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Compramos trapos de cocina en un 7-Eleven de International Drive e intentamos quitarnos de la ropa y de la piel el barro y la peste del foso. Llené el depósito de gasolina hasta donde estaba antes de que empezáramos la gira turística por Orlando. Los asientos del Chrysler iban a estar algo húmedos cuando mi madre fuera al trabajo, pero esperaba que no se diera cuenta, porque era bastante despistada. Mis padres creían que yo era la persona más equilibrada y con menos posibilidades de allanar el SeaWorld del mundo, ya que mi salud psicológica era prueba de su talento profesional.

Me tomé mi tiempo para volver a casa. Evité las autopistas en favor de las carreteras alternativas. Margo y yo escuchábamos la radio e intentábamos descubrir qué emisora había puesto «Stars Fell on Alabama», pero de repente la apagó y dijo:

—En general, creo que ha sido un éxito.

—Totalmente —le contesté.

Aunque en aquellos momentos empezaba a preguntarme cómo sería el día siguiente. ¿Se pasaría por la sala de ensayo antes de las clases? ¿Comería conmigo y con Ben?

—Me pregunto si mañana cambiarán las cosas —le dije.

—Sí —añadió ella—. Yo también. —Dejó el comentario colgado en el aire y luego añadió—: Oye, hablando de mañana, me gustaría hacerte un pequeño regalo para agradecerte tu duro trabajo y tu dedicación en esta noche excepcional.

Rebuscó entre sus pies y sacó la cámara digital.

—Toma —me dijo—. Y utiliza con prudencia el poder de Tiny Winky.

Me reí y me metí la cámara en el bolsillo.

—¿Descargo la foto cuando llegue a casa y te la devuelvo en el instituto? —le pregunté.

Quería que me dijera: «Sí, en el instituto, donde todo será diferente, donde seré tu amiga públicamente y, además, sin novio», pero se limitó a contestarme: «Sí, o cuando sea».

Eran las 5:42 cuando entramos en Jefferson Park. Bajamos por Jefferson Drive hasta Jefferson Court y luego giramos en nuestra calle, Jefferson Way. Apagué las luces por última vez y me metí por el camino que llevaba a mi casa. No sabía qué decir y Margo tampoco abría la boca. Llenamos una bolsa del 7-Eleven con basura para que pareciera que el Chrysler estaba como si las últimas seis horas no hubieran existido. Margo me dio otra bolsa con los restos de la vaselina, el bote de pintura y la última lata de Mountain Dew. Mi cerebro luchaba contra el agotamiento.

Me quedé un momento parado delante del monovolumen, con una bolsa en cada mano, y miré a Margo.

—Bueno, ha sido una noche fantástica —admití por fin.

—Ven aquí —me dijo.

Di un paso al frente. Me abrazó, y las bolsas me dificultaron devolverle el abrazo, pero si las soltaba, podría despertar a alguien. Noté que se ponía de puntillas y de repente acercó la boca a mi oído y me dijo muy claramente:

—Echaré de menos salir por ahí contigo.

—No tienes por qué —le contesté en voz alta. Intenté ocultar mi decepción—. Si ya no te caen bien tus amigos, sal conmigo. Los míos son muy majos.

Sus labios estaban tan cerca de mí que sentía su sonrisa.

—Me temo que no es posible —susurró.

Se apartó, pero siguió mirándome mientras retrocedía paso a paso. Al final alzó las cejas, sonrió y me creí su sonrisa. La observé trepando a un árbol y subiendo hasta la repisa de la ventana de su habitación, en el segundo piso. Abrió la ventana y se coló dentro.

Entré por la puerta principal, que no estaba cerrada con llave, crucé la cocina de puntillas hasta mi habitación, me quité los vaqueros, los tiré en un rincón del armario, al lado de la mosquitera de la ventana, descargué la foto de Jase y me metí en la cama pensando en lo que le diría a Margo en el instituto.