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Al día siguiente había dejado de llover, pero una densa niebla blanca envolvía la casa.

—Voy a dar una vuelta —dijo Coraline.

—No te alejes demasiado —le ordenó su madre—. Y abrígate bien.

Coraline se puso un abrigo azul con capucha, una bufanda roja y unas botas de agua amarillas, y salió.

La señorita Spink estaba paseando a los perros.

—Hola, Caroline —la saludó—. ¡Qué asco de tiempo!

—Sí —coincidió Coraline.

—Yo representé el papel de Porcia una vez —comentó la señorita Spink—. La señorita Forcible habla mucho de su interpretación de Ofelia, pero mi Porcia entusiasmaba al público. Cuando nos pateábamos los escenarios, claro.

La señorita Spink estaba envuelta en jerséis y chaquetas de lana, de forma que parecía más pequeña y redonda que de costumbre. Era como un gran huevo lanudo. Llevaba gafas de cristales gruesos que le agrandaban mucho los ojos.

—Solían mandarme flores al camerino. Montones de flores —afirmó.

—¿Quiénes? —le preguntó Coraline.

La señorita Spink miró a su alrededor con cautela: primero sobre un hombro y luego sobre el otro, escudriñando la niebla como si pensase que alguien podía estar escuchando.

—Los hombres —susurró. A continuación, tiró de los perros, que la siguieron obedientes, y se dirigió hacia la casa caminando como un pato.

Coraline continuó su paseo.

Había recorrido las tres cuartas partes del camino que rodeaba la casa cuando vio a la señorita Forcible en la puerta del piso que compartía con la señorita Spink.

—¿Has visto a la señorita Spink, Caroline?

Coraline le dijo que sí y que estaba dando una vuelta con los perros.

—Espero que no se pierda… o se le agravará el herpes —comentó la señorita Forcible—. Hay que ser un verdadero explorador para no extraviarse con esta niebla.

—Yo soy una exploradora —aseguró Coraline.

—Claro que sí, bonita —respondió la señorita Forcible—. Pero procura no desviarte.

Coraline siguió paseando por el jardín envuelto en una bruma gris, sin perder de vista la casa. Tras caminar durante diez minutos, se encontró de nuevo en el punto de partida.

El pelo le caía lacio y húmedo sobre los ojos, y notaba la cara mojada.

—¡Eh, Caroline! —El viejo loco del piso de arriba reclamó su atención.

—¡Ah, hola! —lo saludó Coraline.

La bruma apenas le permitía distinguir al anciano.

El hombre empezó a bajar las escaleras exteriores de la casa, que pasaban por delante de la puerta principal del piso de Coraline y llegaban hasta el ático. El viejo bajaba muy lentamente, y Coraline lo esperó al pie de la escalera.

—A los ratones no les gusta la niebla —le informó— porque se les tuercen los bigotes.

—A mí tampoco me gusta mucho —reconoció Coraline.

El anciano se inclinó y se acercó tanto a ella que los extremos de su bigote hacían cosquillas a Coraline en la oreja.

—Los ratones me han dado un mensaje para ti —murmuró. La niña se quedó sin habla—. El mensaje es el siguiente: «No cruces la puerta». —Hizo una pausa—. ¿Le encuentras algún significado?

—No —respondió Coraline.

El viejo se encogió de hombros.

—La verdad es que los ratones resultan divertidos. Se equivocan y confunden las cosas. Por ejemplo, no pronuncian bien tu nombre. Se empeñan en llamarte Coraline, no Caroline. No quieren saber nada de Caroline.

Entonces tomó una botella de leche que estaba junto a la escalera y comenzó a subir lentamente hasta su piso.

Coraline entró en su casa. Su madre estaba trabajando en su despacho, que olía a flores.

—¿Qué hago? —le preguntó Coraline.

—¿Cuándo empiezas el colegio? —se interesó su madre.

—La semana que viene.

—¡Vaya! —exclamó la mujer—. Tendré que ocuparme de tu nuevo uniforme. Recuérdamelo, cariño, si no, se me olvida. —Y continuó pasando textos al ordenador.

—Bueno, pero ¿qué hago ahora? —insistió Coraline.

—Dibuja algo —su madre le dio una hoja de papel y un bolígrafo.

Coraline intentó dibujar la niebla. Pero tras diez minutos de esfuerzos sólo tenía la hoja en blanco con la palabra

escrita en una punta con letras un tanto mareantes. Soltó un gruñido y le entregó la hoja a su madre.

—Hum. Muy moderno, cielo —le comentó.

Luego Coraline se escabulló y fue al salón. Intentó abrir la vieja puerta del rincón, pero volvía a estar cerrada con llave. Supuso que su madre la había cerrado, y se encogió de hombros.

Entonces se dirigió a ver a su padre. Cuando trabajaba con el ordenador, su padre se sentaba de espaldas a la puerta.

—Lárgate —le dijo en tono desenfadado cuando la oyó entrar.

—Me aburro —se quejó ella.

—Pues aprende a bailar claque —le aconsejó sin girarse.

Coraline hizo un gesto negativo con la cabeza.

—¿Por qué no juegas conmigo? —le preguntó.

—Estoy ocupado. Trabajando —añadió. Aún no se había tomado la molestia de volverse a mirarla—. ¿Por qué no vas a incordiar a la señorita Spink y a la señorita Forcible?

Coraline se puso el abrigo y la capucha y salió de casa. Bajó las escaleras y llamó al timbre de las señoritas Spink y Forcible. Coraline oyó los ladridos frenéticos de los terriers escoceses, que acudían corriendo al vestíbulo. Pasados unos instantes, la señorita Spink abrió la puerta.

—Oh, eres tú, Caroline —dijo—. Angus, Hamish. Bruce, quietos, pequeñines. Es Caroline. Entra, cariño. ¿Te apetece una taza de té?

La casa olía a cera de lustrar muebles y a perro.

—Sí, por favor —respondió Coraline.

La señorita Spink la condujo a una pequeña habitación llena de polvo a la que llamaba «la salita». En las paredes había fotografías en blanco y negro de hermosas mujeres y programas de teatro enmarcados. La señorita Forcible estaba sentada en un sillón haciendo calceta con gran destreza.

Le sirvieron el té en una tacita de delicada porcelana rosa, sobre un platito, y le ofrecieron una galleta con pasas reseca.

La señorita Forcible miró a la señorita Spink, retomó su calceta y exhaló un profundo suspiro.

—De todas formas, April, como te estaba diciendo, has de reconocer que el perro viejo aún tiene mucha vida por delante.

—Miriam, querida, ya no somos tan jóvenes como antes.

—Madame Arcati —respondió la señorita Forcible—, la nodriza de Romeo y Julieta, lady Bracknell. Papeles secundarios… No pueden apartarte de las tablas.

—Ahora, Miriam, sí que estamos de acuerdo —afirmó la señorita Spink.

Coraline se preguntó si se habrían olvidado de ella. Lo que decían le parecía absurdo, pero pensó que estarían inmersas en una discusión trasnochada y mil veces repetida, cómoda como un viejo sillón, de esas discusiones que ni se ganan ni se pierden, y que pueden durar eternamente si así lo desean ambas partes.

Tomó el té a sorbitos.

—Si quieres, te leo las hojas —le dijo la señorita Spink a Coraline.

—¿Cómo dice? —replicó ésta.

—Las hojas de té, querida. Puedo leer tu futuro en ellas.

Coraline le dio la taza a la señorita Spink, que miró muy de cerca, con gesto de miope, las negras hojas de té que habían quedado en el fondo. Luego frunció los labios.

—Bueno, Caroline —dijo tras una pausa—. Te acecha un terrible peligro.

La señorita Forcible pegó un bufido y dejó a un lado la calceta.

—No seas tonta, April. Deja de asustar a la niña. Estás perdiendo vista. Pásame la taza, pequeña.

Coraline le llevó la taza a la señorita Forcible, que contempló el interior con detenimiento, sacudió la cabeza y volvió a mirar.

—¡Oh, querida! —exclamó—. Tenías razón, April. Se encuentra en peligro.

—¿Lo ves, Miriam? —señaló la señorita Spink en tono triunfante—. Mi vista sigue siendo tan buena como siempre…

—¿Por qué estoy en peligro? —preguntó Coraline.

La señorita Spink y la señorita Forcible la observaron con gesto inexpresivo.

—No sabría decirte —respondió la señorita Spink—. Las hojas de té no indican esas cosas, no son exactas. Resultan apropiadas para cuestiones generales, pero no para preguntas concretas.

—Entonces, ¿qué puedo hacer? —quiso saber Coraline, que comenzaba a sentirse ligeramente asustada.

—No lleves nada verde en el camerino —sugirió la señorita Spink.

—Ni hables de Macbeth, que es gafe —añadió la señorita Forcible.

Coraline se preguntó por qué había tan pocos adultos normales. A veces tenía la impresión de que las personas mayores no sabían con quién estaban hablando.

—Y ten mucho, mucho cuidado —apostilló la señorita Spink, que se levantó del sillón y se dirigió a la chimenea, sobre cuya repisa había un tarrito.

Lo destapó y empezó a sacar cosas del interior: un diminuto pato de porcelana, un dedal, una extraña monedita de latón, dos sujetapapeles y una piedra con un agujero en el medio.

Le entregó a Coraline la piedra agujereada.

—¿Para qué sirve? —preguntó Coraline.

El agujero se encontraba en el centro de la piedra. La niña la alzó a la altura de la ventana y miró a través de él.

—Podría resultar útil —explicó la señorita Spink—. A veces esas piedras son buenas frente a las adversidades.

Coraline se puso el abrigo, se despidió de la señorita Spink, la señorita Forcible y los perros, y salió afuera.

La niebla se cernía como la ceguera en torno a la casa. Subió lentamente las escaleras que conducían a su piso, y luego se detuvo y miró a su alrededor.

En la niebla había un mundo poblado de fantasmas. ¿Estaría allí el peligro?, se preguntó Coraline para sus adentros. Parecía emocionante, no algo malo, sino todo lo contrario.

La niña continuó subiendo. Su mano aferraba la piedra que le habían regalado.