11

Cuando entró en su casa o, mejor dicho, en aquella casa que no era verdaderamente la suya, Coraline se alegró de comprobar que no se había convertido en un dibujo vacío, como el resto del edificio. Había profundidad y sombras, y alguien que esperaba su regreso en la oscuridad.

—Has vuelto —dijo la otra madre con tono de descontento—, y has traído bichos.

—No —repuso la niña—. He traído a un amigo.

Notó que el gato se agarrotaba entre sus manos, como si estuviese deseando huir. Coraline quería abrazarlo como a un osito de peluche para darle confianza, pero sabía que a los gatos no les gusta nada que los aprieten, y sospechaba que un gato asustado tiende a morder y arañar si lo provocan, aunque esté de tu parte.

—Sabes que te quiero —afirmó la otra madre con voz monótona.

—Pues tienes una forma muy especial de demostrarlo —respondió Coraline.

A continuación fue al vestíbulo y entró en el salón con paso firme y seguro, fingiendo no sentir los ojos negros y vacíos de la mujer clavados en su espalda. Los solemnes muebles de su abuela seguían allí, y el extraño cuadro de las frutas colgaba de la pared; sin embargo, alguien se había comido la fruta, y lo único que quedaba en el cuenco era el corazón marrón de una manzana, varios huesos de ciruelas y melocotones, y el tallo de un racimo de uvas. La mesa con patas de león raspaba la alfombra con sus garras de madera, como si estuviese impaciente por algo. Al fondo de la habitación, en la esquina, se hallaba la puerta de madera que, en otro lugar, se abría y daba a una lisa pared de ladrillos. Coraline procuró no mirarla. Por la ventana no se distinguía más que niebla.

La niña sabía que había llegado la hora, el momento de la verdad, el instante de la solución.

La otra madre la había seguido: estaba en medio del salón, entre Coraline y la repisa de la chimenea, y miraba a la niña con sus ojos de botones negros. Coraline pensó que tenía gracia que la otra madre no se pareciese en absoluto a su verdadera madre, y se preguntó cómo la habría engañado para que viese el parecido. La otra madre era enorme (su cabeza casi rozaba el techo) y muy pálida, del color del vientre de una araña. Los cabellos se le retorcían y enroscaban alrededor de la cabeza, y tenía dientes afilados como cuchillos…

—¿Y bien? —le preguntó la mujer bruscamente—. ¿Dónde están?

Coraline se apoyó en un sillón, acomodó al gato con la mano izquierda, metió la derecha en el bolsillo y sacó las tres canicas de cristal. La otra madre alargó los dedos blancos para agarrarlas, pero la niña las volvió a guardar. Resultaba evidente que lo que había imaginado era cierto: la otra madre no tenía intención de dejarla marchar ni de cumplir su palabra. Todo había sido una diversión, nada más.

—Espera —le pidió Coraline—. Aún no hemos terminado, ¿verdad?

La mujer la fulminó con la mirada, pero después sonrió con dulzura.

—No —contestó—. Supongo que no. Al fin y al cabo, todavía has de encontrar a tus padres, ¿no?

—Sí —respondió Coraline. «No debo mirar la repisa de la chimenea —pensó—. Ni siquiera debo pensar en ella».

—De acuerdo —replicó la otra madre—. Encuéntralos. ¿No quieres volver a buscar en el sótano? Allí hay más cosas interesantes, ¿sabes?

—No. Sé dónde están mis padres.

El gato le pesaba en los brazos, así que lo movió hacia delante, desenganchándose las patas del hombro.

—¿Dónde?

—Es de sentido común. He mirado en todos tus escondrijos. No están en la casa.

La otra madre se mantuvo muy quieta, sin hacer el más mínimo gesto y con los labios firmemente apretados. Podría haber pasado por una estatua de cera; incluso su pelo había dejado de moverse.

—Así es —continuó Coraline, rodeando al gato estrechamente con las manos—. Se dónde se encuentran. Los has escondido en el pasillo que hay entre las casas, ¿verdad? Están detrás de esa puerta —afirmó, señalando con la cabeza la puerta del rincón.

La otra madre continuó inmóvil, aunque un amago de sonrisa se asomó a su rostro.

—De modo que están ahí, ¿eh?

—¿Por qué no abres la puerta? —le preguntó la niña—. Ya verás como están ahí.

Coraline sabía que era su única posibilidad de regresar a casa, pero todo dependía de la necesidad de autocomplacencia de la otra madre; de su ansia no sólo de ganar, sino de demostrar que había ganado.

La mujer deslizó una mano lentamente en el bolsillo del delantal y sacó la llave negra de hierro. El gato se removió incómodo en los brazos de Coraline, como si hubiese querido bajar al suelo. «Quédate ahí un momento —pensó la niña, preguntándose si el animal podría leer su pensamiento—. Iremos a casa. Te he dicho que iríamos. Lo he prometido». Entonces sintió que el felino se relajaba un poco.

La otra madre fue hasta la puerta, metió la llave en la cerradura y la giró.

Cuando Coraline oyó que el mecanismo hacía «clunc» con dificultad, comenzó a retroceder paso a paso, con el mayor sigilo, hasta la repisa de la chimenea.

La mujer empujó el pomo y abrió la puerta, tras la cual había un pasillo oscuro y vacío.

—Ahí —dijo, señalándolo con las manos. La expresión de alegría de su cara era difícil de soportar—. ¡Te has equivocado! En realidad no sabes dónde están tus padres, ¿verdad? No están ahí. —Se volvió y miró a Coraline—. Y ahora —continuó—, te vas a quedar aquí por siempre jamás.

—No —repuso la niña—. No me voy a quedar.

Y con todas sus fuerzas lanzó al gato sobre la otra madre. El animal aulló y aterrizó en la cabeza de la mujer agitando las garras y rechinando los dientes, feroz y enfadado. Con el pelo de punta casi parecía tan grande como en la vida real.

Sin esperar a ver qué sucedía, Coraline corrió hasta la repisa, se apoderó de la bola de cristal y se la guardó en el bolsillo de la bata.

El animal soltó un aullido profundo y ululante y hundió los dientes en la mejilla de la otra madre, que se revolvió. De los cortes de su pálida cara empezó a manar sangre, que no era roja, sino negra, espesa y alquitranada. Entonces Coraline corrió hacia la puerta y sacó la llave de la cerradura.

—¡Suéltala! ¡Vámonos! —le gritó al gato.

Éste emitió un silbido y, con sus garras afiladas como escalpelos, asestó un golpe brutal en la cara de la mujer, tras lo cual la negra sustancia comenzó a brotar de la nariz de la otra madre, que estaba surcada por numerosos tajos. El líquido salpicó a Coraline.

—¡Rápido! —le ordenó al gato.

El animal se reunió con ella corriendo, y ambos se adentraron en el oscuro corredor.

Allí hacía más frío, como cuando se baja al sótano un día caluroso. El gato dudó un momento, pero cuando vio que la otra madre iba hacia ellos, corrió al lado de Coraline y se detuvo junto a sus piernas.

La niña empezó a tirar de la puerta para cerrarla.

Era más pesada de lo que había supuesto, e intentar cerrarla le pareció como intentar cerrar una puerta contra la fuerza del viento. Entonces sintió que algo comenzaba a tirar desde el otro lado.

«¡Ciérrate!», rogó con el pensamiento. Luego dijo en voz alta:

—Venga, por favor.

Y notó que la puerta empezaba a moverse y a cerrarse oponiéndose a aquel viento fantasmal.

De pronto comprendió que en el pasillo había otras personas. No podía volver la cabeza para mirarlas, pero a pesar de eso sabía quiénes eran.

—Por favor, ayudadme —les suplicó—. Todos juntos.

Las otras personas que había allí, tres niños y dos adultos, eran casi inmateriales y no podían tocar la puerta. Pero sus manos rodearon las de ella mientras empujaba el gran pomo de hierro y, de repente, se sintió fuerte.

—¡No ceda nunca, señorita! ¡Aguante firme! ¡Aguante firme! —susurró una voz dentro de su cabeza.

—¡Empuja, chiquilla, empuja! —murmuró otra.

Y después, una voz que sonaba como la de su madre, su propia madre, su verdadera madre, maravillosa, exasperante, provocadora y magnífica, dijo:

—Bien hecho, Coraline.

Y aquello fue suficiente. La puerta comenzó a cerrarse con gran facilidad.

—¡No! —gritó desde el otro lado una voz que no sonaba ni remotamente humana.

Algo que se coló en el hueco que quedaba entre la puerta y las jambas agarró a Coraline. Esta sacudió la cabeza y se mantuvo a distancia, pero la puerta empezó a abrirse de nuevo.

—Nos vamos a casa —dijo la niña—. Nos vamos. Ayudadme. —Y tras pronunciar esas palabras se escabulló de los dedos que la retenían.

Entonces las manos fantasmales la traspasaron y le prestaron la fuerza que había perdido. Hubo un momento de resistencia final, como si algo quedase atrapado en la puerta, pero por fin ésta se cerró de golpe con estrépito.

Algo cayó al suelo desde un punto situado a la altura de la cabeza de Coraline, y se oyó una especie de porrazo.

—¡Vámonos! —exclamó el gato—. Éste no es buen lugar para quedarse. Rápido.

La niña giró y empezó a correr lo más rápido posible por el tenebroso corredor, tanteando la pared con una mano para asegurarse de que no tropezaba con algo o de que no daba vueltas en la oscuridad.

Había un tramo cuesta arriba que le pareció interminable. Al palpar la pared notó que era cálida y blanda, como si estuviese recubierta de una piel delicada y velluda, y que se movía como si respirase. Coraline apartó la mano.

El viento aullaba en la oscuridad.

Le horrorizaba chocar contra algo, así que se apoyó de nuevo en la pared, que se había vuelto caliente y húmeda. A la niña le dio la impresión de que había metido la mano en la boca de alguien, y la retiró con un gemido.

Los ojos se le habían acostumbrado ya a la oscuridad, de modo que entrevió, como si fuesen manchas brillantes, a dos adultos y a tres niños. También oía al gato, que se movía en las tinieblas sin hacer ruido.

Pero había algo más, que de pronto se escurrió entre los pies de Coraline y estuvo a punto de tirarla. La niña se sujetó antes de caer, aprovechando su propio impulso para seguir avanzando. Sabía que, si se caía, no podría levantarse. Fuese lo que fuese lo que había en aquel pasillo, era mucho más viejo que la otra madre, y era profundo, y lento, y sabía que ella estaba allí…

Entonces apareció la luz del día y Coraline corrió hacia ella casi sin resuello. «Ya hemos llegado», se dijo para darse ánimos, pero entonces descubrió que los fantasmas se habían ido y que estaba sola. No tenía tiempo para pensar en qué podía haberles sucedido. Tomó aliento, cruzó la puerta tambaleándose y la cerró de golpe con el portazo más ruidoso y gratificante del mundo.

Coraline echó la llave y se la guardó en el bolsillo.

El gato estaba acurrucado en el rincón más distante de la habitación, con los ojos muy abiertos, enseñando la rosada punta de la lengua. Coraline se acercó a él y se agachó.

—Lo siento —dijo—. Siento haberte lanzado sobre ella, pero era la única forma de distraerla para que nos dejase marchar. Nunca habría cumplido su palabra, ¿verdad?

El gato la miró, apoyó la cabeza en su mano y le lamió los dedos con la lengua, que parecía papel de lija. Finalmente, se puso a ronronear.

—Entonces, ¿somos amigos? —le preguntó Coraline.

Se sentó en uno de los incómodos sillones de su abuela, y el gato se arrellanó en su regazo. La luz que entraba por la ventana era la luz del día, la luz real y dorada del atardecer, no un resplandor de niebla blanca. El cielo era azul como el huevo de un petirrojo, y Coraline vio árboles y, más allá, colinas verdes que se fundían en un horizonte de tonos morados y grises. El cielo nunca le había parecido tan cielo, y el mundo jamás había sido tan mundo.

Coraline contempló las hojas de los árboles y las luces y sombras que se dibujaban sobre la corteza agrietada del haya que estaba junto a la ventana. Bajó la vista a su regazo y admiró el brillo que la luz del sol arrancaba al pelaje del gato, convirtiendo en oro sus blancos bigotes.

Pensó que nunca había visto nada tan fascinante.

Y, atrapada en las fascinaciones del mundo, sin darse cuenta se fue retorciendo hasta acurrucarse como un gato en el incómodo sillón de su abuela, y no se percató de que caía en un sopor profundo y desprovisto de sueños.