5

Coraline cerró la puerta del salón con la fría llave negra.

Fue a la cocina y se subió a una silla. Intentó dejar el manojo de llaves sobre el marco de la puerta; lo intentó cuatro o cinco veces hasta que se dio cuenta de que no alcanzaba. Entonces las ocultó bajo el mueble que estaba junto a la puerta.

Su madre aún no había vuelto de la compra.

Coraline se dirigió al congelador y sacó la barra de pan de reserva del último compartimento. Se preparó unas tostadas con mantequilla de cacahuete y mermelada, y bebió un vaso de agua.

A continuación se dispuso a esperar el regreso de sus padres.

Cuando comenzó a anochecer, Coraline horneó una pizza congelada en el microondas. Después encendió la televisión y se preguntó por qué los adultos se reservaban los mejores programas, los que estaban llenos de gritos y carreras.

Al cabo de un rato empezó a bostezar. Se desnudó, se cepilló los dientes y se acostó.

A la mañana siguiente fue a la habitación de sus padres, pero la cama no estaba deshecha y no había rastro de ellos; así que desayunó espaguetis de lata.

A mediodía comió una tableta de chocolate a la taza y una manzana que, aunque estaba amarilla y un poco arrugada, sabía bien.

A la hora del té bajó a ver a las señoritas Spink y Forcible. Éstas le ofrecieron tres galletas integrales, un refresco de lima y un té flojo. El refresco era diferente: no sabía a lima, sino a algo verde y chispeante con un toque químico.

A Coraline le encantó, y le habría gustado tenerlo en casa.

—¿Cómo están tus queridos padres? —le preguntó la señorita Spink.

—Han desaparecido —respondió Coraline—. No he visto a ninguno de los dos desde ayer. Estoy sola. Supongo que me he convertido en una familia de un solo miembro.

—Dile a tu madre que hemos encontrado los recortes de prensa sobre el teatro Empire de Glasgow de los que habíamos hablado. Parecía muy interesada cuando Miriam sacó el tema.

—Se ha esfumado misteriosamente —dijo Coraline—, igual que mi padre.

—Caroline, me temo que mañana no vamos a estar en casa, cielo —comentó la señorita Forcible—. Pasaremos la noche con la sobrina de April en Royal Tunbridge Wells.

Le mostraron a la niña un álbum con fotografías de la sobrina de la señorita Spink, tras lo cual Coraline regresó a su piso.

Abrió su hucha y bajó al supermercado. Compró dos botellas grandes de refresco de lima, un pastel de chocolate y una bolsa de manzanas, que le sirvieron de cena.

Tras cepillarse los dientes, fue al despacho de su padre, encendió el ordenador y escribió una historia.

LA HISTORIA DE CORALINE

HABÍA UNA NIÑA QUE SE LLAMAVA MANZANA. BAILAVA MUCHO. BAILAVA SIN PARAR HASTA QUE SUS PIES SE CONBIRTIERON EN SALCHICHAS. FIN.

Imprimió la historia, apagó el ordenador y, debajo del texto, dibujó a una niña bailando.

Después se dio un baño, pero echó demasiado gel y la espuma rebosó el borde de la bañera y se extendió por el suelo. Se secó, limpió el suelo lo mejor que pudo y se acostó.

A media noche se despertó y se dirigió al dormitorio de sus padres: la cama seguía hecha y vacía. Los números de color verde brillante del reloj digital marcaban las tres y doce de la madrugada.

Totalmente sola en medio de la noche, Coraline rompió a llorar. En la casa desierta no se oía más que su llanto.

Se metió en la cama de sus padres y, al cabo de un rato, se quedó dormida.

Coraline se despertó al sentir los golpecitos de unas patas sobre el rostro. Abrió los ojos y vio unas grandes pupilas verdes que la miraban fijamente. Era el gato.

—Hola —lo saludó la niña—. ¿Cómo has entrado?

El gato no respondió. Entonces Coraline se levantó: llevaba una camiseta larga y el pantalón de un pijama.

—¿Has venido a decirme algo?

El gato bostezó y sus ojos echaron chispas verdes.

—¿Sabes dónde están mis padres?

El gato parpadeó lentamente.

—¿Significa eso que sí?

El gato volvió a parpadear y Coraline decidió que aquello era una respuesta afirmativa.

—¿Me llevas a donde están?

El gato la observó y luego se dirigió al vestíbulo seguido por la niña. Recorrió el pasillo y se detuvo al final, junto a un espejo de cuerpo entero. En otra época, éste había formado parte de la puerta interior de un armario. Lo habían puesto allí al mudarse, y aunque la madre de Coraline comentaba a veces que quería sustituirlo por algo nuevo, aún no lo había hecho.

La niña encendió la luz.

El espejo mostraba el pasillo, que era lo que había a su espalda, y sus padres aparecían reflejados en él como si estuviesen vagamente situados en el vestíbulo. Parecían tristes y solitarios. Cuando Coraline los miró, la saludaron despacio con manos flácidas. El padre rodeaba con un brazo a la madre.

Los dos le devolvieron la mirada desde el espejo. El padre abrió la boca y dijo algo, pero ella no lo oyó. Su madre sopló en la parte interior del cristal y escribió rápidamente con la punta de un dedo, antes de que el vaho se borrase:

SONADÚYA

Cuando el vaho se desvaneció, sus padres también, y en el espejo quedaron tan sólo las imágenes del pasillo, Coraline y el gato.

—¿Dónde están? —le preguntó la niña al animal.

No obtuvo respuesta, aunque Coraline oyó con la imaginación su voz, seca como si fuese una mosca muerta en el alféizar de una ventana en pleno invierno, que decía: «¿Dónde crees tú que están?»

—No van a regresar, ¿verdad? —dijo Coraline—. Al menos, no por sus propios medios.

El gato parpadeó y Coraline lo interpretó como un sí.

—Bueno, supongo que entonces, sólo puedo hacer una cosa.

Fue al despacho de su padre y se sentó ante el escritorio. Descolgó el teléfono, consultó la guía y llamó a la comisaría.

—Policía —gruñó una voz masculina.

—Hola —saludó—. Me llamo Coraline Jones.

—Es un poco tarde para que estés levantada, ¿no te parece, jovencita? —replicó el agente.

—Tal vez —contestó Coraline, que no estaba dispuesta a que la distrajesen—, pero llamo para denunciar un delito.

—¿De qué se trata?

—De un secuestro. Han secuestrado a mis padres. Se los han llevado al mundo que está al otro lado del espejo del vestíbulo.

—¿Y sabes quién se los ha llevado? —le preguntó el policía.

Coraline percibió el tono burlón de su voz e hizo un esfuerzo para hablar como una persona mayor y para que así la tomase en serio.

—Creo que están en las garras de mi otra madre. Quizá quiera retenerlos y coserles los ojos con botones negros, o puede tratarse de una estratagema para que yo caiga en sus manos. No estoy segura.

—Claro, en las viles garras de sus diabólicas manos… —comentó el policía—. Hum, ¿sabes qué te aconsejo, señorita Jones?

—No. ¿Qué?

—Pídele a tu madre que te prepare un gran tazón de chocolate bien caliente y que luego te dé un gran abrazo. No hay nada como el chocolate caliente y un abrazo para espantar las pesadillas. Y si te riñe por despertarla a estas horas de la noche, dile que te lo ha aconsejado la policía —afirmó con voz profunda y tono tranquilizador.

Pero Coraline no se sentía nada tranquila.

—Cuando la vea —repuso la niña—, se lo diré. —Y a continuación colgó el teléfono.

El gato, que durante toda la conversación había permanecido sentado en el suelo acicalándose, se levantó y fue al vestíbulo.

Coraline regresó a su habitación y se puso su bata azul y sus zapatillas. Buscó una linterna y la encontró debajo del fregadero, pero tenía las pilas muy gastadas y emitía una débil luz de color pajizo. La dejó, dio con una caja de velas de cera blanca, que guardaban por si se presentaba una emergencia, y colocó una en una palmatoria. Después se metió una manzana en cada bolsillo, tomó el manojo de llaves y retiró la vieja llave negra.

Entró en el salón y contempló la puerta. Tenía la sensación de que la puerta también la miraba, lo cual resultaba absurdo, pero en el fondo no dejaba de ser cierto.

Volvió a su habitación y hurgó en un bolsillo de sus pantalones vaqueros. Encontró la piedra agujereada y la guardó en el bolsillo de la bata.

Acercó una cerilla a la vela y observó cómo el cabo chisporroteaba y prendía. Agarró la llave negra y sintió su frío contacto en la mano; luego la introdujo en la cerradura, pero no la giró.

—Cuando era pequeña —le contó Coraline al gato— y vivíamos en nuestra antigua casa, hace muchísimo tiempo, papá me llevó a pasear por el descampado que había entre nuestra casa y las tiendas.

»En realidad no era el mejor lugar para pasear. Estaba lleno de cosas que la gente tiraba: cocinas viejas, platos rajados, muñecas sin brazos ni piernas, latas vacías y botellas rotas. Mis padres me hicieron prometer que no iría a explorar por allí porque había muchas cosas cortantes, y por el peligro del tétanos y otras enfermedades.

»Pero yo insistía en que quería explorar esa zona. Así que un día mi padre se puso sus grandes botas marrones y sus guantes, y a mí me vistió con botas, pantalones vaqueros y un suéter, y fuimos a dar una vuelta.

»Caminamos durante unos veinte minutos y bajamos por el monte hasta una hondonada en la que había un arroyo. De repente, papá me dijo: «¡Coraline…, escapa monte arriba. Corre!» Lo dijo de forma tan tajante que obedecí inmediatamente. Escapé corriendo. Algo me hizo daño en un brazo, pero no me detuve.

»Cuando llegué a lo alto del monte oí un ruido muy fuerte detrás de mí. Era mi padre, que venía hacia mí como si fuera un rinoceronte. Al llegar arriba, me tomó en brazos y me llevó hasta el borde del monte. Después nos detuvimos jadeando, respiramos profundamente y contemplamos la hondonada.

»El aire estaba plagado de avispas. Seguramente habíamos pisado una colmena oculta en una rama podrida. Mientras yo escapaba a toda prisa, mi padre se quedó para darme tiempo a huir y lo picaron, y además perdió las gafas al correr.

»Yo sólo tenía una picadura en la parte de atrás del brazo. Él tenía treinta y nueve, por todo el cuerpo. Las contamos en el baño.

El gato empezó a restregarse la cara y los bigotes con un gesto que denotaba una impaciencia creciente. Coraline se agachó y le acarició la nuca y el cuello. El animal se levantó, dio unos pasos hasta ponerse fuera de su alcance, y luego volvió a sentarse y a mirarla.

—En fin —continuó la niña—, el caso es que mi padre regresó al descampado para recuperar sus gafas. Dijo que no se había asustado cuando las avispas lo picaron porque estaba concentrado en ayudarme a escapar: sabía que debía darme tiempo para huir; de lo contrario, las avispas nos habrían atacado a los dos.

Coraline giró la llave y sonó un «clunc» bien fuerte.

La puerta se abrió de golpe.

Al otro lado no había pared de ladrillos, sólo oscuridad. Un viento frío barrió el pasadizo.

Coraline no hizo ademán de cruzar la puerta.

—Y dijo que no había sido valiente quedarse allí para que le picaran las avispas —añadió Coraline—. No fue valiente porque no tenía miedo y además era lo único que podía hacer. Pero regresar después para buscar las gafas, cuando sabía que las avispas estaban allí y se encontraba aterrado… Para eso sí que es necesario tener valor.

Coraline dio un paso hacia el oscuro corredor y percibió el característico olor a cerrado, a humedad y a polvo.

El gato la acompañó sin hacer el menor ruido.

—¿Y por qué es necesario tener valor? —le preguntó el gato con tono de indiferencia.

—Porque, cuando haces algo a pesar del miedo que sientes —respondió ella—, necesitas tener mucho valor.

La vela proyectaba enormes sombras parpadeantes y extrañas en la pared. Coraline oyó algo que se movía en la oscuridad, aunque no distinguía bien si estaba junto a ella o a un lado. Parecía como si aquello, fuese lo que fuese, caminara a su paso.

—¿Y por eso vas a regresar al mundo de la otra? —le preguntó de nuevo el gato—. ¿Porque tu padre te salvó de las avispas?

—No seas tonto —le contestó Coraline—. Regreso a buscarlos porque son mis padres. Si ellos descubriesen mi desaparición, estoy segura de que harían lo mismo por mí. Oye, ¿sabes que has vuelto a hablar?

—¡Qué suerte tengo al contar con una compañera de viaje tan sabia e inteligente! —comentó el animal. Su tono seguía siendo sarcástico, pero se le había puesto el pelo de punta y llevaba la cola, que parecía un cepillo, muy levantada.

Coraline iba a decir algo como «lo siento» o «¿el camino no era mucho más corto antes?», cuando la vela se apagó de repente como si alguien le hubiese dado un manotazo.

A continuación se oyeron ruidos como de alguien que corretease y revolviese objetos, algo que puso a Coraline muy nerviosa, con el corazón a punto de estallar. Extendió una mano en la oscuridad… y sintió, en ella y en la cara, el roce de algo tenue, como una telaraña.

Entonces se encendió la luz del fondo del pasillo, deslumbrándola por contraste con las tinieblas, y se perfiló la figura de una mujer.

—¡Coraline, cariño! —la llamó.

—¡Mamá! —exclamó la niña, y corrió hacia ella aliviada y feliz.

—Cielo —dijo la mujer—, ¿por qué te marchaste de mi lado?

Coraline se encontraba demasiado cerca para detenerse, y no pudo evitar que la otra madre la rodeara con sus brazos fríos. Se mantuvo rígida, temblando por dentro, mientras la otra madre la sujetaba con firmeza.

—¿Dónde están mis padres? —le preguntó Coraline.

—Estamos aquí —respondió la otra madre con una voz tan parecida a la de su verdadera madre que Coraline casi no podía distinguirlas—. Estamos aquí, dispuestos a quererte, jugar contigo, cuidarte y ofrecerte una vida llena de cosas interesantes.

Coraline retrocedió y la otra madre la soltó a regañadientes.

El otro padre, que estaba sentado en una silla del vestíbulo, se levantó sonriendo.

—Vamos a la cocina —sugirió—. Prepararé un tentempié nocturno. Y supongo que a ti te apetecerá tomar algo, ¿tal vez un chocolate caliente?

Coraline recorrió el vestíbulo hasta llegar al espejo del fondo. No reflejaba nada más que una niña en bata y zapatillas que tenía aspecto de haber estado llorando y cuyos ojos eran de verdad, no botones negros. La niña sostenía una palmatoria con una vela apagada.

Coraline miró a la niña del espejo, que le devolvió la mirada.

«Debo ser valiente —pensó Coraline—; no, soy valiente».

Dejó la palmatoria en el suelo y se dio la vuelta. La otra madre y el otro padre la observaban ansiosos.

—No quiero un tentempié —protestó Coraline—. Tengo una manzana, ¿veis?

Sacó la fruta del bolsillo de la bata y le hincó el diente con un apetito y un entusiasmo que no sentía en realidad.

El otro padre parecía decepcionado. La otra madre sonrió enseñando todos los dientes, que eran excesivamente largos. Sus ojos de botones negros brillaban y lanzaban destellos bajo las luces del vestíbulo.

—No me dais miedo —dijo Coraline, aunque lo cierto era que estaba muy asustada—. Quiero que vuelvan mis padres.

Daba la impresión de que los contornos de la realidad se habían difuminado.

—¿Qué interés tendría yo en hacerles algo a tus padres? Si te han dejado, Coraline, debe de ser porque están cansados o hartos de ti. Pero yo nunca me cansaré de ti, ni te abandonaré. Conmigo estarás segura.

El cabello negro y de aspecto mojado de la otra madre ondeaba en torno a su cabeza como los tentáculos de una criatura que habitase en el fondo del océano.

—No estaban hartos de mí —repuso Coraline—. Estás mintiendo. Tú los has secuestrado.

—Pero qué tonta eres, Coraline. Se encuentran de maravilla donde están.

La niña le dedicó una mirada de odio.

—Te lo demostraré —le aseguró la otra madre mientras limpiaba la superficie del espejo con sus largos dedos blancos.

El cristal se empañó, como si un dragón vomitase el aliento sobre él; luego el vaho se disipó y quedó limpio.

En el espejo ya era de día. Coraline vio la parte del vestíbulo que se hallaba frente a la puerta principal de su casa. Esta se abrió desde fuera y los padres de Coraline entraron con unas maletas.

—Han sido unas vacaciones estupendas —dijo el padre.

—¡Qué agradable resulta no estar pendiente de Coraline! —añadió la madre con una sonrisa de felicidad—. Ahora podemos hacer lo que siempre habíamos querido, como viajar al extranjero, y nunca habíamos podido porque teníamos una hija pequeña.

—Además —continuó su padre—, me consuela mucho saber que su otra madre la cuidará mejor que nosotros.

La imagen se borró y el espejo se nubló y volvió a reflejar la noche.

—¿Lo ves? —le preguntó la otra madre.

—No —respondió Coraline—. Ni lo veo ni lo creo.

Esperaba que aquella visión no fuese real, pero no estaba tan segura como se esforzó por aparentar.

En lo más íntimo albergaba una pequeña duda, como un gusano que corroe el corazón de una manzana. Alzó la vista y distinguió la expresión de la otra madre: un relámpago de furia crispó su rostro como si se tratase de una tormenta de verano. Entonces Coraline tuvo la certeza de que lo que había visto en el espejo no era más que una ilusión.

La niña se sentó en el sofá y se puso a comer la manzana.

—Por favor —le suplicó la otra madre—, no hagas difíciles las cosas.

Entró en el salón y dio dos palmadas: tras una especie de crujido, apareció una rata negra que se quedó mirándola.

—Tráeme la llave —le ordenó.

La rata se agitó nerviosamente y cruzó la puerta abierta que conducía a la casa de Coraline. Regresó arrastrando la llave.

—¿Por qué en este lado no tenéis vuestra propia llave? —preguntó Coraline.

—Sólo hay una llave; igual que sólo hay una puerta —respondió el otro padre.

—Cállate —le mandó la otra madre—. No debes perturbar la cabecita de nuestra querida Coraline con esas trivialidades.

A continuación introdujo la llave en la cerradura y la giró. El cerrojo estaba atascado, pero al fin se cerró con un sonido metálico.

La otra madre guardó la llave en el bolsillo de su delantal.

Fuera de la casa un color gris luminoso había comenzado a aclarar el cielo.

—Si no vamos a tomar un tentempié nocturno —comentó la otra madre—, nos vendrá bien, al menos, un sueño reparador. Yo vuelvo a la cama, Coraline, y te sugiero que hagas lo mismo.

Puso sus largos dedos blancos sobre los hombros del otro padre y lo sacó fuera de la habitación.

Coraline fue hasta la puerta de la esquina. La empujó con fuerza, pero estaba cerrada con llave. Los otros padres habían cerrado también la puerta de su dormitorio.

Coraline se sentía agotada, pero no quería dormir en su habitación. No quería dormir bajo el mismo techo que la otra madre.

La puerta principal no estaba cerrada. Coraline salió al amanecer y bajó los peldaños de piedra. Se sentó en el último escalón. Hacía frío.

Entonces algo peludo se restregó contra ella de forma suave e insinuante. Coraline dio un salto, aunque respiró aliviada cuando comprobó de qué se trataba.

—Oh, eres tú —le dijo al gato.

—¿Lo ves? —repuso éste—. No es tan difícil reconocerme, aunque no tenga nombre.

—Ya, ¿y qué hago si quiero llamarte?

El animal frunció el hocico y no se dejó impresionar por la pregunta.

—Llamar a los gatos es un ejercicio sobrevalorado —confesó—. También podrías llamar a un torbellino.

—¿Y si fuese la hora de comer? ¿No te gustaría que te llamasen?

—Por supuesto. Pero con gritar «¡A comer!» es suficiente. ¿Ves como los nombres no son necesarios?

—¿Para qué me quiere esa mujer? ¿Por qué desea que me quede con ella?

—Supongo que quiere amar algo, algo que no sea ella misma. Es como si le apeteciese comer. Es difícil saber lo que sienten las criaturas así.

—¿Qué me aconsejas?

El gato estuvo a punto de soltar un comentario sarcástico, pero se sacudió los bigotes y dijo:

—Desafíala. No creo que juegue limpio, pero es de las que adoran los juegos y los retos.

—¿A qué te refieres con eso? —le preguntó Coraline al gato.

Pero éste no contestó, se limitó a estirarse con placer y se marchó. De pronto, se detuvo, regresó y añadió:

—Yo, en tu lugar, entraría en la casa. Duerme un poco. Te espera un día muy largo.

Luego se fue. Coraline comprendió que tenía razón. Entró sigilosamente en la casa silenciosa, pasó ante la puerta cerrada del dormitorio en el que la otra madre y el otro padre…, ¿qué?, pensó, ¿dormían o acaso aguardaban? Entonces se le ocurrió que si abría la puerta, encontraría la habitación vacía o, para ser más exactos, se trataba de una habitación vacía que estaría deshabitada hasta el momento en que ella abriese la puerta.

En cierto modo, así resultaba más fácil. Coraline se dirigió a la imitación verde y rosa de su verdadero dormitorio. Cerró la puerta y arrastró la caja de los juguetes para bloquear la entrada: no evitaría que entrasen, pero, si lo intentaban, el ruido la despertaría; al menos eso esperaba.

Los juguetes, que estaban dormidos, se despertaron y se quejaron cuando movió la caja, pero enseguida volvieron a dormirse. Coraline echó un vistazo debajo de la cama, por si había ratas, pero no vio nada. Se quitó la bata y las zapatillas, se acostó, y el sueño la asaltó sin darle apenas tiempo para pensar en lo que había querido decir el gato al hablar del desafío.