1Selva ecuatorial

A la mañana siguiente entraron en la húmeda y perpetua oscuridad de la selva ecuatorial del Congo.

Munro experimentó una vez más la antigua sensación de opresión y claustrofobia, con el matiz de una extraña, abrumadora lasitud. Cuando en la década de 1960 actuó como mercenario en el Congo, había tratado de evitar la jungla siempre que había podido. La mayor parte de los enfrentamientos militares habían tenido lugar en espacios abiertos: en las ciudades coloniales belgas, a lo largo de los ríos, junto a los caminos de tierra. Nadie quería luchar en la jungla. Los mercenarios la odiaban, y los supersticiosos simbas la temían. Cuando los mercenarios avanzaban, los rebeldes a menudo se refugiaban en la maleza, pero sin adentrarse demasiado; las tropas de Munro nunca los perseguían. Simplemente esperaban que volvieran a salir.

Incluso en la década de 1970 la jungla seguía siendo térrea incógnita, una zona desconocida que por sus características hacía inútil cualquier intento de guerra mecanizada. Y con buenas razones, pensaba Munro. No era un lugar para el hombre. No estaba contento de regresar a ella.

Elliot, que nunca había estado en la selva ecuatorial, se sentía fascinado. La jungla era diferente a lo que él había imaginado. No estaba preparado para las proporciones: los árboles tenían troncos grandes como una casa y sus gruesas raíces serpenteantes estaban cubiertas de musgo. Desplazarse en el vasto espacio debajo de estos árboles era como estar en una catedral muy oscura; el sol quedaba totalmente bloqueado y a Elliot le resultaba imposible obtener indicación de exposición en su cámara fotográfica.

También esperaba que la jungla fuera mucho más densa de lo que en realidad era. El grupo se movía libremente en ella; sorprendentemente, parecía infecunda y silenciosa. Se escuchaban de vez en cuando cantos de pájaros y gritos de monos, pero a pesar de ello, una profunda quietud los abrumaba. La selva era extrañamente monótona: a pesar de que en el follaje y en las plantas trepadoras se apreciaban todas las gamas del verde, había pocas flores. Incluso las ocasionales orquídeas parecían pálidas y apagadas.

Esperaba encontrarse con vegetación putrefacta en cada recodo, pero eso tampoco ocurrió. El suelo era a menudo firme, y había un olor neutro en el aire. Pero el calor era increíble, y parecía como si todo estuviera húmedo: las hojas, el suelo, los troncos de los árboles, la misma atmósfera opresiva atrapada bajo el dosel de ramas.

Elliot había estado de acuerdo con la descripción hecha por Stanley un siglo antes: «Arriba, las anchas y extensas ramas ocultaban la luz del día… Marchábamos en un débil crepúsculo… El rocío caía sobre nosotros incesantemente… Teníamos la ropa empapada… Sudábamos por todos los poros, y la atmósfera era sofocante… ¡Qué aspecto ominoso tenía la Ignota Oscuridad a que nos enfrentábamos!».

Debido a que Elliot esperaba con ansiedad esta primera experiencia con la selva ecuatorial africana, se sorprendió por la rapidez con que se sintió abrumado, y lo pronto que empezó a desear alejarse de allí. Sin embargo, la selva había producido la mayor parte de las formas de vida, incluido el hombre mismo. No era un clima uniforme, sino muchos microclimas distintos dispuestos verticalmente como las capas de un pastel. Cada microclima sustentaba una sorprendente profusión de vida vegetal y animal, aunque había pocos ejemplares de cada especie. La selva ecuatorial sustentaba cuatro veces la variedad de especies animales que existen en el bosque templado. Mientras caminaba, Elliot imaginó un enorme útero oscuro, un lugar donde se alimentaban nuevas especies en condiciones inmutables hasta que estaban listas para emigrar a las zonas templadas, más ásperas y variables. Así había sido desde hacía millones de años.

El comportamiento de Amy cambió de inmediato apenas entró en contacto con la vasta y húmeda oscuridad de su hogar original. Elliot pensó que si hubiese pensado detenidamente en ello, habría podido predecir la reacción de la gorila.

Amy ya no se mantenía junto al grupo.

Insistía en merodear sola por el sendero, haciendo pausas para sentarse y chupar tiernas raíces y hierbas. Era imposible hacer que se diera prisa, e ignoraba las peticiones de Elliot de que no se moviese de su lado. Comía, abstraída, con una expresión de placer en la cara. Cuando veía un rayo de sol, se echaba de espaldas, eructaba y suspiraba, feliz.

—¿Qué diablos es esto? —preguntó Ross, enfadada al advertir que no avanzaban a buen ritmo.

—Se ha vuelto a convertir en gorila —respondió Elliot—. Los gorilas son vegetarianos, y se pasan la mayor parte del día comiendo. Son animales grandes, y necesitan mucha comida. Al parecer, Amy ha recuperado esta costumbre.

—Bueno, ¿no puede hacer que camine con nosotros?

—Lo intento, pero me ignora —dijo Elliot, pero conocía el motivo: Amy estaba por fin en un mundo en el que Peter Elliot no tenía importancia, en el que ella misma podía encontrar comida y seguridad y resguardo, además de todo lo que quisiera.

—Han terminado las clases —dijo Munro, resumiendo la situación. Pero tenía otra solución—. Déjela —dijo, tajante, y cogió a Elliot firmemente del brazo—. No mire atrás. Siga caminando, como si ella no existiese.

Continuaron en silencio durante unos minutos.

—Tal vez no nos siga —dijo Elliot por fin.

—Vamos, vamos, profesor —dijo Munro—. Yo creía que usted sabía algo de gorilas.

—Pues así es —dijo Elliot.

—Entonces sabrá que no hay ninguno en esta parte de la selva ecuatorial.

Elliot asintió; no había visto ni nidos ni huellas.

—Pero aquí tiene todo lo que necesita.

—Todo no —dijo Munro—. Porque no hay otros gorilas.

Como todos los primates superiores, los gorilas son animales sociables. Viven en grupos, y solos no se sienten cómodos ni seguros. En realidad, la mayoría de los primatólogos asumen que hay una necesidad de contacto social que se percibe con la misma fuerza que el hambre, la sed o la fatiga.

—Nosotros somos su grupo —dijo Munro—. No permitirá que nos alejemos.

Varios minutos después, Amy apareció corriendo entre la maleza unos cincuenta metros delante de ellos. Observó el grupo, y dirigió a Elliot una mirada furiosa.

—Ven aquí, Amy —dijo Munro—, y te haré cosquillas.

Amy corrió y se echó de espaldas frente a Munro.

—¿Lo ve, profesor?

Amy no volvió a alejarse del grupo.

En tanto que Elliot no se sentía enteramente cómodo en la selva ecuatorial por tratarse del dominio natural de Amy, Ross veía la jungla desde el punto de vista de los recursos de la tierra, que eran pobres. No se dejaba engañar por la exuberante vegetación, pues sabía que representaba un ecosistema extraordinariamente eficiente construido en un suelo virtualmente estéril.[6]

Las naciones en desarrollo no comprendían este hecho: cuando desmontaban áreas de la jungla con la intención de convertirlas en terreno cultivable, el suelo sólo producía cosechas decepcionantes. Aun así, la tala de árboles continuaba a razón de veinticinco hectáreas por minuto, tanto de día como de noche. Desde hacía sesenta millones de años las selvas ecuatoriales del mundo circundaban la tierra como un cinturón verde, pero el hombre podía acabar con ellas en menos de veinte años.

Esta destrucción generalizada había causado cierta alarma que Ross no compartía. Ella dudaba de que el clima del mundo pudiera cambiar o que se redujera el volumen de oxígeno en la atmósfera. Ross no era alarmista, y no se impresionaba por los cálculos de quienes sí lo eran. La única razón por la que se inquietaba era por lo poco que se comprendía a la selva. Que se rozaran veinticinco hectáreas por minuto significaba que las especies animales y vegetales se extinguían en la increíble proporción de una especie por hora. Formas de vida que habían evolucionado a lo largo de millones de años eran destruidas en cuestión de minutos, y nadie podía predecir las consecuencias de este asombroso proceso destructivo. La extinción de las especies tenía lugar mucho más rápidamente de lo que la gente estaba dispuesta a reconocer, y las listas de especies «en peligro de extinción» que se publicaban sólo reflejaban una mínima parte del problema: el desastre se extendía hasta incluir insectos, gusanos y musgos.

La realidad era que el hombre estaba destruyendo ecosistemas enteros sin que le importara. Y estos ecosistemas eran, por lo general, misteriosos. Karen Ross se sentía en medio de un mundo completamente distinto del de los recursos minerales. Se trataba de un medio en el que la vida vegetal reinaba sobre todo. No era extraño, pensaba, que los egipcios llamaran a la selva la Tierra de los Árboles. La selva tropical constituía un invernadero, un microclima en el que las plantas gigantescas eran más poderosas y privilegiadas que los mamíferos, incluidos los insignificantes mamíferos humanos que avanzaban cautelosamente en medio de su perpetua oscuridad.

Los porteadores Kikuyus reaccionaban inmediatamente ante la selva: empezaron a reír y a bromear, haciendo todo el ruido posible.

—Al parecer son muy alegres —le dijo Ross a Kahega.

—Oh, no —repuso Kahega—. Están advirtiendo.

—¿Advirtiendo?

Kahega explicó que los hombres hacían ruido para advertir de su presencia a los búfalos y leopardos. Y a los tembos, agregó, señalando el sendero.

—¿Es éste un sendero tembo? —preguntó ella.

Kahega asintió.

—¿Los tembo viven cerca?

—Espero que no —rió Kahega—. Tembo. Elefante.

—De modo que es un sendero hecho por los animales. ¿Veremos elefantes?

—Tal vez sí, tal vez no —respondió Kahega—. Espero que no. Son grandes, los elefantes.

No había modo de oponerse a su lógica.

—Me han dicho que éstos son tus hermanos —dijo Ross al tiempo que señalaba en dirección a los porteadores.

—Sí, son mis hermanos.

—Ah.

—Pero ¿se refiere a si mis hermanos y yo tenemos la misma madre?

—Sí.

—No —dijo Kahega.

—¿No son hermanos verdaderos? —preguntó Ross, confusa.

—Sí; somos hermanos verdaderos. Pero no tenemos la misma madre.

—Entonces, ¿cómo sois hermanos?

—Porque vivimos en la misma aldea.

—¿Con vuestro padre y vuestra madre?

Kahega pareció escandalizado.

No —dijo, enfáticamente—. No en la misma aldea.

—¿En una aldea distinta, entonces?

—Sí, por supuesto. Somos Kikuyus.

Ross estaba perpleja. Kahega lanzó una carcajada.

Kahega se ofreció a llevar el equipo electrónico que Ross tenía colgado de un hombro, pero ella no aceptó. Ross se vio obligada a comunicarse con Houston a intervalos regulares durante el día, y finalmente logró hacerlo, probablemente debido a que el operador de obstrucción del consorcio hizo un descanso para el almuerzo. Logró comunicarse y registrar otra vez Tiempo-Posición de Terreno.

En la pantalla apareció: TRRNO TEMPO-POSICN -10.03

Habían perdido casi una hora desde la verificación de la noche anterior.

—Debemos avanzar más rápidamente —dijo Ross.

—Tal vez prefiera ir al trote —dijo Munro—. Es muy buen ejercicio. —Luego, porque pensó que la estaba tratando mal, agregó—: Pueden pasar muchas cosas entre este lugar y Virunga.

Oyeron el lejano gruñido de truenos, y minutos después cayó sobre ellos una lluvia torrencial, de gotas tan densas y pesadas que realmente dolían. La lluvia cayó incesantemente durante una hora, y luego paró tan abruptamente como había empezado. Todos estaban empapados y se sentían deprimidos, y cuando Munro ordenó un alto para comer, Ross no protestó.

Amy se fue de inmediato a recorrer la selva; los porteadores cocinaron arroz con curry, y Munro, Ross y Elliot quemaron con un cigarrillo las sanguijuelas que se les habían adherido a las piernas. Estaban hinchadas de sangre.

—Ni siquiera me había dado cuenta —dijo Ross.

—La lluvia las pone peor —dijo Munro. Luego levantó la vista abruptamente, fijándola en la jungla.

—¿Ocurre algo? —preguntó Ross.

—No, nada —dijo Munro, y empezó a explicar por qué había que quemar las sanguijuelas: cuando se las arrancaba, la cabeza quedaba enterrada en la carne y causaba una infección.

Kahega les trajo comida.

—¿Están bien los hombres? —le preguntó Munro, en voz baja.

—Sí. Los hombres están bien. No tendrán miedo.

—¿Miedo a qué? —quiso saber Elliot.

—Siga comiendo. Actúe con naturalidad —dijo Munro. Elliot paseó la vista por el claro sin apenas disimular su nerviosismo.

—¡Coma! —susurró Munro—. No los insulte. Se supone que usted no sabe que están aquí.

El grupo comió en silencio durante unos minutos. Luego se oyó un rumor en la maleza y de ella surgió un pigmeo.