4Nairobi

A ocho kilómetros de Nairobi se encuentran los animales salvajes de la sabana de África Oriental. Y en la memoria de muchos residentes de Nairobi, los animales podrían encontrarse más cerca todavía: gacelas, búfalos y jirafas merodeando por el patio, y de vez en cuando algún leopardo que se aventuraba hasta el dormitorio de alguien. En aquellos días, la ciudad tenía aún el carácter de una estación colonial salvaje; en su apogeo, Nairobi había sido un lugar de vida disipada: «¿Estás casado, o vives en Nairobi?» era una pregunta típica. En Nairobi los hombres eran rudos y bebían mucho, las mujeres eran bellas y sugerentes, y la norma de vida, no más predecible que las partidas de caza de zorro que recorrían la áspera campiña todos los fines de semana.

Pero la moderna Nairobi era muy distinta de la de aquellos días libertinos de la colonia. Los pocos edificios victorianos que quedaban parecían desamparados en medio de una ciudad moderna de medio millón de habitantes, con problemas de tráfico, semáforos, rascacielos, supermercados, tintorerías, restaurantes franceses y contaminación ambiental.

El avión de carga de STRT aterrizó en el aeropuerto internacional de Nairobi en la madrugada del 16 de junio, y Munro contrató porteadores y ayudantes para la expedición. Pensaban salir de Nairobi en dos horas. Entretanto llamó Travis desde Houston para informarles de que Peterson, uno de los geólogos de la primera expedición al Congo, estaba de regreso en Nairobi.

Ross se entusiasmó al recibir la noticia.

—¿Dónde está ahora? —preguntó.

—En la morgue —respondió Travis.

Elliot dio un respingo al acercarse: el cuerpo tendido sobre la mesa de acero inoxidable era el de un hombre rubio de su misma edad. Tenía los brazos destrozados y el rostro hinchado, de un desagradable color morado. Miró a Ross. Parecía totalmente tranquila. No parpadeó ni se volvió. El patólogo pisó un pedal, activando un micrófono sobre su cabeza.

—¿Me dice su nombre, por favor?

—Karen Ellen Ross.

—¿Nacionalidad y número de pasaporte?

—Estadounidense. F 1413649.

—¿Puede identificar a este hombre, señorita Ross?

—Sí —dijo ella—. Es James Robert Peterson.

—¿Cuál es su relación con el difunto James Robert Peterson?

—Trabajaba con él —contestó Karen lentamente. Parecía estar examinando un espécimen geológico, escudriñándolo sin ninguna emoción. Ninguna reacción se reflejaba en su rostro.

El patólogo se puso frente al micrófono.

—Identidad confirmada como la de James Robert Peterson, blanco, sexo masculino, veintinueve años de edad, de nacionalidad estadounidense. —Se volvió hacia Ross—. ¿Cuándo fue la última vez que vio al señor Peterson?

—En mayo de este año. Partía para el Congo.

—¿Quiere decir que hacía un mes que no lo veía?

—Sí —repuso ella—. ¿Qué sucedió?

El patólogo tocó las heridas moradas e hinchadas de los brazos. Se le hundieron las puntas de los dedos, dejando depresiones como dientes en la carne.

—Una historia muy extraña —dijo el patólogo.

El día anterior, 15 de junio, Peterson había llegado a Nairobi en un pequeño avión de carga, en estado de coma. Murió varias horas después sin recobrar el conocimiento.

—Es extraordinario que pudiera vivir tanto. Al parecer el avión hizo una parada inesperada debido a un problema mecánico en Carona, una pista de tierra en el Zaire. Vieron a este hombre que salía tambaleándose de la selva, y se desplomó a sus pies. —El patólogo indicó que le habían roto los huesos de ambos brazos. Las heridas, explicó, no eran muy recientes; habían ocurrido cuatro días antes, tal vez más.

—Debe de haber sufrido terriblemente.

—¿Qué pudo haberlas causado? —preguntó Elliot.

El patólogo nunca había visto nada parecido.

—Superficialmente, parece un trauma mecánico, heridas producidas por las ruedas de algún vehículo. Aquí se ven muchas así. Pero las heridas mecánicas por impacto nunca son bilaterales como en este caso.

—¿De modo que no fueron heridas mecánicas? —preguntó Karen Ross.

—No sabemos de qué puede tratarse. Esto es algo único, al menos para mí —dijo el patólogo—. Encontramos también señales de sangre debajo de las uñas, y unos mechones de pelo gris. Estamos haciendo un examen.

En el otro extremo del recinto, otro patólogo levantó la vista del microscopio.

—El pelo no es humano, definitivamente. La sección transversal no encaja. Es pelo de algún animal, próximo al ser humano.

—¿La sección transversal? —preguntó Ross.

—El mejor índice que tenemos del origen del pelo —dijo el patólogo—. Por ejemplo, el pelo púbico humano es más elíptico en una sección transversal que el de otras partes del cuerpo, o que el vello facial. Es muy característico, y se admite como evidencia legal. Pero especialmente en este laboratorio nos encontramos con gran cantidad de pelo de animales, y somos expertos en eso también.

Un gran analizador de acero inoxidable empezó a producir un sonido agudo.

—Ya está la sangre —anunció el patólogo.

En una pantalla de vídeo vieron dos formas gemelas de listas color marrón claro.

—Ésta es la figura de electroforesis —explicó el patólogo—. Para comprobar proteínas de suero. La de la izquierda es sangre humana normal. A la derecha tenemos la muestra de la sangre debajo de las uñas. Pueden ver que definitivamente no es sangre humana.

—¿No es sangre humana? —dijo Ross, mirando a Elliot.

—Es parecida a la sangre humana —aclaró el patólogo, mirando las figuras—. Pero no es humana. Podría ser de un animal doméstico o de granja, un cerdo, tal vez. O si no, un primate. Los monos y gorilas son muy parecidos, serológicamente, a los seres humanos. Tendremos el análisis de la computadora en un minuto.

En la pantalla, la computadora imprimió: LAS GLOBULINAS DEL SUERO ALFA Y BETA ENCAJAN: SANGRE DE GORILA.

El patólogo señaló:

—Allí está la respuesta de lo que tenía debajo de las uñas: sangre de gorila.