2La ausencia de ciertos elementos

Elliot hizo que Ross colocara la cámara de vídeo en las afueras de la ciudad, frente al campamento. La puso en marcha, colocó una cinta y llevó a Amy al extremo del campamento, para que mirara los edificios en ruinas. Elliot quería enfrentarla con la ciudad perdida, con la realidad de sus sueños, y quería filmar sus reacciones. Lo que sucedió fue totalmente inesperado.

Amy no tuvo ninguna reacción.

Su cara permaneció impasible, su cuerpo relajado. No expresó nada por signos. A lo sumo, dio la impresión de estar aburrida, de tener que soportar otro entusiasmo de Elliot que no compartía. Elliot la observaba con atención. No se trataba de un desplazamiento, ni de represión: no hacía nada. Contemplaba la ciudad con aparente indiferencia.

—¿Amy conoce este lugar?

«Sí».

—Amy dice a Peter qué lugar.

«Lugar malo lugar viejo».

—¿Figuras de sueño?

«Este lugar malo».

—¿Por qué es malo, Amy?

«Lugar malo lugar viejo».

—Sí, pero ¿por qué, Amy?

«Amy tener miedo».

En verdad, no demostraba miedo. En cuclillas, a su lado, observaba el lugar perfectamente tranquila.

—¿Por qué Amy tiene miedo?

«Amy querer comer».

—¿Por qué Amy tiene miedo?

No quiso contestar, del mismo modo que se negaba a contestar cuando estaba aburrida. Él no pudo conseguir que hablara de sus sueños. Fue igual que en San Francisco. Cuando le pidió que lo acompañara a las ruinas, Amy muy tranquila, se negó. Por otra parte, no parecía preocupada porque Elliot fuera a la ciudad, y alegremente le dijo adiós con la mano antes de ir a pedir comida a Kahega.

Sólo después de la expedición, cuando Elliot estaba de regreso en Berkeley, encontró la explicación de este hecho, que lo dejara perplejo, en La interpretación de los sueños, de Freud, publicada por primera vez en 1887:

«En raras ocasiones puede ocurrir que un paciente se enfrente a la realidad que hay detrás de sus sueños. Se trate de una estructura física, de una persona o una situación que posea el tenor de una profunda familiaridad, la reacción subjetiva del que sueña es uniformemente la misma. El contenido emotivo del sueño —ya sea aterrador, placentero o misterioso— desaparece ante la realidad. Podemos estar seguros de que el aparente tedio del sujeto no prueba que el contenido del sueño sea falso. Es más factible que la reacción sea de tedio cuando el contenido del sueño es real. El sujeto reconoce en un nivel profundo su incapacidad para alterar las condiciones que siente, y por eso se ve abrumado por la fatiga, el tedio y la indiferencia, para ocultarse a sí mismo su impotencia fundamental frente a un problema genuino que debe ser rectificado».

Meses después, Elliot llegó a la conclusión de que la reacción de indiferencia de Amy simplemente indicaba lo profundo de su sentimiento, y que el análisis de Freud era correcto; la protegía de una situación que debía ser cambiada, pero que Amy se sentía incapaz de alterar, especialmente si se consideraban los recuerdos infantiles que pudieran quedarle de la muerte de su madre.

Sin embargo, en ese momento Elliot se sintió decepcionado por la neutralidad de Amy. De todas las reacciones posibles que había imaginado cuando partieran rumbo al Congo, tedio era la menos esperada, y no pudo advertir su significado: la ciudad de Zinj estaba tan llena de peligros que Amy se vio obligada a ignorarla.

Elliot, Munro y Ross pasaron una mañana calurosa y difícil abriéndose paso a través del denso bambú y de las enredaderas para llegar a los nuevos edificios del corazón de la ciudad. Para el mediodía, sus esfuerzos se vieron recompensados pues entraron en estructuras distintas a todo lo que habían visto hasta el momento. Estos edificios eran impresionantes sobre todo porque debajo de ellos había hasta tres y cuatro niveles de vastos sótanos cavernosos.

Ross quedó encantada con las construcciones subterráneas, pues probaban que los habitantes de Zinj habían desarrollado la tecnología necesaria para realizar excavaciones, esencial para las minas de diamantes. Munro expresó un punto de vista similar.

—Esta gente —dijo—, era capaz de hacer cualquier cosa bajo tierra.

A pesar de su entusiasmo, no hallaron nada de interés en las profundidades de la ciudad. Abandonaron entonces la parte subterránea y siguieron su recorrido, encontrando un edificio tan lleno de relieves que lo denominaron «la galería». Con la cámara de vídeo conectada por satélite, examinaron las figuras de la galería.

Mostraban aspectos de la vida cotidiana en la ciudad.

Había escenas domésticas de mujeres cocinando sobre fuego, de niños jugando un juego de pelota con palos, de escribas en cuclillas sobre la tierra mientras anotaban en planchas de arcilla. Había toda una pared de escenas de caza en que los hombres, cubiertos por breves taparrabos, iban armados con lanzas. Y finalmente escenas de minería, en las que los hombres transportaban cestos llenos de piedras extraídas de túneles excavados en la tierra.

En este rico panorama, notaron la ausencia de ciertos elementos. La gente de Zinj tenía perros, que usaban para cazar, y una variedad de civeta doméstica, pero sin embargo no se les había ocurrido utilizar a los animales como bestias de carga. Todo el trabajo manual era hecho por esclavos. Y aparentemente no llegaron a descubrir la rueda, puesto que no había carros ni vehículos de ningún tipo. Todo era llevado a mano, en cestas.

Munro miró las figuras durante un largo rato y finalmente dijo:

—Falta algo más.

Estaban observando una escena de las minas de diamantes, pozos oscuros de los que salían los hombres llevando cestas llenas de gemas.

—¡Por supuesto! —dijo Munro, chasqueando los dedos—. ¡No hay policía!

Elliot reprimió una sonrisa: le parecía lógico que un personaje como Munro notara la ausencia de la policía en una sociedad desaparecida hacía siglos.

Pero Munro insistió en afirmar que su observación era significativa.

—Esta ciudad existía debido a sus minas de diamantes —dijo—. No tenía ninguna otra razón de ser. Zinj era una civilización minera: su riqueza, su comercio, su vida diaria, todo dependía de la minería. Se trataba de la clásica economía dependiente de un solo producto, y sin embargo no lo vigilaba, no lo regulaba, no lo controlaba.

—Aún quedan muchas cosas por ver —dijo Elliot—. Imágenes de gente comiendo, por ejemplo. Quizá fuera tabú mostrar a los guardianes.

—Quizá —dijo Munro, poco convencido—. Pero en todas las otras civilizaciones mineras del mundo los guardianes son representados ostentosamente, como prueba de control. Vayan a las minas de diamantes de Sudáfrica o a las minas de esmeraldas de Colombia y lo primero que notarán serán las medidas de seguridad. Pero aquí —dijo, señalando los relieves— no hay guardianes.

Karen Ross sugirió que tal vez no los necesitaran porque la sociedad zinjiana era ordenada y pacífica.

—Después de todo, existió hace mucho tiempo —dijo.

—La naturaleza humana no cambia —insistió Munro.

Cuando dejaron la galería, llegaron a un patio abierto, cubierto de enredaderas. Al costado del patio, y antecedido por unas columnas, había un edificio con aspecto de templo. Pero lo que primero atrajo su atención fue el suelo del patio. Aquí y allá se veían docenas de paletas similares a las que Elliot encontrara anteriormente.

Caminaron cuidadosamente entre ellas y entraron en el edificio que bautizaron como «el templo».

Consistía en una sola estancia, grande y cuadrada. El techo estaba roto en varias partes y por los agujeros se filtraban rayos de sol. Delante vieron un enorme montículo de enredaderas de tal vez tres metros y medio de altura, una pirámide de vegetación. Luego se dieron cuenta de que era una estatua.

Elliot trepó a la estatua y empezó a quitar el follaje adherido a ella. Tuvo que esforzarse pues las enredaderas se habían metido entre las grietas de la piedra. Miró a Munro.

—¿Se ve mejor? —preguntó.

—Venga y compruébelo —dijo Munro, con una extraña expresión en el rostro.

Elliot bajó y retrocedió unos pasos para observar mejor. Aunque la estatua estaba descolorida y llena de agujeros, se veía claramente que representaba un enorme gorila de pie, de expresión feroz, con los brazos extendidos. En cada mano, el gorila tenía una paleta de piedra, como si fueran címbalos.

—¡Dios mío! —exclamó Peter Elliot.

—Gorila —dijo Munro con satisfacción.

—Ahora todo está claro —dijo Ross—. Esta gente adoraba a los gorilas. Era su religión.

—Pero ¿por qué diría Amy que no eran gorilas?

—Pregúntele —dijo Munro, consultando su reloj—. Tengo que hacer todos los preparativos necesarios para esta noche.