HORA SEIS

Por alguna razón, el tramo de la I-95 al sur de Florence, Carolina del Sur, es el lugar ideal para conducir un viernes por la noche. Nos quedamos varios kilómetros atascados entre el tráfico, y aunque Radar está desesperado por saltarse el límite de velocidad, con suerte puede ir a cincuenta. Radar y yo vamos delante e intentamos no preocuparnos jugando a un juego que acabamos de inventarnos y que se llama «Ese tío es un gigoló». Consiste en imaginar la vida de las personas de los coches que nos rodean.

Vamos al lado de una mujer hispana que conduce un viejo y destartalado Toyota Corolla. La observo en la temprana oscuridad.

—Dejó a su familia para venirse aquí —digo—. Sin papeles. Manda dinero a su casa el tercer martes de cada mes. Tiene dos hijos pequeños. Su marido es inmigrante. En estos momentos vive en Ohio. Solo pasa tres o cuatro meses al año en su casa, pero su familia se las arregla bastante bien.

Radar se inclina hacia delante y la mira un segundo.

—Venga, Q, no es tan melodramático como lo pintas. Es secretaria en un despacho de abogados. Mira cómo va vestida. Ha tardado cinco años, pero está a punto de sacarse el título de abogada ella también. No tiene niños ni marido. Pero tiene un novio que es algo inconstante. Le asusta el compromiso. Un tipo blanco al que le pone cachondo el rollo étnico.

—Lleva anillo de casada —puntualizo.

Debo decir, en defensa de Radar, que yo he podido observarla mejor. Está a mi derecha, justo debajo de mí. La veo a través de los cristales tintados de su coche. La observo cantando y mirando al frente sin pestañear. Hay mucha gente. Resulta sencillo olvidar lo lleno de personas que está el mundo, abarrotado, y cada una de ellas es susceptible de ser imaginada y, por lo tanto, de imaginarla mal. Me da la impresión de que es una idea importante, una de esas ideas a las que tu cerebro tiene que dar vueltas muy despacio, como las pitones cuando comen, pero antes de que haya podido avanzar un paso más interviene Radar.

—Se lo pone para que los pervertidos como tú no se le acerquen —me explica.

—Puede ser.

Sonrío. Cojo la media barrita energética que había dejado en mis rodillas y le doy un mordisco. Por un momento nos quedamos callados y pienso en cómo vemos y no vemos a las personas, en las ventanillas tintadas que me separan de esa mujer que conduce a nuestra derecha, en que los dos coches, con ventanas y espejos por todas partes, avanzamos juntos a paso de tortuga por esta autopista abarrotada. Cuando Radar empieza a hablar, me doy cuenta de que también él ha estado pensando.

—Lo que pasa con «Este tipo es un gigoló» —dice Radar—, bueno, quiero decir como juego en sí, es que al final dice mucho más de la persona que imagina que de la persona imaginada.

—Sí —le contesto—. Estaba pensando lo mismo.

Y no puedo evitar sentir que Whitman, por su belleza furiosa, quizá fue demasiado optimista. Podemos oír a los demás, y podemos viajar hasta ellos sin movernos, y podemos imaginarlos, y todos estamos conectados por un loco sistema de raíces, como hojas de hierba, pero el juego hace que me pregunte si en realidad podemos convertirnos totalmente en otro.