Coraline subió por las escaleras exteriores del edificio hasta el piso más alto, en el que vivía el viejo loco en el mundo real. Había ido allí una vez con su verdadera madre, cuando realizaba una colecta benéfica. Ambas se habían quedado en la entrada, esperando a que el excéntrico anciano de grandes bigotes encontrase el sobre que la madre de Coraline le había dejado: el piso olía a comidas raras, tabaco de pipa y cosas extrañas, penetrantes y pestilentes que la niña no pudo identificar. Nunca había querido pasar de la puerta.
—Soy una exploradora —dijo Coraline en voz alta, aunque sus palabras sonaron apagadas y muertas en medio de la niebla. Al fin y al cabo, había conseguido escapar del sótano, ¿verdad?
Sí, era cierto. Pero si de algo estaba segura era de que aquel piso sería peor.
Llegó a la parte superior de la casa. El piso de arriba había sido el ático del edificio mucho tiempo atrás. Llamó con los nudillos a la puerta pintada de verde. Esta se abrió de golpe y ella entró.
Tenemos nervios y ojos,
tenemos colas y dientes,
cuando subamos de los infiernos
obtendrás lo que mereces.
Eso murmuraron doce vocecitas o más en aquel piso oscuro de techo tan bajo que Coraline casi podía tocarlo.
Varios ojos rojos la observaban. Cuando se acercó, se escabulleron unas patitas rosadas. Sombras negras se movían imperceptiblemente en la oscuridad que envolvía las cosas.
Allí olía mucho peor que en el piso real del viejo loco. El verdadero olía a comida (comida desagradable, según recordaba Coraline, pero reconocía que era cuestión de gustos: a ella no le gustaban las especias, las hierbas ni los platos exóticos). El lugar en el que se hallaba olía como si todos los platos exóticos del mundo estuviesen allí podridos.
—Chiquilla —la llamó una voz susurrante desde una habitación lejana.
—¿Sí? —respondió Coraline.
«No tengo miedo», se dijo a sí misma. Sabía que si lo pensaba bien no podía tener miedo. Allí no había nada que pudiese asustarla. Todas aquellas cosas (y también las del sótano) eran ilusiones, creaciones de la otra madre, una especie de parodia espantosa de las personas y los objetos reales. Coraline se reafirmó en la idea de que la otra madre no podía hacer nada auténtico, sólo copiar, retorcer y distorsionar lo que ya existía.
A continuación se preguntó por qué la otra madre habría colocado una bola de cristal sobre la repisa de la chimenea del salón. En el mundo real allí no había nada.
Al hacerse la pregunta, comprendió que tenía la respuesta. Pero la voz volvió a hablar e interrumpió el curso de sus pensamientos.
—Ven aquí, chiquilla. Sé lo que quieres, pequeña.
Era una voz susurrante, ronca y seca. A Coraline le recordó algún tipo de gigantesco insecto muerto, lo cual era absurdo, como ella bien sabía. ¿Cómo podía un muerto, y sobre todo un insecto, tener voz?
Atravesó varias habitaciones de techo bajo e inclinado hasta que llegó a la última. Era un dormitorio, y el otro viejo loco del piso de arriba estaba sentado en un rincón, en medio de la oscuridad, como un bulto con abrigo y sombrero. Cuando la niña entró, empezó a hablar.
—No va a cambiar nada, chiquilla —dijo con una voz que sonó como el ruido que hacen las hojas secas al crujir sobre la calzada—. ¿Y qué más da que hagas todo lo que has prometido? ¿Qué pasará entonces? No va a cambiar nada. Volverás a tu casa para aburrirte y que no te presten atención. Nadie te escuchará, nadie te ha escuchado nunca. Eres demasiado inteligente y reservada para que te entiendan. Ni siquiera pronuncian tu nombre correctamente.
»Quédate con nosotros —pidió la voz de la figura que estaba al fondo de la habitación—. Nosotros te escucharemos, jugaremos contigo y nos reiremos todos juntos. Tu otra madre construirá mundos enteros para que los explores, y los desmontará de noche, cuando los hayas recorrido. Cada nuevo día será mejor y más alegre que el anterior. ¿Te acuerdas de la caja de los juguetes? ¿No sería mucho mejor un mundo así, sólo para ti?
—¿Y habrá días grises y lluviosos en los que no sepa qué hacer, ni tenga nada que leer, ni programas que ver, ni un lugar adonde ir, y que resulten interminables? —le preguntó Coraline.
—Jamás —respondió el hombre desde las tinieblas.
—¿Y habrá comidas asquerosas, con platos de recetas raras que llevan ajo, estragón y habas?
—Las comidas serán motivo de felicidad —murmuró la voz por debajo del sombrero—. Tus labios no tendrán que probar nada que no los satisfaga plenamente.
—¿Y podré llevar guantes de color verde fosforescente y botas de agua amarillas con forma de rana?
—De rana, de pato, de rinoceronte, de pulpo…, de lo que quieras. Todas las mañanas habrá un mundo nuevo para ti. Si te quedas, tendrás todo lo que desees.
Coraline suspiró.
—Realmente no lo entiendes, ¿verdad? —repuso—. No quiero tener todo lo que deseo. Nadie lo quiere, no de verdad. ¿Dónde estaría la gracia si tuviese todo lo que quiero? Es eso y nada más, ¿y después qué?
—No lo entiendo —susurró la voz.
—Claro que no —dijo Coraline, mirando a través de la piedra agujereada—. Sólo eres una mala copia del anciano excéntrico.
—Ni siquiera eso —musitó la voz muerta.
De la gabardina del hombre, a la altura del pecho, salió un resplandor. A través de la piedra agujereada el resplandor parpadeó y emitió el brillo blanco azulado de una estrella. A Coraline le hubiese gustado tener un palo o algo semejante para tocarlo, pues no le apetecía acercarse más al viejo tenebroso del fondo de la habitación.
La niña dio un paso adelante y el hombre se desmoronó. Ratas negras saltaron de sus mangas y salieron del abrigo y de debajo del sombrero. Eran veinte o más, tenían ojos rojos que brillaban en la oscuridad, y chillaban y volaban. El abrigo osciló y cayó pesadamente al suelo, y el sombrero rodó hasta un rincón.
Coraline sacudió el abrigo con una mano. Estaba vacío, aunque al tocarlo se notaba grasiento. No había la menor señal de la última canica. Examinó la habitación a través de la piedra agujereada, y cerca de la puerta, a ras del suelo, vio algo que centelleaba y relucía como una estrella. La rata más grande lo llevaba entre las garras, y cuando Coraline la miró, se escapó.
Coraline corrió tras ella mientras los demás roedores la observaban desde las esquinas.
Las ratas corren más que las personas, y son especialmente rápidas en las distancias cortas. Pero una gran rata negra con una canica entre las patas delanteras no es rival para una niña decidida a todo (aunque sea una niña poco desarrollada para su edad). Las ratas más pequeñas se interpusieron en su camino para distraerla, pero Coraline no les hizo caso y no apartó la vista de la que tenía la canica, que se dirigía a la puerta con intención de salir del piso.
Llegaron a las escaleras exteriores del edificio.
La niña reparó en que la casa experimentaba continuos cambios y se volvía menos definida y más achatada, incluso mientras corría escaleras abajo. Parecía no una casa, sino la fotografía de una casa. Coraline se precipitó atropelladamente por las escaleras detrás de la rata, sin pensar en nada más y segura de que iba a ganar. Corría muy rápido…, demasiado rápido, como comprobó al llegar al final de un tramo: resbaló, se torció un pie y cayó de narices contra el descansillo de hormigón.
Se despellejó la rodilla izquierda, y la palma de la mano que había adelantado para evitar el golpe estaba llena de arañazos, en los que se había incrustado arenilla. Le dolía un poco, y sabía muy bien que enseguida le dolería mucho más. Se limpió la arena de la mano, se levantó y bajó a toda prisa hasta el pie de la escalera, aunque resultaba evidente que había perdido y que era demasiado tarde.
Buscó a la rata con la vista, pero se había ido llevándose la canica.
Le escocían los arañazos de la mano y sentía el gotear de la sangre que manaba de su rodilla y se escurría por la pernera rota del pijama. Esas heridas eran igual de horribles que las que se hizo el verano en que su madre retiró las ruedas auxiliares de la bicicleta. Pero aquel verano, a pesar de los cortes y los rasguños (tenía las rodillas llenas de costras), había disfrutado de una sensación de progreso: estaba aprendiendo algo, a hacer una cosa que no sabía. Y en ese momento, en cambio, no sentía más que la frialdad de la pérdida: les había fallado a los espíritus de los niños y a sus padres; había fracasado ante sí misma y ante todo.
Cerró los ojos deseando que la tragase la tierra.
Entonces oyó una tos.
Abrió los ojos y vio a la rata tirada sobre el sendero de ladrillos que había al pie de la escalera, con una expresión de sorpresa en la cara, que se hallaba a varios centímetros del resto del cuerpo. Tenía los bigotes tiesos, los ojos desmesuradamente abiertos, y los dientes al aire, amarillos y afilados. En su cuello brillaba un collar de sangre húmeda.
Junto a la rata decapitada estaba el gato con aire presumido y una pata sobre la canica de cristal gris.
—Creo que una vez te comenté —dijo el felino— que en circunstancias normales no me gustan las ratas. Pero me pareció que necesitabas ayuda. Espero que no te moleste mi intromisión.
—Me parece… —respondió Coraline, intentando recuperar el aliento—, me parece que… dijiste algo por el estilo.
El gato levantó la pata y la canica rodó hasta donde estaba la niña, que la agarró. La última voz susurró dentro de su cabeza, apremiante: «Le ha mentido. Ahora que usted está en su poder, nunca la dejará marchar. Preferirá renunciar a cualquiera de nosotros antes que cambiar de carácter». A Coraline se le erizó el pelo de la nuca porque sabía que la voz de la niña decía la verdad. Guardó la canica en el bolsillo de la bata, junto a las otras.
Ya tenía las tres canicas.
Sólo faltaba encontrar a sus padres.
Y Coraline comprendió, con sorpresa, que esa parte resultaba fácil. Sabía exactamente dónde estaban sus padres. Si se hubiese parado a pensar, lo habría averiguado al principio. La otra madre no podía crear: sólo podía transformar, retorcer y cambiar.
La repisa de la chimenea del salón de su casa estaba vacía. Al recordar eso, recordó algo más.
—La otra madre. Sí, se propone romper su promesa. No nos dejará marchar —dijo Coraline.
—No me extrañaría nada tratándose de ella —reconoció el gato—. Como ya te dije, no creo que juegue limpio. —Entonces levantó la cabeza—. Mira…, ¿has visto eso?
—¿Qué?
—Mira detrás de ti —le sugirió el gato.
La casa se había aplastado aún más. Ya no parecía una fotografía, sino más bien un dibujo, un tosco garabato realizado a carboncillo sobre papel gris.
—Al margen de lo que ocurra —empezó Coraline—, gracias por ayudarme con la rata. Creo que estoy a punto de acabar, ¿no te parece? Piérdete en la niebla o en el lugar al que sueles ir, y yo… Bueno, confío en verte en mi casa, si ella me deja volver, claro.
Al animal se le puso el pelo de punta y se le erizó la cola como si fuese un cepillo de deshollinador.
—¿Ocurre algo malo? —le preguntó Coraline.
—Han desaparecido —respondió el gato—. Ya no están aquí. Las entradas y salidas de este lugar acaban de aplastarse.
—¿Y eso es malo?
El gato bajó la cola y la agitó enfadado. Del fondo de su garganta salió un profundo gruñido. Caminó en círculos hasta que se alejó de Coraline, y luego retrocedió de espaldas, muy tieso, pasito a pasito para restregarse contra una de las piernas de la niña. Al acariciarlo, ésta notó los fuertes latidos de su corazón. Estaba temblando como una hoja muerta en medio de una tormenta.
—No te pasará nada —le aseguró Coraline—. Todo va a salir bien. Te llevaré a casa. —El animal no dijo nada—. Vamos, gatito —lo animó Coraline dando un paso atrás para subir la escalera, pero el felino permaneció inmóvil; parecía infeliz y, curiosamente, mucho más pequeño—. Si la única forma de salir de aquí es cruzándose con ella —le explicó Coraline—, lo haremos así.
Se agachó y tomó al gato en brazos. Éste no se resistió; se limitó a continuar temblando. La niña le sostenía la parte trasera con una mano, y el gato se ayudaba descansando las patas sobre los hombros de Coraline. Pesaba, pero no tanto como para no poder con él. Agradecido, el animal le lamió la palma de la mano, donde había sangre de los arañazos.
Coraline subió las escaleras que conducían a su casa peldaño a peldaño. Era consciente de que las canicas entrechocaban en su bolsillo, de que la piedra agujereada seguía allí y de que el gato se apretaba contra ella.
Llegó a la puerta de su casa, que se había convertido en el garabato de una puerta dibujado por un niño pequeño, y la empujó con la mano, esperando más bien que se rompiese y que detrás de ella no hubiese más que negrura y unas cuantas estrellas aquí y allá.
Pero la puerta se abrió de golpe, y Coraline entró.