharada, y así hasta que llegaban a su puesto, después de haber consumido a cucharadas sueltas media ración por lo menos. Al fin, a fuerza de empujarlos y de gritar: «Cada cual a su sitio», los pusieron en orden y empezó la oración. Pero los de la fila de dentro, que para rezar tenían que ponerse de espaldas a la escudilla, volvían de vez en cuando la cabeza para no perderla de vista y que nadie les birlase nada; rezaban con las manos juntas y la mirada hacia el cielo, pero con el corazón en la comidita. Terminada la oración, empezaron a comer.
¡Qué espectáculo tan divertido! Uno comía con dos cucharas; otro se servía exclusivamente de las manos; muchos cogían las habichuelas una a una y se las iban guardando en el bolsillito; otros, en cambio, se las ponían en el delantalito y las machacaban hasta convertirlas en una pasta. No faltaban los que no comían por embobarse viendo volar las moscas, y algunos estornudaban y lanzaban una granizada de arroz en torno suyo. Aquello parecía un gallinero. Pero era muy divertido. Eran dignas de verse las dos hileras de niñas con el pelo sujeto en lo alto de la cabeza con cintas rojas, verdes y azules. Una maestra preguntó a una fila de ocho niñas:
—¿Dónde se cría el arroz?
Las ocho abrieron la boca llena de comida y respondieron a una, cantando:
—El arroz se cría en el agua.
Después mandó la maestra:
—¡Manos en alto!
Y fue bonito observar que se levantaban todos aquellos bracitos, que unos meses antes estaban en pañales, y agitarse todas las manecitas, dando la sensación de ser otras tantas mariposas blancas y sonrosadas.
Luego salieron al recreo, no sin antes coger las cestitas con la merienda, que estaban colgadas en la pared.
Fueron al jardín y se esparcieron, sacando sus provisiones: pan, ciruelas pasas, un trocito de queso, un huevo hervido, peras pequeñitas, un puñado de garbanzos o un ala de pollo. En unos instantes todo el jardín estuvo cubierto de migajas y partículas como si en él hubieran esparcido granzas para bandadas de pájaros. Comían en las posturas más extrañas, como los conejos, los topos, los gatos, royendo, lamiendo, chupando. Un niño sostenía sobre su pecho una rebanada de pan y la iba untando con una níspola, como si sacara brillo a una espada. Unas niñas estrujaban en la mano requesones frescos que escurrían como leche entre los dedos y se los metían en las mangas, sin que ellas se apercibieran. Corrían y se perseguían con las manzanas y los panecillos en los dientes, como los perritos. Vi a tres que introducían un palillo en un huevo duro creyendo descubrir en él verdaderos tesoros, lo esparcían por el suelo y luego lo recogían pedacito a pedacito con gran paciencia, como si hubiesen sido perlas. Los que llevaban algo extraordinario tenían a su alrededor a ocho o diez criaturas con la cabeza inclinada hacia el interior, como habrían mirado la luna en un pozo. Al menos unos veinte estaban alrededor de un chiquito que tenía en la mano un cucurucho de azúcar, y todos le hacían cumplidos para que les permitiese mojar el pan; él lo consentía a unos; y a otros, después de hacerse rogar, sólo les permitía chuparse el dedo.
Entretanto mi madre había acudido al jardín y acariciaba ora a uno ora a otro. Muchos le seguían, e incluso se le echaban encima para pedirle un beso, poniendo la carita hacia arriba, como si mirasen a un tercer piso, abriendo y cerrando la boca cual si pidieran de mamar. Uno le ofreció un gajo de naranja ya mordido; otro una cortecita de pan; una niña le dio una hoja, otra le enseñó muy seriecita la punta del dedo índice, donde, fijándose bien, podía verse una ampollita microscópica, que se había hecho el día anterior al tocar la llama de una vela. Le ponían ante los ojos, como grandes maravillas, insectos tan pequeños que no me explico cómo podían verlos y cogerlos, pedazos de tapón de corcho, botoncitos de camisa y florecitas cortadas de las macetas. Un niño con la cabeza vendada, que quería se le atendiese a toda costa, le balbuceó no sé qué historia de una voltereta, sin que se le entendiera lo más mínimo; otro quiso que mi madre se inclinase y le dijo al oído:
—Mi padre hace escobas.
Mientras tanto ocurrían por todas partes mil peripecias que obligaban a acudir a las maestras: niñas que lloraban porque no podían deshacer un nudo del pañuelo; otras que por dos semillas de manzana disputaban a gritos y se arañaban; un niño se había caído boca abajo sobre un banquito volcado, y lloraba por no poderse levantar.
Antes de marcharnos, mi madre tomó en brazos a tres o cuatro y entonces acudieron de todas partes, con las caras manchadas de yema de huevo y de zumo de naranja, para que los cogiera; uno le agarraba las manos; otro le cogía un dedo para verle la sortija; quién le estiraba de la cadenita del reloj y había uno que se empeñaba en tocarle las trenzas.
—¡Cuidado, señora —decían las maestras—, que le van a estropear el vestido!
Pero mi madre no hacía caso y continuó besándolos. Se le echaban encima, los primeros con los bracitos extendidos, como queriendo trepar por ella, y los más distantes tratando de abrirse paso para ponerse en primer término. Todos le decían a gritos:
—¡Adiós! ¡Adiós! ¡Adiós!
Al fin logró escapar del jardín, y entonces todos corrieron a asomarse por entre los barrotes de la verja, para verla pasar y sacar los bracitos fuera en saludo, ofreciéndolo todavía pedazos de pan, trocitos de níspola y cortezas de queso, gritando a la vez:
—¡Adiós! ¡Adiós! ¡Adiós! ¡Vuelve mañana! ¡Ven otra vez!
Mi madre, al pasar, movió su mano por encima de aquellas cien manecitas que se agitaban, como sobre una guirnalda de rosas vivas, y cuando estuvimos en la calle, a pesar de ir ella cubierta de migajas y de manchas, manoseada y despeinada, con una mano llena de flores y los ojos hinchados por las lágrimas, se sentía tan contenta como si saliera de una fiesta.
A lo lejos seguía oyéndose el vocerío del jardín de la guardería infantil, como un gorjeo de pajarillos, diciendo:
—¡Adiós! ¡Adiós! ¡Ven otra vez, señora!