Martes, 1
Ayer por la tarde fui a la escuela de niñas que está al lado de la nuestra para entregarle el cuento del muchacho paduano a la maestra de Silvia, que lo quería leer. ¡Setecientas chicas hay allí! Cuando llegué, empezaban a salir, muy contentas, por las vacaciones de Todos los Santos y de los Difuntos; y vi algo inolvidable.
Frente a la puerta de la escuela, en la otra acera de la calle, estaba apoyado en la pared y la frente sobre el brazo, un deshollinador muy pequeño, que tenía la cara completamente tiznada y sostenía el saco y el raspador de su oficio. El muchacho lloraba a lágrima viva, sollozando. Se le acercaron dos o tres chicas de la segunda sección que le preguntaron:
—¿Qué te pasa? ¿Por qué lloras así?
Pero él no les respondía y continuaba llorando.
—¿Qué tienes? ¿Por qué lloras? —le volvieron a preguntar.
Quitó entonces el brazo del rostro, dejando al descubierto una cara infantil, y, gimoteando, les dijo que había estado trabajando en varias casas limpiando chimeneas, que había ganado seis reales y los había perdido por habérsele escurrido las monedas por un roto que tenía en el bolsillo —les hizo ver el agujero sacándose el forro—, no atreviéndose a volver a su casa sin el dinero.
—¡El amo me pegará! —dijo sollozando de nuevo y dejando caer otra vez la frente sobre el brazo con ademán de desesperación.
Las chicas le miraron muy serias. Entretanto se habían acercado otras muchachas mayores y pequeñas, pobres y acomodadas, con sus carteras bajo el brazo. Una de las mayores, que llevaba una pluma azul en el sombrero, se sacó del bolsillo dos monedas y dijo a todas:
—Yo sólo tengo estas dos monedas. ¿Por qué no hacemos una colecta?
—También tengo yo otras dos monedas —dijo otra vestida de encarnado—; entre todas podemos reunir por lo menos treinta.
Empezaron a llamarse unas a otras:
—¡Amalia! ¡Luisa! ¡Anita! ¡Una moneda! ¿Quién tiene dinerito? ¡Aquí hace falta dinero!
Algunas llevaban para comprar flores o cuadernos y lo entregaron enseguida. Otras, más pequeñas, sólo pudieron dar calderilla. La de la pluma azul se hacía cargo de todo e iba diciendo:
—¡Ocho, diez, quince!
Pero hacía falta más.
Entonces llegó una mayor, que parecía una maestrita, y entregó una moneda de plata, recibiendo palabras de alabanza. Todavía faltan cinco monedas de bronce.
—¡Ahora vienen las de cuarto! —dijo una. Llegaron, efectivamente, las de cuarto y llovieron las monedas. Todas se arremolinaban, y era hermoso ver al pobrecito deshollinador en medio de chicas vestidas con diversos colores, en todo aquel círculo de plumas, de lazos y de rizos.
Habían reunido más de lo perdido por el chico, y las más pequeñas, que no tenían dinero, se abrían paso entre las mayores ofreciendo sus ramitos de flores, por dar también algo.
Poco después llegó la portera, gritando:
—¡La señora Directora!
Las chicas se dispersaron en todas direcciones como desbandada de pájaros, quedando el pequeño deshollinador solo en medio de la calle, enjugándose los ojos, muy contento, con las manos llenas de dinero y con ramitos de flores en los ojales de la chaqueta, en los bolsillos, en el sombrero, habiendo no pocas flores incluso por el suelo, rodeando sus pies.