Lunes, 20
Toda la ciudad es un hervidero bullicioso a causa del carnaval, que está terminando. En las plazas hay carruseles y barracones de titiriteros. Ante nuestras ventanas tenemos, precisamente, un circo de lona, donde trabaja una pequeña compañía veneciana que tiene cinco caballos.
El circo se encuentra en medio de la plaza, y en sitio aparte hay tres grandes carretas, donde los artistas duermen y se visten; tres casitas sobre ruedas, con sus ventanitas y una pequeña chimenea cada una, que siempre está echando humo; entre las ventanitas se ve tendida ropa de criaturas.
Hay una mujer que da de mamar a un niño de pecho, hace la comida y baila, además, en la cuerda.
¡Pobre gente!
Se les llama titiriteros de forma despectiva, y, sin embargo, se ganan honradamente el pan divirtiendo a la gente. ¡Y hay que ver lo que se esfuerzan y trabajan!
Todo el santo día van del circo a las carretas y viceversa, en camiseta, ¡con el frío que hace! Toman dos bocados de prisa y corriendo, sin ni siquiera sentarse, entre una y otra representación, y a veces, cuando tienen ya lleno el circo, se mueve un viento fuerte que rasga las lonas y apaga las luces, y ¡adiós espectáculo! Se ven obligados a devolver el dinero y a trabajar toda la noche para reparar los desperfectos del barracón.
En el circo trabajan dos muchachos, a uno de los cuales reconoció mi padre cuando cruzaba la plaza. Es el hijo del dueño, el mismo a quien vimos el año pasado hacer los juegos a caballo en un circo de la plaza de Víctor Manuel.
Ha crecido; tendrá unos ocho años; es un chaval guapo, de carita redonda y morena, ojos de pillín, con muchos rizos negros que se le salen del sombrero cónico. Viste de payaso, metido en una especie de saco grande con mangas, de color blanco y bordados negros. Calza zapatitos de tela. Es un diablillo, que gusta a todos. Hace de todo. Por la mañana temprano se le ve envuelto en un mantón, llevando la leche a su casita de madera; luego va a buscar los caballos a la cuadra, que está en una calle inmediata; tiene en brazos al niño de pecho; transporta aros, caballetes, barras, cuerdas; limpia los carros, enciende el fuego y en los momentos de descanso no se aparta de su madre.
Mi padre lo observa desde la ventana y no cesa de hablar de él y de los suyos, que parecen buena gente y tienen traza de querer mucho a sus hijos.
Una noche fuimos al circo. Hacía frío y no había casi nadie; pero no por eso dejaba el payasito de estar en continuo movimiento para entretener al escaso público: daba saltos mortales, se agarraba al rabo de los caballos, andaba con las piernas en alto él solo, y cantaba, mostrando siempre sonriente su graciosa cara morena; su padre, vestido de rojo, con pantalones blancos, botas altas y la fusta en la mano, le miraba; pero estaba triste.
Mi padre sintió compasión de ellos y al día siguiente habló del asunto con el pintor Delis, que vino a casa. ¡Esa pobre gente se mata trabajando para ganar muy poco! El que da más lástima es el gracioso payasito. ¿Qué se podría hacer por ellos? El pintor tuvo una idea.
—Publica un buen artículo en el periódico —le dijo—, ya que sabes escribir; cuenta los prodigios del payasito y yo haré un esbozo de su retrato; todos leen el periódico y al menos una vez irá gente.
Así lo hicieron. Mi padre escribió un bonito artículo, lleno de gracia, que decía lo que nosotros veíamos desde las ventanas y ponía ganas de conocer y acariciar al pequeño artista, y el pintor trazó un bonito retrato artístico que fue publicado el sábado por la tarde. En la representación del domingo acudió una gran multitud al circo. Estaba anunciado: Gran función a beneficio del payasito como se le llamaba en el periódico. Mi padre me llevó a los asientos de la primera fila.
En la entrada habían fijado un ejemplar del periódico. No cabía un alfiler. Muchos de los espectadores llevaban en la mano el periódico, que enseñaban al payasito, el cual se reía y corría de un lado para otro sumamente satisfecho.
El circo se llenó por completo y faltaron localidades.
El dueño estaba que no cabía en sí de gozo. Hasta entonces ningún periódico se había ocupado de su espectáculo, y el éxito estaba a la vista. No hay que decir que la recaudación superó todas las previsiones.
Mi padre se sentó a mi lado. Entre los espectadores había gente conocida. Cerca de la entrada por donde aparecían los caballos se hallaba, de pie, nuestro maestro de gimnasia, que había militado a las órdenes de Garibaldi, y frente a nosotros, en la segunda fila vi al albañilito, con su carita redonda, sentado junto al gigante de su padre; en cuanto se cruzó con mi mirada, me hizo la mueca del hocico de liebre. Algo más allá vi a Garoffi, que contaba los espectadores y calculaba con los dedos lo que se habría recaudado. En las sillas de la primera fila, a cierta distancia de nosotros, estaba el pobre Robetti, el que salvó a un niño de ser atropellado por el ómnibus, teniendo las muletas entre las rodillas, junto a su padre, el capitán de Artillería, que tenía apoyada una mano sobre su hombro.
Empezó la función.
En cierto momento vi que el maestro de gimnasia hablaba al oído con el dueño del circo, y que éste dirigía repentinamente una mirada por las sillas de la primera fila, como si buscase a alguien. Su vista se quedó fija en nosotros. Mi padre lo advirtió, comprendiendo que el maestro le habría dicho que era el autor del artículo aparecido en el periódico y, para evitar compromisos y que acudiera el buen hombre a darle las gracias, se ausentó del local diciéndome:
—Quédate, Enrique. Te esperaré fuera.
El payasito, tras haber intercambiado unas palabras con su padre, realizó un ejercicio más. De pie sobre el caballo, que galopaba, se vistió cuatro veces: primero de peregrino, luego de marinero, después de soldado, y, por último, de acróbata, y cuantas veces pasaba por delante de mí me dirigía una mirada afectuosa.
Al bajarse, empezó a dar una vuelta por la pista con el sombrero de payaso en la mano, a modo de bandeja, y la gente le echaba monedas, dulces, y otras cosas; pero cuando llegó frente a mí, puso el sombrero atrás, me miró y pasó adelante. Quedé mortificado. ¿Por qué me había hecho aquello?
Una vez terminada la representación, el dueño dio las gracias al público y todos los espectadores se levantaron y se dirigieron en tropel hacia la salida. Yo iba entre la multitud y estaba para salir cuando noté que me tocaban una mano. Me volví; era el payasín, de agraciada carita morena y de negros ricitos, que me sonreía. Tenía las manos llenas de confites. Entonces comprendí.
—¿Querrías —me dijo— aceptar estos dulces del payasito?
Yo le indiqué que sí y tomé tres o cuatro.
—Entonces —añadió—, acepta también un beso.
—Dame dos —respondí, y le ofrecí la cara. El se limpió con la manga la cara enharinada, me rodeó el cuello con un brazo y me dio dos besos en las mejillas, diciéndome: —Toma y lleva uno a tu padre.