5

EL INFIERNO LLAMA AL INFIERNO

El apartamento de Kyle resultó ser una sorpresa agradable. Simon esperaba un mugriento piso sin ascensor en un bloque de la Avenida D, con cucarachas subiendo por las paredes y una cama construida con un colchón de espuma y cartones de leche. Pero en realidad, el apartamento de Kyle era un aseado pisito de dos habitaciones con un pequeño salón, un montón de estanterías y las paredes llenas de fotografías de famosas playas de surfistas. Y aunque Kyle cultivaba algunas plantas de marihuana en la escalera de incendios… no podía tenerse todo en esta vida.

La habitación de Simon era como una caja vacía. Quienquiera que la ocupara antes no había dejado nada en ella excepto un futón. Tenía las paredes desnudas, el suelo también estaba desnudo y había una única ventana a través de la cual Simon vio el cartel luminoso del restaurante chino de la acera de enfrente.

—¿Te gusta? —preguntó Kyle desde el umbral de la puerta, sus ojos verdes muy abiertos y amistosos.

—Es estupenda —respondió Simon sinceramente—. Justo lo que necesitaba.

El objeto más caro del apartamento era el televisor de pantalla plana del salón. Se dejaron caer en el sofá y se entretuvieron mirando programas malos mientras el sol se ponía en el exterior. Kyle era un buen tío, decidió Simon. No se metía en sus asuntos, no era curioso, no formulaba preguntas. No le había pedido nada a cambio de la habitación. Era simplemente un tipo simpático. Simon se preguntó si habría olvidado ya cómo eran los seres humanos normales y corrientes.

Después de que Kyle se marchara a trabajar en un turno de noche, Simon entró en su habitación, se dejó caer en el colchón y se quedó escuchando el tráfico que circulaba por la Avenida B.

Había estado obsesionado con imágenes de la cara de su madre desde que se había ido: cómo lo había mirado con miedo y odio, como si fuera un intruso en su casa. Aun sin necesidad de respirar, pensar en aquello seguía causándole una sensación de opresión en el pecho. Pero ahora…

De pequeño siempre le había gustado viajar, porque visitar un lugar nuevo equivalía a estar lejos de todos sus problemas. Y ahora, incluso allí, con sólo un río separándolo de Brooklyn, los recuerdos que habían estado corroyéndole como el ácido —la muerte del atracador, la reacción de su madre a la verdad de su condición— parecían confusos y remotos.

Tal vez el secreto fuera ése, pensó. Moverse sin parar. Como un tiburón. Ir a donde nadie pueda encontrarte. «Fugitivo y errante serás en la tierra».

Pero eso sólo funcionaba si no te importaba dejar atrás a nadie.

Aquélla noche durmió a rachas. A pesar de ser un vampiro diurno, su necesidad natural era dormir de día, y estuvo combatiendo inquietud y pesadillas antes de despertarse tarde con los rayos de sol entrando por la ventana. Después de vestirse con ropa limpia de su mochila, salió de la habitación y encontró a Kyle en la cocina, friendo huevos con beicon en una sartén de Teflón.

—Hola, compañero de piso —dijo Kyle, saludándolo alegremente—. ¿Te apetece desayunar?

Ver comida le provocó náuseas a Simon.

—No, gracias. Tomaré sólo café. —Se encaramó a uno de los taburetes, que estaba algo torcido.

Kyle empujó hacia él un tazón descascarillado.

—El desayuno es la comida más importante del día, hermano. Aunque sea casi mediodía.

Simon puso las manos alrededor del tazón y notó el calor penetrando su fría piel. Buscó algún tema de conversación, algo que no tuviera que ver con lo poco que comía.

—No te lo pregunté ayer: ¿Cómo te ganas la vida?

Kyle cogió un trocito de beicon de la sartén y le dio un mordisco. Simon se fijó en que la medalla dorada que llevaba colgada al cuello tenía una cenefa de hojas y las palabras «Beati bellicosi». Beati, sabía Simon, era una palabra que tenía algo que ver con los santos; Kyle debía de ser católico.

—Mensajero en bicicleta —dijo, masticando—. Es increíble. Voy por toda la ciudad, lo veo todo, hablo con todo el mundo. Mucho mejor que el instituto.

—¿Dejaste los estudios?

—Acabé la secundaria. Prefiero la escuela de la vida. —A Simon le hubiera sonado ridículo si no fuera porque Kyle dijo lo de «escuela de la vida» igual que decía cualquier otra cosa, con total sinceridad—. ¿Y tú? ¿Algún plan?

«Oh, ya sabes. Vagar por la tierra, sembrando la muerte y la destrucción entre inocentes. Tal vez beber un poco de sangre de vez en cuando. Vivir eternamente, aunque sin divertirme jamás. Sólo lo normal».

—En estos momentos funciono sobre la marcha.

—¿Te refieres a que no quieres ser músico? —preguntó Kyle.

Para el alivio de Simon, su móvil sonó antes de que tuviera que responder aquella pregunta. Hurgó en su bolsillo y miró la pantalla. Era Maia.

—Hola —dijo saludándola—. ¿Qué tal?

—¿Piensas ir esta tarde con Clary a la prueba del vestido? —le preguntó; su voz chisporroteaba en el otro extremo de la línea. Lo más probable era que llamara desde los cuarteles generales de su manada en Chinatown, donde la cobertura no era precisamente estupenda—. Me explicó que te había pedido que la acompañaras.

—¿Qué? Oh, sí. Sí. Allí estaré. —Clary le había pedido a Simon que la acompañara a la prueba de su vestido de dama de honor, para así después ir juntos a comprar cómics y sentirse, según sus propias palabras, «un poco menos niña cursi emperifollada».

—Pues me apunto. Tengo que darle a Luke un mensaje para la manada y, además, me da la impresión de que hace siglos que no te veo.

—Lo sé. Y lo siento de verdad…

—No pasa nada —dijo ella—. Pero tendrás que decirme qué piensas ponerte para ir a la boda, porque de lo contrario no pegaremos ni con cola.

Colgó, dejando a Simon mirando el teléfono. Clary tenía razón. El día de la boda sería el Día-D, y estaba deplorablemente poco preparado para la batalla.

—¿Una de tus novias? —preguntó Kyle con curiosidad—. La pelirroja del garaje, ¿era una de ellas? Era muy mona.

—No. Ésa es Clary; es mi mejor amiga. —Simon se guardó el móvil en el bolsillo—. Y tiene novio. Ella sí que tiene novio, de los de verdad. La bomba nuclear de los novios. Créeme.

Kyle sonrió.

—Sólo preguntaba. —Dejó la sartén del beicon, vacía, en el fregadero—. ¿Y cómo son tus dos chicas?

—Son muy, muy… distintas. —En ciertos aspectos, pensó Simon, eran polos opuestos. Maia era tranquila y asentada; Isabelle vivía las emociones al máximo. Maia era una luz firme y regular en la oscuridad; Isabelle era una estrella reluciente que giraba sin cesar en el vacío—. Las dos son estupendas. Guapas e inteligentes…

—¿Y no se conocen? —Kyle se apoyó en la encimera—. ¿En absoluto?

Simon se encontró dando explicaciones: cómo después de su regreso de Idris (aunque sin mencionar el nombre del lugar), las dos habían empezado a llamarlo porque querían salir con él. Y que él había salido con ambas porque las dos le gustaban. Y que sin querer había iniciado un romance con las dos, y que nunca encontraba el momento de explicarle a la una que se estaba viendo con la otra. Y que la cosa había ido creciendo como una bola de nieve y ahora ahí estaba él, sin querer hacerle daño a ninguna, pero sin saber tampoco cómo continuar.

—Pues si quieres mi opinión —dijo Kyle, volviéndose para tirar al fregadero lo que le quedaba de café—, tendrías que elegir a una de las dos y dejar de hacer el perro. Que conste que no es más que mi opinión.

Como estaba de espaldas a él, Simon no podía verle la cara y se preguntó por un segundo si Kyle estaría enfadado de verdad. Su voz sonaba extrañamente seria. Pero cuando Kyle se volvió, su expresión era tan sincera y amigable como siempre. Simon pensó que serían imaginaciones suyas.

—Lo sé —dijo—. Tienes razón. —Miró en dirección a su habitación—. ¿Estás seguro de que te va bien que me instale aquí? Puedo largarme cuando quieras…

—Me va bien. Quédate todo el tiempo que necesites. —Kyle abrió un cajón de la cocina y hurgó en su interior hasta que encontró lo que andaba buscando: un juego de llaves sujeto con una goma elástica—. Un juego para ti. Eres totalmente bienvenido, ¿entendido? Tengo que ir a trabajar, pero puedes quedarte por aquí si quieres. Juega al Halo o haz lo que te apetezca. ¿Estarás aquí cuando vuelva?

Simon se encogió de hombros.

—Seguramente no. Tengo que ir a las tres a esa prueba del vestido.

—Estupendo —dijo Kyle, echándose al hombro un macuto y dirigiéndose a la puerta—. Diles que te confeccionen algo en rojo. Es tu color.

—Y bien —dijo Clary, saliendo del probador—. ¿Qué opinas?

Giró sobre sí misma para ver qué tal. Simon, que mantenía el equilibrio en una de las incómodas sillas blancas de Karyn’s, la tienda especializada en vestidos de novia, cambió de postura, hizo una mueca y dijo:

—Estás bien.

Estaba más que bien. Clary era la única dama de honor de su madre y gracias a ello había podido elegir el vestido que más le gustase. Había seleccionado uno muy sencillo, de seda color oro con tirantes finos que encajaba a la perfección con su cuerpo menudo. La única joya que luciría sería el anillo de los Morgenstern, colgado al cuello mediante una cadenita. La cadena, de plata y muy sencilla, resaltaba la forma de su clavícula y la curvatura de su cuello.

Hacía tan sólo unos meses, ver a Clary vestida para una boda habría conjurado en Simon una mezcla de sentimientos: oscura desesperación —Clary nunca lo amaría— y una excitación tremenda —o tal vez sí, si conseguía reunir el valor suficiente para declararle sus sentimientos—. Ahora, sólo lo hacía sentirse un poco nostálgico.

—¿Bien? —repitió Clary—. ¿Eso es todo? ¡No me lo puedo creer! —Se volvió hacia Maia—. ¿Qué opinas tú?

Maia había dejado correr las incómodas sillas y estaba sentada en el suelo, con la espalda apoyada en una pared decorada con tiaras y largos velos de tul. Tenía la videoconsola de Simon apoyada en una rodilla y estaba prácticamente absorta en su partida de Grand Theft Auto.

—A mí no me preguntes —dijo—. Odio los vestidos. Si pudiera, acudiría a la boda con tejanos.

Y era cierto. Simon rara vez había visto a Maia con otra cosa que no fuera una combinación de vaqueros y camiseta. En este sentido, era todo lo contrario a Isabelle, que iba con vestido y tacones incluso en los momentos más inadecuados. (Aunque desde que la viera quitarse de encima a un demonio vermis con el tacón de aguja de una bota, ya no le preocupaba tanto ese tema).

Sonó entonces la campanilla de la puerta del establecimiento y entró Jocelyn, seguida de Luke. Ambos llegaban con humeantes tazas de café y Jocelyn miraba a Luke, con las mejillas sonrosadas y los ojos brillantes. Simon recordó que Clary había comentado que estaban asquerosamente enamorados. Él no lo encontraba asqueroso, aunque a buen seguro se debía a que no eran sus padres. Se les veía muy felices y él lo encontraba encantador.

Jocelyn abrió los ojos de par en par al ver a Clary.

—¡Cariño, estás preciosa!

—¡Claro, qué vas a decir tú! Eres mi madre —dijo Clary, sonriendo de todos modos—. ¿Es eso un café solo por casualidad?

—Sí. Considéralo un detalle para decirte que sentimos llegar tarde —dijo Luke, entregándole la taza—. Nos liamos. Los temas del catering… —Saludó con un ademán a Simon y Maia—. Hola, chicos.

Maia inclinó la cabeza. Luke era el jefe de la manada de lobos de la ciudad, de la que Maia era miembro. Pese a que él había dejado atrás la costumbre de que lo llamasen «Amo» o «Señor», Maia seguía mostrándose respetuosa en su presencia.

—Te traigo un mensaje de la manada —dijo Maia, dejando a un lado la videoconsola—. Tienen algunas preguntas sobre la fiesta de la Fundición…

Mientras Maia y Luke se enfrascaban en una conversación sobre la fiesta que la manada de lobos celebraría en honor del matrimonio de su lobo principal, la propietaria de la tienda de vestidos de novia, una mujer alta que se había dedicado a leer revistas detrás del mostrador mientras los adolescentes charlaban, se percató de que la gente que de verdad iba a pagar por los vestidos acababa de llegar y corrió a saludarlos.

—Acabo de recibir el vestido y tiene un aspecto maravilloso —dijo efusivamente, cogiendo a la madre de Clary por el brazo y guiándola hacia la trastienda—. Venga a probárselo. —Y viendo que Luke iba tras ellos, lo apuntó con un dedo amenazador—. Usted se queda aquí.

Luke, al ver a su prometida desaparecer a través de unas puertas basculantes blancas decoradas con motivos de campanas de boda, se quedó perplejo.

—Los mundanos piensan que el novio no debe ver el vestido de la novia antes de la ceremonia —le recordó Clary—. Da mala suerte. Seguramente le parece extraño que hayas venido a la prueba.

—Pero Jocelyn quería mi opinión… —Luke se interrumpió y movió la cabeza hacia un lado y el otro—. La verdad es que las costumbres de los mundanos son de lo más peculiares. —Se dejó caer en una silla e hizo una mueca de dolor cuando se le clavó en la espalda una de las rosetas de su ornamentación—. ¡Ay!

—¿Y las bodas de los cazadores de sombras? —preguntó Maia con curiosidad—. ¿Tienen también sus propias costumbres?

—Sí —respondió Luke—, pero la nuestra no será la típica ceremonia de los cazadores de sombras. En éstas no se plantea la situación en que uno de los contrayentes no sea un cazador de sombras.

—¿De verdad? —Maia estaba sorprendida—. No lo sabía.

—En la ceremonia de matrimonio de los cazadores de sombras se trazan runas permanentes en el cuerpo de los contrayentes —dijo Luke. Mantenía un tono de voz sosegado, pero su mirada era triste—. Runas de amor y compromiso. Pero es evidente que los que no son cazadores de sombras no pueden llevar las runas del Ángel, por lo que Jocelyn y yo nos intercambiaremos anillos.

—¡Qué fastidio! —declaró Maia.

Luke sonrió ante el comentario.

—No tanto. Casarme con Jocelyn es lo que siempre quise y las particularidades de la ceremonia en sí me dan lo mismo. Además, los tiempos cambian. Los nuevos miembros del Consejo han hecho muchos progresos para convencer a la Clave de que tolere este tipo de…

—¡Clary! —Era Jocelyn desde la trastienda—. ¿Puedes venir un segundo?

—¡Un segundo! —gritó Clary, apurando su café—. Voy volando. Me da la impresión de que tenemos que solventar una urgencia de vestimenta.

—Buena suerte. —Maia se levantó y le devolvió la consola a Simon antes de agacharse para darle un beso en la mejilla—. Tengo que irme. He quedado con unos amigos en La Luna del Cazador.

Olía agradablemente a vainilla. Pero bajo aquel olor, como siempre, Simon olió el aroma salino de la sangre, mezclado con ese ácido matiz tan peculiar a limón de los seres lobo. La sangre de los subterráneos olía distinta según su especie: las hadas olían a flores muertas; los brujos, a cerilla quemada, y los vampiros, a metal.

En una ocasión, Clary le había preguntado a qué olían los cazadores de sombras.

—A la luz del sol —le había respondido.

—Nos vemos, chico. —Maia se enderezó, le alborotó un poco el pelo a Simon y se marchó. Cuando la puerta se cerró a sus espaldas, Clary taladró a Simon con la mirada.

—Debes solucionar tu vida amorosa antes del sábado —dijo—. Hablo en serio, Simon. Si no se lo dices tú a ellas, lo haré yo.

Luke los miró con perplejidad.

—¿Decirle a quién qué?

Clary movió la cabeza en dirección a Simon.

—Estás jugando con fuego, Lewis. —Y después de esa declaración, dio media vuelta y echó a andar, levantándose la falda de seda. A Simon le hizo gracia ver que debajo del vestido seguía con sus zapatillas deportivas de color verde.

—Es evidente —dijo Luke— que aquí pasa algo de lo que no estoy al corriente.

Simon lo miró.

—A veces pienso que es el lema de mi vida.

Luke enarcó las cejas.

—¿Ha pasado algo?

Simon se quedó dudando. No podía contarle a Luke los detalles de su vida amorosa, pues Luke y Maia pertenecían a la misma manada y los integrantes de las manadas de seres lobo guardaban entre ellos una fidelidad mayor aún que la de los miembros de las bandas callejeras. Sería poner a Luke en una posición muy incómoda. Aunque la verdad era que Luke podía ser también un recurso. Como líder de la manada de lobos de Manhattan tenía acceso a todo tipo de información y conocía a la perfección la política de los subterráneos.

—¿Has oído hablar de una vampira llamada Camille?

Luke emitió un prolongado silbido.

—Sé quién es. Lo que me sorprende es que tú lo sepas también.

—Es la jefa del clan de los vampiros de Nueva York. Algo sé sobre ellos —dijo Simon, con cierta rigidez.

—No lo sabía. Creía que querías vivir como un humano en la medida de lo posible. —La voz de Luke no traslucía enjuiciamiento, sólo curiosidad—. Cuando el anterior líder me pasó el mando de la manada de la ciudad, Camille había delegado en Raphael. No creo que nadie supiera exactamente adónde se marchó después. Pero me parece que es más bien una leyenda. Una vampira extraordinariamente antigua, por lo que tengo entendido. Famosa por su crueldad y su ingenio. Podría darle incluso un buen baño a la comunidad de las hadas.

—¿La has visto alguna vez?

Luke negó con la cabeza.

—Creo que no. ¿A qué viene tanta curiosidad?

—Raphael la mencionó —respondió Simon con cierta vaguedad.

Luke arrugó la frente.

—¿Has visto a Raphael últimamente?

Pero antes de que a Simon le diera tiempo a responder, sonó de nuevo la campanilla de la puerta y, para sorpresa de Simon, apareció Jace. Clary no había mencionado que fuera a acudir allí.

De hecho, se dio cuenta entonces, Clary no había mencionado mucho a Jace en los últimos tiempos.

Jace miró a Luke primero, y a continuación a Simon. Dio la impresión de que le sorprendía un poco encontrarlos allí, aunque no era fácil asegurarlo. Pese a que Simon se imaginaba que cuando estaba a solas con Clary, Jace le ofrecía una gama completa de expresiones faciales, la cara que ponía siempre que estaba con gente era de una inexpresividad terrible.

—Parece —le había comentado en una ocasión a Isabelle— como si estuviera pensando alguna cosa, pero que si fueras a preguntarle qué, te atizaría un puñetazo en la cara.

—Pues no le preguntes —le había dicho Isabelle, como si pensara que Simon decía una ridiculez—. Nadie ha dicho que tengáis que ser amigos.

—¿Está Clary por aquí? —preguntó Jace, cerrando la puerta. Se le veía cansado. Tenía ojeras y, a pesar de que el aire de otoño era fresco, ni siquiera se había molestado en ponerse una chaqueta. El frío ya no afectaba a Simon, pero ver a Jace con sus vaqueros y una camiseta térmica le produjo casi un escalofrío.

—Está ayudando a Jocelyn —le explicó Luke—. Pero puedes esperar aquí con nosotros.

Jace observó inquieto las paredes cargadas de velos, abanicos, tiaras y colas de vestidos de novia con perlas cultivadas incrustadas.

—Todo es… tan blanco.

—Pues claro que es blanco —dijo Simon—. Son cosas para bodas.

—Para los cazadores de sombras, el blanco es el color de los funerales —explicó Luke—. Pero para los mundanos, Jace, es el color de las bodas. Las novias visten de blanco para simbolizar su pureza.

—Creía que Jocelyn había dicho que su vestido no sería blanco —apuntó Simon.

—Bueno —dijo Jace—, supongo que eso ya es agua pasada.

Luke se atragantó con el café. Pero antes de que pudiera decir —o hacer— nada, Clary apareció de nuevo. Se había recogido el pelo con unos pasadores de brillantitos, dejando algunos rizos sueltos alrededor de su rostro.

—No sé —estaba diciendo mientras se acercaba a ellos—. Karyn se ha ocupado de mí y me ha arreglado el pelo, pero no tengo muy claro lo de estos pasadores…

Se interrumpió en cuanto vio a Jace. Su expresión dejó claro que tampoco ella lo esperaba. Abrió la boca, sorprendida, pero no dijo nada. Jace, por su lado, se había quedado mirándola, y por una vez en su vida Simon fue capaz de leer como un libro abierto la expresión de la cara de Jace. Era como si el mundo entero hubiera desaparecido, excepto Clary y él; la miraba con un anhelo y un deseo tan descarado que incluso incomodó a Simon, que tenía la sensación de haber interrumpido un momento de intimidad entre ellos.

Jace tosió para aclararse la garganta.

—Estás preciosa.

—Jace. —Clary estaba perpleja—. ¿Va todo bien? Tenía entendido que no podías venir debido a la reunión del Cónclave.

—Es verdad —dijo Luke—. Me he enterado de lo del cuerpo del cazador de sombras que encontraron en el parque. ¿Hay alguna novedad?

Jace negó con la cabeza, sin dejar de mirar a Clary.

—No. No es miembro del Cónclave de Nueva York, pero está todavía pendiente de identificación. De hecho, no han identificado ninguno de los cuerpos. Los Hermanos Silenciosos están ahora examinándolos.

—Eso está bien. Los Hermanos averiguarán quiénes son —dijo Luke.

Jace no contestó nada. Seguía mirando a Clary, y era una mirada extrañísima, pensó Simon, la mirada que dedicarías al ser amado que nunca, jamás, podría llegar a ser tuyo. Se imaginaba que Jace pudo sentirse en su día así respecto a Clary, pero ¿ahora?

—¿Jace? —dijo Clary, avanzando un paso hacia él.

Jace apartó la mirada.

—La chaqueta que te presté ayer en el parque —dijo él—. ¿La tienes aún?

Más perpleja si cabe, Clary señaló en dirección al respaldo de la silla donde estaba colgada la prenda en cuestión, una chaqueta de ante marrón de lo más normal.

—Está allí. Pensaba llevártela después de…

—De acuerdo —dijo Jace, cogiéndola e introduciendo rápidamente los brazos en las mangas, como si de repente tuviera prisa—, ya no tendrás que hacerlo.

—Jace —dijo Luke, con su característico tono de voz sosegado—, después iremos a cenar a Park Slope. Nos encantaría que nos acompañaras.

—No puedo —replicó Jace, subiéndose la cremallera—. Ésta tarde tengo entrenamiento. Será mejor que vaya tirando.

—¿Entrenamiento? —repitió Clary—. Pero si ya entrenamos ayer.

—Hay quien tiene que entrenar a diario, Clary. —Jace no lo dijo enfadado, pero sí con cierta dureza, y Clary se sonrojó—. Nos vemos luego —añadió sin mirarla y se encaminó casi corriendo hacia la puerta.

Cuando se cerró a sus espaldas, Clary se arrancó enfadada los pasadores del pelo, que cayó en suaves ondas sobre sus hombros.

—Clary —dijo Luke cariñosamente. Se levantó—. Pero ¿qué haces?

—Mi pelo. —Se arrancó el último pasador, con fuerza. Tenía los ojos brillantes y Simon adivinó que estaba haciendo esfuerzos por no llorar—. No quiero llevarlo así. Parezco una niña tonta.

—No, en absoluto. —Luke le cogió los pasadores y los depositó sobre una de las mesitas auxiliares blancas—. Mira, las bodas ponen nerviosos a los hombres. No le des importancia.

—De acuerdo. —Clary intentó sonreír. A punto estuvo de conseguirlo, pero Simon sabía que no creía lo que acababa de decirle Luke. Y no la culpaba por ello. Después de la mirada que acababa de ver en la cara de Jace, Simon tampoco le creería.

A lo lejos, la iluminación del restaurante de la Quinta Avenida recordaba una estrella destacando sobre los matices azulados del crepúsculo. Simon caminaba por la avenida al lado de Clary; Jocelyn y Luke iban unos pasos por delante de ellos. Olvidado ya el vestido, Clary volvía a ir con sus habituales pantalones vaqueros y se había abrigado con una gruesa bufanda blanca. De vez en cuando, se llevaba la mano al cuello para juguetear con el anillo que llevaba colgado de la cadenita, un gesto nervioso del que, como Simon sabía, ni siquiera era consciente.

A la salida de la tienda, Simon le había preguntado qué le pasaba a Jace, pero ella no le había respondido. Había eludido el tema y le había empezado a formular preguntas, sobre cómo estaba, sobre si había hablado ya con su madre y sobre cómo llevaba lo de estar instalado en el garaje de Eric. Cuando le explicó que había empezado a compartir piso con Kyle, se quedó sorprendida.

—Pero si apenas lo conoces —dijo—. Podría ser un asesino en serie.

—Eso mismo pensé yo. Inspeccioné todo el apartamento, y si tiene por algún lado un depósito lleno de armas, no lo he visto aún. De todas maneras, me parece un tipo bastante sincero.

—¿Y cómo es el apartamento?

—Está muy bien para estar en Alphabet City. Tendrías que pasarte luego a verlo.

—Ésta noche no —dijo Clary, un poco ausente. Volvía a juguetear con el anillo—. ¿Qué te parece mañana?

«¿Vas a ir a ver a Jace?», pensó Simon, pero no insistió en el tema. Si Clary no quería hablar al respecto, no pensaba obligarla.

—Ya hemos llegado. —Le abrió la puerta del restaurante y les sorprendió una oleada de cálido aroma a souvlaki.

Encontraron sitio en un reservado junto a una de las pantallas planas de televisión que llenaban las paredes. Se apretujaron en él mientras Jocelyn y Luke charlaban animados y sin parar sobre sus planes de boda. Al parecer, los miembros de la manada de Luke se habían sentido insultados por no haber sido invitados a la ceremonia —aun teniendo en cuenta que la lista de invitados era minúscula— e insistían en llevar a cabo su propia celebración en una fábrica reconvertida de Queens. Clary escuchaba, sin decir nada; llegó la camarera y les entregó unas cartas forradas con un plástico tan duro que podrían servir perfectamente a modo de armas. Simon dejó la suya sobre la mesa y miró por la ventana. En la acera de enfrente había un gimnasio y a través del cristal se veía a la gente haciendo ejercicio en el interior, en las cintas de correr, con los brazos balanceándose de un lado a otro y los cascos pegados a las orejas. «Tanto correr para no llegar a ningún lado —pensó—. La historia de mi vida».

Intentó alejar sus pensamientos de aquellos rincones oscuros y casi lo consiguió. Estaba ante una de las escenas más frecuentes de su vida: un rincón tranquilo en un restaurante, él con Clary y su familia. Luke siempre había sido como de la familia, incluso antes de estar a punto de casarse con la madre de Clary. Simon tendría que haberse sentido como en casa. Intentó forzar una sonrisa, cuando se dio cuenta de que la madre de Clary acababa de preguntarle algo y él ni la había oído. Los sentados a la mesa lo miraban con expectación.

—Lo siento —dijo—. No… ¿Qué has dicho?

Jocelyn esbozó una paciente sonrisa.

—Clary me ha contado que tenéis un nuevo miembro en el grupo.

Simon sabía que se lo preguntaba por simple educación. Educación tal y como la entendían los padres cuando fingían tomarse en serio las aficiones de sus hijos. Con todo y con eso, la madre de Clary había asistido a alguna de sus actuaciones, aunque fuera sólo para llenar un poco el local. Se preocupaba por él; siempre lo había hecho. En los escondrijos más oscuros y recónditos de su mente, Simon sospechaba que Jocelyn siempre había comprendido sus sentimientos hacia Clary y se preguntó si no habría preferido que su hija se hubiese decantado por otro, por alguien a quien pudiera controlar. Sabía que Jace no era del todo de su agrado. Quedaba patente incluso en su manera de pronunciar su nombre.

—Sí —dijo—. Kyle. Es un tipo un poco raro, pero superagradable. —Invitado por Luke a ampliar el asunto de las rarezas de Kyle, Simon les explicó cosas sobre el apartamento de Kyle, obviando el detalle de que ahora era también su apartamento, sobre su trabajo como mensajero en bicicleta y sobre la gracia que le había hecho descubrir que en el buzón de correos de su casa sólo ponía «Kyle», sin apellido, como si fuera tan famoso como Cher o Madonna—. Y cultiva plantas raras en el balcón —añadió—. No es maría… lo he comprobado. Son unas plantas con hojas plateadas…

Luke frunció el ceño, pero antes de que le diera tiempo a decir nada, reapareció la camarera con una enorme cafetera plateada. Era joven, con el cabello decolorado recogido en dos trenzas. Cuando se inclinó para llenar la taza de Simon, una de las trenzas le rozó a él el brazo. Olió su sudor, y por debajo, su sangre. Sangre humana, el aroma más dulce del mundo. Sintió una tensión en el estómago que empezaba a resultarle familiar. Y una sensación gélida se apoderó de él. Estaba hambriento y lo único que tenía en casa de Kyle era sangre a temperatura ambiente que ya empezaba a separarse del plasma, una perspectiva nauseabunda, incluso para un vampiro.

«Nunca te has alimentado de un humano, ¿verdad? Lo harás. Y en cuanto lo hagas, ya no podrás olvidarlo».

Cerró los ojos. Cuando volvió a abrirlos, la camarera se había ido y Clary lo miraba con curiosidad desde el otro lado de la mesa.

—¿Va todo bien?

—Sí. —Cogió la taza de café. Temblaba. Por encima de ellos, la televisión seguía emitiendo el noticiario de la noche.

—Qué asco —dijo Clary, mirando la pantalla—. ¿Lo estáis oyendo?

Simon siguió su mirada. El reportero mostraba la expresión que los reporteros solían mostrar cuando informaban sobre algo especialmente lúgubre.

«Ésta mañana ha sido encontrado un bebé abandonado en un callejón adjunto al hospital Beth Israel —decía—. Se trata de un recién nacido de raza blanca, sano y de tres kilos de peso. Fue descubierto atado a una sillita de bebé para coche detrás de un contenedor de basura —continuó el reportero—. Lo más perturbador del caso es la nota escrita a mano que ha sido hallada debajo de la mantita que cubría al niño suplicando a las autoridades hospitalarias que le realizaran la eutanasia al pequeño porque “no tengo fuerzas para hacerlo yo misma”. La policía informa de que es probable que la madre del bebé sea una vagabunda o una mujer mentalmente perturbada y afirma disponer ya de “pistas prometedoras”. Se ruega a quien pueda tener información sobre el bebé, se dirija al teléfono de urgencias de la policía…».

—Es horrible —dijo Clary, apartando la vista de la pantalla y estremeciéndose—. No puedo entender cómo hay gente capaz de tirar a sus hijos como si fueran basura…

—Jocelyn —dijo Luke, con la voz ronca de preocupación. Simon miró en dirección a la madre de Clary. Estaba blanca como el papel y daba la impresión de que estaba a punto de vomitar. Retiró el plato que tenía delante, se levantó de la mesa y corrió hacia el baño. Al cabo de un instante, Luke dejó su servilleta en la mesa y corrió tras ella.

—Oh, mierda. —Clary se llevó la mano a la boca—. No puedo creer que haya dicho lo que acabo de decir. Soy una imbécil.

Simon no entendía nada.

—¿Qué pasa?

Clary se hundió en su asiento.

—Mi madre pensaba en Sebastian —dijo—. Quiero decir Jonathan. Mi hermano. Supongo que lo recuerdas.

Hablaba en tono sarcástico. Ninguno de ellos olvidaría jamás a Sebastian, cuyo verdadero nombre era Jonathan, que había asesinado a Hodge y a Max, y ayudado a Valentine a casi ganar una guerra que habría significado la destrucción de todos los cazadores de sombras. Jonathan, con sus abrasadores ojos negros y su sonrisa afilada como un cuchillo. Jonathan, cuya sangre sabía como ácido de batería la vez que Simon lo mordió. Y no se arrepentía de ello.

—Pero tu madre no lo abandonó —dijo Simon—. Se empeñó en criarlo aun sabiendo que en su interior había algo horrible y malvado.

—Pero lo odiaba —dijo Clary—. No creo que lo haya superado nunca. Imagínate odiar a tu propio bebé. Antes, cada año, el día del cumpleaños del niño, sacaba una caja donde guardaba todas sus cosas de bebé y lloraba. Creo que lloraba por el hijo que habría tenido… si Valentine no hubiera hecho lo que hizo.

—Y tú habrías tenido un hermano —dijo Simon—. Uno de verdad. No un psicópata asesino.

A punto de echarse a llorar, Clary apartó el plato.

—Me encuentro mal —dijo—. ¿Sabes como cuando tienes hambre pero eres incapaz de comer?

Simon lanzó una mirada a la camarera del pelo decolorado; estaba apoyada en la barra del restaurante.

—Sí —dijo—. Lo sé.

Luke acabó regresando a la mesa, pero sólo para decirles a Clary y a Simon que iba a acompañar a Jocelyn a casa. Les dejó algo de dinero, que ellos utilizaron para pagar la cuenta antes de salir del restaurante y dirigirse a Galaxy Comics, en la Séptima Avenida. Pero ni el uno ni el otro consiguieron concentrarse lo suficiente como para disfrutarlo, de modo que se separaron con la promesa de volver a verse al día siguiente.

Simon se adentró en la ciudad con la capucha cubriéndole la cabeza y su iPod retumbando en sus oídos. La música siempre había sido su manera de aislarse de todo. Cuando llegó a la Segunda Avenida y continuó Houston abajo, había empezado a lloviznar y tenía un nudo en el estómago.

Tomó entonces First Street, que estaba prácticamente desierta, una franja de oscuridad entre las potentes luces de la Primera Avenida y la Avenida A. Cómo seguía con el iPod en marcha, no los oyó acercarse por detrás hasta que los tuvo casi encima. El primer indicio de que algo iba mal fue la visión de una sombra proyectada en la acera, superponiéndose a la suya. Y a aquélla se le sumó otra sombra, ésta a su otro lado. Se volvió…

Y vio que tenía a dos hombres detrás. Ambos iban vestidos exactamente igual que el atracador que lo había atacado la otra noche: chándal gris con capucha gris ocultándoles la cara. Estaban tan pegados a él que podían tocarlo sin el menor problema.

Simon saltó hacia atrás, con una potencia que lo dejó sorprendido. Su fuerza de vampiro era tan reciente, que todavía seguía conmocionándolo. Cuando, un instante después, se encontró colgado en el pórtico de entrada de una de aquellas típicas casas de arenisca rojiza, a unos metros de distancia de los atracadores, se quedó tan asombrado de verse allí que no pudo ni moverse.

Los atracadores avanzaron hacia él. Hablaban el mismo idioma gutural que el primer atracador que, Simon empezaba a sospechar, nunca fue en realidad un atracador. Los atracadores, por lo que sabía, no trabajaban en bandas, y era poco probable que el primer atacante tuviera amigos criminales que hubieran decidido vengarse de la muerte de su compañero. Estaba claro que aquello era otra cosa.

Llegaron a la entrada, atrapándolo en la escalera. Simon se arrancó de las orejas los cascos del iPod y levantó rápidamente los brazos.

—Mirad —dijo—, no sé de qué va esto, pero será mejor que me dejéis tranquilo.

Los atracadores se limitaron a mirarlo. O, como mínimo, Simon se imaginó que estarían mirándolo. Bajo la sombra de sus capuchas resultaba imposible verles la cara.

—Tengo la sensación de que alguien os ha enviado a por mí —dijo—. Pero es una misión suicida. En serio. No sé lo que os pagan, pero no es suficiente.

Una de las figuras vestidas de chándal se echó a reír. La otra había hundido la mano en el bolsillo y había sacado algo. Algo que relucía en negro bajo la luz de las farolas.

Una arma.

—Oh, tío —dijo Simon—. No lo hagas, de verdad te lo digo. Y no bromeo. —Dio un paso atrás, ascendiendo un peldaño. Tal vez si conseguía alcanzar la altura necesaria, podría saltar por encima de ellos, o entre ellos. Cualquier cosa antes que permitir que lo atacasen. No se veía capaz de enfrentarse a lo que podía significar aquello. Otra vez no.

El hombre levantó el arma. Se oyó el clic del gatillo.

Simon se mordió el labio. El pánico había provocado la aparición de sus colmillos. Una punzada de dolor recorrió su cuerpo.

—No…

Cayó del cielo un objeto oscuro. Al principio, Simon pensó que era algo que se había precipitado desde las ventanas de arriba, un aparato de aire acondicionado que se había desprendido o alguien tan perezoso que tiraba la basura a la calle desde su piso. Pero lo que cayó era una persona… una persona cayendo con puntería, objetivo y elegancia. La persona aterrizó encima del atracador, aplastándolo contra el suelo. La pistola se desprendió de su mano y el hombre gritó, un sonido tenue y agudo.

El segundo atacante se agachó para recoger el arma. Y antes de que a Simon le diese tiempo a reaccionar, el tipo había apuntado y apretado el gatillo. La boca de la pistola se iluminó con el resplandor de una chispa.

Y la pistola estalló. Estalló y el atracador explotó con ella, a tanta velocidad que ni siquiera pudo gritar. Buscaba una muerte rápida para Simon, y lo que recibió a cambio fue una muerte más rápida si cabe. Se hizo añicos como el cristal, como los colores de un caleidoscopio. La explosión fue amortiguada —el simple sonido del aire desplazado por el cuerpo— y después no se oyó nada más, excepto una leve llovizna de sal cayendo como lluvia sólida sobre la acera.

A Simon se le nubló la vista y se derrumbó en la escalera. Sentía un potente zumbido en los oídos y notó entonces que alguien lo agarraba por las muñecas y lo zarandeaba.

—¡Simon! ¡Simon!

Levantó la vista. La persona que lo sujetaba y lo zarandeaba era Jace. No iba con su equipo de lucha, sino todavía con vaqueros y con la chaqueta que le había recogido antes a Clary. Estaba despeinado, y sus prendas y su cara manchadas con suciedad y hollín. Tenía el pelo mojado por la lluvia.

—¿Qué demonios ha sido eso? —le preguntó Jace.

Simon miró hacia un lado y otro de la calle. Seguía desierta. El asfalto brillaba, negro, mojado y vacío. El otro atacante había desaparecido.

—Tú —dijo, todavía un poco aturdido—. Tú has saltado contra los atracadores…

—No eran atracadores. Estaban siguiéndote desde que saliste del metro. Alguien los envió. —Jace hablaba con completa seguridad.

—¿Y el otro? —preguntó Simon—. ¿Qué ha sido de él?

—Se ha esfumado. —Jace chasqueó los dedos—. Ha visto lo que le ha pasado a su amigo y ha desaparecido. No sé qué eran exactamente. No eran demonios, pero tampoco humanos del todo.

—Sí, eso ya me lo he imaginado, gracias.

Jace lo miró fijamente.

—Eso… lo que le ha pasado al atracador, has sido tú, ¿verdad? Tu Marca. —Le señaló la frente—. La vi ardiendo en color blanco antes de que ese tipo… se disolviese.

Simon no dijo nada.

—He visto muchas cosas —dijo Jace. Pero, para variar, no había sarcasmo en su voz, ni burla—. Pero jamás había visto nada igual.

—Yo no lo he hecho —dijo Simon en voz baja—. Yo no he hecho nada.

—No has tenido por qué hacerlo tú —dijo Jace. Sus ojos dorados destacaban brillantes en su rostro cubierto de hollín—. «Porque escrito está: mía es la venganza. Yo pagaré, dice el Señor».