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CAYENDO

—Así ¿qué? ¿Te has divertido esta noche con Isabelle? —Clary, con el teléfono pegado a la oreja, avanzaba con cuidado de una larga barra de equilibrios a otra. Las barras de equilibrios estaban montadas a seis metros de altura, colgadas de las vigas de la buhardilla del Instituto, donde estaba instalada la sala de entrenamiento. El objetivo de aprender a caminar por las barras era dominar el sentido del equilibrio. Y Clary las odiaba. Su miedo a las alturas la ponía enferma, a pesar de que llevaba atada a la cintura una cuerda flexible que supuestamente le impediría estamparse contra el suelo en caso de que se produjese una caída—. ¿Le has contado ya lo de Maia?

Simon respondió con un débil sonido evasivo que Clary interpretó como un «no». Se oía música de fondo y se lo imaginó tendido en la cama, con el equipo de música a bajo volumen. Parecía agotado, ese agotamiento que calaba en los huesos y que daba a entender que su tono de voz frívolo no estaba en consonancia con su estado anímico. Al principio de la conversación, Clary le había preguntado varias veces si se encontraba bien, pero él se había limitado a restarle importancia a su preocupación.

Entonces ella le espetó:

—Estás jugando con fuego, Simon. Confío en que lo sepas.

—Pues no lo sé. ¿De verdad te parece tan importante? —La voz de Simon sonó entonces quejumbrosa—. En ningún momento he hablado ni con Isabelle ni con Maia acerca de la exclusividad de nuestra relación.

—Déjame decirte algo sobre las chicas en general. —Clary se sentó en la barra de equilibrios con las piernas colgando. Las ventanas en forma de media luna de la buhardilla estaban abiertas y entraba por ellas el gélido aire nocturno, enfriando su piel sudada. Siempre había pensado que los cazadores de sombras se entrenaban vestidos con su resistente equipo de cuero, pero resultó que lo empleaban únicamente para una formación posterior, cuando ya practicaban con armas. Para el entrenamiento que estaba realizando —ejercicios destinados a aumentar su flexibilidad, velocidad y sentido del equilibrio—, Clary iba vestida con una simple camiseta de tirantes y un pantalón con goma en la cintura que le recordaba la vestimenta que se utiliza en los quirófanos—. Aunque no hayáis hablado sobre exclusividad, se volverán locas si algún día llegan a descubrir que estás saliendo con otra a la que, además, ellas conocen, y no se lo has dicho. Es una regla básica para salir con chicas.

—¿Y por qué se supone que yo debería conocer esta regla?

—Porque todo el mundo la conoce.

—Creía que estabas de mi lado.

—¡Y estoy de tu lado!

—Y entonces ¿por qué no te muestras más comprensiva?

Clary cambió el teléfono de oreja y observó las sombras que se abrían por debajo de ella. ¿Dónde estaba Jace? Había ido a buscar otra cuerda y había dicho que volvía en cinco minutos. Si la sorprendía hablando por teléfono allá arriba la mataría, seguro. Jace supervisaba pocas veces su entrenamiento —lo hacían normalmente Maryse, Robert o alguno de los otros miembros del Cónclave de Nueva York hasta que encontrasen un sustituto para el antiguo tutor del Instituto, Hodge—, pero cuando lo hacía, se lo tomaba muy en serio.

—Porque —respondió— tus problemas no son en realidad problemas. Estás saliendo a la vez con dos chicas guapas. Piénsalo bien. Eso son… problemas típicos de una estrella del rock.

—Tener los problemas típicos de una estrella del rock será probablemente lo más cerca que pueda estar nunca de ser una estrella del rock de verdad.

—Nadie te dijo que bautizaras a tu banda con el nombre de Molde Jugoso, amigo mío.

—Ahora nos llamamos Pelusa del Milenio —dijo Simon en tono de protesta.

—Mira, piénsatelo antes de la boda. Si ambas creen que van a asistir contigo a la boda y descubren que estás saliendo a la vez con las dos, te matarán. —Se levantó—. Y la boda de mi madre se irá a paseo y entonces será ella quien te mate a ti. De modo que morirás dos veces. Bueno, tres, ya que técnicamente…

—¡En ningún momento le he dicho a ninguna de las dos que vaya a ir a la boda con ellas! —La voz de Simon sonó presa del pánico.

—Ya, pero están esperando a que se lo digas. Las chicas tienen novio para eso. Para tener a alguien que las lleve a actos aburridos. —Clary avanzó hasta el extremo de la barra de equilibrios con la mirada fija en las sombras que la luz mágica proyectaba abajo. En el suelo había un antiguo círculo de entrenamiento pintado con tiza; parecía una diana—. En cualquier caso, ahora tengo que saltar de esta horrible barra y muy posiblemente abocarme a una muerte atroz. Hablamos mañana.

—Recuerda que tengo ensayo con la banda a las dos. Nos vemos allí.

—Hasta entonces. —Colgó y se guardó el teléfono en el interior del sujetador; la ropa de entrenamiento era tan ligera que no tenía bolsillos, ¿qué otra solución le quedaba?

—¿Tienes pensado quedarte toda la noche allá arriba? —Jace irrumpió en el centro de la diana y levantó la vista hacia ella. Iba vestido con el equipo de lucha, no con la ropa de entrenamiento que llevaba Clary, y su cabello rubio destacaba en la negrura. Se había oscurecido levemente desde finales de verano y había adquirido un matiz de oro oscuro, algo que, en opinión de Clary, le quedaba incluso mejor. Se sentía absurdamente feliz de conocerlo ya lo bastante como para percatarse de aquellos sutiles cambios en su aspecto.

—Creía que ibas a subir —le gritó ella desde arriba—. ¿Cambio de planes?

—Es una larga historia —le respondió él, sonriente—. ¿Y bien? ¿Quieres practicar volteretas?

Clary suspiró. Practicar volteretas quería decir lanzarse al vacío desde la barra y utilizar la cuerda flexible para sujetarse mientras se apoyaba en las paredes para empujarse y dar volteretas. Era el modo de aprender a dar vueltas sobre sí misma, lanzar patadas y esquivar golpes sin tener que preocuparse por la dureza del suelo y los moratones. Había visto cómo lo hacía Jace, que parecía un ángel cuando volaba por los aires, girando sobre sí mismo y revolviéndose con la preciosa elegancia de un bailarín clásico. Pero ella se retorcía como un escarabajo de la patata en cuanto veía que se acercaba al suelo, y el hecho de que en su cabeza supiese que no iba a impactar contra él, no servía de nada.

Empezaba a preguntarse si tenía alguna importancia que hubiese nacido cazadora de sombras; tal vez era demasiado tarde para convertirse en una más de ellos, en una que fuera plenamente operativa. O tal vez fuera que el don que había convertido a Jace y a ella en lo que eran estaba distribuido de forma desigual entre ellos, de tal modo que él se había quedado con todos los atributos físicos y ella con… bueno, con poca cosa.

—Vamos, Clary —dijo Jace—. Salta. —Clary cerró los ojos y saltó. Se sintió por un momento suspendida en el aire, libre de cualquier cosa. Pero acto seguido la gravedad se apoderó de ella y se precipitó hacia el suelo. Recogió por instinto brazos y piernas y mantuvo los ojos cerrados con fuerza. La cuerda se tensó y Clary rebotó y subió hacia arriba antes de volver a caer. No abrió los ojos hasta que la velocidad aminoró y se encontró balanceándose en el extremo de la cuerda, a un metro y medio por encima de Jace, que sonreía.

—Bien —dijo Jace—. Tan elegante como la caída de un copo de nieve.

—¿He gritado? —preguntó ella con franca curiosidad—. Mientras caía, quiero decir.

Jace movió afirmativamente la cabeza.

—Por suerte no hay nadie en casa; cualquiera hubiera pensado que estaba asesinándote.

—¡Ja! Si ni siquiera puedes alcanzarme. —Lanzó una patada al aire y empezó a girar perezosamente en el mismo.

La mirada de Jace se iluminó.

—¿Quieres apostarte algo?

Clary conocía aquella expresión.

—No —respondió con rapidez—. Sea lo que sea lo que vayas a hacer…

Pero ya lo había hecho. Cuando Jace actuaba con velocidad, sus movimientos eran prácticamente invisibles. Clary vio que se llevaba la mano al cinturón y a continuación sólo vio el destello de alguna cosa. Y cuando la cuerda que tenía por encima de la cabeza se partió, oyó el sonido de un tejido rasgándose. Liberada y tan sorprendida que le resultaba imposible gritar, fue a parar directamente a los brazos de Jace. El peso echó a Jace hacia atrás y ambos cayeron sobre las colchonetas del suelo, Clary encima de él. Jace le sonrió.

—Esto ha estado mucho mejor —dijo—. Ni un solo grito.

—No he tenido oportunidad. —Estaba sin aliento, y no sólo por el impacto de la caída. Estar sentada a horcajadas encima de Jace, y sentir el cuerpo de él contra el suyo, le provocaba sequedad en la boca y aceleraba el ritmo de sus pulsaciones. Había pensado que su reacción física a él, las reacciones físicas del uno respecto al otro, se mitigarían a medida que fueran conociéndose, pero no era así. De hecho, la cosa iba a peor cuanto más tiempo pasaba con él… o a mejor, suponía, según cómo se mirase la cosa.

La estaba mirando con sus ojos de color oro oscuro; se preguntó si aquel tono se había intensificado desde su encuentro en Idris con Raziel, el Ángel, a orillas del lago Lyn. Pero no podía preguntárselo a nadie: aunque todo el mundo sabía que Valentine había invocado al Ángel, y que el Ángel había curado a Jace de las heridas que Valentine le había causado, sólo Clary y Jace sabían que Valentine había hecho algo más que simplemente herir a su hijo adoptivo. Había apuñalado a Jace en el corazón como parte de la ceremonia de invocación… lo había apuñalado y sujetado en sus brazos mientras moría. Por deseo de Clary, Raziel había devuelto a Jace de la muerte. La enormidad de todo ello seguía sorprendiendo a Clary y, se imaginaba ella, también a Jace. Habían acordado no contarle jamás a nadie que Jace había muerto, por breve que hubiese sido su muerte. Era su secreto.

Jace le retiró a Clary el pelo de la cara.

—Bromeo —dijo—. No lo haces tan mal. Lo conseguirás. Deberías haber visto las volteretas que daba Alec al principio. Me parece que una vez se dio incluso un buen golpe en la cabeza.

—Seguro que sí —dijo Clary—. Pero por entonces no tendría más de once años. —Lo miró de reojo—. Me imagino que tú siempre has dominado a las mil maravillas estos temas.

—Es que yo ya nací maravilloso. —Le acarició la mejilla con la punta de los dedos, tan levemente que ella se estremeció. Clary no dijo nada; Jace hablaba en broma, pero en cierto sentido era cierto. Jace había nacido para ser lo que ahora era—. ¿Hasta qué hora puedes quedarte esta noche?

Ella le sonrió.

—¿Hemos acabado el entrenamiento?

—Me gustaría pensar que hemos terminado ya la parte obligatoria de la sesión. Aunque me apetecería practicar algunas cosas… —Se disponía a cambiar de posición cuando se abrió la puerta y entró Isabelle, con los altos tacones de sus botas martilleando el suelo de madera.

Al ver a Jace y a Clary tumbados en el suelo, enarcó las cejas.

—Besuqueándoos, por lo que veo. Se suponía que estabais de entrenamiento.

—Nadie ha dicho que pudieras entrar sin llamar, Iz. —Jace no se movió, sino que simplemente giró la cabeza para quedarse mirando a Isabelle con una expresión que era una mezcla de enfado y cariño. Clary, sin embargo, se levantó rápidamente y empezó a alisarse la ropa.

—Esto es la sala de entrenamiento. Es un espacio público. —Isabelle se estaba despojando de uno de sus guantes de terciopelo rojo—. Acabo de comprármelos en Trash and Vaudeville. De rebajas. ¿No los encontráis preciosos? ¿No os gustaría tener un par? —Movió los dedos en dirección a ellos.

—No sé —respondió Jace—. Creo que no pegarían con mi atuendo.

Isabelle le dirigió una mueca.

—¿Os habéis enterado de lo del cazador de sombras que han encontrado muerto en Brooklyn? El cuerpo estaba destrozado, de modo que aún no saben de quién se trata. Me imagino que es allí adonde han ido papá y mamá.

—Sí —dijo Jace, sentándose—. Reunión de la Clave. Me crucé con ellos cuando salían.

—No me has comentado nada —dijo Clary—. ¿Es por eso que has tardado tanto en volver con la cuerda?

Jace asintió.

—Lo siento. No quería asustarte.

—Lo que quiere decir —añadió Isabelle— es que no quería estropear esta atmósfera tan romántica. —Se mordió el labio—. Sólo espero que no se trate de ningún conocido.

—No lo creo. Dejaron el cuerpo en una fábrica abandonada… Llevaba varios días allí. De haberse tratado de algún conocido, nos habríamos percatado de su desaparición. —Jace se recogió el pelo detrás de las orejas. Miraba a Isabelle con cierta impaciencia, pensó Clary, como si le molestase que hubiera sacado aquel tema a relucir. Le habría gustado que se lo hubiese comentado a ella nada más llegar, aunque con ello hubiese echado a perder el ambiente que reinaba entre los dos. Clary era consciente de que gran parte de lo que Jace hacía, gran parte de lo que todos ellos hacían, los ponía con frecuencia en contacto con la realidad de la muerte. Los Lightwood estaban aún, cada uno a su manera, llorando la desaparición de su hijo menor, Max, que había muerto simplemente por estar en el lugar inapropiado en el momento inadecuado. Resultaba extraño. Jace había aceptado sin rechistar su decisión de dejar el Instituto y dedicarse a entrenar, pero evitaba comentar con ella los peligros que comportaba la vida de un cazador de sombras.

—Voy a vestirme —anunció, y se encaminó hacia la puerta que daba acceso al pequeño vestuario adjunto a la sala de entrenamiento. Era muy sencillo: paredes de madera clara, un espejo, una ducha y perchas para la ropa. Junto a la puerta había un banco con un montón de toallas. Clary se duchó rápidamente y se vistió con su ropa de calle: medias, botas altas, una falda vaquera y un jersey nuevo de color rosa. Mirándose al espejo, se dio cuenta de que las medias tenían un agujero y de que su cabello pelirrojo mojado estaba enmarañado. Nunca tendría el aspecto perfecto y acicalado que lucía siempre Isabelle, pero a Jace no parecía importarle.

Cuando regresó a la sala de entrenamiento, Isabelle y Jace habían dejado de hablar sobre cazadores de sombras muertos para pasar a algo que, por lo que se veía, era aún más horripilante a ojos de Jace: que Isabelle saliera con Simon.

—No puedo creerme que te llevara a un restaurante de verdad. —Jace estaba ya de pie, recogiendo las colchonetas y el material de entrenamiento, mientras Isabelle permanecía apoyada a la pared jugando con sus guantes nuevos—. Me imaginaba que su concepto de cita pasaba por tenerte allí mirando cómo juega a World of Warcraft con los idiotas de sus amigos.

—Yo soy una más de entre los idiotas de sus amigos —apuntó Clary—. Gracias.

Jace le sonrió.

—En realidad no era un restaurante. Era más bien un bar. Y servían una sopa de color rosa que quería que probase —dijo Isabelle, pensativa—. Se mostró muy cariñoso.

En aquel momento, Clary se sintió culpable por no haberle contado lo de Maia.

—Me ha dicho que os habíais divertido.

La mirada de Isabelle se trasladó rápidamente hacia ella. Su expresión era especial, como si estuviese ocultando alguna cosa, pero aquel matiz desapareció antes de que Clary pudiera estar del todo segura de haberlo visto.

—¿Has hablado con él?

—Sí, me ha llamado hace un momento. Sólo para ver cómo estaba. —Clary hizo un gesto de indiferencia.

—Entiendo —dijo Isabelle, cuya voz sonaba de pronto enérgica y fría—. Pues sí, como iba diciendo, se mostró muy cariñoso. Aunque tal vez un poco demasiado cariñoso. Puede acabar resultando pesado. —Guardó los guantes en el bolsillo—. De todas maneras, no es nada permanente. No es más que un rollo, por ahora.

El sentido de culpabilidad de Clary se esfumó.

—¿Habéis hablado sobre el tema de no salir con otros?

Isabelle se quedó horrorizada.

—¡Por supuesto que no! —Y a continuación bostezó, estirando los brazos por encima de la cabeza, con gesto felino—. Me voy a la cama. Nos vemos, tortolitos.

Y se marchó, dejando a su paso una calinosa bruma de perfume de jazmín.

Jace miró a Clary. Había empezado a aflojarse las hebillas de su equipo, que se cerraba en las muñecas y en la espalda, formando un escudo protector por encima de sus prendas.

—Supongo que tienes que volver a casa.

Ella asintió de mala gana. Conseguir que su madre accediera a que iniciara su formación como cazadora de sombras había generado de entrada una discusión larga y desagradable. Jocelyn se había mantenido en sus trece, argumentando que se había pasado la vida tratando de mantener a Clary alejada de la cultura de los cazadores de sombras, que consideraba, además de violenta, peligrosa, aislacionista y cruel. Clary le había explicado que la situación había cambiado desde que Jocelyn era joven y que, de todos modos, tenía que aprender a defenderse.

—Espero que no sea sólo por Jace —le había dicho finalmente Jocelyn—. Sé muy bien lo que es estar enamorada. Quieres estar allí donde está tu amor y hacer lo mismo que él hace, pero, Clary…

—Yo no soy tú —había replicado Clary, luchando por controlar su rabia—, los cazadores de sombras no son el Círculo, y Jace no es Valentine.

—Yo no he mencionado a Valentine.

—Pero es lo que estás pensando —había dicho Clary—. Por mucho que Valentine fuera quien criara a Jace, éste no se le parece en nada.

—Espero que así sea —había dicho Jocelyn en voz baja—. Por el bien de todos. —Y al final había cedido, aunque imponiendo algunas reglas.

Clary no viviría en el Instituto, sino con su madre en casa de Luke; Jocelyn recibiría informes semanales por parte de Maryse que le garantizaran que Clary estaba aprendiendo y no solamente, suponía Clary, comiéndose con los ojos a Jace el día entero, o haciendo lo que fuera que preocupara tanto a su madre. Y Clary no pasaría las noches en el Instituto, nunca jamás.

—Nada de dormir en casa del novio —había declarado con firmeza Jocelyn—. Y me da lo mismo que esa casa sea el Instituto. Ni hablar.

«Novio». Seguía sorprendiéndole la mención de esa palabra. Durante mucho tiempo le había parecido completamente imposible que Jace pudiera llegar a ser su novio, que pudieran ser otra cosa que no fuera hermano y hermana, y enfrentarse a eso había resultado duro y terrible. No volver a verse más, habían decidido, habría sido mejor que aquello, y habría sido como morir. Pero después, por obra y gracia de un milagro, habían quedado libres. Habían transcurrido ya seis semanas y Clary no se había cansado aún de aquella palabra.

—Tengo que volver a casa —dijo—. Son casi las once y mi madre se pone histérica si sigo aquí pasadas las diez.

—De acuerdo. —Jace depositó en la bancada su equipo, o mejor dicho, la parte superior del mismo. Debajo llevaba una camiseta fina y Clary vislumbró las Marcas, como tinta difuminada bajo un papel mojado—. Te acompañaré hasta la puerta.

Atravesaron el silencioso Instituto. En aquel momento no había hospedado en el edificio ningún cazador de sombras procedente de otra ciudad, y con Hodge y Max desaparecidos para siempre, y Alec de viaje con Magnus, Clary tenía la sensación de que los Lightwood que quedaban allí eran como los ocupantes de un hotel prácticamente vacío. Le gustaría que los demás miembros del Cónclave frecuentaran más a menudo el lugar, pero se imaginaba que en aquellos momentos preferían concederles un poco de tiempo a los Lightwood. Tiempo para recordar a Max, y tiempo para olvidar.

—¿Has tenido últimamente noticias de Alec y de Magnus? —preguntó—. ¿Se lo están pasando bien?

—Eso parece. —Jace sacó su teléfono móvil del bolsillo y se lo pasó a Clary—. Alec no para de enviarme fotos pesadas. Con comentarios del tipo: «Ojalá estuvieras aquí… pero no lo digo en serio».

—No te lo tomes a mal. Se supone que tienen que ser unas vacaciones románticas. —Fue pasando las fotografías guardadas en el teléfono de Jace sin parar de reír. Alec y Magnus delante de la Torre Eiffel, Alec con tejanos, como siempre, y Magnus con un jersey de rayas marineras, pantalones de cuero y la típica boina. En Florencia, en los jardines de Boboli, Alec de nuevo con sus tejanos y Magnus con una capa veneciana que le quedaba enorme y sombrero de gondolero en la cabeza. Parecía el Fantasma de la Ópera. Delante del Prado, Magnus con una brillante chaqueta torera y botas de plataforma, con Alec en el fondo dándole de comer tranquilamente a una paloma.

—Te lo quito antes de que llegues a la parte de la India —dijo Jace, recuperando el teléfono—. Magnus envuelto en un sari. Hay cosas inolvidables.

Clary rio con ganas. Habían llegado al ascensor, que abrió su estrepitosa puerta de reja después de que Jace pulsara el botón. Clary entró, con Jace pisándole los talones. En el instante en que el ascensor empezó a bajar —Clary pensaba que jamás se acostumbraría al estremecedor bandazo que acompañaba el inicio del descenso—, Jace se acercó a Clary en la penumbra y la atrajo hacia él. Ella le acarició el torso, palpando la dura musculatura que ocultaba la camiseta, y el latido del corazón de Jace por debajo. El brillo de sus ojos destacaba a pesar de la tenue luz.

—Siento no poder quedarme —murmuró.

—No lo sientas. —El matiz quebrado de su voz la tomó por sorpresa—. Jocelyn no quiere que seas como yo. Y la comprendo.

—Jace —dijo ella, perpleja por la amargura de su voz—, ¿estás bien?

Pero en lugar de responderle, la besó, atrayéndola hacia él. La empujó contra la pared del ascensor, con el metal del frío espejo pegándose a la espalda de ella, las manos de él rodeándole la cintura, buscando debajo del jersey. A ella le encantaba cómo la abrazaba. Con delicadeza, pero nunca con un exceso de suavidad que le hiciera sentir que controlaba la situación más que ella. Ninguno de los dos era capaz de controlar sus sentimientos, y a Clary le gustaba eso, le gustaba sentir el corazón de Jace palpitando con fuerza junto al suyo, le gustaba cómo murmuraba él pegado a su boca cuando ella le devolvía sus besos.

El ascensor se detuvo con un traqueteo y a continuación la puerta se abrió. Clary contempló la nave vacía de la catedral, la luz trémula de una hilera de candelabros que recorría el pasillo central. Se abrazó a Jace, contenta de que la escasa luz del ascensor le impidiera ver su cara ardiente reflejada en el espejo.

—Tal vez podría quedarme —susurró—. Sólo un poquito más.

Él no dijo nada. Clary notó la tensión en su cuerpo y también se tensó. Pero era algo más que la pura presión del deseo. Jace estaba temblando, su cuerpo entero se estremecía cuando enterró la cara en el hueco de su cuello.

—Jace —dijo ella.

Entonces él la soltó, de repente, y dio un paso atrás. Tenía las mejillas encendidas, los ojos enfebrecidos.

—No —dijo él—. No quiero darle a tu madre un motivo más para que me odie. Ya es bastante con que me considere casi la reencarnación de mi padre…

Se interrumpió antes de que Clary pudiera decirle: «Valentine no era tu padre». Jace se cuidaba habitualmente mucho de referirse a Valentine Morgenstern por su nombre, y si alguna vez mencionaba a Valentine, nunca lo hacía como «mi padre». Era un tema que no solían tocar y Clary nunca había reconocido ante Jace que lo que le preocupaba a su madre era que en el fondo fuera igual que Valentine, pues sabía que sólo sugerírselo le haría mucho daño. Clary hacía todo lo posible para mantenerlos separados.

Se alejó de ella antes de que pudiera impedírselo y abrió la puerta del ascensor.

—Te quiero, Clary —dijo sin mirarla. Tenía la vista fija en la iglesia, en las hileras de velas encendidas, su brillo dorado reflejado en sus ojos—. Más de lo que nunca… —Se interrumpió—. Dios. Más de lo que probablemente debería. Lo sabes, ¿verdad?

Clary salió del ascensor y se situó delante de Jace. Deseaba decirle miles de cosas, pero él ya había apartado la vista y pulsado el botón que devolvería el ascensor a las plantas del Instituto. Empezó a protestar, pero el ascensor se movía ya después de que las puertas se cerraran con su característico estrépito. Clary se quedó mirándolas por un instante; en su superficie había una imagen del Ángel, con las alas extendidas y los ojos mirando hacia arriba. El Ángel estaba pintado por todas partes.

La voz de Clary resonó en el espacio vacío.

—Yo también te quiero —dijo.