Miércoles, 28
Mi compañero Stardi sería capaz de imitar al pequeño florentino. Esta mañana ocurrieron en la escuela dos sucesos memorables: Garoffi estaba loco de contento porque le habían devuelto su álbum con la propina de tres sellos de la república de Guatemala, que él buscaba desde hacía tres meses. Stardi, por su parte, ha obtenido la segunda medalla. ¡Casi nada! ¡Stardi el primero de la clase después de Derossi!
Todos quedamos sorprendidos. Quién lo habría dicho en octubre cuando le llevó su padre metido en el capote verde, diciendo al maestro en presencia de todos nosotros: «¡Tenga mucha paciencia con él, pues es bastante duro de mollera!». Al principio se le creía un perfecto adoquín. Pero él se dijo: «O reviento o triunfo»; y empezó a estudiar con ahínco de día y de noche, en casa, en la escuela, en el paseo, apretando los dientes y con los puños cerrados, tan paciente como un buey, terco como un mulo, y así, a fuerza de machacar, sin hacer caso de las burlas, y dando puntapiés o codazos a los que le distraían, el testarudo ha adelantado a los demás.
No comprendía lo más mínimo de Aritmética; llenaba de disparates las redacciones, no lograba aprender de memoria un período y ahora resuelve los problemas, escribe correctamente y canta las lecciones como un papagayo. Claramente se ve que posee una voluntad de hierro si uno se fija en su facha: cabeza cuadrada y sin cuello, las manos cortas y gorditas, y una voz áspera. Estudia incluso en los pedazos de periódico y en los anuncios de los teatros; en cuanto reúne unas monedas se compra un libro, habiéndose ya formado, de ese modo, una pequeña biblioteca, y en un momento de buen humor me dijo que me llevaría a su casa para que la viera. No habla con nadie, ni enreda; siempre se le ve en el banco con los puños en las sienes, tan firme como una roca, oyendo la explicación del maestro. ¡Cuánto se ha debido esforzar el pobre Stardi!
Aunque el maestro estaba esta mañana impaciente y de mal humor, al entregarle la medalla, le dijo:
—Te felicito, Stardi, el que la sigue la consigue.
Pero él no parecía estar enorgullecido; ni siquiera ha sonreído, y en cuanto ha regresado al banco, con su medalla, ha vuelto a apoyar las sienes en los puños, a estar más inmóvil y con mayor atención que antes.
Pero lo mejor ha ocurrido a la salida. Le esperaba su padre, un sangrador, grueso y tosco como él, de cara ancha y voz de trueno. El hombre no se esperaba aquella medalla, ni lo quería creer; fue menester que se lo asegurase el maestro, y entonces se echó a reír de gusto, dio una suave manotada en el pescuezo de su hijo, diciendo en voz alta:
—¡Muy bien, querido ceporrón mío!
Y le miraba sumamente complacido, asombrado y riéndose de gusto. También nos sonreíamos todos los que estábamos a su alrededor; pero no él, que estaba serio pensando ya en la lección del día siguiente.