PrólogoEl lugar de los huesos

El alba llegó a la selva ecuatorial del Congo.

El sol pálido disipó el frío de la mañana y la bruma húmeda, revelando un mundo silencioso y gigantesco. Árboles enormes, con troncos de más de diez metros de diámetro, se elevaban hasta setenta metros de altura y allí extendían su denso palio de follaje, ocultando el cielo y goteando constantemente. Cortinas de musgo gris, enredaderas y lianas colgaban enmarañadas de los árboles; orquídeas parásitas brotaban de los troncos. Los helechos gigantescos, brillantes de humedad, llegaban desde el suelo hasta la altura del pecho de un hombre o más y hacían que la neblina se mantuviese baja. Aquí y allá había una nota de color: capullos rojos y enredaderas azules. La impresión general, sin embargo, era la de un vasto mundo gris verdoso, de tamaño exagerado, un lugar extraño, inhóspito para el hombre.

Jan Kruger dejó a un lado el rifle y estiró los músculos rígidos. El alba llegaba rápidamente en el ecuador; había aclarado bastante, aunque la niebla permanecía. Echó un vistazo al lugar del campamento de la expedición que había estado vigilando: ocho tiendas de campaña de nylon, de color anaranjado brillante, una tienda azul, para el rancho, telas embreadas que cubrían las cajas con el equipo, en un vano intento por mantenerlo seco. Vio al otro guardián, Misulu, sentado sobre una piedra; Misulu lo saludó con la mano, adormecido. Cerca estaba el equipo de transmisión: una antena parabólica, plateada, la negra caja transmisora, los cables coaxiales, serpenteantes, conectados con la cámara de vídeo portátil montada en el trípode desmontable. Los norteamericanos usaban este equipo para transmitir diariamente informes por satélite a la oficina central en Houston.

Kruger era el bwana mukubwa contratado para llevar la expedición al Congo. Ya antes había conducido expediciones: compañías petroleras, grupos cartográficos, equipos madereros y equipos geológicos, como éste. Las compañías que enviaban sus equipos querían a alguien que conociera las costumbres y los dialectos locales lo suficientemente bien para vérselas con los porteadores y arreglar los viajes. Kruger era adecuado para este trabajo. Hablaba kiswahili tan bien como bantú, además de un poco de bagindi, y había estado en el Congo muchas veces, aunque nunca en Virunga.

Kruger no se imaginaba qué interés podían tener estos geólogos estadounidenses en ir a la región Virunga, de Zaire, en el extremo nordeste de la selva ecuatorial del Congo. Zaire era el país del África Negra más rico en minerales; el primer productor mundial de cobalto y diamantes industriales, y el séptimo productor de cobre. Además, poseía importantes yacimientos de oro, estaño, zinc, tungsteno y uranio. Pero la mayor parte de los minerales se encontraban en Shaba y Kasai, no en Virunga.

Kruger sabía que no debía preguntar por qué querían ir a Virunga los estadounidenses y, de todos modos, conoció la respuesta bastante rápido. Una vez que la expedición pasó el lago Kivu y entró en la selva ecuatorial, los geólogos empezaron a barrer el río y los lechos de los arroyos. La búsqueda de depósitos superficiales significaba que iban detrás de oro, o de diamantes. Resultó que lo que les interesaba eran los diamantes.

Pero no cualquier clase de diamantes. Los geólogos buscaban lo que llamaban diamantes del tipo IIb. Cada nueva muestra era sometida inmediatamente a una prueba eléctrica. Las conversaciones resultantes eran ininteligibles para Kruger; versaban acerca de intervalos dieléctricos, iones de reticulado, resistividad. Pero dedujo que eran las propiedades eléctricas de los diamantes lo que les importaba. Por cierto, las muestras eran inútiles como piedras preciosas. Kruger examinó varias, y todas eran impuras.

Durante diez días, la expedición había estado localizando depósitos superficiales. Éste era un procedimiento común: si se encontraba oro o diamantes en el lecho de un río, se avanzaba corriente arriba hasta la presunta fuente erosiva de los minerales. La expedición había avanzado hacia terrenos más altos a lo largo de las laderas occidentales de la cadena volcánica de Virunga. Todo era rutinario hasta que un día, alrededor del mediodía, los porteadores se rehusaron lisa y llanamente a continuar.

Esta parte de Virunga, dijeron, se llamaba kanyamagufa, que quería decir «el lugar de los huesos». Los porteadores decían que el que insistiera en seguir adelante, terminaría con los huesos rotos, particularmente el cráneo. No hacían más que tocarse los pómulos, repitiendo que les aplastarían el cráneo.

Los porteadores eran arawanis que hablaban bantú, provenientes de la ciudad cercana más importante, Kisangani. Como la mayoría de los nativos habitantes de ciudades, tenían toda clase de supersticiones acerca de la jungla del Congo. Kruger llamó al jefe.

—¿Qué tribus hay aquí? —preguntó, señalando la jungla que tenían delante.

—No hay tribus —contestó el jefe.

—¿Ninguna tribu? ¿Ni siquiera bambutis? —preguntó, refiriéndose al grupo de pigmeos más próximo.

—Ningún hombre viene aquí —dijo el jefe—. Esto es kanyamagufa.

—¿Quién aplasta los cráneos, entonces?

Dawa —repuso ominosamente el jefe, usando el término bantú para referirse a las fuerzas mágicas—. Dawa fuerte aquí. Los hombres no se acercan.

Kruger suspiró. Como muchos blancos, estaba harto de oír hablar del dawa. El dawa estaba en todas partes, en plantas y rocas y tormentas y enemigos de todas clases. Pero la creencia en el dawa prevalecía en gran parte de África, y en el Congo se creía firmemente en él.

Kruger se vio obligado a perder el resto del día en tediosas negociaciones. Finalmente, les dobló el jornal y les prometió rifles cuando regresaran a Kisangani, con lo que los porteadores aceptaron continuar. Kruger consideró el incidente como una irritante maniobra nativa. Era sabido que, por lo general, una vez que la expedición había llegado a un punto tal que se dependía de ellos, los porteadores invocaban alguna superstición local para obtener un aumento del jornal. Él ya había previsto esa eventualidad en el presupuesto y, una vez aceptadas las exigencias, no pensó más en el asunto.

Incluso cuando llegaron a varias áreas cubiertas de fragmentos despedazados de huesos —que los porteadores hallaron alarmantes— Kruger no se preocupó. Al examinarlos, descubrió que no eran huesos humanos sino delicados huecesillos de monos colobos, esas hermosas criaturas hirsutas, blancas y negras, que habitaban en lo alto de los árboles. Era verdad que había muchos huesos, y Kruger no tenía idea de por qué habían sido despedazados, pero hacía mucho tiempo que vivía en África y había visto muchas cosas inexplicables.

Tampoco le impresionaron los grandes fragmentos de piedra que sugerían que alguna vez en el lugar había habido una ciudad. Kruger había encontrado más de una vez ruinas inexploradas. En Zimbabwe, en Broken Hill, en Maniliwi existían restos de ciudades y templos que ningún científico del siglo XX había visto o estudiado.

La primera noche acampó cerca de las ruinas.

Los porteadores estaban aterrorizados e insistían en que las fuerzas del mal los atacarían mientras dormían. Contagiaron el miedo a los geólogos estadounidenses. Para apaciguarlos, Kruger apostó dos guardias, él y el porteador más confiable, Misulu. Kruger pensaba que era una estupidez, pero parecía lo más atinado que podía hacer en esas circunstancias.

Y tal como esperaba, la noche transcurrió con tranquilidad. Alrededor de la medianoche hubo cierto movimiento en el matorral, y se oyeron unos sonidos bajos, como jadeos, que debían provenir de un leopardo. Los grandes felinos con frecuencia tenían problemas respiratorios, particularmente en la jungla. Aparte de eso, todo estuvo en calma, y ahora ya amanecía: la noche había concluido.

Un suave sonido corto y agudo le llamó la atención. Misulu lo oyó también, y miró, intrigado, a Kruger. Una luz roja comenzó a brillar de modo intermitente en el transmisor. Kruger se puso de pie y cruzó el campamento hasta llegar al equipo. Sabía operarlo. Los norteamericanos habían insistido en que aprendiera, como «procedimiento de emergencia». Se agazapó sobre la caja negra del transmisor, con su rectángulo verde.

Oprimió unas teclas y en la pantalla aparecieron las letras TX HX, lo que significaba que había una transmisión desde Houston. Apretó el código de respuesta, y la pantalla imprimió CAMLOK. Eso significaba que Houston pedía una transmisión por cámara de vídeo. Echó un vistazo a la cámara sobre un trípode, y vio que la luz roja estaba encendida. Apretó el botón portador y en la pantalla apareció SATLOK, que significaba que seguía una transmisión por satélite. Habría una demora de seis minutos, el tiempo necesario para trabar la señal de transmisión por satélite. Pensó que lo mejor sería despertar a Driscoll, el jefe de los geólogos. Driscoll necesitaría unos pocos minutos antes de que llegara la trasmisión. A Kruger le divertía que los norteamericanos se pusieran una camisa limpia y se peinaran antes de situarse frente a la cámara. Igual que los reporteros de televisión.

Arriba, en los árboles, los monos colobo chillaban y sacudían las ramas. Kruger miró hacia arriba, intrigado por la causa que los había alarmado, aunque era normal que por las mañanas los monos colobo pelearan entre ellos.

Algo lo golpeó ligeramente en el pecho. Al principio creyó que era un insecto, pero miró su camisa caqui y vio una mancha roja, y la pulpa de un fruto rojo que se deslizaba por su camisa al suelo fangoso. Los malditos monos estaban tirando bayas. Se inclinó para levantarla. Y entonces se dio cuenta de que no era un fruto. Entre los dedos se le deslizó un ojo humano, aplastado, de un blanco rosáceo, con un pedazo del blanco nervio óptico todavía unido en la parte de atrás.

Giró rápidamente el rifle y miró en dirección al lugar donde debía estar sentado Misulu, sobre la piedra. Allí no había nadie.

Kruger cruzó el campamento. Arriba, en los árboles, los monos hicieron silencio. Oía cómo sus botas chapoteaban en el barro a medida que pasaba junto a las tiendas. Y luego volvió a oír el sonido resollante. Era un sonido suave y extraño, en medio de la bruma matinal. Kruger pensó si realmente sería un leopardo o si se habría equivocado.

Entonces, vio a Misulu; yacía de espaldas, en medio de lo que parecía un charco de sangre. Le habían aplastado el cráneo astillándole los huesos faciales, de modo que la cara se le había angostado; tenía la boca abierta en un bostezo obsceno. El ojo que le quedaba estaba abierto y medio salido. El otro ojo había sido despedido por la fuerza del impacto.

A Kruger le latió con fuerza el corazón al inclinarse a examinar el cuerpo. Se preguntaba qué podría haber causado tales heridas. Y entonces volvió a oír el jadeo, y esta vez estuvo seguro de que no se trataba de un leopardo. Luego los monos colobo volvieron a chillar. Kruger se puso en pie de un salto y lanzó un alarido.