Domingo, 11
El albañilito ha venido hoy a casa, vestido con una cazadora y vieja ropa del padre, todavía blanca por la cal y el yeso. Mi padre deseaba que viniese aún más que yo. ¡Qué gusto nos ha dado! Al entrar se ha quitado el viejísimo sombrero, cubierto de nieve, y se lo ha metido en el bolsillo; después ha venido hacia mí con su andar descuidado de trabajador cansado, volviendo a una y otra parte su cabeza redonda como una manzana y con su nariz achatada. En el comedor, después de echar una mirada a los muebles, se ha detenido mirando un cuadrito que representa a Rigoletto, un bufón jorobado, y le ha puesto la cara con su acostumbrado «hocico de liebre». Es imposible no reírse al verle hacer esa mueca.
Luego nos hemos puesto a jugar con palitos. Tiene una habilidad extraordinaria para hacer torres y puentes, que parece no se caen de milagro; trabaja en eso muy serio y con la paciencia propia de un hombre. Entre una y otra construcción me ha ido hablando de su familia: viven en una buhardilla; su padre va a la escuela de adultos, de noche, para aprender a leer; su madre es de Biella. Deben quererle mucho, porque, aunque va vestido pobremente, está bien resguardado del frío con ropa cuidadosamente remendada y el lazo de la corbata hecho con exquisito gusto. Me ha dicho que su padre es un hombretón, un gigante que apenas cabe por las puertas, pero bonachón; acostumbra a llamar a su hijo «hocico de liebre»; él, por el contrario, es más bien bajo para la edad que tiene.
A las cuatro hemos merendado pan y pasas, sentados en el sofá el uno junto al otro, y al terminar, no sé por qué, mi padre no ha querido que limpiase el respaldo manchado de blanco por el albañilito con su chaquetón. Me ha detenido la mano y luego lo ha limpiado él sin que le viéramos. Jugando, al albañilito se le ha caído un botón de la cazadora, y mi madre se lo ha cosido, poniéndose él muy rojo, admirado y confuso, conteniendo el aliento. Después le he enseñado el álbum de caricaturas, y él, sin darse cuenta, imitaba las muecas de aquellas caras tan bien, que mi padre no ha podido contener la risa. Tan contento estaba al irse, que se ha olvidado de ponerse su viejo sombrero y, al llegar a la escalera, para mostrarme su reconocimiento, me ha hecho una vez más la gracia de poner el «hocico de liebre». Se llama Antonio Rabucco, y tiene ocho años y ocho meses…
¿Sabes, hijo mío, por qué no quise que limpiaras el sofá? Porque hacerlo viéndolo tu compañero era casi reñirlo por haberlo ensuciado. Y no convenía, primeramente porque no lo había manchado adrede, y, luego, porque lo había ensuciado con ropa de su padre, que se la había enyesado trabajando: y lo que se mancha trabajando no es suciedad, sino polvo, cal o lo que quieras; todo menos suciedad. El trabajo no mancha. No digas nunca de un obrero que sale del trabajo: «Está sucio». Debes decir: «Lleva en su ropa las señales, las huellas de su trabajo». Recuérdalo bien. Quiere mucho al albañilito, ante todo porque es compañero tuyo, y después porque es hijo de un trabajador.
TU PADRE.