Mi amigo Garrone

Viernes, 4

No han sido más que dos los días de vacaciones y me parece que he estado mucho tiempo sin ver a Garrone. Cuanto más lo conozco, tanto más lo aprecio, y lo mismo les sucede a los demás, con excepción de los presuntuosos y arrogantes, aunque a su lado no puede haberlos, porque no permite que ninguno se haga el mandón. Cada vez que uno de los mayores levanta la mano sobre un pequeño, grita éste: «¡Garrone!» y el mayor no osa pegarle.

Garrone es el más alto de la clase; levanta un banco con una mano; no para de comer. Su padre es maquinista del tren y él empezó a ir tarde a la escuela porque estuvo enfermo dos años. Es muy servicial: cualquier cosa que se le pida, un lápiz, una goma, papel o el cortaplumas, lo presta o lo da. Es muy serio, y en clase ni habla ni se ríe; está muy quieto en el banco, que resulta reducido para él, debiendo tener la espalda agachada y la cabeza como metida en los hombros. Cuando lo miro, me dirige una sonrisa y entorna los ojos, cual si quisiera decirme: «¿Qué, Enrique? Somos amigos, ¿no?».

Da risa verle tan grandote y corpulento, con su chaqueta, pantalones, mangas y todo demasiado estrecho y corto; el sombrero no le cubre la cabeza; lleva el pelo rapado, botas pesadas y la corbata siempre arrollada como un cordel. ¡Cuánto quiero a ese muchacho! Basta ver una vez su cara para tomarle cariño. Todos los más pequeños desearían tenerlo junto a sí como compañero de banco. Sabe mucho de Aritmética. Lleva los libros atados con una correa de cuero encarnado. Tiene una navajita con mango nacarado que se encontró el año pasado en la plaza de Armas, y un día se cortó un dedo hasta el hueso, pero ninguno se lo notó en clase, y en su casa no dijo nada para no asustar a sus padres. Consiente que le digan cualquier cosa sin tomarlo nunca a mal; pero, ¡ay si le dicen «no es verdad» cuando afirma algo! Entonces echa chispas por los ojos y da puñetazos capaces de partir el banco.

El sábado por la mañana dio una moneda a un chiquito de la primera superior que estaba llorando en medio de la calle porque le habían quitado el suyo y ya no podía comprarse el cuaderno que necesitaba.

Hace tres días que está afanado en escribir una carta de ocho páginas, con dibujos hechos a pluma en los lados, para el onomástico de su madre, que viene con frecuencia a esperarlo; una mujer alta y gruesa como él, muy cariñosa.

El maestro está siempre mirándole, y cada vez que pasa a su lado le da palmaditas en el cuello cariñosamente.

Me gusta estrecharle la mano, que, por lo grande y gorda, parece la de un hombre. Yo le quiero mucho.

Estoy seguro de que arriesgaría su vida por salvar a un compañero y que hasta se dejaría matar por defenderlo. Aunque por su hablar recio parezca que refunfuñe, su voz viene, en vez, de un corazón noble y generoso.