Miércoles, 4
Tenía razón mi padre al decir que el maestro estaba de malhumor porque no se encontraba bien, y desde hace tres días, efectivamente, le sustituye el suplente, el joven barbilampiño que parece poco más que un chiquillo.
Esta mañana sucedió una cosa desagradable. Ya el primer día y el segundo habían alborotado en la clase porque el suplente tiene mucha paciencia y no se hace respetar. No para de decir: «¡Estaos quietos y en silencio, por favor!». Pero esta mañana los chicos se han pasado de la raya. Tanto y tan fuerte se hablaba, que no se oían sus palabras; él amonestaba y suplicaba, mas no le hacían caso. Dos veces se asomó el Director y, al irse, crecía el murmullo, como en un mercado.
Garrone y Derossi hacían señas a sus compañeros para que guardasen buena compostura, ya que era una vergüenza lo que estaba sucediendo; pero inútilmente. Solamente estaban quietos y callados, Stardi, con los codos en el pupitre y los puños en las sienes, pensando, quizá, en su famosa biblioteca, y Garoffi, el de la nariz en forma de gancho y apasionado por los sellos, que estaba muy ocupado extendiendo papeletas para la rifa de un tintero de bolsillo. Los demás charlaban y reían, hacían sonar plumas clavadas por la punta en los bancos, y se tiraban bolitas de papel utilizando las ligas de los calcetines.
El suplente agarraba por el brazo ya a uno, ya a otro, los sacudía y hasta puso a uno de cara a la pared. Todo resultaba inútil.
No sabiendo ya qué hacer, ni a qué santo invocar, decía:
—¿Pero por qué hacéis esto? ¿Queréis obligarme a castigaros? —después daba fuertes puñetazos en la mesa y gritaba con voz de rabia y de impotencia:
—¡Silencio! ¡Silencio! ¡Silencio!
Daba realmente pena oírle; pero el griterío seguía aumentando.
Franti le tiró una flecha de papel; unos imitaban el maullar de los gatos; otros se daban pescozones; era un desbarajuste imposible de describir. De pronto entró el bedel y dijo:
—Señor maestro, le llama el Director.
El maestro se levantó y salió de prisa desesperado. El alboroto se hizo entonces más fuerte.
Mas he aquí que sube Garrone al estrado, descompuesto y apretando los puños, gritando, ahogado por la indignación:
—¡Acabad de una vez! Sois unos perfectos botarates. Abusáis porque es bueno. Si os moliese los huesos, estaríais más sumisos que los perros. Sois una cuadrilla de truhanes. Al primero que haga ahora lo más mínimo, le espero fuera y le rompo los dientes, ¡aunque sea en presencia de su padre!
Acto seguido, reinó el silencio más profundo.
¡Qué gusto daba ver a Garrone echando chispas por los ojos! Parecía un leoncillo furioso. Miró uno a uno a los más díscolos y todos ellos bajaban la cabeza. Cuando el suplente volvió a la clase con los ojos enrojecidos, se podía oír el vuelo de una mosca. Se quedó asombrado. Pero después, al ver a Garrone muy rojo y agitado, lo comprendió todo, y le dijo con expresión de gran afecto, como se lo habría dicho a un hermano:
—¡Muchas gracias, Garrone!