12

La madre de Coraline la sacudió con suavidad para despertarla.

—¿Coraline? —dijo—. Cielo, vaya sitio que has escogido para dormir. Esta habitación está de adorno, nada más. Te hemos buscado por toda la casa.

La niña se estiró y parpadeó.

—Lo siento —se disculpó—. Me he quedado dormida.

—Ya lo veo —repuso su madre—. ¿Y de dónde diablos ha salido el gato? Cuando he llegado estaba esperando delante de la puerta principal, y cuando la he abierto ha salido corriendo como un rayo.

—Seguramente tenía cosas que hacer —replicó Coraline.

Luego abrazó a su madre con tanta fuerza que le dolieron los brazos. Su madre le devolvió el abrazo y le dijo:

—La comida estará dentro de quince minutos. No te olvides de lavarte las manos. ¡Fíjate en los pantalones del pijama! ¿Qué te ha pasado en la rodilla?

—He tropezado —respondió Coraline, que después entró en el cuarto de baño: entonces se lavó las manos, se limpió la sangre de la rodilla y aplicó pomada sobre los cortes y arañazos.

Luego fue a su dormitorio, su dormitorio real, el verdadero. Metió la mano en el bolsillo de la bata y sacó tres canicas, una piedra con un agujero en medio, una llave negra y una bola de cristal vacía.

La agitó y contempló el remolino de nieve reluciente que flotaba en el agua y llenaba aquel mundo desierto. Dejó de moverla y vio cómo la nieve caía sobre el lugar que en otro tiempo había ocupado una diminuta pareja.

A continuación, Coraline encontró un pedazo de cuerda en la caja de los juguetes; ensartó en él la llave negra, hizo un nudo y se colgó el cordón al cuello.

—Ya está —dijo.

Se vistió y escondió la llave debajo de la camiseta. La sintió fría sobre la piel. Después se guardó la piedra en un bolsillo.

Luego Coraline se dirigió al vestíbulo y entró en el despacho de su padre. Estaba de espaldas, pero la niña sabía, sólo con mirarlo, que cuando se girase, vería los amables ojos grises de su padre. Se acercó a él con mucha cautela y le dio un beso en la parte posterior de la cabeza, que comenzaba a quedarse calva.

—Hola, Coraline —la saludó el hombre. Luego miró a su alrededor y le sonrió—. ¿Y esto a qué viene?

—A nada —contestó Coraline—. A veces te echo de menos, eso es todo.

—¡Qué bien! —comentó él.

Suspendió el trabajo que estaba haciendo en el ordenador, se levantó y, sin previo aviso, tomó a Coraline en brazos, cosa que había dejado de hacer tiempo atrás, cuando le había explicado a su hija que era demasiado mayor para que la llevasen en brazos. Entonces la condujo a la cocina.

Esa noche tenían pizza para cenar, y aunque la había hecho su padre (por eso la base estaba gruesa, pastosa y cruda por unas partes, y demasiado fina y requemada por otras) y le había puesto rodajas de pimiento verde, albondiguillas y, para colmo, trocitos de piña, Coraline se comió su ración entera.

Bueno, se lo comió todo excepto los trozos de piña.

Cuando acabaron ya era hora de acostarse.

Coraline se dejó la llave colgada del cuello, puso las canicas grises debajo de la almohada, y soñó.

Se encontraba en un prado verde, sentada bajo un viejo roble, disfrutando de una merienda campestre. El sol brillaba en lo más alto del cielo: en el horizonte se veían nubes blancas y plumosas, pero sobre su cabeza el firmamento era profundamente azul y tranquilo.

Sobre la hierba se hallaba extendido un mantel blanco con cuencos en los que había montañas de comida: ensaladas y bocadillos, fruta y nueces, jarras de limonada, de agua y de chocolate con leche bien espeso. Coraline estaba sentada a un lado del mantel, y los otros los ocupaban tres niños que iban vestidos con ropas muy raras.

El más pequeño, sentado a la izquierda de Coraline, era un niño que llevaba bombachos de terciopelo rojo y una camisa blanca con volantes. Tenía la cara sucia y estaba llenando su plato hasta los topes con patatas nuevas cocidas y lo que parecía una trucha asada.

—Esta merienda es de lo más agradable, señora —le dijo.

—Sí —afirmó Coraline—. Estoy de acuerdo. Me pregunto quién la habrá organizado.

—¡Vaya!, sospecho que ha sido usted, señorita —intervino una niña alta que estaba sentada frente a Coraline. Llevaba un vestido marrón de formas poco definidas, y una boina del mismo color que se ataba bajo la barbilla—. Y estamos tan agradecidos por esto y por todo lo demás, que no lo podemos expresar con palabras.

Comía pan con mermelada: con un enorme cuchillo cortaba hábilmente rebanadas de pan de una gran hogaza dorada, y luego las untaba de mermelada morada con una cuchara de madera. Tenía mermelada alrededor de la boca.

—Sí. Ésta es la mejor comida que pruebo desde hace siglos —afirmó la niña que estaba a la derecha de Coraline.

Era muy pálida, su ropa parecía hecha de telarañas, y llevaba una especie de diadema de plata reluciente sobre los rubios cabellos. Coraline habría jurado que de la espalda de la niña salían dos alas: como las alas de una mariposa de plata cubierta de polvo, no como las de los pájaros. Tenía el plato lleno de hermosas flores. Sonrió a Coraline como si hubiese pasado mucho tiempo desde la última vez que había sonreído y casi se hubiese olvidado de hacerlo. A Coraline le cayó muy bien.

Después, la merienda se acabó y se dedicaron a jugar en el prado: corrían, chillaban y se lanzaban unos a otros una pelota resplandeciente. Coraline comprendió entonces que se trataba de un sueño, porque nadie se cansaba ni se quedaba sin aliento, y ella ni siquiera sudaba. Todos se reían y participaban en un juego que era una mezcla de saltos, pilla pilla y balón prisionero.

Mientras los tres corrían por el campo, la niña pálida revoloteaba sobre sus cabezas, lanzándose en picado para agarrar el balón y subiendo de nuevo antes de tirárselo a otro niño.

Y luego, sin que nadie dijese nada, se acabó el juego y los cuatro volvieron al mantel: alguien había retirado los platos de la comida, y los esperaban cuatro cuencos, tres con helados y uno atiborrado de madreselvas.

Comieron con apetito.

—Gracias por venir a mi fiesta —dijo Coraline—, si es que es mi fiesta.

—El placer ha sido nuestro, Coraline Jones —repuso la niña con alas, mordisqueando otra madreselva—. ¡Si pudiéramos hacer algo por usted, para agradecérselo y recompensarla!…

—Desde luego —apuntó el niño con los bombachos de terciopelo rojo y la cara sucia.

Extendió las manos y tomó una de las de Coraline entre las suyas, que en aquel momento resultaban cálidas.

—Lo que ha hecho por nosotros es muy bonito, señorita —dijo la chica alta con los labios manchados de helado de chocolate.

—Me alegro de que todo haya terminado —repuso Coraline.

¿Fue producto de su imaginación, o una sombra nubló los rostros de los niños?

La niña con alas, cuya diadema resplandecía como una estrella, posó los dedos un instante sobre el dorso de la mano de Coraline.

—Todo ha terminado para nosotros —afirmó—. Ésta es una escala. Desde aquí partiremos hacia tierras desconocidas, y ningún ser vivo sabe qué ocurrirá después… —Se calló.

—Hay un pero, ¿verdad? —preguntó Coraline—. Puedo sentirlo, como un nubarrón.

El niño de la izquierda intentó sonreír animadamente, pero su labio inferior comenzó a temblar, de modo que se lo mordió y no dijo nada. La niña de la boina marrón se movió incómoda y respondió:

—Sí, señorita.

—Pero os he traído de vuelta —dijo Coraline—. He recuperado a mis padres. Y cerré la puerta con llave. ¿Qué más tengo que hacer? —El niño apretó la mano de Coraline, que se acordó de que ella había hecho lo mismo para infundirle valor cuando él no era más que un frío recuerdo en la oscuridad—. Bueno, ¿no podéis darme una pista? ¿No vais a decirme nada?

—La vieja bruja lo juró por su mano derecha —dijo la chica alta—, pero mintió.

—M-mi institutriz —tartamudeó el niño— decía que a nadie le imponen una carga mayor de la que puede aguantar. —Y al decir eso se encogió, como si aún no hubiese decidido si esa afirmación era cierta o no.

—Le deseamos suerte —declaró la niña con alas—. Buena suerte, sabiduría y valor…, aunque ya ha demostrado con creces que posee esas tres bendiciones.

—Ella la odia —dijo el niño de sopetón—. Nunca ha renunciado a nada durante tanto tiempo. Sea cuidadosa. Tenga valor. Haga trampas.

—Pero eso no es juego limpio —se quejó Coraline en sueños, enfadada—. No, no es jugar limpio. Todo debería haber terminado ya.

El niño de la cara sucia se levantó y abrazó a Coraline.

—Que esto le sirva de consuelo —susurró—. Está usted viva. Está viva de verdad.

En el sueño Coraline observó que se había puesto el sol y que en el cielo del atardecer brillaban las estrellas.

Coraline se quedó en el prado contemplando cómo se alejaban los tres niños (dos a pie y una volando) a través de la hierba, que aparecía plateada bajo el resplandor de la enorme luna.

Cuando llegaron a un puentecito de madera que cruzaba un arroyo, se detuvieron, se dieron la vuelta y se despidieron con la mano de Coraline, quien les devolvió el gesto.

Y a continuación se hizo la oscuridad.

Coraline se despertó muy temprano, convencida de que había oído moverse algo que no podía identificar.

Esperó.

Oyó una especie de crujido al otro lado de la puerta de su habitación, y se preguntó si sería una rata. La puerta vibró y la niña saltó de la cama.

—Vete —dijo Coraline con dureza—. Vete o te arrepentirás.

Hubo una pausa, y luego, lo que fuese se escabulló hacia el vestíbulo. Sus pisadas, si realmente lo eran, sonaban de forma extraña e irregular. A Coraline se le ocurrió que podría tratarse de una rata con una pata de más…

«No se ha terminado, ¿no?», se dijo a sí misma.

Después abrió la puerta. La luz gris que precede al amanecer le permitió ver todo el pasillo, que estaba completamente vacío.

Fue a la puerta principal y dedicó una mirada fugaz al espejo que colgaba en el fondo del vestíbulo: sólo vio su propia cara pálida mirándose a sí misma con aire adormilado y serio. Unos ronquidos suaves y tranquilizadores surgían del dormitorio de sus padres, aunque la puerta estaba cerrada, como todas las que daban al pasillo. Lo que crujía tenía que estar allí, en alguna parte.

Coraline abrió la puerta principal y observó el cielo gris. Se preguntó cuánto faltaba para que amaneciese, y si el sueño había sido real, aunque en el fondo sabía que sí. Entonces algo que había confundido con las sombras salió de debajo del sofá del vestíbulo: unas piernas largas y blancas dieron un salto demencial y confuso en dirección a la puerta de la calle.

Coraline, boquiabierta de horror, se quitó de en medio cuando la cosa se escurrió ante ella pegando chasquidos para salir de la casa. Corría como un cangrejo con demasiados pies, que, apresurados, golpeaban y tecleaban el suelo.

Sabía lo que era y sabía qué llegaría a continuación. La había visto demasiadas veces en los últimos días: era la que agarraba, apretaba, reventaba e introducía los escarabajos negros en la boca de la otra madre. Tenía cinco patas, las uñas carmesíes y la piel del color del hueso.

Era la mano derecha de la otra madre.

Quería la llave negra.