Las maestras

Sábado, 17

Garoffi estaba hoy muy atemorizado, esperando una regañina del maestro; pero el maestro no ha asistido y, como faltaba también el suplente, ha venido a dar la clase la señora Cromi, la más vieja de las maestras, que tiene dos hijos mayores y ha enseñado a leer y a escribir a muchas señoras que ahora van a llevar a sus niños a la escuela Baretti. Hoy estaba triste porque tenía un hijo enfermo. Apenas la vieron, empezaron a meter ruido. Pero ella, con voz pausada y serena, dijo:

—Respetad mis canas; yo casi no soy ya una maestra, sino una madre.

Y entonces ninguno se atrevió a hablar más, ni siquiera aquel alma de cántaro de Franti, que se contentó con hacerle burla sin que lo viera. A la clase de la señora Cromi mandaron a la señora Delcati, maestra de mi hermano; y al puesto de ésta, a la que llaman la monjita, porque va siempre vestida de oscuro, con una falda negra; su cara es pequeña y la voz tan gangosa, que parece está murmurando oraciones.

—Y es cosa que no se comprende —dice mi madre—: tan suave y tan tímida, con aquel hilito de voz siempre igual, que apenas suena, sin incomodarse nunca; y, sin embargo, los niños están tan quietos, que no se les oye, y hasta los más atrevidos inclinan la cabeza en cuanto les amenaza con el dedo; parece una iglesia su clase, y por eso también la llaman la monjita.

Pero hay otra que me gusta mucho: la maestra de primera enseñanza elemental número tres; una joven con la cara sonrosada, que tiene dos lunares muy graciosos en las mejillas, y que lleva una pluma roja en el sombrero y una crucecita amarilla al cuello. Siempre está alegre; y alegre también tiene su clase; sonríe y, cuando grita con aquella voz argentina, parece que canta; pega con la regla en la mesa y da palmadas para imponer silencio; después, cuando salen, corre como una niña detrás de unos y de otros para ponerlos en fila; y a éste le tira del babero, al otro le abrocha el abrigo para que no se resfríe; los sigue hasta la calle para que no se alboroten; suplica a los padres que no les castiguen en casa; lleva pastillas a los que tienen tos; presta su manguito a los que tienen frío, y está continuamente atormentada por los más pequeños, que le hacen caricias y le piden besos, tirándola del velo y del vestido; pero ella se deja acariciar y los besa a todos riendo, y todos los días vuelve a casa despeinada y ronca, jadeante y tan contenta, con sus graciosos lunares y su pluma roja. Es también maestra de dibujo de las niñas, y sostiene con su trabajo a su madre y a su hermano.