Despertó al oír un penetrante chirrido electrónico.
—No se mueva, señor —dijo una voz.
Elliot abrió los ojos y vio una luz brillante que lo enfocaba. Estaba tirado de espaldas en el avión. Alguien se inclinaba sobre él.
—Mire a la derecha… ahora a la izquierda… ¿Puede flexionar los dedos?
Siguió las instrucciones. Quitaron la luz y de cuclillas a su lado vio a un hombre negro de traje blanco. El hombre le tocó la cabeza; al sacar los dedos, estaban rojos de sangre.
—Nada por qué alarmarse —dijo el hombre—. Es muy superficial. —Se volvió—. ¿Cuánto tiempo habrá estado inconsciente?
—Un par de minutos —dijo Munro.
Elliot volvió a oír el agudo chirrido y vio a Ross, que se movía en el compartimento de pasajeros con una especie de mochila y una varita en la mano. Se oyó otro chirrido.
—Maldición —dijo ella, y sacó algo de la moldura alrededor de la ventanilla—. Van cinco. Hicieron muy buen trabajo.
Munro bajó la vista y miró a Elliot.
—¿Cómo se siente? —preguntó.
—Hay que tenerlo en observación durante veinticuatro horas —dijo el hombre negro—. Simple precaución.
—¡Veinticuatro horas! —exclamó Ross, caminando por el compartimento.
—¿Dónde está ella? —preguntó Elliot.
—Se la llevaron —respondió Munro—. Abrieron la puerta posterior, inflaron la escalerilla neumática, y desaparecieron antes de que nadie advirtiera lo que había pasado. Encontramos esto a su lado.
Munro le dio un pequeño frasco con la etiqueta escrita en japonés. Los costados del envase estaban raspados y en un extremo tenía un émbolo de goma, en el otro, una aguja rota.
Elliot se sentó.
—Tranquilo —dijo el médico.
—Me siento bien —dijo Elliot, aunque le latía la cabeza. Dio vueltas el frasquito en las manos—. ¿Había escarcha cuando lo encontró?
Munro asintió.
—Estaba muy frío.
—CO2 —dijo Elliot. Era un dardo de una pistola de gas. Sacudió la cabeza—. Le rompieron la aguja dentro.
Se imaginó a Amy chillando de indignación. Estaba acostumbrada a que la trataran tiernamente. Tal vez ése era uno de los inconvenientes de su trabajo con ella: no la había preparado lo bastante bien para el mundo real. Olfateó el frasquito y percibió un olor acre.
—Lobaxina. Un soporífero de acción rápida, que actúa a los quince segundos. Es lo que ellos usarían. —Elliot estaba furioso. La lobaxina no se utilizaba con animales porque les lesionaba el hígado. Y habían roto la aguja…
Se puso de pie y se apoyó en Munro, quien lo rodeó con el brazo. El médico protestó.
—Estoy bien —dijo Elliot.
En el otro extremo del compartimento se oyó otro chirrido, esta vez fuerte y prolongado. Ross estaba pasando la varita por el botiquín lleno de frascos de píldoras y medicinas. El sonido pareció ponerla nerviosa. Cerró el botiquín y se alejó. Cruzó el compartimento de pasajeros, y volvió a oírse otro chirrido. Ross quitó un aparatito negro de debajo de un asiento.
—Fíjense en esto. Deben de haber traído una persona para que pusiera los micrófonos ocultos. Nos llevará horas limpiar el avión. No podemos esperar.
Fue inmediatamente al ordenador y empezó a pulsar las teclas.
—¿Dónde están ahora? ¿El consorcio? —preguntó Elliot.
—El grupo principal partió del aeropuerto de Kubala, en las afueras de Nairobi, hace seis horas —dijo Munro.
—Entonces, no se llevaron a Amy.
—Por supuesto que no se la llevaron —dijo Ross, al parecer enfadada—. No les sirve de nada.
—¿La habrán matado? —preguntó Elliot.
—Quizá —dijo Munro tranquilamente.
—Oh, Dios…
—Pero lo dudo —prosiguió Munro—. No quieren publicidad, y Amy es famosa, y en algunos círculos tanto como un embajador o un jefe de Estado. Es un gorila que habla, y no hay muchos que lo hagan. Ha salido en la televisión y su foto en los diarios… Lo matarían a usted antes que a ella.
—Con tal de que no le hagan daño —dijo Elliot.
—Descuide —dijo Ross, terminante—. El consorcio no está interesado en ella. No saben siquiera por qué la hemos traído. Sólo tratan de arruinar nuestra línea de tiempo, pero no lo lograrán.
Había algo en el tono de su voz que sugería que pensaba abandonar a Amy. La idea consternó a Elliot.
—Tenemos que recuperarla —dijo—. Amy es responsabilidad mía. No puedo abandonarla aquí…
—Setenta y dos minutos —dijo Ross, indicando la pantalla—. Tenemos exactamente una hora y doce minutos, o echaremos a perder la línea de tiempo. —Se volvió hacia Munro—. Y debemos poner en marcha la segunda contingencia.
—Muy bien —dijo Munro—. Pondré los hombres a trabajar.
—En otro avión. No podemos volver en éste, está contaminado —dijo Ross mientras accionaba las teclas del ordenador—. Lo llevaremos directamente al punto M. ¿Está bien?
—Perfectamente —dijo Munro.
—Yo no dejaré a Amy —dijo Elliot—. Si ustedes piensan abandonarla, se irán sin mí…
Elliot se interrumpió. En la pantalla apareció el mensaje:
OLVIDEN AL GORILA / PROCEDAN URGENTEMENTE CON EL SIGUIENTE PUNTO DE REFERENCIA / GORILA NO SIGNIFICATIVO RESULTADO / LÍNEA DE TIEMPO VERIFICAR COMPUTADORA / REPITO PROCEDER SIN AMY
—No pueden dejarla —protestó Elliot—. Yo también me quedo.
—Permítame decirle algo —dijo Ross—. Nunca creí que Amy fuera importante en esta expedición, ni usted tampoco.
—Desde el comienzo, ella no fue más que una distracción. Cuando fui a San Francisco, me siguieron. Usted y Amy sirvieron de distracción; confundieron al consorcio. Valió la pena. Ahora, ya no. Los dejaremos a los dos, si es necesario. No nos importa, en absoluto.