A dieciséis mil kilómetros de distancia, en la fría sala de datos de Servicios Tecnológicos para los Recursos Terrestres, S. A., de Houston, Karen Ross estaba sentada, inclinada sobre una taza de café, frente a la terminal de computación, revisando las últimas imágenes provenientes de África. Ross era la supervisora del Proyecto Congo de STRT, y mientras operaba los controles de las imágenes enviadas por satélite, de colores artificiales contrastantes, azul, púrpura y verde, miraba su reloj con impaciencia. Estaba esperando la siguiente transmisión de campo desde África.
Eran las 22.15, hora de Houston, pero en la sala que carecía de ventanas, no había indicación de tiempo o de lugar. Día y noche, la sala de datos de STRT permanecía igual. Bajo hileras de luces fluorescentes especiales de kalon, los miembros del equipo de programación trabajaban ante largas filas de terminales, proporcionando entradas a los grupos de campo que mantenía STRT en todo el mundo. Esta carencia de limitación temporal se consideraba necesaria para los ordenadores, que requerían una temperatura constante de dieciséis grados centígrados, líneas eléctricas exclusivas, luces especiales, de color corregido, que no interfirieran con el sistema de circuitos. Era un ambiente hecho para las máquinas; las necesidades de la gente eran secundarias.
Pero existía otra razón para el diseño de la instalación principal. STRT exigía que los programadores de Houston se identificaran con los grupos de campo y, de ser posible, vivieran de acuerdo con sus horarios. Se prohibía dar entrada a partidos de béisbol u otros acontecimientos locales; no había un reloj que indicara la hora de Houston; si bien en la pared más lejana ocho grandes relojes digitales registraban la hora local de los diversos grupos de campo.
El reloj con la leyenda GRUPO DE CAMPO DEL CONGO indicaba las 6.15 cuando el intercomunicador dijo: «Doctora Ross, cea».
Ella dejó la consola después de marcar la contraseña digital. Todas las terminales de STRT tenían un control de contraseña, como una cerradura con combinación. Era parte de un complicado sistema para impedir que fuentes exteriores se apoderaran de las informaciones contenidas en su enorme base de datos. STRT se ocupaba de informaciones, y como decía R. B. Travis, el director de STRT, la forma más fácil de obtener información era robándola.
Cruzó el cuarto a grandes pasos. Karen Ross medía casi un metro ochenta de estatura, y era una muchacha atractiva, aunque desmañada. De sólo veinticuatro años, era más joven que la mayoría de los programadores, pero, a pesar de su juventud, tenía una seguridad que la gente encontraba sorprendente, y hasta inquietante. Karen Ross era un verdadero prodigio en matemáticas.
A los dos años, mientras acompañaba a su madre al supermercado, había calculado mentalmente si una lata de diez onzas a diecinueve centavos resultaba más barata que otra de un libra y doce onzas a setenta y nueve centavos. A los tres, sorprendió a su padre al observar que, a diferencia de otros números, el cero significaba cosas distintas en posiciones distintas. A los ocho dominaba álgebra y geometría; a los diez, había aprendido cálculo matemático sin ayuda; entró en el Instituto Tecnológico de Massachusetts a los trece y procedió a hacer una serie de descubrimientos brillantes en matemática abstracta, culminando con la redacción de un tratado, Predicción topológica en el Espacio n, que resultaba útil para matrices de decisión, análisis de trayectoria crítica y planimetría multidimensional. Este interés despertó la atención del STRT, donde la nombraron supervisora de campo de la compañía. Era la más joven del personal.
No todos la apreciaban. Los años de aislamiento, de ser la persona más joven del lugar, la habían hecho reservada y un tanto distante. Uno de sus compañeros de trabajo la describió como «exageradamente lógica». Su frío comportamiento le valió el mote de Glaciar Ross.
La juventud seguía siendo un impedimento para ella. Fue, al menos, la excusa que dio Travis para no permitirle dirigir la expedición al Congo, aun cuando ella había derivado la base de datos del Congo en su totalidad, y por derecho debía haber sido la jefa en el campo.
—Lo siento —había dicho Travis—, pero este contacto es demasiado importante y no puedo dárselo, simplemente.
Ella insistió, recordándole sus éxitos como jefa de equipo en Pahang y Zambia, el año anterior. Finalmente, él le dijo:
—Mire, Karen, este sitio está a dieciséis mil kilómetros de distancia. Allí necesitamos algo más que una programadora de consola.
A ella le molestó que le dijeran que no era más que una programadora de consola, rápida con las teclas, buena para jugar con los chismes de Travis. Quería probar su capacidad en un grupo de campo. Y la próxima vez estaba decidida a convencer a Travis para que la dejara ir.
Karen Ross llamó el ascensor que iba al tercer piso, marcado «Acceso CX Solamente». Mientras esperaba, advirtió la mirada de envidia que le lanzó uno de los programadores. Dentro de STRT el estatus no estaba determinado por salario, título, tamaño del despacho, ni ninguno de los otros indicadores de poder típicos en cualquier empresa. En STRT el estatus se medía según el acceso a la información que se tenía, y Karen Ross era una de las ocho personas en la compañía que podía acceder al tercer piso en cualquier momento.
Entró en el ascensor y miró la lente de la cámara exploradora electrónica montada sobre la puerta. En STRT los ascensores sólo viajaban un piso, y todos estaban equipados con lentes exploradoras; ésta era una de las formas que STRT utilizaba para vigilar los movimientos del personal dentro del edificio. Dijo «Karen Ross» para los monitores de voz, y se volvió hacia la lente exploradora. Se oyó un sonido electrónico suave, y la puerta se abrió en el tercer piso.
Emergió a un pequeño recinto cuadrado con un monitor de vídeo en el techo, y enfrentó la puerta exterior, sin denominación, la sala de control de comunicaciones. Repitió «Karen Ross» e insertó su tarjeta de identificación electrónica en la ranura, apoyando los dedos sobre el borde metálico de la tarjeta para que la computadora pudiera registrar los potenciales galvánicos de la piel. Se trataba de un refinamiento instituido hacía tres meses, después de que Travis se enterara de que los experimentos del ejército en cirugía de las cuerdas vocales habían logrado alterar las características de la voz para engañar a los detectores. Un momento después, la puerta se abrió con un zumbido. Karen entró.
Con sus rojas luces nocturnas, la sala de control de comunicaciones era como un suave y tibio útero, impresión que se veía realzada por la sensación de estrechez, casi claustrofóbica, del recinto, atestado de equipos electrónicos. Docenas de transmisores y monitores de vídeo, que ocupaban desde el suelo hasta el techo, titilaban y brillaban, mientras los técnicos hablaban en voz baja, moviendo los diales y haciendo girar los botones. La sala de control de comunicaciones era el centro nervioso electrónico de STRT: todas las comunicaciones provenientes de los grupos de campo de todo el mundo convergían allí. Todo en ese lugar se grababa, no sólo los datos que entraban, sino también las respuestas; así es como se conoce la conversación exacta de la noche del 13 de junio de 1979.
Uno de los técnicos le dijo:
—Conectaremos los radiofaros de respuesta en un minuto. ¿Quiere café?
—No —contestó Ross.
—Quería estar allí, ¿verdad?
—Lo merecía —repuso ella. Miró con fijeza las pantallas de vídeo, el despliegue hipnotizador de formas que rotaban y cambiaban mientras los técnicos comenzaban el inacabable proceso de inmovilizar las fluctuaciones de una transmisión por satélite en órbita a quinientos kilómetros de altura.
—Clave de señal.
—Clave de señal. Marca de contraseña.
—Marca de contraseña.
—Determinación de posición de onda.
—Determinación de posición de onda. Registramos.
Ella casi no prestó atención a las frases familiares. Observó cómo las pantallas mostraban campos grises de crepitante estática.
—¿Llamamos nosotros o ellos? —preguntó.
—Nosotros iniciamos —dijo un técnico—. Teníamos programado comunicarnos al amanecer, hora local. De modo que como ellos no llamaron, lo hicimos nosotros.
—Me pregunto por qué no lo habrán hecho —dijo Ross—. ¿Ocurre algo?
—No lo creo. Dimos la señal de iniciación y ellos la tomaron para empezar la comunicación en quince segundos. Todos los códigos estaban bien. Ah, aquí vamos.
A las 6.22, hora del Congo, se produjo la transmisión. Después de un borrón final de estática, las pantallas se despejaron. Estaban viendo una parte del campamento del Congo, aparentemente una vista de una cámara de vídeo montada en un trípode. Vieron dos tiendas, un fuego casi consumido, vestigios de la bruma del amanecer. No había signos de actividad, ni de gente.
Uno de los técnicos se rio.
—Al parecer, los hemos sorprendido durmiendo. Creo que sí era necesaria allí. —Karen Ross era famosa por insistir en los formalismos.
—Ponga el remoto —dijo ella.
El técnico apretó el control remoto. La cámara, que estaba a dieciséis mil kilómetros de distancia, pasó a ser controlada por Houston.
—Recorra —dijo ella.
El técnico manipuló un mando de la consola. Observaron mientras las imágenes de vídeo se trasladaban a la izquierda. El campamento estaba destruido: las tiendas aplastadas y desgarradas, el equipo desparramado por el barro. Una tienda ardía, emitiendo nubes de humo negro. Vieron varios cadáveres.
—Dios —murmuró uno de los técnicos.
—Cambie de enfoque —ordenó Ross—. Ponga en seis-seis.
La cámara recorrió el campamento. Luego pasó a observar la jungla. Todavía no se veían señales de vida.
—Ponga reverso.
La pantalla mostró el disco plateado de la antena portátil y la caja negra del transmisor. Cerca había otro cuerpo. Era uno de los geólogos, boca arriba.
—Dios, ese es Roger…
—Enfoque de cerca —dijo Ross. En la cinta, su voz sonaba fría, casi indiferente.
La cámara mostró la cara. Vieron algo grotesco: la cabeza aplastada, chorreando sangre por los ojos y la nariz; la boca, abierta hacia el cielo.
—¿Qué cosa pudo haber hecho algo así?
En ese momento, una sombra se proyectó sobre el rostro muerto de la pantalla. Ross dio un salto hacia delante, cogió la palanca y el control. La imagen se amplió rápidamente hasta que pudieron ver el contorno de la sombra. Era un hombre. Y se movía.
—¡Hay alguien ahí! ¡Alguien sigue vivo!
—Cojea. Parece herido.
Ross fijó sus ojos en la sombra. A ella no le pareció que fuera un hombre que cojeara. Había advertido algo extraño, y no se daba cuenta de qué podía tratarse.
—Caminará frente a la lente —dijo ella. Era demasiado esperar—. ¿Qué es esa estática del audio?
Se oía un sonido extraño, como un siseo o un suspiro.
—No es estática, está en la transmisión.
—Resuélvalo —ordenó Ross.
Los técnicos apretaron botones, alterando las frecuencias, pero el sonido continuó, peculiar e indistinto. Y luego la sombra se movió, y el hombre caminó frente a la lente.
—Dioptría —dijo Ross, pero ya era tarde. La cara había aparecido, muy cerca de la lente. Estaba demasiado próxima para enfocarla sin una dioptría. Todo lo que vieron fue una sombra borrosa. Antes de poder hacer nada, desapareció.
—¿Un nativo?
—Esta región del Congo está deshabitada —dijo Ross.
—Algo habita allí.
—Intenten enfocarlo de nuevo.
La cámara giró en toma panorámica. Karen se la imaginó sobre el trípode, en la jungla, con el motor zumbando mientras la lente daba vueltas. Luego, de repente, la imagen se ladeó y apareció inclinada.
—La ha volteado.
—¡Maldición!
La imagen de vídeo crepitó, y aparecieron líneas de estática. Se hizo muy difícil poder distinguir algo.
—¡Arréglenlo! ¡Arréglenlo!
Antes de que se rompiese la antena parabólica plateada, tuvieron la visión final de un gran rostro y una mano oscura. La imagen del Congo se convirtió en un punto, y desapareció.