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EL ARTE DE LOS OCHO MIEMBROS

«AQUÍ SE CONSAGRA EL ANHELO DE LOS GRANDES CORAZONES Y DE LAS COSAS NOBLES QUE SE ALZAN POR ENCIMA DE LA MAREA, LA PALABRA MÁGICA QUE INICIA A LA MARAVILLA ALADA, LA SABIDURÍA RECABADA QUE JAMÁS HA MUERTO».

Eran las palabras grabadas sobre las puertas principales de la Biblioteca Pública de Brooklyn, en la Grand Army Plaza. Simon estaba sentado en la escalinata, contemplando la fachada. La inscripción resplandecía con su pesado dorado sobre la piedra, las palabras cobraban vida por un instante cuando los faros de los coches las iluminaban.

La biblioteca había sido uno de sus lugares favoritos cuando era pequeño. Por un lateral había una entrada aparte para niños que, durante muchos años, fue su punto de reunión con Clary cada sábado. Se hacían con un montón de libros y se iban al Jardín Botánico, que estaba justo al lado, y allí podían pasarse horas leyendo, tendidos en la hierba, y el sonido del tráfico era tan sólo un zumbido constante en la distancia.

No estaba seguro de cómo había ido a parar allí aquella noche. Había huido de su casa lo más de prisa posible y se había dado cuenta en seguida de que no tenía adónde ir. No podía arriesgarse a ir a casa de Clary, pues se quedaría horrorizada al enterarse de lo que había hecho y querría que volviese a casa para solucionarlo. Eric y los demás chicos no entenderían nada. A Jace no le caía simpático y, además, no podía entrar en el Instituto. Era una iglesia, y la razón por la que los nefilim vivían allí era precisamente para evitar a criaturas como él. Al final había comprendido a quién podía acudir, pero la idea le resultaba tan desagradable que había tardado un buen rato en armarse de valor para hacerlo.

Oyó el sonido de la moto antes incluso de verla, el rugido del motor avanzando entre el tráfico fluido de Grand Army Plaza. La moto derrapó en el cruce y subió a la acera, retrocedió a continuación y se lanzó escalera arriba. Simon se hizo a un lado cuando el vehículo se plantó a su lado y Raphael soltó el manillar.

La moto se calló al instante. Las motos de los vampiros estaban impulsadas por espíritus demoníacos y respondían como mascotas a los deseos de sus propietarios. A Simon le resultaban espeluznantes.

—¿Querías verme, vampiro diurno? —Raphael, tan elegante como siempre, con chaqueta negra y un pantalón vaquero de aspecto caro, desmontó y dejó la moto apoyada en la barandilla de la escalera de acceso a la biblioteca—. Será mejor que tengas un buen motivo —añadió—. Espero no haber venido hasta Brooklyn por nada. A Raphael Santiago no le gustan los barrios de extrarradio.

—Estupendo. Veo que empiezas a hablar de ti mismo en tercera persona. ¿No es eso un síntoma de megalomanía incipiente o algo así?

Raphael se encogió de hombros.

—O me cuentas lo que tengas que contarme, o me largo. De ti depende. —Miró su reloj—. Dispones de treinta segundos.

—Le he dicho a mi madre que soy un vampiro.

Raphael levantó las cejas. Eran muy finas y muy oscuras. En momentos más críticos, Simon había llegado a preguntarse si se las dibujaría a lápiz.

—¿Y qué ha pasado?

—Me ha dicho que era un monstruo y ha intentado rezar contra mí. —El recuerdo le provocó un regusto de sangre amarga en la garganta.

—¿Y después?

—Y después no estoy seguro del todo de lo que ha pasado. He empezado a hablarle con una voz extraña y tranquilizadora, le he dicho que nada de aquello había sucedido en realidad y que todo había sido un sueño.

—Y te ha creído.

—Me ha creído —confirmó Simon a regañadientes.

—Por supuesto —dijo Raphael—. Porque eres un vampiro. Tenemos ese poder. El encanto. La fascinación. El poder de la persuasión, podría llamarse. Puedes convencer a los humanos mundanos de casi todo. Si aprendes a utilizar tu habilidad como es debido.

—Pero yo no quería utilizarlo con ella. Es mi madre. ¿Existe algún modo de quitarle eso, algún modo de solucionarlo?

—¿Solucionarlo para que vuelva a odiarte? ¿Para que piense que eres un monstruo? Me parece una forma muy curiosa de solucionar un asunto.

—Me da lo mismo —replicó Simon—. ¿Hay algún modo?

—No —respondió alegremente Raphael—. No lo hay. Y conocerías ya todas estas respuestas de no haber desdeñado a tus semejantes como lo has hecho hasta ahora.

—Tienes razón. Ahora compórtate como si yo te hubiera rechazado. Como si no hubieras intentado matarme…

Raphael se encogió de hombros.

—Era cuestión de política. Nada personal. —Se recostó en la barandilla y se cruzó de brazos. Llevaba guantes negros de motorista. Simon se vio obligado a reconocer que su aspecto era impresionante—. Dime, por favor, que no me has hecho venir hasta aquí para contarme toda esta historia tan aburrida sobre tu hermana.

—Mi madre —le corrigió Simon.

Raphael agitó la mano en un gesto que quería restarle importancia a su error.

—Da igual. Una de las mujeres de tu vida te ha rechazado. No será la última vez, te lo aseguro. ¿Y por qué me has molestado para contármelo?

—Quería saber si podía instalarme en el Dumont —dijo Simon, pronunciando la frase a toda velocidad para no poder retractarse de lo dicho. Le costaba creer lo que estaba pidiendo. Sus recuerdos del hotel de los vampiros eran recuerdos de sangre, terror y dolor. Pero era un lugar adonde ir, un lugar donde instalarse y donde nadie iría a buscarlo, con lo que no se vería obligado a volver a casa. Era un vampiro. Tener miedo de un hotel lleno de otros vampiros era una estupidez—. No tengo adónde ir.

A Raphael le brillaron los ojos.

—Ajá —dijo, con un tono triunfante que no le agradó mucho a Simon—. Veo que ahora quieres algo de mí.

—Eso imagino. Aunque me resulta espeluznante que eso te emocione tanto, Raphael.

Raphael resopló.

—Si te instalas en el Dumont, no te dirigirás a mí como Raphael, sino como Amo, Señor o Gran Líder.

Simon se armó de valor.

—¿Y Camille?

—¿A qué te refieres? —dijo Raphael.

—Siempre me contaste que en realidad no eras el jefe de los vampiros —dijo Simon sin alterarse—. Y cuando estuvimos en Idris me mencionaste a una mujer llamada Camille. Dijiste que aún no había regresado a Nueva York. Pero me imagino que, cuando lo haga, ella será la ama, o como quieras llamarlo.

La mirada de Raphael se oscureció.

—Me parece que tu línea de investigación no me gusta, vampiro diurno.

—Tengo derecho a saber cosas.

—No —dijo Raphael—. No lo tienes. Has acudido a mí preguntándome si puedes instalarte en mi hotel porque no tienes adónde ir. No porque quieras estar con los de tu especie. Nos rehúyes.

—Un hecho que, como ya te he mencionado, tiene que ver con aquella ocasión en la que intentaste matarme.

—El Dumont no es un centro de reinserción para vampiros reacios —prosiguió Raphael—. Vives entre humanos, te paseas a plena luz de día, tocas en un estúpido grupo… Sí, no te creas que no sé todo eso. No aceptas lo que en realidad eres, en ningún sentido. Y mientras eso siga así, no serás bienvenido en el Dumont.

Simon recordó cuando Camille le dijo: «En cuanto sus seguidores vean que estás conmigo, lo abandonarán y volverán a mí. Estoy segura de que debajo de ese miedo que él les inspira, siguen siéndome fieles. En cuanto nos vean juntos, su miedo desaparecerá y volverán a nuestro lado».

—¿Sabes? —dijo—. He tenido otras ofertas.

Raphael lo miró como si se hubiera vuelto loco.

—¿Ofertas de qué?

—Ofertas… simplemente —dijo Simon con voz débil.

—Eres malísimo en asuntos políticos, Simon Lewis. Te sugiero que no vuelvas a intentarlo.

—De acuerdo —dijo Simon—. Vine aquí para contarte algo y ahora no pienso hacerlo.

—Me imagino que además piensas tirar el regalo de cumpleaños que me habías comprado —dijo Raphael—. Una tragedia. —Se acercó a su moto y en cuanto pasó una pierna por encima del vehículo para sentarse en él, el motor cobró vida. Del tubo de escape empezaron a salir chispas rojas—. Si vuelves a importunarme, vampiro diurno, que sea por un motivo mejor. O no te lo perdonaré.

Y con eso, la moto salió disparada y empezó a volar. Simon echó la cabeza hacia atrás para ver cómo Raphael, igual que el ángel del que recibía su nombre, se enfilaba hacia el cielo dejando tras de sí una estela de fuego.

Clary se sentó con su bloc de dibujo sobre las rodillas y mordisqueó pensativa la punta del lápiz. Había dibujado a Jace docenas de veces —se imaginaba que era su versión de los comentarios sobre el novio que hacían la mayoría de las chicas en su diario íntimo—, pero nunca había conseguido captarlo bien del todo. Para empezar, resultaba casi imposible que se estuviera quieto, por lo que había pensado que ahora, mientras estaba dormido, sería el momento perfecto. Pero seguía sin quedarle como ella quería. No parecía él.

Con un suspiro de exasperación, tiró el bloc sobre la manta y dobló las rodillas, atrayéndolas hacia su cuerpo. Se quedó mirándolo. No esperaba que se quedase dormido. Habían ido a Central Park para comer y entrenar al aire libre aprovechando que aún hacía buen tiempo. Había hecho una de esas cosas. En la hierba, junto a la manta, había diversas cajas de la comida para llevar que habían comprado en Taki’s. Jace había comido poco; había estado removiendo con desgana su caja de tallarines de sésamo y había acabado dejándola en la hierba y tumbándose en la manta a contemplar el cielo. Clary se había quedado sentada observándolo, viendo cómo las nubes se reflejaban en sus ojos, fijándose en el perfil de los músculos de los brazos que mantenía cruzados detrás de la cabeza, en el fragmento de piel perfecta que quedaba al descubierto entre el extremo de su camiseta y el cinturón de su vaquero. Había deseado alargar el brazo y deslizar la mano por su vientre duro y plano; pero lo que había acabado haciendo, en cambio, había sido desviar la mirada y coger su bloc. Cuando se había vuelto otra vez, lápiz en mano, él tenía los ojos cerrados y respiraba de forma suave y regular.

Iba ya por el tercer boceto y no había conseguido ni un dibujo que le satisficiera. Mirándolo, se preguntó por qué demonios no conseguiría dibujarlo. La luz era perfecta; la luminosidad suave y broncínea del mes de octubre depositaba un lustre dorado claro sobre su piel y su cabello, dorados ya de por sí. Sus párpados cerrados estaban rodeados de un tono más oscuro de oro que su pelo. Tenía una mano doblada sobre el pecho, la otra abierta a su lado. Dormido, su rostro aparecía relajado y vulnerable, más suave y menos anguloso que cuando estaba despierto. Tal vez fuera ése el problema. Era tan difícil verlo relajado y vulnerable, que se hacía complicado capturar sus contornos cuando lo estaba. Resultaba… desconocido.

Jace se movió en aquel preciso instante. Había empezado a emitir pequeños jadeos en su sueño, con los ojos corriendo de un lado a otro detrás de los párpados. Su mano se estremeció, se tensó sobre su pecho, y se sentó, tan de repente que casi tumbó a Clary al hacerlo. Abrió los ojos de golpe. Permaneció aturdido por un instante; se había quedado pasmosamente blanco.

—¿Jace? —Clary no logró esconder su sorpresa.

Él se quedó con los ojos centrados en ella; un segundo después la atraía hacia él sin el menor atisbo de su habitual delicadeza; la colocó sobre su regazo y la besó con pasión, con las manos enredándose entre el pelo de ella. Clary sintió el fuerte martilleo del corazón de Jace y se sonrojó. Estaban en un parque público y la gente estaría mirándolos, pensó.

—Caray —dijo él, retirándose, con una sonrisa en sus labios—. Lo siento. Supongo que no te lo esperabas.

—Ha sido una sorpresa agradable. —Su voz sonó grave y ronca incluso en sus propios oídos—. ¿Qué soñabas?

—Soñaba contigo. —Enrolló en un dedo un mechón del cabello de ella—. Siempre sueño contigo.

Sin despegarse de su regazo, las piernas entrelazadas con las de él, Clary dijo:

—¿Ah, sí? Pues parecía que tuvieras una pesadilla.

Jace ladeó la cabeza para mirarla.

—A veces sueño con que te has ido —dijo—. Sigo preguntándome cuándo te darás cuenta de que podrías estar mejor sin mí y me abandonarás.

Clary le acarició la cara con la punta de los dedos, deslizándolos con delicadeza por sus pómulos, hasta alcanzar la forma curva de su boca. Jace nunca decía cosas así a nadie, excepto a ella. Alec e Isabelle sabían, porque vivían con él y lo querían, que debajo de su armadura protectora de humor y fingida arrogancia, seguía sufriendo el dolor provocado por los hirientes fragmentos de los recuerdos de su infancia. Pero sólo con ella lo expresaba en voz alta. Clary negó con la cabeza; con el gesto, el pelo le cayó sobre la frente y se lo retiró con impaciencia.

—Me gustaría poder hablar como lo haces tú —dijo—. Todo lo que dices, las palabras que eliges… son perfectas. Siempre encuentras la cita adecuada, o la frase correcta para que yo pueda creer que me quieres. Si no puedo convencerte de que nunca te abandonaré…

Él le cogió la mano.

—Repítelo, simplemente.

—Nunca te abandonaré —dijo Clary.

—¿Pase lo que pase? ¿Haga lo que haga?

—Nunca dejaría de creer en ti —dijo—. Jamás. Lo que siento por ti… —Se atrancó—. Es lo más grande que he sentido en mi vida.

«Maldita sea», pensó. Sonaba de lo más estúpido. Pero Jace no era de la misma opinión; le sonrió con melancolía y dijo:

—L’amor che move il sole e l’altre stelle.

—¿Es latín?

—Italiano —dijo él—. Dante.

Clary le pasó el dedo por los labios y él se estremeció.

—No hablo italiano —dijo en voz baja.

—Significa —dijo él— que el amor es la fuerza más poderosa del mundo. Que el amor puede conseguir cualquier cosa.

Clary retiró la mano, dándose cuenta entonces de que él la miraba con los ojos entrecerrados. Unió las manos por detrás de la nuca de él, se inclinó y rozó sus labios, no con un beso, sino con una simple caricia. Fue suficiente. Notó el pulso de Jace acelerarse y él se inclinó hacia adelante, intentando robar un beso de su boca, pero ella negó con la cabeza, mientras su cabello los rodeaba como una cortina que los escondía de los ojos de todos los presentes en el parque.

—Si estás cansado, podríamos volver al Instituto —dijo ella en un susurro—. Echar la siesta. No hemos dormido juntos en la misma cama desde… desde Idris.

Sus miradas se encontraron, y ella supo que los dos estaban recordando lo mismo. La clara luz filtrándose por la ventana de la pequeña habitación de invitados de Amatis, la desesperación de su voz. «Sólo quiero acostarme a tu lado y despertarme a tu lado, sólo una vez, aunque sólo sea una vez en mi vida». Aquélla noche entera, acostados el uno junto al otro, sólo sus manos tocándose. Desde aquella noche se habían tocado mucho más, pero nunca habían pasado la noche juntos. Jace sabía que Clary estaba ofreciéndole algo más que una siesta en una de las habitaciones vacías del Instituto. Y ella estaba segura de que Jace podía leerlo en sus ojos, aunque ella no estuviera del todo segura de cuánto estaba ofreciéndole. Pero no importaba. Jace nunca le pediría nada que ella no quisiera darle.

—Quiero. —La pasión que vio en sus ojos, el matiz ronco de su voz, le decían que Jace no mentía—. Pero… no podemos. —La cogió con firmeza por las muñecas y las hizo descender, sujetando sus manos entre ellos, formando una barrera.

Clary abrió los ojos de par en par.

—¿Por qué no?

Jace respiró hondo.

—Hemos venido aquí para entrenar, y deberíamos hacerlo. Si pasamos dándonos el lote todo el tiempo que deberíamos estar entrenando, acabarán por no permitirme que te entrene.

—¿Y no se suponía, de todos modos, que iban a contratar a alguien para que se dedicase a tiempo completo a mi formación?

—Sí —respondió él, incorporándose y tirando de ella para que se levantase—, y me preocupa que si coges la costumbre de pegarte el lote con tus instructores, acabes también pegándote el lote con él.

—No seas sexista. Tal vez me encuentren una instructora.

—En ese caso, tienes mi permiso para pegarte el lote con ella, siempre y cuando pueda mirar.

—Estupendo. —Clary sonrió, agachándose para doblar la manta que habían llevado para sentarse—. Lo único que te preocupa es que contraten un instructor masculino y esté más bueno que tú.

Jace enarcó las cejas.

—¿Más bueno que yo?

—Podría pasar —dijo Clary—. En teoría, ya sabes.

—En teoría, el planeta podría partirse ahora mismo por la mitad, dejándome a mí a un lado y a ti en el otro, separados trágicamente y para siempre, pero eso tampoco me preocupa. Hay cosas —dijo Jace, con su típica sonrisa torcida— que son demasiado improbables como para andar comiéndose el tarro por ellas.

Le tendió la mano; ella se la cogió y juntos cruzaron el césped y se encaminaron hacia una arboleda situada al final del East Meadow que sólo los cazadores de sombras parecían conocer. Clary sospechaba que estaba encantada, ya que Jace y ella entrenaban a menudo allí y nadie los había interrumpido nunca, a excepción de Isabelle o de Maryse.

En otoño, Central Park era un bullicio de color. Los árboles que rodeaban el prado lucían sus colores más intensos y envolvían el verde con abrasadores matices dorados, rojos, cobrizos y anaranjados. Hacía un día precioso para dar un paseo romántico por el parque y besarse en uno de sus puentes de piedra. Pero eso no iba a suceder. Era evidente que, por lo que a Jace se refería, el parque era una extensión al aire libre de la sala de entrenamiento del Instituto y que estaban allí para que Clary realizara diversos ejercicios que tenían que ver con conocimiento del entorno, técnicas de huida y evasión, y matar cosas con las manos.

En condiciones normales, le habría apasionado la idea de aprender a matar cosas con las manos. Pero seguía estando preocupada por Jace, por muy frívolas que fueran sus bromas. No dormía bien y le daba la impresión de que evitaba encontrarse a solas con ella excepto para las sesiones de entrenamiento. No podía quitarse de encima la fastidiosa sensación de que algo iba mal. Si al menos existiera una runa que le obligara a decirle lo que en realidad sentía. Pero jamás se le ocurriría crear una runa así, se recordó rápidamente. No sería ético utilizar su poder para intentar controlar a otra persona. Y además, desde que había creado en Idris la runa de alianza, su poder se había quedado aparentemente aletargado. No sentía ninguna necesidad de dibujar antiguas runas, ni había tenido visiones de nuevas runas que poder crear. Maryse le había comentado que en cuanto su formación estuviese ya en marcha, intentarían buscar un especialista en runas para que le diese clases particulares, pero hasta el momento nada de aquello se había materializado. Ni le importaba mucho, la verdad. Tenía que confesar que no estaba muy segura de si le importaría que su poder desapareciese para siempre.

—Habrá ocasiones en las que te tropezarás con un demonio y no dispondrás de armas de combate —estaba diciéndole Jace mientras paseaban por debajo de una hilera de árboles cargados de hojas cuyos colores pasaban por toda la gama de verdes hasta alcanzar un resplandeciente tono dorado—. Si eso te sucede, que no cunda el pánico. Tienes que recordar que el arma eres tú. En teoría, cuando hayas terminado tu formación, deberías ser capaz de abrir un boquete en una pared de una patada y de noquear a un alce con un simple puñetazo.

—Jamás le daría un puñetazo a un alce —dijo Clary—. Están en peligro de extinción.

Jace esbozó una leve sonrisa y se volvió para mirarla. Habían llegado al claro de la arboleda, una pequeña área despejada rodeada de árboles. En los troncos de los árboles había runas talladas, lo que lo señalaba como lugar de los cazadores de sombras.

—Existe un antiguo estilo de lucha que se conoce como Muay Thai —dijo Jace—. ¿Has oído hablar de él?

Clary negó con la cabeza. El sol brillaba con fuerza y casi tenía calor con el pantalón de chándal y la sudadera. Jace se quitó la chaqueta y se volvió hacia ella, flexionando sus esbeltas manos de pianista. Con la luz otoñal, sus ojos adquirían un color oro intenso. Marcas de velocidad, agilidad y fuerza se emparraban por sus brazos, desde las muñecas hasta sus prominentes bíceps, para desaparecer bajo las mangas de la camiseta. Clary se preguntó por qué se habría tomado la molestia de marcarse de aquella manera, como si ella fuera un enemigo al que tener en cuenta.

—He oído el rumor de que el nuevo instructor que llegará la semana que viene es maestro de Muay Thai —dijo él—. Y de sambo, lethwei, tomoi, krav maga, jujitsu y otra cosa cuyo nombre francamente no recuerdo pero que va de matar a la gente con palos pequeños o algo por el estilo. Lo que quiero decir es que él o ella no estará acostumbrado a trabajar con alguien de tu edad y con tan poca experiencia, de modo que pienso que si te enseño algunos puntos básicos, se mostrará más generoso contigo. —Le puso las manos en las caderas—. Y ahora, ponte de cara a mí.

Clary hizo lo que le pedía. Situados el uno frente al otro, la cabeza de ella le llegaba a la barbilla de él. Dejó descansar las manos en los bíceps de Jace.

—El Muay Thai se conoce como «el arte de los ocho miembros». Y ello es debido a que como elementos de ataque no sólo utilizas los puños y los pies, sino también las rodillas y los codos. Primero se trata de inmovilizar a tu oponente y después, de golpearlo con todos y cada uno de tus elementos de ataque hasta tumbarlo.

—¿Y eso funciona con los demonios? —preguntó Clary, levantando las cejas.

—Con los menores sí. —Jace se acercó a ella—. Y muy bien. Extiende ahora el brazo y agárrame por la nuca.

Hacer lo que acababa de ordenarle era imposible si no se ponía de puntillas. No por primera vez, Clary maldijo para sus adentros el hecho de ser tan bajita.

—Ahora levanta la otra mano y repite el movimiento, de tal modo que tus manos se entrelacen por detrás de mi cuello.

Lo hizo. La nuca de Jace estaba caliente por efecto del sol y su suave cabello le hacía cosquillas en los dedos. Con el cuerpo del uno pegado al otro, Clary sentía el anillo que llevaba colgado de una cadena al cuello presionando entre ellos como un guijarro prisionero entre dos manos.

—En un combate de verdad, tendrías que moverte mucho más rápido —dijo Jace. A menos que fuesen imaginaciones de Clary, diría que su voz había sonado algo insegura—. Tenerme cogido así te sirve para hacer palanca. Ahora utilizarás esa palanca para tirar hacia adelante y darles inercia a los golpes que des hacia arriba con la rodilla…

—Caramba, caramba —dijo una voz fría y con un tono que daba a entender que se lo estaba pasando en grande—. ¿Sólo seis semanas y ya andáis peleándoos? Con qué rapidez se esfuma el amor entre los mortales.

Clary soltó a Jace y dio media vuelta, aunque ya sabía quién era. La reina de la corte seelie apareció bajo la sombra de dos árboles. De no haber sabido Clary que estaba allí, se preguntó si la habría detectado, aun incluso con la Visión. La reina iba vestida con un traje largo, verde como la hierba, y su cabello, que le caía por encima de los hombros, era del color de una hoja seca. Era tan bella y tan temible como una estación moribunda. Clary nunca había confiado en ella.

—¿Qué hacéis aquí? —Fue Jace quien habló, entrecerrando los ojos—. Éste lugar pertenece a los cazadores de sombras.

—Y yo tengo noticias de interés para los cazadores de sombras. —Cuando la reina dio un elegante paso al frente, los rayos de sol se filtraron entre los árboles e iluminaron la diadema de frutos del bosque dorados que llevaba en la cabeza. Clary se preguntaba a veces si la reina planificaba con tiempo sus dramáticas apariciones y, en caso de hacerlo, cómo lo haría—. Se ha producido otra muerte.

—¿Qué tipo de muerte?

—Otro de los vuestros. Un nefilim muerto. —La verdad fue que la reina lo anunció con cierto deleite—. Han encontrado el cuerpo bajo el Oak Bridge al amanecer. Como sabéis, el parque es dominio mío. Un asesinato humano no es de mi incumbencia, pero no parece una muerte de origen mundano. Han llevado el cadáver a la corte para que lo examinen mis forenses. Y han dictaminado que el mortal fallecido es uno de los vuestros.

Clary miró en seguida a Jace, recordando la noticia sobre la muerte de otro cazador de sombras que habían recibido hacía tan sólo dos días. Adivinó que Jace estaba pensando lo mismo que ella; se había quedado pálido.

—¿Dónde está el cuerpo? —preguntó.

—¿Te preocupa mi hospitalidad? Está esperando en mi corte, y os garantizo que le proporcionaremos todo el respeto que le ofreceríamos a un cazador de sombras vivo. Ahora que uno de los míos tiene un lugar en el Consejo al lado de los vuestros, no podéis dudar ya de nuestra buena fe.

—Como siempre, la buena fe y milady van de la mano. —El sarcasmo de la voz de Jace era evidente, pero la reina se limitó a sonreír. Le gustaba Jace, Clary siempre lo había pensado, de ese modo con el que a las hadas les gustaban las cosas bonitas por el simple hecho de ser bonitas. Por otro lado, ella sabía que no era del agrado de la reina, y el sentimiento era mutuo—. ¿Y por qué nos dais el mensaje a nosotros y no a Maryse? La costumbre obliga a…

—Oh, las costumbres. —La reina renegó de las costumbres con un gesto—. Vosotros estabais aquí. Me ha parecido más oportuno.

Jace volvió a mirarla entrecerrando los ojos y abrió su teléfono móvil. Con un gesto le indicó a Clary que se quedara donde estaba y se alejó un poco de allí. Clary le oyó que decía «¿Maryse?» cuando le respondieron al teléfono, pero luego su voz quedó amortiguada por los gritos de los terrenos de juego colindantes.

Con una sensación de pavor frío, volvió a mirar a la reina. No había visto a la Dama de la corte de seelie desde su última noche en Idris, y en aquella ocasión no podía decirse que Clary se hubiese mostrado precisamente educada con ella. Dudaba que la reina hubiese olvidado aquello o la hubiese perdonado por ello. «¿De verdad rechazarías un favor de la reina de la corte de seelie?».

—Me han dicho que Meliorn ha conseguido un escaño en el Consejo —dijo Clary—. Debéis de estar satisfecha.

—Lo estoy. —La reina la miró, divertida—. Me siento cumplidamente encantada.

—Entonces —dijo Clary—, ¿nada de rencores?

La sonrisa de la reina se volvió gélida en las comisuras de su boca, como la escarcha que cubría la orilla del estanque.

—Supongo que te refieres a mi oferta, que tan groseramente rechazaste —dijo—. Como bien sabes, mi objetivo se cumplió de todos modos; la que salió perdiendo, y me imagino que la mayoría estaría de acuerdo conmigo, fuiste tú.

—Yo no quería aquel trato. —Clary intentó, sin conseguirlo, que su voz no sonara cortante—. La gente no puede hacer siempre lo que vos queráis.

—No pretendas echarme un sermón, niña. —La reina siguió con la mirada a Jace, que deambulaba bajo los árboles, teléfono en mano—. Es bello —dijo—. Entiendo por qué lo amas. Pero ¿te has preguntado alguna vez qué es lo que le atrae a él de ti?

Clary no respondió; le pareció que no tenía nada que decir.

—Os une la sangre del Cielo —dijo la reina—. La sangre llama a la sangre, y eso corre por debajo de la piel. Pero amor y sangre no son la misma cosa.

—Acertijos —dijo Clary enfadada—. ¿De verdad queréis decir alguna cosa cuando habláis así?

—Él está unido a ti —dijo la reina—. Pero ¿te ama?

Clary notó que se le retorcían las manos. Deseaba poder probar con la reina alguno de los nuevos golpes de ataque que había aprendido, pero sabía que no era en absoluto una buena idea.

—Sí.

—¿Y te desea? Porque amor y deseo no siempre van unidos.

—Eso no es de vuestra incumbencia —replicó Clary escuetamente, pero se dio cuenta de que la reina le clavaba los ojos como si fueran agujas.

—Tú lo quieres como nunca has querido a nadie. Pero ¿siente él lo mismo? —La suave voz de la reina era inexorable—. Él podría tener todo aquello o a todo aquel que le plazca. ¿No te preguntas por qué te ha elegido a ti? ¿No te preguntas si se arrepiente de ello? ¿Ha cambiado con respecto a ti?

Clary notó las lágrimas escociéndole en los ojos.

—No, no ha cambiado. —Pero pensó en la cara de Jace en el ascensor la otra noche, y en cómo le había dicho que se marchara a su casa cuando ella le ofreció quedarse.

—Me dijiste que no deseabas llegar a un pacto conmigo, porque nada había que yo pudiera aportarte. Dijiste que no había nada en este mundo que quisieras. —La reina tenía los ojos brillantes—. ¿Sigues pensando lo mismo cuando te imaginas la vida sin él?

«¿Por qué me hacéis esto?», deseaba gritar Clary, pero no dijo nada porque vio que la reina de las hadas miraba más allá de donde ella estaba, y acto seguido sonrió y dijo:

—Sécate las lágrimas porque ya vuelve. No le hará ningún bien verte llorar.

Clary se frotó apresuradamente los ojos con el dorso de la mano y se volvió. Jace se acercaba a ellas, con mala cara.

—Maryse y Robert ya van hacia los Tribunales —dijo—. ¿Dónde está la reina?

Clary se quedó mirándolo, sorprendida.

—Está aquí… —empezó a decir, pero al volverse se interrumpió. Jace tenía razón. La reina se había ido y únicamente un remolino de hojas a los pies de Clary indicaba el lugar donde se había posado.

Simon, con su chaqueta acolchada bajo la cabeza a modo de almohada, estaba acostado contemplando el tejado plagado de agujeros del garaje de Eric, embargado por una sensación de nefasta fatalidad. Tenía a sus pies el macuto, el teléfono pegado a la oreja. En aquel momento, la familiaridad de la voz de Clary en el otro lado de la línea era lo único que le impedía derrumbarse por completo.

—Lo siento mucho, Simon. —Adivinó que estaba en algún lugar de la ciudad por el sonido del tráfico amortiguando su voz—. ¿De verdad estás en el garaje de Eric? ¿Lo sabe él?

—No —respondió Simon—. En este momento no hay nadie en casa y yo tenía la llave del garaje. Me ha parecido un buen lugar. ¿Y tú dónde estás, por cierto?

—En la ciudad. —Para los habitantes de Brooklyn, Manhattan sería siempre «la ciudad». No existía otra metrópolis—. Estaba entrenando con Jace, pero él ha tenido que volver al Instituto para no sé qué asunto de la Clave. Voy de camino a casa de Luke. —Se oyó el bocinazo de un coche—. ¿Quieres venir a casa? Podrías dormir en el sofá de Luke.

Simon dudó. Tenía buenos recuerdos de la casa de Luke. Desde que conocía a Clary, Luke siempre había vivido en una vivienda destartalada pero simpática que ocupaba el piso superior de la librería. Clary tenía una llave, y ella y Simon habían pasado allí horas agradables leyendo los libros que «cogían prestados» de la tienda o viendo películas antiguas en la tele.

Pero las cosas habían cambiado mucho.

—A lo mejor mi madre podría hablar con tu madre —dijo Clary, preocupada por el silencio de Simon—. Hacerle comprender.

—¿Hacerle comprender que soy un vampiro? Clary, creo que ya lo entiende, de un modo siniestro. Pero eso no significa que vaya a aceptarlo o que esté de acuerdo con ello.

—Pero tampoco puedes seguir haciendo que lo olvide, Simon —dijo Clary—. Ésa solución no te funcionará eternamente.

—¿Por qué no? —Sabía que estaba mostrándose irrazonable, pero acostado en el duro suelo, rodeado de olor a gasolina y del susurro de las arañas paseándose por sus telas en los rincones del garaje, sintiéndose más solo que nunca, la razón le parecía algo tremendamente remoto.

—Porque de lo contrario tu relación con ella no sería más que una mentira. Nunca podrías volver a casa…

—¿Por qué no? —preguntó, interrumpiéndola con severidad—. Forma parte de la maldición, ¿verdad? «Fugitivo y errante serás».

A pesar de los ruidos del tráfico y del sonido de las conversaciones de la gente que tenía a su alrededor, Simon oyó que Clary respiraba hondo.

—¿Piensas que eso tendría que contárselo también? —dijo—. ¿Que me señalaste con la Marca de Caín? ¿Que soy, básicamente, una maldición andante? ¿Crees que va a querer eso en su casa?

Los sonidos de fondo se acallaron; Clary debía de haberse refugiado en el umbral de una casa. Se dio cuenta de que contenía las lágrimas cuando le dijo:

—Lo siento mucho, Simon. Sabes que lo siento…

—No es culpa tuya. —De repente se sentía extremadamente agotado. «Estupendo, primero aterrorizas a tu madre y luego haces llorar a tu mejor amiga. Un día de bandera para ti, Simon.»—. Mira, es evidente que en estos momentos no debería andar mezclándome con gente. Voy a quedarme aquí y ya me encontraré con Eric cuando vuelva a su casa.

Clary emitió un sonido parecido a una risa entre tantas lágrimas.

—¿Acaso Eric no cuenta como gente?

—Te mantendré informada —dijo Simon, dudoso—. Te llamo mañana, ¿de acuerdo?

—Nos vemos mañana. Prometiste acompañarme a probarme vestidos, ¿lo recuerdas?

—Caray —dijo—, eso es que debo de quererte de verdad.

—Lo sé —dijo ella—. Y yo también te quiero.

Simon apagó el teléfono y se recostó en el suelo, con el aparato pegado a su pecho. Resultaba gracioso, pensó. Ahora podía decirle a Clary «Te quiero» después de haber estado años luchando por pronunciar esas palabras y ser incapaz de que salieran de su boca. Y ahora que ya no tenían la misma intención, resultaba fácil.

A veces se preguntaba qué habría ocurrido de no haber existido nunca un Jace Wayland. Si Clary nunca hubiera descubierto que era una cazadora de sombras. Pero alejó aquel pensamiento de su cabeza, no tenía sentido continuar por aquel camino. El pasado no podía cambiarse. Sólo le quedaba seguir adelante. Aunque no tenía ni idea de qué implicaba seguir adelante. No podía quedarse para siempre en el garaje de Eric. Incluso con su actual estado de humor, reconocía que aquél era un lugar miserable. No tenía frío —de hecho, ya no sentía ni el frío ni el calor—, pero el suelo estaba duro y estaba costándole conciliar el sueño. Ojalá pudiera embotar sus sentidos. El sonido del tráfico le impedía descansar, igual que el desagradable tufo a gasolina. Pero lo que más le corroía era la preocupación por lo que hacer a continuación.

Había tirado la mayor parte de sus reservas de sangre y llevaba el resto en su mochila; tenía suficiente para unos cuantos días más, pero después tendría problemas. Eric, dondequiera que estuviera, dejaría a Simon quedarse en su casa, pero aquella solución acabaría con una llamada de los padres de Eric a la madre de Simon. Y teniendo en cuenta que su madre lo creía con su hermana, aquello no le haría ningún bien.

Días, pensó. Ésa era la cantidad de tiempo de la que disponía. Antes de quedarse sin sangre, antes de que su madre empezara a preguntarse dónde estaba y llamase a Rebecca para interesarse por él. Antes de que su madre empezara a recordar. Ahora era un vampiro. Supuestamente, la eternidad era suya. Pero disponía sólo de días.

Había ido con mucho cuidado. Había intentado con todas sus fuerzas seguir con lo que consideraba una vida normal: colegio, amigos, su casa, su habitación. Había sido mucha tensión, pero la vida era eso. Las demás opciones le parecían tan desapacibles y solitarias que no soportaba siquiera planteárselas. La voz de Camille resonó entonces en su cabeza. «Pero ¿qué pasará de aquí a diez años, cuando supuestamente deberías tener veintiséis? ¿Y de aquí a veinte años? ¿O treinta? ¿Crees que nadie se dará cuenta de que ellos envejecen y cambian y tú no?».

La situación que se había creado, la que con tanto cuidado había esculpido tomando como modelo su antigua vida, nunca habría podido ser permanente, pensó en aquel momento con una sensación de ahogo en el pecho. Nunca hubiera funcionado. Se había aferrado a sombras y recuerdos. Volvió a pensar en Camille, en su oferta. Ahora le sonaba mucho mejor que antes. La oferta de una comunidad, por mucho que no fuera la comunidad que él hubiera deseado. Disponía únicamente de un día más antes de que ella reclamara su respuesta. ¿Y qué le diría? Hasta aquel momento había creído saberlo, pero ya no estaba tan seguro.

Un sonido rechinante lo despertó de su ensueño. La puerta del garaje empezaba a levantarse y la luz iluminó el oscuro interior. Simon se incorporó, con el cuerpo de pronto en pleno estado de alerta.

—¿Eric?

—No. Soy yo, Kyle.

—¿Kyle? —dijo Simon sin entender nada, antes de empezar a recordar: el chico al que habían decidido incorporar como cantante solista. A punto estuvo Simon de dejarse caer de nuevo al suelo—. Oh, sí. Pero los chicos no están, si esperabas ensayar…

—No pasa nada. No es por eso que he venido. —Kyle entró en el garaje, pestañeando por la oscuridad, con las manos hundidas en los bolsillos traseros de su vaquero—. Tú eres… comoquiera que te llames, el bajista, ¿no es eso?

Simon se levantó, sacudiéndose el polvo de la ropa.

—Soy Simon.

Kyle miró a su alrededor, frunciendo el ceño con perplejidad.

—Creo que ayer me olvidé aquí mis llaves. Las he buscado por todas partes. Mira, aquí están. —Se agachó detrás de la batería y salió de allí un segundo después, blandiendo triunfante un manojo de llaves. Iba vestido más o menos como el día anterior, con una camiseta azul debajo de una cazadora de cuero y una medalla dorada de algún santo colgada al cuello, con el pelo oscuro enredado—. Y bien —dijo Kyle, apoyándose en uno de los altavoces—. ¿Estabas durmiendo aquí? ¿En el suelo?

Simon movió afirmativamente la cabeza.

—Me han echado de casa. —No era exactamente cierto, pero fue lo único que se le ocurrió.

Kyle asintió, comprendiéndolo.

—¿Tu madre ha descubierto tu alijo de hierba? Eso jode.

—No, qué va… nada de hierba. —Simon se encogió de hombros—. Tenemos diferentes opiniones respecto a mi estilo de vida.

—¿Se ha enterado de lo de tus dos novias? —Kyle sonrió. Era guapo, había que reconocerlo, pero a diferencia de Jace, que sabía perfectamente lo guapo que era, Kyle daba la impresión de no haberse peinado en un montón de semanas. Su aspecto recordaba el de un cachorrillo simpático, y eso lo hacía atractivo—. Me lo contó Kirk. Mejor para ti, tío. Yo… yo tampoco vivo en casa —siguió Kyle—. Me marché hará cosa de dos años. —Se cruzó de brazos e inclinó la cabeza. Bajó la voz—. No he hablado con mis padres desde entonces. Me apaño bien solo, pero… te entiendo.

—Ésos tatuajes —dijo Simon, tocándose los brazos—. ¿Qué significan?

Kyle extendió los brazos.

Shaantih shaantih shaantih —dijo—. Son mantras de las Upanishads. Sánscrito. Oraciones por la paz.

En condiciones normales, a Simon le habría parecido pretencioso tatuarse en sánscrito. Pero ahora ya no.

Shalom —dijo.

Kyle pestañeó.

—¿Qué?

—Significa paz —dijo Simon—. En hebreo. Se me ha ocurrido que sonaba similar.

Kyle se quedó mirándolo. Daba la impresión de que estaba deliberando. Dijo por fin:

—Tal vez te parezca una locura…

Simon se puso rígido.

—Pues no sé. Mi definición de locura se ha vuelto bastante flexible en el transcurso de los últimos meses.

—… pero tengo un apartamento. En Alphabet City. Y mi compañero de piso acaba de dejarlo. Tiene dos habitaciones, podrías acoplarte en la suya. Tiene una cama y todo lo necesario.

Simon dudó. Por un lado, no conocía en absoluto a Kyle, y trasladarse a vivir al apartamento de un perfecto desconocido le parecía una maniobra estúpida y de proporciones épicas. A pesar de sus tatuajes pacifistas, Kyle podía ser un asesino en serie. Por otro lado, como no conocía en absoluto a Kyle, nadie lo buscaría allí. ¿Y qué pasaría si Kyle resultase ser un asesino en serie?, pensó con amargura. Sería peor para Kyle que para él, igual que lo había sido para aquel atracador la otra noche.

—¿Sabes? —dijo—. Me parece que voy a tomarte la palabra, si te parece bien.

Kyle asintió.

—Si quieres venir a la ciudad conmigo, tengo la furgoneta aparcada ahí fuera.

Simon se agachó para recoger su macuto y se lo colgó del hombro. Guardó el teléfono móvil en el bolsillo y abrió las manos, para indicar con el gesto que ya estaba listo.

—Cuando quieras.