Los padres de Coraline no dieron muestras de recordar nada sobre el tiempo que habían pasado en la bola de cristal. Al menos nunca dijeron nada sobre el asunto, y la niña jamás lo mencionó.
A veces se preguntaba si habrían notado que habían perdido dos días de existencia en el mundo real, hasta que llegó a la conclusión de que no eran conscientes de ello. Además, hay personas que llevan la cuenta de lo que ocurre todos los días y a todas horas, y personas que no, y los padres de Coraline pertenecían al segundo grupo, sin la menor duda.
Coraline había puesto las canicas debajo de la almohada antes de dormir en su verdadera habitación por primera vez tras su regreso a casa. Después de ver la mano de la otra madre, volvió a la cama, aunque ya faltaba poco para levantarse, y apoyó la cabeza en la almohada.
Al hacerlo, sintió como si algo se aplastase.
Se incorporó y levantó la almohada. Los fragmentos de las canicas de cristal parecían las cascaras de huevo que hay en primavera debajo de los árboles: huevos rotos y vacíos de petirrojo, o mejor, huevos de reyezuelo, que son más frágiles.
Lo que había dentro de las bolitas se había marchado. Coraline se acordó de los tres niños que le decían adiós con la mano bajo la luz de la luna, antes de cruzar el arroyo plateado.
Recogió los pedacitos con mucho cuidado y los guardó en una cajita azul. Cuando era pequeña, su abuela le había regalado una pulsera que iba en aquella cajita. La pulsera se había perdido tiempo atrás, pero había quedado la caja.
La señorita Spink y la señorita Forcible habían regresado de visitar a la sobrina de la señorita Spink, y Coraline bajó a su casa a tomar el té. Era lunes. El miércoles la niña volvería al colegio para comenzar un nuevo curso.
La señorita Forcible se empeñó en leerle a Coraline las hojas de té.
—Bueno, parece que todo va a pedir de boca, cielo —dijo la señorita Forcible.
—¿Cómo? —se asombró Coraline.
—Que todo marcha sobre ruedas —le aclaró la señorita Forcible—. Bueno, casi todo. No estoy muy segura de qué es esto —añadió señalando un montoncito de hojas de té pegadas a un lado de la taza.
La señorita Spink chasqueó la lengua con fastidio y reclamó la taza.
—Por Dios, Miriam. Trae aquí. Déjame ver…
Parpadeó tras los gruesos cristales de sus gafas.
—Oh, querida. No, yo tampoco sé qué significa. Casi parece una mano.
Coraline miró: el montoncito de hojas se parecía un poco a una mano que buscase algo.
Hamish, el terrier escocés, se había escondido debajo de la silla de la señorita Forcible y no quería salir de allí.
—Creo que se ha metido en alguna pelea —observó la señorita Spink—. El pobrecito tiene un profundo tajo en el costado. Después lo vamos a llevar al veterinario. Me gustaría saber quién se lo ha hecho.
En ese momento Coraline supo que había que tomar medidas.
Durante la última semana de vacaciones el tiempo fue magnífico, como si el verano, antes de que se acabara, hubiese intentado compensar el mal tiempo anterior con unos cuantos días luminosos y estupendos.
El viejo loco del piso de arriba llamó a Coraline cuando la vio salir de la casa de las señoritas Spink y Forcible.
—¡Hola! ¡Oye! ¡Tú! ¡Caroline! —gritó inclinándose sobre la barandilla.
—Soy Coraline —lo corrigió—. ¿Cómo están los ratones?
—Algo los ha asustado —comentó el anciano mientras se rascaba el bigote—. Tal vez haya una comadreja en la casa. Hay un no sé qué: lo oí por la noche. En mi país es costumbre poner trampas, como un trozo de carne o una hamburguesa, y cuando la criatura va a darse el banquete, entonces…, ¡zas!, queda atrapada y no molesta más. Los ratones están tan aterrorizados que ni siquiera se atreven a sacar sus pequeños instrumentos musicales.
—No creo que quiera carne —repuso la niña. Levantó una mano y tocó la llave negra que colgaba de su cuello. Luego entró en su piso.
Se bañó con la llave alrededor del cuello. No se la quitaba nunca.
Después de acostarse, oyó arañazos en la ventana de su habitación. Coraline estaba medio dormida, pero saltó de la cama y descorrió las cortinas. En ese instante, una mano blanca con uñas carmesíes saltó desde el alféizar hasta una cañería e inmediatamente se perdió en la noche. El cristal del otro lado de la ventana tenía profundas estrías.
Esa noche Coraline durmió inquieta, despertándose de vez en cuando para maquinar, hacer planes y reflexionar. Al poco rato, volvía a dormirse sin saber muy bien dónde terminaban los pensamientos y empezaban los sueños, con el oído alerta por si percibía ruido de arañazos en el cristal de la ventana o en la puerta de la habitación.
Por la mañana le dijo a su madre:
—Hoy voy a hacer una merienda campestre con mis muñecas. ¿Me puedes dejar una sábana, una vieja que no sirva para nada, para usarla de mantel?
—No creo que tengamos ninguna —respondió su madre. Abrió el cajón de la cocina en el que guardaba las servilletas y los manteles y rebuscó en su interior—. Mira. ¿Te vale esto?
Era un mantel de papel desechable, doblado y pintado con flores rojas, que había sobrado de una merienda celebrada años atrás.
—Es perfecto —afirmó Coraline.
—Creía que ya no jugabas con muñecas —comentó la señora Jones.
—Y no juego —admitió su hija—. Son mi coloración protectora.
—Ya, vuelve a tiempo de comer, ¿eh? —le recomendó su madre—. Y pásalo bien.
Coraline metía las muñecas y unas tacitas de té de plástico en una caja de cartón, y llenó una jarra de agua.
Luego salió. Fue hasta la carretera, como si se dirigiese a las tiendas. Antes de llegar al supermercado, cruzó una valla y atajó por una especie de descampado y un antiguo camino, y después se arrastró por debajo de un seto, cosa que tuvo que hacer en dos etapas para no tirar el agua de la jarra.
Era un trayecto lleno de curvas y rodeos, pero a Coraline le convenía, pues nadie la había seguido.
Al fin desembocó detrás de la antigua cancha de tenis. La cruzó para dirigirse al prado en el que ondeaba la hierba, y encontró las tablas del pozo en un extremo. Eran increíblemente pesadas, demasiado para que una niña las levantase, incluso empleando toda su energía, pero se las arregló para hacerlo. No tenía otra opción. Las retiró una a una, sudando y gruñendo a causa del esfuerzo, hasta que en la tierra quedó al descubierto un profundo agujero redondo y revestido de ladrillos que olía a humedad y a negrura. Los ladrillos estaban resbaladizos por el verdín.
Extendió el mantel justamente encima del pozo. Colocó las tacitas de juguete separándolas unos treinta centímetros, más o menos, y las llenó con agua de la jarra.
Sobre la hierba, junto a cada taza, puso una muñeca, procurando que aquello se pareciese lo más posible a una merienda de muñecas. Después volvió sobre sus pasos: se deslizó por debajo del seto, recorrió el antiguo camino, bordeó la parte posterior de las tiendas y entró en la casa.
Tocó la llave que llevaba colgada del cuello y la dejó al descubierto, como si le gustase juguetear con ella. Luego llamó a la puerta de la señorita Spink y la señorita Forcible.
Abrió la puerta la primera.
—Hola, cariño —la saludó.
—No voy a entrar —anunció Coraline—. Sólo quiero saber cómo se encuentra Hamish.
La señorita Spink suspiró.
—El veterinario dice que Hamish es un soldadito valiente —le contó—. Afortunadamente, la herida no se ha infectado. No podemos entender qué le pudo hacer algo así. El veterinario piensa que tal vez se trata de algún animal, aunque no tiene idea de cuál, y el señor Bobo opina que podría ser una comadreja.
—¿El señor Bobo?
—El hombre del ático. El señor Bobo. Creo que pertenece a una antigua y conocida familia del mundo del circo. Me parece que es rumano, esloveno, letón o de uno de esos países. ¡Vaya por Dios!, no soy capaz de distinguirlos.
A Coraline nunca se le había ocurrido que el excéntrico anciano del piso de arriba tuviese nombre. Si hubiera sabido que se llamaba señor Bobo, lo habría nombrado a la menor oportunidad. ¿Cuántas ocasiones hay de decir en voz alta un nombre como señor Bobo?
—Oh… —repuso Coraline—. El señor Bobo, claro. —Y continuó un poco más alto—: Voy a jugar con mis muñecas en la parte trasera de la cancha de tenis.
—¡Qué bien, cariño! —comentó la señorita Spink, que añadió en tono confidencial—: Procura tener mucho cuidado con el viejo pozo. El señor Lovat, que vivió aquí antes que tú, decía que bien podría tener un kilómetro y medio o más de profundidad.
La niña confiaba en que la mano no hubiese escuchado eso último, y cambió de tema.
—¿Esta llave? —dijo a pleno pulmón—. Oh, sólo es una llave antigua que apareció en casa. Forma parte de mi juego, por eso la llevo colgando de este cordón. Bueno, me voy, adiós.
«¡Qué niña tan rara!», pensó la señorita Spink tras cerrar la puerta.
Coraline deambuló por el prado hasta que llegó a la desvencijada cancha de tenis. La llave negra se bamboleaba cuando caminaba.
Varias veces creyó ver algo de color hueso entre los matorrales: seguía su paso a unos quinientos metros de distancia.
Intentó silbar, pero no se le ocurrió nada, así que decidió cantar en voz alta: escogió una canción que su padre había compuesto para ella cuando era un bebé, y que siempre la hacía reír. Decía así:
Oh, mi brujita nerviosa,
creo que eres preciosa.
Te doy gachas de avena
y montañas de helado de crema.
Te doy muchos besos
y te colmo de abrazos,
pero no te doy bocadillos
que tengan gusanos.
Eso era lo que cantaba mientras vagaba entre los árboles con una voz que apenas le temblaba.
La merienda de las muñecas estaba tal y como la había dejado. Menos mal que no había viento y que todo permanecía en su sitio: las tacitas de plástico llenas de agua sujetaban el mantel de papel como si estuviesen hechas para aquello. Coraline respiró aliviada.
Entonces empezaba la parte más difícil.
—¡Hola, muñecas! —exclamó entusiasmada—. ¡Es hora de merendar! —Se acercó al mantel—. He traído la llave de la suerte —les dijo— para que tengamos una buena merienda.
Después, con el mayor cuidado, se inclinó sobre el mantel y muy suavemente puso la llave encima. Seguía colgando del cordón. Contuvo la respiración para que las tazas que estaban en los bordes sujetasen el mantel y el peso de la llave no las arrastrase al interior del pozo.
La llave se encontraba en medio del mantel. Coraline retiró el cordón y dio un paso atrás. Todo estaba bajo control.
Se volvió hacia las muñecas.
—¿Quién quiere un pedazo de pastel de cereza? —preguntó—. ¿Jemima? ¿Pinky? ¿Primrose?
Y sirvió una porción de pastel invisible en un plato imaginario a cada muñeca, sin dejar de parlotear alegremente. Con el rabillo del ojo vio algo de color hueso que se escondía tras los árboles, acercándose cada vez más, y se obligó a no mirarlo.
—¡Jemima! —exclamó la niña—. ¡Qué mala eres! ¡Has tirado el pastel! ¡Ahora tendré que servirte otro pedazo!
Aprovechó ese momento para rodear el mantel y colocarse de frente, y fingió que recogía el pastel desperdiciado y le servía otra porción a Jemima.
Entonces la mano se acercó a brincos. Corriendo sobre las yemas de los dedos, se escurrió entre la hierba crecida y se encaramó a un tronco. Se quedó allí un instante, como si fuese un cangrejo tomando aire, y de pronto chasqueó las uñas y dio un salto espectacular hasta el centro del mantel, justo encima del pozo.
A Coraline le pareció que el tiempo pasaba muy lentamente. Los dedos blancos agarraron la llave negra…
Y luego las tazas de juguete saltaron por los aires a causa del peso y el impulso de la mano, y el mantel, la llave y la mano derecha de la otra madre cayeron en las tinieblas del pozo.
Coraline contó despacio calladamente. Cuando llegó a cuarenta, oyó un chapoteo sordo que procedía de muy abajo.
Le habían dicho una vez que si se mira el cielo desde el pozo de una mina, se ve un firmamento nocturno plagado de estrellas, aunque sea de día y reine la luz. La niña se preguntó si la mano vería estrellas desde allí abajo.
Arrastró las pesadas tablas y tapó el pozo con mucho cuidado. No quería que cayese nada dentro, y tampoco que saliese nada.
Mientras guardaba las muñecas y las tazas en la caja, algo le llamó la atención y, al levantarse, descubrió que el gato iba a su encuentro y hacía un signo de interrogación con el extremo de la cola. Llevaba varios días sin verlo, desde que habían regresado juntos de la casa de la otra madre.
El animal se acercó, se encaramó sobre las tablas que cubrían el pozo, y le guiñó un ojo. A continuación, saltó a la hierba, se puso boca arriba y se contoneó en una especie de éxtasis.
Coraline le hizo cosquillas y le rascó el suave pelaje de la barriga, y el gato ronroneó complacido. Cuando se consideró satisfecho, se puso en pie y se dirigió hacia la cancha de tenis, como si fuese un pedacito de noche bajo el sol del mediodía.
La niña volvió a casa.
El señor Bobo, que la esperaba en la entrada, le dio una palmadita en un hombro.
—Los ratones dicen que todo está bien —comentó—. Dicen que eres nuestra salvadora, Caroline.
—Me llamo Coraline, señor Bobo —lo corrigió ella—. Caroline no. Coraline.
—Coraline. —El señor Bobo repitió el nombre con asombro y respeto—. Muy bien, Coraline. Los ratones me han encargado que te diga que cuando estén preparados para tocar en público, tienes que subir y ser su primera espectadora. Van a tocar «tumpi, tumpi» y «turururu», y a bailar y a hacer un montón de trucos. Eso es lo que dicen.
—Me encantaría verlos cuando estén listos —respondió Coraline.
Luego llamó a la puerta de la señorita Spink y la señorita Forcible. La primera la invitó a pasar y Coraline entró en la salita. Dejó la caja de las muñecas en el suelo, metió una mano en el bolsillo y sacó la piedra agujereada.
—¡Aquí tiene! —exclamó—. Ya no la necesito. Le estoy muy agradecida. Creo que me ha salvado la vida, y además salvó de la muerte a otras personas.
Abrazó con fuerza a las dos mujeres, aunque sus brazos no podían rodear bien a la señorita Spink, y la señorita Forcible olía a ajos crudos. Después Coraline recogió la caja y se fue.
—¡Qué niña tan rara! —exclamó la señorita Spink. Nadie la había abrazado de esa forma desde que se había retirado del teatro.
Esa noche Coraline se tumbó en la cama después de bañarse y cepillarse los dientes, y se puso a mirar el techo con los ojos muy abiertos.
Hacía bastante calor, y como la mano se había ido, abrió de par en par la ventana de su habitación. Le había pedido a su padre que no echase del todo las cortinas.
Su nuevo uniforme escolar estaba cuidadosamente colocado sobre la silla para que se lo pusiera al levantarse.
Por lo general, en la noche previa al primer día del curso Coraline se sentía inquieta y nerviosa. Pero entonces comprendió que nunca volvería a darle miedo nada relacionado con el colegio.
Le pareció que el aire de la noche le llevaba una música celestial: el tipo de música que sólo se interpreta con diminutos trombones, trompetas y fagots de plata, con flautines y tubas tan pequeños y frágiles que sus botones sólo los pueden tocar los rosados deditos de los ratones blancos.
Coraline se imaginó que regresaba al sueño en que jugaba con las dos niñas y el niño, y sonrió.
Cuando asomaron las primeras estrellas, Coraline se durmió definitivamente mientras la suave música del circo de ratones invadía el aire cálido del anochecer, anunciándole al mundo que el verano casi había terminado.