La otra madre tenía mejor aspecto que nunca: sus mejillas lucían un ligero colorete y los cabellos ondeaban como si fuesen serpientes perezosas en un día de calor. Parecía que acababa de sacar brillo a sus ojos de botones negros.
Atravesó el espejo, como quien se abre paso entre las aguas, y miró a Coraline. Después de abrir la puerta con la llavecita de plata, la tomó en brazos, al igual que hacía su verdadera madre cuando era muy pequeña, y meció a la niña semidormida como si fuese un bebé.
La otra madre llevó a Coraline a la cocina y la depositó con mucho cuidado sobre la mesa.
Coraline intentó despertarse: tenía la vaga idea de que la habían abrazado y acariciado, y quería más, hasta que se dio cuenta de dónde y con quién estaba.
—No pasa nada, Coraline, cariño mío —dijo la otra madre—. Te he sacado del armario. Necesitabas una lección, pero sabemos templar la justicia con la misericordia. Odiamos el pecado, pero amamos al pecador. Has de ser una niña buena que quiere a su madre, así que sé obediente y habla con educación, y nos entenderemos perfectamente y nos querremos como debe ser.
Coraline se frotó los ojos para disipar las telarañas del sueño.
—Hay más niños allí —dijo—, muy viejos, de hace mucho tiempo.
—¿Allí dónde? —le preguntó la otra madre. Parecía muy ajetreada entre las cazuelas y el frigorífico, del que sacó huevos, queso, mantequilla y un paquete de rosadas lonchas de beicon.
—Allí, donde estaba —contestó Coraline—. Creo que pretendes convertirme en uno de ellos, en una concha muerta.
La otra madre sonrió amablemente. Con una mano echó los huevos en un cuenco, y con la otra los removió y los batió. Luego, en una sartén puso una porción de mantequilla, que burbujeó y dio vueltas al añadir finas lonchas de queso. A continuación, echó la mezcla de mantequilla y queso sobre los huevos batidos, y la removió bien.
—Me parece que te estás poniendo un poco tonta, cielo —dijo la otra madre—. Te quiero y siempre te querré. Nadie medianamente sensato cree en los fantasmas… porque son unos mentirosos empedernidos. Mira qué desayuno tan delicioso te estoy preparando. —Volcó la mezcla amarilla en la sartén—. Tortilla de queso, tu favorita.
A Coraline se le hizo la boca agua.
—Te gustan los juegos, ¿no? —comentó la niña—. Al menos eso me han contado.
Los ojos negros de la otra madre relampaguearon.
—A todo el mundo le gustan los juegos —dijo a modo de respuesta.
—Sí —confirmó Coraline, bajando de la mesa para sentarse a comer.
El beicon chisporroteaba y se doraba en la parrilla. Olía muy bien.
—¿No te gustaría ganarme con todas las de la ley? —le preguntó Coraline.
—Es posible —contestó la otra madre. Aparentaba indiferencia, pero sus dedos se crisparon y comenzaron a tamborilear, y se humedeció los labios con la lengua de color escarlata—. ¿Qué me ofreces en concreto?
—A mí misma —dijo la niña apretando las rodillas por debajo de la mesa para que no temblasen—. Si pierdo, me quedaré contigo para siempre y dejaré que me quieras. Seré la hija más obediente del mundo: comeré tu comida y jugaremos al juego de las familias. Y permitiré que me cosas botones en los ojos.
La otra madre se quedó mirándola sin mover los negros botones.
—Suena muy bien —reconoció—. ¿Y si no pierdes?
—En ese caso me dejas marchar. Nos dejas marchar a todos: a mis verdaderos padres, a los niños muertos, a todos los que tienes atrapados aquí.
La otra madre sacó el beicon de la parrilla y lo puso en un plato, en el cual deslizó también la tortilla de queso que estaba en la sartén, tras darle una vuelta para que tomase la forma perfecta.
Colocó el plato del desayuno ante Coraline, junto con un vaso de zumo de naranjas recién exprimidas y un tazón de chocolate caliente y espumoso.
—Sí —admitió—. Creo que me gusta. Pero ¿de qué juego se trata? ¿Es una adivinanza, un examen de conocimientos o de habilidades?
—Un juego de explorar —anunció Coraline—, de descubrir cosas.
—¿Y qué crees que vas a descubrir jugando al escondite, Coraline Jones?
Coraline dudó.
—A mis padres —dijo al fin—, y las almas de los niños que están detrás del espejo.
La otra madre esbozó una sonrisa triunfante y Coraline se preguntó si había hecho la elección correcta. De todos modos, ya era tarde para volverse atrás.
—Trato hecho —afirmó la mujer—. Ahora cómete el desayuno, cariño. No te preocupes…, no te hará daño.
Coraline miró el desayuno y se odió a sí misma por ceder tan fácilmente, pero estaba hambrienta.
—¿Cómo voy a saber que mantendrás tu palabra? —le preguntó la niña.
—Lo juro. Lo juro sobre la tumba de mi madre.
—¿Tiene tumba?
—Claro que sí. Yo misma la puse allí, y cuando intentó escabullirse, la volví a enterrar.
—Júralo sobre otra cosa para que me fíe de tu palabra.
—Por mi mano derecha —dijo la otra madre levantándola. Movió los largos dedos lentamente y exhibió unas uñas semejantes a garras—. Lo juro por esto.
Coraline se encogió de hombros.
—De acuerdo —aceptó—. Trato hecho.
Se comió el desayuno procurando no zamparlo de golpe. Tenía más hambre de lo que pensaba.
La otra madre la observó mientras comía. Era difícil descubrir la expresión de los ojos de botones negros, pero a Coraline le pareció que la mujer también estaba hambrienta.
Se bebió el zumo de naranja, y aunque le hubiese gustado, no se sintió con valor suficiente para tomar el chocolate.
—¿Por dónde empiezo a buscar? —preguntó Coraline.
—Por donde quieras —contestó la otra madre como si no le importase lo más mínimo.
Coraline la miró y se puso a pensar. Decidió que era inútil explorar el jardín y los alrededores, ya que no existían, no eran reales. En el mundo de la otra madre no había una cancha de tenis abandonada ni un pozo sin fondo. Lo único real era la casa.
Echó un vistazo a la cocina: abrió el horno, escudriñó el congelador, hurgó en el compartimento de verduras del frigorífico. La otra madre la seguía, contemplándola con una sonrisa de satisfacción en los labios.
—¿De qué tamaño son las almas? —le preguntó Coraline.
La mujer se sentó ante la mesa de la cocina y se apoyó en la pared, sin decir nada. Se tocó los dientes con una larga uña pintada con esmalte carmesí, y luego dio golpecitos suaves con el dedo, «tap, tap, tap», sobre la brillante superficie de sus ojos de botones negros.
—Muy bien —repuso Coraline—. No me lo digas. No importa. Me da igual que me ayudes o no. Todo el mundo sabe que las almas son del tamaño de un balón de playa.
Esperaba que la otra madre dijese algo como «Tonterías, son como las cebollas maduras, o como maletas, o como los relojes de pared», pero se limitó a sonreír y a seguir toqueteándose el ojo con el dedo, de forma constante e incansable, como si fuese el goteo del grifo de un fregadero.
Y entonces Coraline se dio cuenta de que lo que oía era realmente el ruido del agua y de que se hallaba sola en la cocina.
La niña se estremeció. Prefería que la otra madre estuviera visible: si no estaba en ningún sitio, podía estar en cualquier parte. Y, además, tememos más lo que no vemos. Se metió las manos en los bolsillos y cerró los dedos en torno a la tranquilizadora piedra agujereada. La sacó del bolsillo, se la puso delante de los ojos como si sostuviese una pistola y se dirigió al vestíbulo.
Lo único que se oía era el goteo del agua en el fregadero de metal.
Contempló el espejo del fondo. Durante un instante se empañó y le pareció que sobre el cristal flotaban rostros borrosos y difusos, pero enseguida desaparecieron y no quedó más que una niña, demasiado pequeña para su edad, que sostenía algo que emitía suaves destellos, como si fuese carbón verde.
Coraline se miró la mano con sorpresa y vio tan sólo una piedra con un agujero en medio, un guijarro de anodino color marrón. Después volvió a mirar el espejo, en el que la piedra resplandecía como una esmeralda: de ella salía una estela de fuego verde que conducía a la habitación de Coraline.
—¡Hum! —exclamó ella.
Se dirigió a su cuarto. Los juguetes revolotearon excitados cuando entró, como si estuviesen contentos de verla, y de la caja salió un pequeño carro de combate que la saludó tras rodar sobre otros juguetes. Cayó al suelo y quedó tirado sobre la alfombra, como un escarabajo patas arriba, rechinando las bandas rodantes hasta que Coraline lo recogió y le dio la vuelta; entonces el tanque se escabulló bajo la cama avergonzado.
Coraline registró la habitación.
Miró en los armarios y en los cajones. Después, cogió la caja de los juguetes por un lado y la volcó sobre la alfombra: los juguetes resonaron, se estiraron y se movieron con torpeza. Una canica gris rodó por el suelo hasta chocar con la pared. Coraline pensó que ningún juguete tenía aspecto de alma. Examinó una pulsera de plata con dijes en forma de minúsculos animalitos que se perseguían unos a otros: el zorro nunca atrapaba al conejo, y el oso no podía alcanzar al zorro.
Coraline abrió la mano y observó la piedra agujereada en busca de una pista, pero no encontró ninguna. La mayoría de los juguetes se habían escabullido para esconderse debajo de la cama, y los pocos que quedaban (un soldado de plástico verde, la canica de cristal, un yoyó de color rosa chillón y otros) eran las típicas cosas que están en el fondo de las cajas de juguetes en la vida real: objetos olvidados, abandonados y rechazados.
Estaba a punto de irse para buscar en otro sitio, cuando se acordó de un suave murmullo que había oído en la oscuridad y le había dicho lo que debía hacer. Levantó la piedra agujereada hasta la altura del ojo derecho: entonces cerró el ojo izquierdo y miró la habitación a través del agujero.
A través de la piedra, el mundo era gris e incoloro, como un dibujo a lápiz. Todo parecía gris…, no, no todo: en el suelo brillaba algo, algo semejante a una brasa en la chimenea del cuarto de los niños, del color de un tulipán naranja y escarlata meciéndose bajo el sol de mayo. Coraline alargó la mano izquierda, sin apartar la vista del objeto por miedo a que desapareciese, y agarró titubeante aquella cosa encendida.
Cerró los dedos en torno a algo suave y frío, lo sujetó bien y se decidió a apartar la vista de la piedra agujereada y a mirar hacia abajo. En la rosada palma de la mano tenía la aburrida canica de cristal gris que había quedado en el fondo de la caja de los juguetes. Volvió a alzar la piedra y observó la canica a través del agujero: ardía y emitía destellos de fuego rojo.
Una voz susurró dentro de su cabeza: «En realidad, señora, creo que yo era un niño, ahora que lo pienso bien. Oh, pero debe darse prisa. Aún hay que encontrar a otros dos, y la vieja bruja se ha enfadado mucho porque usted me ha descubierto».
«Si he de hacer esto —pensó Coraline—, no quiero llevar su ropa». Se cambió y se puso su pijama, la bata y las zapatillas, y dejó el suéter gris y los vaqueros negros cuidadosamente doblados sobre la cama, y las botas naranja en el suelo, junto a la caja de los juguetes.
Se guardó la canica en el bolsillo de la bata y fue al vestíbulo.
Algo la picó y le escoció en la cara y las manos, como si se tratase de remolinos de arena en la playa en un día de viento. Se tapó los ojos y siguió adelante.
La arena era cada vez más irritante y resultaba muy difícil avanzar, como si anduviese contra el aire un día de vendaval. Era un viento frío y cruel.
Dio un paso atrás con intención de retroceder.
«Oh, continúe andando —le susurró una voz fantasmal al oído—. La vieja bruja está furiosa».
Avanzó por el vestíbulo y otra ráfaga de viento le lanzó sobre el rostro y las mejillas arena invisible, punzante como las agujas y cortante como el cristal.
—Juega limpio —le gritó Coraline al viento.
No hubo respuesta: el viento la azotó de nuevo con irritación, y luego amainó y desapareció. En medio del silencio repentino la niña oyó, al pasar ante la cocina, el goteo del agua que caía del grifo estropeado, o tal vez se tratase de las largas uñas de la otra madre tamborileando con impaciencia sobre la mesa. Coraline resistió la tentación de mirar.
En un par de zancadas se puso ante la puerta principal y salió de la casa.
Coraline bajó las escaleras y rodeó el edificio hasta que llegó a la puerta del piso de las señoritas Spink y Forcible. Las bombillas que adornaban la puerta parpadeaban al azar deletreando palabras que Coraline no entendía. La puerta estaba cerrada. Coraline temió que estuviese echado el cerrojo y la empujó con todas sus fuerzas: al principio parecía bloqueada, pero luego, de repente, cedió y Coraline se precipitó dando traspiés en la oscura habitación que había detrás.
La niña cerró la mano sobre la piedra agujereada y se internó en la oscuridad. Esperaba encontrar una antesala encortinada, pero no había nada. La sala estaba oscura, y el teatro, vacío. Avanzó con cautela y algo crujió sobre ella. Alzó la vista y la oscuridad se hizo más densa, como ocurría cuando tropezaba con algo. Se agachó, tomó una linterna y, al encenderla, un rayo de luz barrió la habitación.
El teatro estaba abandonado y en ruinas. Las butacas se hallaban rotas en el suelo, y telarañas viejas y polvorientas cubrían las paredes y colgaban de las maderas podridas y de los ajados cortinajes de terciopelo.
Algo volvió a crujir. Coraline enfocó hacia el techo: había seres gelatinosos y sin pelo. Pensó que en otro tiempo habrían tenido caras y que, tal vez, hubiesen sido perros. Pero los perros no tenían las alas de los murciélagos ni colgaban cabeza abajo como las arañas y los murciélagos.
La luz asustó a las extrañas criaturas: una de ellas se lanzó al aire y sus alas zumbaron abriéndose paso con dificultad entre el polvo. Coraline la esquivó cuando se dirigió hacia ella. Por fin, el animal se posó en una pared lejana y comenzó a trepar patas arriba hacia el nido de los perros-murciélago del techo.
La niña se llevó la piedra a los ojos y escudriñó la habitación por el agujero, buscando algo brillante o reluciente, un signo que le revelara que en algún lugar había otra alma escondida. Recorrió el recinto con la luz de la linterna, que parecía casi sólida por la espesa capa de polvo que flotaba en el aire.
En la pared del escenario en ruinas había algo: era de color blanco grisáceo, doblaba el tamaño de Coraline y estaba adherido a la pared como si fuese una babosa. La niña respiró profundamente: «No estoy asustada —se dijo a sí misma—, no lo estoy». Aunque no se creyó eso ni por un momento, se obligó a subir a gatas al viejo escenario. Al darse impulso para trepar, los dedos se le hundieron en la madera podrida.
Cuando se aproximó al objeto de la pared, observó que se trataba de una especie de saco, como la cápsula de una larva de araña, que se crispó al recibir el impacto de la luz. Dentro había algo que parecía una persona, una persona con dos cabezas y el doble de brazos y piernas de lo normal.
La criatura del saco ofrecía un horrible aspecto informe e inacabado, como si se hubiese unido dos seres de plastilina aplastándolos para convertirlos en uno solo.
Coraline dudó: no quería acercarse a aquello. Los perros-murciélago comenzaron a caer del techo, uno a uno, formando un círculo en torno a ella, aunque sin tocarla.
«Quizá no haya almas ocultas aquí —pensó— y sea mejor que lo deje y vaya a otro sitio». Dio un último vistazo a través del agujero: el teatro abandonado seguía siendo de un gris sombrío, pero había un resplandor marrón, hermoso y brillante como la madera de cerezo recién lustrada, que procedía del interior del saco. La cosa adherida a la pared sostenía el misterioso y reluciente objeto en una mano.
Coraline recorrió con lentitud el húmedo escenario, procurando hacer el menor ruido posible, pues temía que, si molestaba a la criatura del saco, ésta abriría los ojos, la vería, y entonces…
Sin embargo, no ocurrió nada espeluznante. El corazón le latía con fuerza, y avanzó otro paso.
Nunca se había sentido tan asustada, pero siguió caminando hasta que llegó al saco y luego introdujo la mano en la blancura pegajosa y repulsiva de la sustancia de la pared. Cuando la empujó, crujió levemente, como un fuego pequeñito, y se le pegó a la piel y a la ropa como se pegan las telarañas, como el algodón de azúcar. Metió la mano y la alzó hasta que tocó una mano fría que aferraba otra canica de cristal. La piel de aquella criatura era resbaladiza, como si estuviese impregnada de gelatina. Coraline tiró de la canica.
Al principio no pasó nada, la canica siguió en poder de la criatura. Pero después los dedos aflojaron la presión uno a uno y la canica cayó en la mano de Coraline. Retiró el brazo de la pegajosa red, aliviada al comprobar que aquel ser no había abierto los ojos. Alumbró los rostros del interior con el foco: parecían versiones jóvenes de las señoritas Spink y Forcible, mezcladas y apretadas como dos trozos de cera derretidos y amalgamados en una cosa horrenda.
Sin previo aviso, la mano de la criatura agarró el brazo de Coraline y sus uñas la arañaron, pero era demasiado resbaladiza para sujetar algo, de modo que la niña retiró el brazo enseguida. Entonces la criatura abrió los ojos: cuatro botones negros centellearon y la miraron; y dos voces que no se parecían a ninguna voz conocida hablaron con Coraline. Una de ellas gemía y susurraba, mientras la otra zumbaba como un moscardón furioso contra el cristal de una ventana. Las voces hablaban como si perteneciesen a una sola persona:
—¡Ladrona! ¡Devuélvela! ¡Basta! ¡Ladrona!
El aire se llenó de perros-murciélago y Coraline comenzó a retroceder. Se dio cuenta de que, a pesar de su terrible aspecto, la larva de la pared que encerraba a las que en otra época habían sido las señoritas Spink y Forcible estaba adherida al muro por su red, envuelta en su capullo, y, por tanto, no podía perseguirla.
Los perros-murciélago se agitaron y revolotearon a su alrededor, pero no le hicieron el menor daño. Coraline bajó del escenario e iluminó el viejo teatro con la linterna en busca de la salida.
«Huya, señorita. —Una voz de niña gimió dentro de su cabeza—. Huya de una vez. Ya nos tiene a dos. Escape de este lugar mientras tenga sangre en las venas».
Coraline guardó la canica en el bolsillo, junto a la otra. Encontró la puerta, corrió hacia ella y la empujó hasta que consiguió abrirla.