19

EL INFIERNO SE SIENTE SATISFECHO

El inimaginable brillo impreso en el dorso de los párpados de Clary se convirtió en oscuridad. Una oscuridad sorprendentemente prolongada que dio paso, muy poco a poco, a una luz grisácea intermitente, manchada de sombras. Había algo duro y frío presionándole la espalda y le dolía todo el cuerpo. Oía voces murmurando por encima de ella, que le provocaban punzadas de dolor en la cabeza. Alguien le tocó el cuello con delicadeza y acto seguido retiró la mano. Respiró hondo.

Sentía punzadas por todos lados. Entreabrió los ojos y miró a su alrededor, intentando no moverse demasiado. Estaba tendida sobre las duras baldosas del jardín de la terraza; una de las piedras se le clavaba en la espalda. Había caído al suelo en el momento de la desaparición de Lilith y estaba llena de cortes y magulladuras, descalza, las rodillas ensangrentadas y el vestido rasgado por donde Lilith la había cortado con el látigo mágico; la sangre brotaba entre los desgarrones de su vestido de seda.

Simon estaba arrodillado a su lado, con el rostro ansioso. La Marca de Caín destacaba todavía en su frente con un resplandor blanquecino.

—El pulso es regular —estaba diciendo—, pero vamos. Se supone que tienes un montón de runas de curación. Algo podrás hacer por ella…

—No sin una estela. —La voz era la de Jace, baja y tensa, reprimiendo su angustia. Estaba arrodillado delante de Simon, al otro lado, con el rostro oculto por las sombras—. ¿Puedes bajarla en brazos? Si pudiéramos llevarla al Instituto…

—¿Quieres que yo la lleve? —preguntó Simon sorprendido; Clary no lo culpó por ello.

—Dudo que quiera tocarme. —Jace se levantó, como si no soportara permanecer ni un segundo en el mismo sitio—. Si tú pudieras…

Se le quebró la voz y se volvió para mirar el lugar donde había estado Lilith hasta hacía tan sólo un instante: unas losas desnudas, plateadas ahora y con algunas moléculas de sal. Clary oyó un suspiro de Simon —un sonido intencionado—, que se inclinó sobre ella, cogiéndola en brazos.

Abrió los ojos el resto del camino, y sus miradas se encontraron. Aunque Clary sabía que Simon se había dado cuenta de que estaba consciente, ninguno de los dos dijo nada. A Clary se le hacía difícil mirarlo, observar aquel rostro familiar con la Marca que ella le había dado brillando como una estrella blanca más arriba de sus ojos. Por un momento, se quedaron mirándose.

Sabía, al darle la Marca de Caín, que estaba haciendo algo descomunal, algo aterrador y colosal cuyo resultado era prácticamente impredecible. Y volvería a hacerlo, para salvarle la vida. Pero aun así, cuando lo vio con la Marca ardiendo como un rayo blanco mientras Lilith —un demonio mayor tan antiguo como la especie humana— se chamuscaba hasta quedar convertida en sal, había pensado: «¿Qué he hecho?».

—Estoy bien —dijo. Se apuntaló sobre los codos, que le dolían terriblemente. En algún momento debía de haber caído al suelo sobre ellos y se había levantado la piel—. Puedo caminar sin ningún problema.

Al oír su voz, Jace se volvió. Verlo de aquella manera le partió el corazón. Estaba tremendamente magullado y ensangrentado, una herida le recorría la mejilla en toda su longitud, el labio inferior estaba hinchado y tenía una docena de desgarrones ensangrentados en la ropa. No estaba acostumbrada a verlo tan maltrecho aunque, claro estaba, si no tenía una estela para curarla a ella, quería decir que tampoco la tenía para curarse a sí mismo.

La expresión de Jace era completamente vacía. Incluso Clary, acostumbrada a leer su cara como si leyera las páginas de un libro, era incapaz de interpretar nada. La mirada de Jace descendió hacia su cuello, donde ella sentía aún un dolor punzante, la sangre secándose en el punto donde le había hecho un corte con el cuchillo. La ausencia de expresión se vino abajo, pero Jace volvió la cabeza antes de que ella pudiera observar el cambio en su rostro.

Desdeñando la oferta de Simon de una mano que pudiera ayudarla, intentó ponerse en pie. Un dolor punzante le atravesó el tobillo; gritó, y a continuación se mordió el labio. Los cazadores de sombras no gritaban de dolor. Lo soportaban estoicamente, se recordó. Nada de gimoteos.

—Es el tobillo —dijo—. Creo que me lo he torcido, o roto.

Jace miró a Simon.

—Llévala en brazos —dijo—. Como te he dicho.

Ésta vez, Simon no esperó la respuesta de Clary; deslizó un brazo por debajo de sus rodillas y le rodeó los hombros con el otro brazo. La levantó y Clary enlazó las manos por detrás de su cuello y se sujetó con fuerza. Jace echó a andar hacia la cúpula y las puertas de acceso al interior del edificio. Simon lo siguió, transportando a Clary como si fuese una pieza de frágil porcelana. Clary casi había olvidado lo fuerte que era desde que se había convertido en vampiro. Ya no olía como él, pensó con cierta melancolía… aquel olor a Simon, a jabón y loción para después del afeitado barata (que no necesitaba en realidad) y a su chicle de canela favorito. El pelo seguía oliendo a su champú, pero por lo demás era como si careciera por completo de olor, y su piel resultaba fría al tacto. Se presionó más contra él, ansiando un poco de calor corporal. Tenía las puntas de los dedos azuladas y el cuerpo entumecido.

Jace, por delante de ellos, abrió las dobles puertas de cristal dándoles un golpe con el hombro. Y entraron en el edificio, donde la temperatura ambiente era algo más elevada. Resultaba extraño, pensó Clary, estar en brazos de alguien cuyo pecho no se movía para respirar. Simon tenía aún una electricidad rara, un remanente de la luz brutalmente brillante que había envuelto la terraza en el momento de la destrucción de Lilith. Deseaba preguntarle cómo se sentía, pero el silencio de Jace resultaba tan devastadoramente absoluto que le daba miedo romperlo.

Fue a pulsar el botón del ascensor, pero antes de que lo rozara con el dedo, las puertas se abrieron solas e irrumpió ante ellos Isabelle, con su látigo de plata y oro arrastrándose tras ella como la cola de un cometa. La seguía Alec, pegado a sus talones; al ver a Jace, a Clary y a Simon, Isabelle derrapó hasta detenerse y Alec estuvo a punto de chocar contra ella. En otras circunstancias, la escena casi habría resultado graciosa.

—Pero… —jadeó Isabelle. Tenía cortes y estaba ensangrentada, su precioso vestido rojo hecho jirones a la altura de las rodillas, su cabello negro desprendido de su recogido, mechones sucios de sangre. Alec parecía haber salido sólo ligeramente más airoso; una manga de la chaqueta estaba completamente rasgada, aunque no se veía ninguna herida debajo—. ¿Qué hacéis aquí?

Jace, Clary y Simon se quedaron mirándola sin entender nada, demasiado traumatizados como para poder responder. Al final, fue Jace quien dijo secamente:

—Podríamos preguntaros lo mismo.

—Yo no… Creíamos que Clary y tú estabais en la fiesta —dijo Isabelle. Clary no había visto nunca a Isabelle tan poco dueña de sí misma—. Estábamos buscando a Simon.

Clary notó que el pecho de Simon se levantaba, un acto reflejo que emulaba un jadeo de sorpresa humano.

—¿Estabais?

Isabelle se ruborizó.

—Yo…

—¿Jace? —Era Alec, en tono imperante. Había lanzado a Clary y a Simon una mirada de asombro, pero volcó en seguida, como siempre, su atención a Jace. Tal vez ya no estuviera enamorado de Jace, si es que lo había estado en realidad alguna vez, pero seguían siendo parabatai y era en Jace en quien siempre pensaba en el transcurso de cualquier batalla—. ¿Qué haces aquí? Y, por el Ángel, ¿qué te ha pasado?

Jace miraba a Alec casi como si no lo conociera. Parecía inmerso en una pesadilla, inspeccionando un paisaje nuevo, pero no porque le resultase sorprendente o dramático, sino preparándose para afrontar los horrores que pudiera revelarle.

—La estela —dijo por fin, con la voz quebrada—. ¿Tienes tu estela?

Alec buscó en su cinturón, perplejo.

—Por supuesto. —Le pasó la estela a Jace—. Si necesitas un iratze

—No es para mí —dijo Jace, manteniendo aún su extraña voz rota—. Es para ella. —Señaló a Clary—. Lo necesita más que yo. —Sus ojos se encontraron con los de Alec, oro y azul—. Por favor, Alec —dijo, desapareciendo la aspereza de su voz con la misma rapidez con que había surgido—. Ayúdala tú por mí.

Dio media vuelta y echó a andar hacia el otro extremo de la estancia, donde se abrían las puertas de cristal. Se quedó allí, mirando a través de ellas, Clary no sabía muy bien si contemplando el jardín exterior o su propio reflejo.

Alec corrió detrás de Jace un momento, pero después regresó con Clary y Simon, estela en mano. Le indicó a Simon que depositara a Clary en el suelo, y lo hizo con delicadeza, apoyándole la espalda en la pared. Se apartó un poco para que Alec pudiera arrodillarse a su lado. Clary se fijó en la expresión confusa de Alec y en su mirada de sorpresa al ver la gravedad de los cortes que atravesaban su brazo y su abdomen.

—¿Quién te ha hecho esto?

—Yo… —Clary miró impotente en dirección a Jace, que seguía de espaldas a ellos. Veía su reflejo en las puertas de cristal, su cara era una mancha blanca, oscurecida aquí y allá por hematomas. La parte delantera de su camisa estaba manchada de sangre—. Es difícil de explicar.

—¿Por qué no nos convocasteis? —preguntó Isabelle; su voz daba a entender que se había sentido traicionada—. ¿Por qué no nos dijiste que veníais aquí? ¿Por qué no enviaste un mensaje de fuego o cualquier otra cosa? Sabes que habríamos venido si nos necesitabais.

—No había tiempo —dijo Simon—. Y no sabía que Clary y Jace iban a estar aquí. Creía que iba a ser el único. No me pareció correcto meteros en mis problemas.

—¿Meternos en tus problemas? —resopló Isabelle—. Tú… —empezó a decir, y después, sorprendiendo a todo el mundo, incluso a sí misma, se abalanzó sobre Simon, pasándole los brazos alrededor del cuello.

Simon se tambaleó hacia atrás, el ataque lo pilló por sorpresa, pero se recuperó en seguida. La abrazó también, enganchándose casi con el látigo colgante, y la atrajo hacia él con fuerza, colocando la cabeza oscura de ella justo por debajo de la barbilla de él. Clary no estaba segura del todo —Isabelle hablaba muy flojito—, pero le dio la impresión de que estaba maldiciendo a Simon por lo bajo.

Alec levantó las cejas, pero no hizo ningún comentario cuando se inclinó sobre Clary, tapándole con ello la escena de Isabelle y Simon. Acercó la estela a su piel y ella dio un salto por la punzada de dolor.

—Ya sé que duele —dijo Alec en voz baja—. Me parece que te has dado un golpe en la cabeza. Magnus tendría que echarte un vistazo. ¿Y Jace? ¿Está muy malherido?

—No lo sé. —Clary negó con la cabeza—. No deja que me acerque a él.

Alec la cogió por la barbilla y le movió la cabeza hacia uno y otro lado. Dibujó a continuación una segunda iratze en el lateral de su cuello, justo por debajo de la mandíbula.

—¿Qué ha hecho que considera tan terrible?

Ella abrió mucho los ojos y se quedó mirándolo.

—¿Qué te hace pensar que ha hecho alguna cosa?

Alec le soltó la barbilla.

—Lo conozco. Y conozco su forma de castigarse a sí mismo. No dejar que te acerques a él es un castigo para él, no para ti.

—No quiere que me acerque a él —dijo Clary, captando la rebeldía de su propia voz y odiándose por ser tan mezquina.

—Lo único que quiere eres tú —dijo Alec, en un tono de voz sorprendentemente gentil, y se sentó en cuclillas, apartándose el oscuro pelo de los ojos. Últimamente estaba distinto, pensó Clary, tenía una seguridad en sí mismo que no poseía cuando lo conoció, algo que le permitía ser generoso con los demás como nunca lo había sido ni consigo mismo—. Pero ¿por qué estáis aquí? Ni siquiera nos dimos cuenta de que os habíais marchado de la fiesta con Simon…

—No se fueron conmigo —dijo Simon. Isabelle y él se habían separado, pero seguían cerca el uno del otro, juntos—. Vine solo. Bueno, no exactamente solo. Fui… convocado.

Clary asintió.

—Es verdad. No nos fuimos de la fiesta con él. Cuando Jace me trajo aquí, no tenía ni idea de que Simon iba a estar también.

—¿Que Jace te trajo aquí? —dijo Isabelle, pasmada—. Jace, si sabías lo de Lilith y la iglesia de Talto, deberías haberlo dicho.

Jace seguía mirando a través de las puertas.

—Supongo que se me pasó por alto —dijo sin alterarse.

Clary movió la cabeza de un lado a otro mientras Alec e Isabelle miraban a su hermano adoptivo primero, y a ella a continuación, como si buscaran una explicación del comportamiento de Jace.

—No fue en realidad Jace —dijo ella por fin—. Estaba… siendo controlado. Por Lilith.

—¿Posesión? —Isabelle abrió los ojos de par en par, sorprendida. En un acto reflejo, su mano se tensó en torno a su látigo.

Jace se volvió en aquel momento. Lentamente, extendió el brazo y abrió su maltrecha camisa para que pudieran ver la horrible runa de la posesión y el corte ensangrentado que la atravesaba.

—Esto —dijo, manteniendo su tono de voz inexpresivo— es la marca de Lilith. Así es como me controlaba.

Alec movió la cabeza; estaba muy trastornado.

—Jace, normalmente, la única forma que existe para cortar una relación demoníaca es matando al demonio que ejerce el control. Lilith es uno de los demonios más poderosos que ha existido nunca…

—Está muerta —dijo Clary de repente—. Simon la mató. O supongo que podría decirse que la mató la Marca de Caín.

Todos se quedaron mirando a Simon.

—¿Y vosotros dos? ¿Cómo acabasteis aquí? —preguntó él, poniéndose a la defensiva.

—Buscándote —respondió Isabelle—. Encontramos la tarjeta de visita que debió de darte Lilith. En tu apartamento. Jordan nos dejó entrar. Está con Maia, abajo. —Se estremeció—. Lilith ha hecho unas cosas… no te lo creerías… horripilantes.

Alec levantó las manos.

—Un poco de tranquilidad. Vamos a explicar primero lo que nos ha pasado a nosotros y después, Simon y Clary, explicad vosotros lo que os ha pasado.

La explicación llevó menos tiempo de lo que Clary pensaba, con Isabelle tomando la palabra en su mayor parte y acompañando su discurso con amplios gestos que amenazaron, en alguna que otra ocasión, con cortar con su látigo las extremidades libres de protección de sus amigos. Alec aprovechó la oportunidad para salir a la terraza y enviar un mensaje de fuego a la Clave, comunicando su paradero y solicitando refuerzos. Jace se hizo a un lado sin decir palabra, dejándolo solo, y también cuando entró de nuevo. Tampoco dijo nada cuando Clary y Simon explicaron lo sucedido en la terraza, ni siquiera cuando llegaron a la parte en que Clary mencionó que Raziel había resucitado a Jace en Idris. Fue Izzy quien finalmente interrumpió a Clary cuando ésta empezaba a explicar que Lilith era la «madre» de Sebastian y conservaba su cuerpo en una urna de cristal.

—¿Sebastian? —Isabelle azotó el suelo con su látigo, con tanta fuerza que abrió una grieta en el mármol—. ¿Que Sebastian está ahí fuera? ¿Y que no está muerto? —Se volvió hacia Jace, que estaba apoyado en las puertas de cristal, cruzado de brazos, inexpresivo—. Yo lo vi morir. Vi a Jace partirle la espalda por la mitad, y lo vi caer al río. ¿Y ahora me dices que está vivo ahí fuera?

—No —dijo Simon, apresurándose a tranquilizarla—. Su cuerpo está allí, pero no está vivo. Lilith no consiguió completar la ceremonia. —Simon le puso una mano en el hombro, pero ella se la retiró. Se había quedado blanca como un muerto, con dos puntos rojos ardiendo en sus mejillas.

—Que no esté del todo vivo no es suficientemente muerto para mí —dijo Isabelle—. Voy a salir para cortarlo en mil pedazos. —Se volvió en dirección a las puertas.

—¡Iz! —Simon le puso la mano en el hombro—. Izzy, no.

—¿No? —Lo miró con incredulidad—. Dame un motivo por el que no debería cortarlo hasta convertirlo en confeti de papelitos en los que haya escrito «cabrón inútil».

La mirada de Simon recorrió la estancia, posándose por un instante en Jace, como si esperara que interviniera para añadir un comentario. Pero no lo hizo, ni siquiera se movió. Al final, Simon dijo:

—Mira, entiendes el ritual, ¿no es eso? El hecho de que Jace fuera devuelto de la muerte, dio a Lilith poder para resucitar a Sebastian. Pero para hacerlo, necesitaba a Jace aquí y con vida, a modo de… ¿cómo lo llamó?

—A modo de contrapeso —intervino Clary.

—Ésa marca que tiene Jace en el pecho, la marca de Lilith… —Con un gesto aparentemente inconsciente, Simon se tocó el pecho, a la altura del corazón—. Pues Sebastian también la tiene. Las vi destellar las dos a la vez cuando Jace entró en el círculo.

Isabelle, agitando nerviosamente su látigo en su flanco, mordiéndose con sus dientes el rojo labio inferior, dijo con impaciencia:

—¿Y?

—Pues que creo que estaba estableciendo un vínculo entre ellos —dijo Simon—. Si Jace moría, Sebastian no podría vivir. De modo que si hicieras pedacitos a Sebastian…

—Podría hacerle daño a Jace —dijo Clary; sus palabras surgieron solas en el momento en que cayó en la cuenta—. Oh, Dios mío. Oh, Izzy, no puedes hacerlo.

—¿Y tenemos que dejar que viva? —dijo Isabelle con incredulidad.

—Hazlo picadillo, si te apetece —dijo Jace—. Tienes mi permiso.

—Cállate —dijo Alec—. Deja de comportarte como si tu vida no te importara en lo más mínimo. Iz, ¿acaso no has escuchado nada? Sebastian no está vivo.

—Pero tampoco está muerto. No lo suficiente muerto.

—Necesitamos a la Clave —dijo Alec—. Necesitamos entregarlo a los Hermanos Silenciosos. Ellos pueden cortar su conexión con Jace, y después de esto derrama toda la sangre que te venga en gana, Iz. Es hijo de Valentine. Y es un asesino. Todo el mundo perdió a alguien en la batalla de Alacante, o conoce a alguien que lo perdió. ¿Crees que se mostrarán benévolos con él? Lo harán pedacitos lentamente mientras siga con vida.

Isabelle se quedó mirando a su hermano. Muy poco a poco, se le llenaron los ojos de lágrimas, que empezaron a resbalar por sus mejillas, veteando la suciedad y la sangre que cubría su piel.

—Lo odio —dijo—. Odio cuando tienes razón.

Alec atrajo a su hermana hacia él y le estampó un beso en la frente.

—Lo sé.

Isabelle le apretujó la mano a su hermano y lo soltó en seguida.

—De acuerdo —dijo—. No tocaré a Sebastian. Pero no soporto estar tan cerca de él. —Miró en dirección a las puertas de cristal, donde aún seguía Jace—. Vamos abajo. Esperaremos a la Clave en el vestíbulo. Y tenemos que ir a buscar a Maia y a Jordan; seguramente estarán preguntándose dónde nos hemos metido.

Simon tosió para aclararse la garganta.

—Alguien debería quedarse aquí para vigilar… vigilar las cosas. Ya me quedo yo.

—No —dijo Jace—. Tú baja. Me quedo yo. Todo ha sido por mi culpa. Debería haberme asegurado de que Sebastian estaba muerto cuando tuve la oportunidad de hacerlo. Y por lo que al resto se refiere…

Su voz se fue apagando. Pero Clary lo recordó acariciándole la cara en un oscuro pasillo del Instituto, lo recordó susurrando: «Mea culpa, mea culpa, mea maxima culpa».

«Por mi culpa, por mi culpa, por mi grandísima culpa».

Se volvió de cara a los demás; Isabelle había llamado ya el ascensor, el botón estaba iluminado. Clary oía el zumbido lejano del ascensor, que subía. Isabelle arrugó la frente.

—Alec, quizá deberías quedarte aquí arriba con Jace.

—No necesito ayuda —dijo Jace—. No hay nada que hacer. No me pasará nada.

Isabelle levantó las manos cuando el ascensor anunció su llegada con un ping.

—De acuerdo. Tú ganas. Quédate de morros aquí arriba solo, si eso es lo que quieres. —Entró en el ascensor, Simon y Alec la siguieron. Clary fue la última en subir, volviéndose para mirar a Jace. De nuevo estaba mirando a través de las puertas, pero lo vio reflejado en ellas. Su boca era una línea exangüe, sus ojos oscuros.

«Jace», pensó cuando las puertas del ascensor empezaron a cerrarse. Deseaba que se volviera, que la mirara. No lo hizo, pero sintió de repente unas manos fuertes sobre sus hombros, empujándola hacia adelante. Oyó a Isabelle que decía: «Alec, ¿qué demonios haces…?» en el momento en que ella tropezaba cruzando de nuevo las puertas del ascensor y se volvía para mirar. Las puertas estaban cerrándose a sus espaldas, pero a través de ellas pudo ver a Alec. Estaba lanzándole una media sonrisita y hacía un gesto de indiferencia, como queriendo decir: «¿Qué otra cosa podía yo hacer?». Clary avanzó, pero ya era demasiado tarde; las puertas del ascensor se habían cerrado.

Y estaba sola en la habitación con Jace.

La habitación estaba repleta de cadáveres, figuras encogidas vestidas con chándal gris con capucha, lanzadas, aplastadas o derrumbadas contra la pared. Maia estaba junto a la ventana, respirando con dificultad, mirando con incredulidad la escena que se desplegaba delante de ella. Había tomado parte en la batalla del bosque Brocelind en Idris, y entonces creyó que aquello sería lo más terrible que vería en su vida. Pero esto era peor. La sangre que brotaba de los seguidores del culto muertos no era icor de demonio; era sangre humana. Y los bebés… silenciosos y muertos en sus cunas, con sus manitas en forma de garra dobladas la una encima de la otra, como muñecos…

Se miró las manos. Tenía aún las garras extendidas, manchadas de sangre desde la punta hasta la raíz; las replegó, y la sangre resbaló por sus palmas, manchándole las muñecas. Iba descalza y tenía los pies sucios de sangre, y en el hombro tenía un largo corte, rezumando aún líquido rojo, aunque ya había empezado a cicatrizar. A pesar de la rápida curación que proporcionaba la licantropía, sabía que a la mañana siguiente se levantaría llena de moratones. En los seres lobo, los moratones rara vez duraban más de un día. Recordó cuando era humana y su hermano Daniel era un experto en pellizcarle con fiereza en lugares donde los moratones quedaban ocultos.

—Maia. —Jordan acababa de entrar por una de las puertas inacabadas, apartando un montón de cables que colgaban por delante. Se enderezó y se acercó a ella, abriéndose camino entre los cadáveres—. ¿Te encuentras bien?

La mirada de preocupación de Jordan le provocó a Maia un nudo en el estómago.

—¿Dónde están Isabelle y Alec?

Jordan movió la cabeza de lado a lado. Había sufrido daños menos visibles que los de ella. Su gruesa cazadora de cuero lo había protegido, igual que los vaqueros y las botas. Tenía un arañazo en la mejilla, sangre seca en su pelo castaño claro y manchando también el cuchillo que llevaba en la mano.

—He buscado por toda la planta. No los he visto. En las otras habitaciones hay un par de cuerpos más. Deben de haber…

La noche se iluminó como un cuchillo serafín. Las ventanas se quedaron blancas y una luz brillante inundó la habitación. Por un instante, Maia pensó que el mundo ardía en llamas, y le dio la impresión de que Jordan, que estaba avanzando hacia ella entre la luz, casi desaparecía, blanco sobre blanco, en un reluciente campo de plata. Se oyó gritar, y retrocedió a ciegas, golpeándose la cabeza contra el cristal de la ventana. Se tapó los ojos con las manos…

Y la luz se esfumó. Maia bajó las manos; el mundo daba vueltas a su alrededor. Palpó a tientas y encontró a Jordan. Lo abrazó… Se abalanzó sobre él, como solía hacer cuando él iba a buscarla a su casa y la cogía en brazos, enredando los dedos entre los rizos de su cabeza.

Entonces era más delgado, sus hombros más estrechos. Sus huesos estaban ahora recubiertos de músculo y abrazarlo era como abrazar algo absolutamente sólido, una columna de granito en medio de una tormenta de arena en el desierto. Se aferró a él, y escuchó el latido de su corazón bajo su oído mientras él le acariciaba el cabello, una caricia ruda y tranquilizadora a la vez, reconfortante y… familiar.

—Maia… No pasa nada…

Ella levantó la cabeza y acercó la boca a la de él. Jordan había cambiado en muchos sentidos, pero la sensación de besarlo era la misma, su boca tan cálida como siempre. Él se quedó rígido por un segundo, sorprendido, y a continuación la atrajo hacia sí, mientras sus manos trazaban lentos círculos en la espalda desnuda de ella. Maia recordó su primer beso. Ella le había dado sus pendientes para que él los guardara en la guantera del coche, y la mano de Jordan había temblado de tal modo que los pendientes le habían caído y había empezado a disculparse y a disculparse sin parar, hasta que ella le había dado un beso para acallarlo. Aquél día pensó que era el chico más dulce que había conocido en su vida.

Y después, mordieron a Jordan y todo cambió.

Se apartó, mareada y respirando con dificultad. Él la soltó al instante y se quedó mirándola, boquiabierto, aturdido. Detrás de él, a través de la ventana, Maia veía la ciudad; casi esperaba encontrarla arrasada, un desierto blanco y devastado al otro lado de la ventana, pero todo estaba exactamente igual. No había cambiado nada. Las luces parpadeaban en los edificios de la otra acera, se oía el débil sonido del tráfico.

—Deberíamos marcharnos —dijo—. Deberíamos ir a buscar a los demás.

—Maia —dijo él—. ¿Por qué acabas de besarme?

—No lo sé —respondió ella—. ¿Crees que deberíamos mirar en los ascensores?

—Maia…

—No lo sé, Jordan —dijo Maia—. No sé por qué te he besado, y no sé si volveré a hacerlo, pero lo que sí sé es que estoy asustada y preocupada por mis amigos y que quiero salir de aquí. ¿Entendido?

Jordan asintió. Daba la impresión de que tenía un millón de cosas que decir, pero decidió no decirlas y Maia se sintió agradecida. Se pasó la mano por su alborotado pelo, manchado de yeso blanco, y dijo:

—Entendido.

Silencio. Jace continuaba apoyado en la puerta, sólo que ahora tenía la frente presionando el cristal, los ojos cerrados. Clary se preguntó si se habría dado cuenta de que estaba allí con él. Avanzó un paso, pero antes de que le diera tiempo a decir algo, él empujó las puertas y salió al jardín.

Se quedó quieta un momento, mirándolo. Podía llamar el ascensor, claro está, bajar, esperar a la Clave en el vestíbulo junto con los demás. Si Jace no quería hablar, era que no quería hablar. No podía obligarlo a hacerlo. Si Alec estaba en lo cierto, y lo que estaba haciendo era castigarse, tendría que esperar hasta que lo superara.

Se volvió hacia el ascensor y se detuvo. Una llamita de rabia se encendió en su interior, le ardían los ojos. «No», pensó. No tenía que permitirle que se comportara así. Tal vez podía comportarse con los demás de aquella manera, pero con ella no. Le debía una conducta mejor. Se debían los dos un comportamiento mejor.

Dio media vuelta y se encaminó hacia las puertas. El tobillo seguía doliéndole, pero las iratzes que Alec le había puesto empezaban a funcionar. El dolor de su cuerpo se había apagado hasta convertirse en un malestar amortiguado y latente. Llegó a las puertas y empujó para abrirlas. Salió a la terraza e hizo una mueca de disgusto cuando sus pies descalzos entraron en contacto con las gélidas baldosas.

En seguida vio a Jace; estaba arrodillado cerca de los peldaños, sobre las baldosas manchadas de sangre e icor y que relucían por la sal depositada en ellas. Se levantó cuando ella se aproximó y se volvió, con algo brillante colgando de su mano.

El anillo de los Morgenstern, en su cadena.

Se había levantado el viento y azotaba su pelo dorado oscuro contra su rostro. Lo retiró con impaciencia y dijo:

—Acabo de acordarme de que nos habíamos dejado esto aquí.

Su voz sonó sorprendentemente normal.

—¿Y por eso querías quedarte? —le preguntó Clary—. ¿Para recuperarlo?

Giró la mano, y la cadena giró con ella, sus dedos cerrándose sobre el anillo.

—Estoy unido a él. Es una estupidez, lo sé.

—Podrías haberlo dicho, o Alec podría haberse quedado…

—Mi lugar no está con el resto de vosotros —dijo de repente—. Después de lo que hice, no merezco iratzes, ni curaciones, ni abrazos, ni consuelo, ni nada de lo que mis amigos piensen que necesito. Mejor quedarme aquí arriba con él. —Movió la barbilla en dirección al lugar donde el cuerpo inmóvil de Sebastian yacía en el interior del ataúd abierto, sobre su pedestal de piedra—. Y de lo que más seguro estoy es de que no te merezco.

Clary se cruzó de brazos.

—¿Te has parado a pensar lo que yo me merezco? ¿Que tal vez me merezco una oportunidad de poder hablar contigo sobre todo lo que ha pasado?

Se quedó mirándola. Estaban apenas a un metro el uno del otro, pero era como si entre ellos se hubiera abierto una distancia inefable.

—No sé por qué quieres siquiera mirarme, y mucho menos hablar conmigo.

—Jace —dijo Clary—. Ésas cosas que hiciste… no eras tú.

Él dudó. El cielo era tan negro, las ventanas iluminadas de los rascacielos cercanos tan brillantes, que era como si se encontraran en medio de una red de joyas relucientes.

—Si no era yo —dijo—, entonces ¿por qué soy capaz de recordar todo lo que hice? Cuando una persona está poseída, y se recupera, no recuerda lo qué hizo cuando el demonio habitaba en ella. Pero yo lo recuerdo todo. —Dio media vuelta y echó a andar hacia la pared del jardín de la terraza. Clary lo siguió, aliviada por la distancia interpuesta entre ellos y el cuerpo de Sebastian, escondido ahora de la vista por una hilera de setos.

—¡Jace! —gritó, y él se volvió, dando la espalda al muro, derrumbándose contra él. Detrás, la electricidad de toda una ciudad iluminaba la noche como las torres del demonio de Alacante—. Recuerdas porque ella quería que lo recordaras —dijo Clary, llegando a donde se había quedado él, jadeante—. Lo hizo para torturarte igual que consiguió que Simon hiciera lo que ella quería. Quería que vieses cómo hacías daño a tus seres queridos.

—Lo veía —dijo en voz baja—. Era como si una parte de mí estuviera a cierta distancia, mirando y gritándome que parara. Pero el resto de mi persona se sentía perfectamente en paz consigo misma y con la sensación de estar haciendo lo correcto. Como si fuera lo único que yo podía hacer. Me pregunto si es así como se sentía Valentine con respecto a todo lo que hacía. Como si fuera tan fácil hacer lo correcto. —Dejó de mirarla—. No lo soporto —dijo—. No tendrías que estar aquí conmigo. Deberías irte.

Pero en lugar de irse, Clary se acercó a él y se apoyó también en la pared. Se envolvió el cuerpo con los brazos, no dejaba de temblar. Al final, a regañadientes, Jace volvió la cabeza para mirarla de nuevo.

—Clary…

—Tú no eres quién para decidir —dijo ella— adónde tengo que ir, ni cuándo.

—Lo sé. —Tenía la voz rota—. Siempre lo he sabido. No sé por qué tuve que enamorarme de alguien más tozudo que yo.

Clary se quedó un instante en silencio. El corazón encogido al escuchar aquella palabra: «enamorado».

—Todo eso que me has dicho en la terraza de la Fundición —dijo en un susurro—, ¿lo decías en serio?

Sus ojos dorados se ofuscaron.

—¿Qué cosas?

«Que me querías», estuvo a punto de decir ella, pero pensándolo bien… no se lo había dicho, ¿verdad? No había pronunciado aquellas palabras. Lo había dado a entender. Y la verdad del hecho, que se querían, era algo que ella sabía con la misma claridad con la que conocía su propio nombre.

—Me preguntaste si te querría si fueses como Sebastian, como Valentine.

—Y tú me respondiste que en ese caso no sería yo. Pero mira cómo te has equivocado —dijo, la amargura tiñendo su voz—. Lo que he hecho esta noche…

Clary avanzó hacia él; Jace se puso tenso, pero no se movió. Lo cogió por la camisa, se inclinó hacia él y le dijo, pronunciando con extrema claridad todas y cada una de sus palabras:

—Ése no eras tú.

—Dile eso a tu madre —dijo Jace—. Díselo a Luke cuando te pregunten de dónde ha salido esto. —Le tocó con delicadeza la clavícula; la herida ya estaba curada, pero la piel y la tela del vestido seguían manchadas de sangre oscura.

—Se lo diré —dijo ella—. Les diré que fue culpa mía.

Él se quedó mirándola, con los ojos dorados llenos de incredulidad.

—No puedes mentirles.

—Y no lo haré. Te volví a la vida —dijo—. Estabas muerto y te devolví a la vida. Fui yo quien desestabilizó el equilibrio, no tú. Yo abrí la puerta para Lilith y su estúpido ritual. Podría haber pedido cualquier cosa, y te pedí a ti. —Le agarró con más fuerza de la camisa, sus dedos estaban blancos del frío y la presión—. Y volvería a hacerlo. Te quiero, Jace Wayland… Herondale… Lightwood… como te apetezca llamarte. Me da lo mismo. Te amo y siempre te amaré, y fingir lo contrario no es más que una pérdida de tiempo.

La mirada de dolor que atravesó el rostro de Jace fue tan expresiva, que a Clary se le encogió el corazón. Jace cogió entonces la cara de ella entre sus manos. Tenía las palmas calientes.

—¿Recuerdas cuando te dije que no sabía si Dios existía o no pero que, fuera lo que fuera, íbamos completamente por nuestra cuenta y riesgo? —dijo, su voz sonaba más cálida que nunca—. Sigo sin conocer la respuesta; lo único que sabía era que existía una cosa llamada fe, y que yo no merecía poseerla. Y después apareciste tú. Tú lo cambiaste todo. ¿Recuerdas aquella frase de Dante que te cité en el parque, «L’amor che move il sole e l’altre stelle»?

Los labios de Clary esbozaron una leve sonrisa cuando levantó la cabeza para mirarlo.

—Sigo sin hablar italiano.

—Eran las últimas líneas de Paradiso… Paraíso. «Mas ya movía mi deseo y mi voluntad, el amor que mueve el sol y las demás estrellas». Dante intentaba explicar la fe, me parece, como un amor aplastante, y tal vez sea una blasfemia, pero creo que yo te amo así. Llegaste a mi vida y de repente tuve una verdad a la que aferrarme: que yo te amaba y tú me amabas.

Aunque estaba mirándola, su visión era distante, como si estuviera fija en algo muy remoto.

—Entonces empecé a tener los sueños —prosiguió—. Y pensé que a lo mejor me había equivocado. Que no te merecía. Que no me merecía ser completamente feliz… Dios, ¿y quién se merece eso? Y después de lo de esta noche…

—Para. —Durante todo aquel rato había estado cogiéndolo por la camisa; pero dejó de estar tan tensa y apoyó las manos sobre su pecho. Notaba su corazón acelerado bajo la yema de los dedos; las mejillas de Jace encendidas, y no sólo por el frío—. Jace, con todo lo que ha sucedido esta noche, hay una cosa que sé seguro. Y es que no eras tú quien hacía esas cosas. Creo de forma absoluta e incontrovertible que eres bueno. Y eso no cambiará.

Jace respiró hondo, estremeciéndose.

—No sé siquiera cómo intentar merecerme eso.

—No tienes por qué hacerlo. Tengo fe suficiente en ti —dijo ella—, en nosotros dos.

Las manos de Jace se deslizaron entre el cabello de ella. El vaho de su respiración se interponía entre ellos, como una nube blanca.

—Te he echado tanto de menos —dijo él, besándola; su boca era delicada, no desesperada y hambrienta como se había mostrado las últimas veces que la había besado, sino tierna y suave.

Ella cerró los ojos y el mundo giró a su alrededor como un molinete. Acariciándole el pecho en dirección ascendente, estiró los brazos para enlazar las manos por detrás de su cuello y se puso de puntillas para poder besarlo. Las manos de él se deslizaron por el cuerpo de Clary, por encima de la piel la seda, y ella se estremeció, apoyándose en él, segura de que ambos sabían a sangre, cenizas y sal, pero no importaba; el mundo, la ciudad y todas sus luces y su vida parecían haberse reducido a aquello, a Jace y a ella, el corazón ardiente de un universo congelado.

Pero él se apartó, a regañadientes. Y ella se dio cuenta del motivo unos instantes después. El sonido de los bocinazos de los coches y el rechinar de los neumáticos frenando en la calle se oía incluso desde allí arriba.

—La Clave —dijo Jace con resignación, aunque tuvo que toser para aclararse la garganta antes de hablar. Tenía la cara encendida, y Clary se imaginó que la suya estaría igual—. Ya están aquí.

Sin soltarle la mano, Clary miró por el borde de la pared de la azotea y vio varios coches negros aparcados delante del andamio. La gente empezaba a salir de ellos. Resultaba difícil reconocerlos desde aquella altura, pero Clary creyó ver a Maryse y a varias personas más vestidas con equipo de combate. Un instante después, la furgoneta de Luke se plantó con estruendo encima de la acera y Jocelyn salió corriendo de ella. Clary la reconocería, simplemente por su forma de moverse, desde una distancia muy superior a la que se encontraba.

Clary se volvió hacia Jace.

—Mi madre —dijo—. Será mejor que baje. No quiero que suba y vea… y lo vea. —Movió la barbilla en dirección al ataúd de Sebastian.

Jace le retiró el pelo de la cara.

—No quiero perderte de vista.

—Entonces, ven conmigo.

—No. Alguien tiene que quedarse aquí. —Le cogió la mano, le dio la vuelta y depositó en ella el anillo de los Morgenstern, la cadenita agrupándose como metal líquido. El cierre se había doblado cuando Clary se la había arrancado, pero Jace había conseguido devolverlo a su forma original—. Cógelo, por favor.

Clary bajó la vista y, a continuación, con incertidumbre, volvió a mirarlo a la cara.

—Me gustaría haber comprendido lo que significaba para ti.

Él hizo un leve gesto de indiferencia.

—Lo llevé durante diez años —dijo—. Contiene una parte de mí, significa que te confío mi pasado y todos los secretos que incluye ese pasado. Y además —acarició una de las estrellas grabadas en el borde— «el amor que mueve el sol y todas las demás estrellas». Imagínate que las estrellas significan eso, no Morgenstern.

A modo de respuesta, ella volvió a pasarse la cadenita por la cabeza y el anillo ocupó su sitio acostumbrado, por debajo de la clavícula. Fue como una pieza de rompecabezas que encaja de nuevo en su lugar. Por un momento, sus miradas se encontraron en una comunicación desprovista de palabras, más intensa en cierto sentido de lo que había sido su contacto físico; ella retuvo mentalmente la imagen de él como si estuviera memorizándola: su cabello dorado alborotado, las sombras proyectadas por las pestañas, los círculos de un dorado más oscuro en el interior del tono ambarino claro de sus ojos.

—En seguida vuelvo —dijo. Le apretó la mano—. Cinco minutos.

—Ve —dijo él, soltándole la mano, y ella dio media vuelta y echó a andar por el caminito. En el momento en que se alejó de él, volvió a sentir frío, y cuando llegó a las puertas del edificio, estaba congelada. Se detuvo antes de abrir la puerta y se volvió para mirarlo, pero Jace no era más que una sombra, iluminada a contraluz por el resplandor del perfil de Nueva York. «El amor que mueve el sol y todas las demás estrellas», pensó, y entonces, como si le respondiera un eco, escuchó las palabras de Lilith: «Ése tipo de amor capaz de consumir el mundo o llevarlo a la gloria». Sintió un escalofrío, y no sólo como consecuencia de la temperatura ambiental. Buscó a Jace con la mirada, pero había desaparecido entre las sombras; dio media vuelta y entró; la puerta se cerró a sus espaldas.

Alec había subido a buscar a Jordan y a Maia, y Simon e Isabelle se habían quedado solos, sentados el uno junto al otro en el diván verde del vestíbulo. Isabelle sujetaba en la mano la luz mágica de Alec, que iluminaba la estancia con un resplandor casi espectral, encendiendo danzarinas motas de fuego en la lámpara de araña que colgaba del techo.

Poca cosa había dicho Isabelle desde que su hermano los había dejado allí. Tenía la cabeza inclinada, su pelo oscuro cayéndole hacia adelante, la mirada fija en sus manos. Eran manos delicadas, de largos dedos, aunque llenos de durezas, como los de su hermano. Simon no se había dado cuenta hasta aquel momento de que en la mano derecha lucía un anillo de plata, con un motivo de llamas grabado en él y una letra L en el centro. Le recordó al instante el anillo que Clary llevaba colgado al cuello, con su motivo de estrellas.

—Es el anillo de la familia Lightwood —dijo Isabelle, percatándose de que Simon estaba mirándolo—. Cada familia tiene un emblema. El nuestro es el fuego.

«Te encaja», pensó Simon. Izzy era como fuego, con su llameante vestido granate, con su humor variable como las chispas. En la azotea casi había pensado que iba a estrangularlo cuando lo había abrazado de aquella manera y le había llamado todos los nombres imaginables mientras se aferraba a él como si nunca lo fuera a soltar. Pero ahora tenía la mirada perdida en la lejanía, casi tan inalcanzable como una estrella. Resultaba muy desconcertante.

«Sé que amas a tus amigos cazadores de sombras —le había dicho Camille—. Igual que el halcón ama al amo que lo mantiene cautivo y cegado».

—Eso que nos has dicho —dijo, titubeando, mirando cómo Isabelle enrollaba un mechón de pelo en su dedo índice—, allí arriba en la terraza, eso de que no sabías que Clary y Jace estaban en este lugar. Que habías venido aquí por mí… ¿era verdad?

Isabelle levantó la vista, colocándose el mechón de pelo detrás de la oreja.

—Pues claro que es verdad —dijo, indignada—. Cuando vimos que te habías ido de la fiesta… y sabiendo que llevabas días en peligro, y que Camille se había escapado… —Se interrumpió de repente—. Y con Jordan como responsable de ti que empezaba a asustarse.

—¿De modo que fue idea suya venir a por mí?

Isabelle lo miró un prolongado momento. Sus ojos eran insondables y oscuros.

—Fui yo quien se dio cuenta de que te habías ido —dijo—. Fui yo la que quiso ir a buscarte.

Simon tosió para aclararse la garganta. Se sentía extrañamente mareado.

—Pero ¿por qué? Tenía entendido que ahora me odiabas.

No tenía que haber dicho aquello. Isabelle movió la cabeza de un lado a otro, con su oscuro pelo volando, y se apartó un poco de él en el asiento.

—Oh, Simon. No seas burro.

—Iz. —Alargó el brazo y le tocó la muñeca, dubitativo. Ella no se retiró, sino que simplemente se quedó mirándolo—. Camille me dijo una cosa en el Santuario. Me dijo que los cazadores de sombras no querían a los subterráneos, que se limitaban a utilizarlos. Dijo que los nefilim nunca harían por mí lo que yo pudiera llegar a hacer por ellos. Pero tú lo has hecho. Viniste a por mí. Viniste a por mí.

—Pues claro que lo hice —dijo sin apenas voz—. Cuando pensé que podía haberte ocurrido alguna cosa…

Simon se inclinó hacia ella, sus caras estaban a escasos centímetros la una de la otra. Veía en sus ojos negros el reflejo de las chispas de la lámpara de araña. Isabelle tenía la boca entreabierta y Simon notaba el calor de su aliento. Por primera vez desde que se había convertido en vampiro, sentía calor, como una descarga eléctrica que pasaba entre los dos.

—Isabelle —dijo. No Iz, ni Izzy. Isabelle—. ¿Puedo…?

El ascensor sonó; se abrieron las puertas y aparecieron Alec, Maia y Jordan. Alec observó receloso cómo Simon e Isabelle se separaban, pero antes de que pudiera decir cualquier cosa, las dobles puertas del vestíbulo se abrieron y empezaron a irrumpir cazadores de sombras. Simon reconoció a Kadir y a Maryse, que de inmediato corrió hacia Isabelle y la cogió por los hombros exigiéndole saber qué había pasado.

Simon se levantó y se apartó, incómodo… y estuvo a punto de caer derribado al suelo por Magnus, que atravesaba corriendo el vestíbulo para reunirse con Alec. Ni siquiera vio a Simon. «Al fin y al cabo, de aquí a cien años, doscientos, quedaremos sólo tú y yo», le había dicho Magnus en el Santuario. Sintiéndose amargamente solo entre aquella multitud de cazadores de sombras, Simon se recostó en la pared con la vana esperanza de que nadie se percatara de su presencia.

Alec levantó la vista en el momento en que Magnus llegó a su lado, lo cogió y lo atrajo hacia él. Recorrió con los dedos la cara de Alec como si estuviera buscando golpes o daños, murmurando casi para sus adentros:

—¿Cómo has podido… irte de esta manera y sin siquiera decírmelo? Podría haberte ayudado…

—Para. —Alec se apartó, en un gesto rebelde.

Magnus se controló, su voz se serenó.

—Lo siento —dijo—. No debería haber abandonado la fiesta. Tendría que haberme quedado contigo. Camille ha desaparecido. Nadie tiene la menor idea de adónde ha ido, y como es imposible seguirle la pista a un vampiro… —Se encogió de hombros.

Alec alejó de su cabeza la imagen de Camille, encadenada a la tubería, mirándolo con aquellos salvajes ojos verdes.

—Da lo mismo —dijo—. Ella no importa. Sé que sólo intentabas ayudar. No estoy enfadado contigo porque te marcharas de la fiesta.

—Pero estabas enfadado —dijo Magnus—. Sé que lo estabas. Por eso estaba yo tan preocupado. Salir corriendo y ponerte en peligro sólo porque te habías enfadado conmigo…

—Soy un cazador de sombras —dijo Alec—. Me dedico a esto, Magnus. No es por ti. La próxima vez tendrás que enamorarte de un agente de seguros, si no…

—Alexander —dijo Magnus—. No habrá una próxima vez. —Presionó la frente contra la de Alec, unos ojos verde dorados mirando fijamente a unos ojos azules.

A Alec se le aceleró el corazón.

—¿Por qué no? —dijo—. Tú vivirás eternamente. Nadie vive eternamente.

—Ya sé que dije eso —dijo Magnus—. Pero Alexander…

—Deja ya de llamarme así —dijo Alec—. Alexander es como me llaman mis padres. Y supongo que es todo un avance por tu parte haber aceptado de un modo tan fatalista mi mortalidad (todo en este mundo muere, bla, bla, bla), pero ¿cómo crees que me hace sentir eso a mí? Las parejas normales tienen esperanzas: esperan envejecer juntos, esperan vivir una larga vida y morir al mismo tiempo, pero nosotros no podemos esperar nada de todo eso. Ni siquiera sé qué quieres.

Alec no estaba seguro de qué respuesta esperaba —si enfado o una actitud defensiva, o quizá incluso una salida humorística—, pero la voz de Magnus se limitó a bajar de volumen y se quebró ligeramente cuando dijo:

—Alex… Alec. Lo único que puedo hacer es pedirte disculpas si te di la impresión de que había aceptado la idea de tu muerte. Lo intenté, creí haberlo hecho… y aun así me imaginaba teniéndote a mi lado durante cincuenta o sesenta años más. Pensé que entonces estaría preparado para abandonarte. Pero se trata de ti, y ahora me doy cuenta de que nunca estaré más preparado para perderte de lo que lo estoy ahora. —Cogió con delicadeza la cara de Alec—. Y no lo estoy en absoluto.

—Y entonces ¿qué hacemos? —musitó Alec.

Magnus hizo un gesto de indiferencia y de pronto, sonrió; con su pelo negro alborotado y el destello de sus ojos verde dorados, parecía un adolescente travieso.

—Lo que hace todo el mundo —respondió—. Como tú has dicho: tener esperanza.

Alec y Magnus habían empezado a besarse en un rincón del vestíbulo y Simon no sabía muy bien hacia dónde mirar. No quería que pensasen que estaba observándolos durante lo que a todas luces era un momento de intimidad, pero a dondequiera que mirara se tropezaba con las miradas hostiles de los cazadores de sombras. A pesar de haber combatido a su lado contra Camille, ninguno de ellos lo miraba con una simpatía especial. Una cosa era que Isabelle lo aceptara y lo tuviera en cierta estima, pero la masa de los cazadores de sombras no tenía nada que ver. Adivinaba qué estarían pensando. «Vampiro, subterráneo, enemigo», estaba escrito en sus caras. Fue un verdadero alivio cuando vio que volvían a abrirse las puertas e irrumpía Jocelyn, todavía con el vestido azul de la fiesta. Luke apareció unos pasos detrás de ella.

—¡Simon! —exclamó ella en cuanto lo vio. Corrió hacia él y, sorprendiéndolo, lo abrazó con fuerza un buen rato antes de soltarlo—. ¿Dónde está Clary, Simon? ¿Está…?

Simon abrió la boca, pero no salió de ella ningún sonido. ¿Cómo explicarle a Jocelyn, precisamente a ella, lo que había pasado aquella noche? A Jocelyn, que se quedaría horrorizada cuando se enterase de que el daño que había hecho Lilith, los niños que había asesinado, la sangre que había derramado, había sido todo con la intención de crear más criaturas como el hijo muerto de Jocelyn, cuyo cuerpo yacía ahora en un ataúd en la terraza donde se encontraban Clary y Jace…

«No puedo contarle nada de todo esto —pensó—. No puedo». Miró a Luke, que estaba detrás de ella, y cuyos ojos azules descansaban expectantes en él. Detrás de la familia de Clary, veía a los cazadores de sombras arremolinándose en torno a Isabelle, mientras ella relataba los sucesos de la noche.

—Yo… —dijo, sin saber por dónde empezar, y entonces volvieron a abrirse las puertas del ascensor y apareció Clary. Iba descalza, su precioso vestido de seda se había convertido en ensangrentados harapos, los moratones estaban desapareciendo ya de sus brazos y piernas desnudas. Pero sonreía… Estaba radiante, incluso más feliz de lo que Simon la había visto en muchas semanas.

—¡Mamá! —exclamó, y Jocelyn corrió hacia ella para abrazarla. Clary sonrió a Simon por encima del hombro de su madre. Simon echó un vistazo al vestíbulo. Alec y Magnus seguían abrazados, y Maia y Jordan habían desaparecido. Isabelle seguía rodeada de cazadores de sombras, y Simon podía escuchar los gritos sofocados de horror y asombro que emitía el grupo al escuchar su relato. Se imaginaba que en el fondo Isabelle estaría disfrutando. Le encantaba ser el centro de atención, fuera cual fuese el motivo.

Notó una mano en su hombro. Era Luke.

—¿Estás bien, Simon?

Simon levantó la vista para mirarlo. Luke tenía el aspecto de siempre: sólido, profesional; inspiraba confianza. En absoluto molesto porque su fiesta de compromiso se hubiese visto interrumpida por una urgencia tan dramática y repentina.

El padre de Simon había muerto hacía tanto tiempo que apenas lo recordaba. Rebecca se acordaba de algunos detalles —qué llevaba y que le ayudaba a construir torres jugando a construcciones—, pero Simon no. Era una de las cosas que siempre había pensado que tenía en común con Clary, que los había unido: los padres de ambos habían fallecido, y ambos habían sido criados por madres solteras y fuertes.

Al menos una de esas cosas había resultado ser cierta, pensó Simon. Aunque su madre había salido con hombres, Simon nunca había tenido una presencia paternal constante en su vida, exceptuando a Luke. Suponía que, en cierto sentido, Clary y él habían compartido a Luke. Y la manada de lobos seguía también el liderazgo de Luke. Para tratarse de un soltero sin hijos, Luke tenía un montón de personas a quienes cuidar.

—No lo sé —respondió Simon, dándole a Luke la respuesta sincera que le gustaría pensar que habría dado a su padre—. No creo.

Luke movió a Simon para mirarlo frente a frente.

—Estás lleno de sangre —dijo—. Y me imagino que no es tuya, porque… —Hizo un ademán en dirección a la Marca que Simon lucía en la frente—. Pero, oye —dijo con voz bondadosa—, incluso ensangrentado y con la Marca de Caín, sigues siendo Simon. ¿Puedes contarme qué ha pasado?

—La sangre no es mía, tienes razón —dijo Simon con voz ronca—. Pero es una larga historia. —Ladeó la cabeza para mirar a Luke; siempre se había preguntado si algún día daría otro estirón, si crecería unos centímetros más de aquel metro setenta y dos que medía ahora, para poder mirar a Luke, y qué decir de Jace, directo a los ojos. Pero eso ya no sucedería nunca—. Luke —dijo—, ¿crees que es posible hacer algo tan malo, aun sin querer hacerlo, de lo que nunca puedes llegar a recuperarte? ¿Algo que nadie pueda perdonarte?

Luke lo miró en silencio durante un buen rato. Y dijo a continuación:

—Piensa en alguien a quien quieras, Simon. A quien quieras de verdad. ¿Podría esa persona hacerte alguna cosa por la cual dejaras de quererla para siempre?

Por la cabeza de Simon desfiló un seguido de imágenes, como las páginas de un libro animado: Clary, volviéndose para sonreírle por encima del hombro; su hermana, haciéndole cosquillas cuando era pequeño; su madre, dormida en el sofá con la mantita tapándole los hombros; Izzy…

Desterró en seguida aquellas ideas. Clary no había hecho nada tan terrible para que él tuviera que darle su perdón; ni ninguna de las personas que estaba imaginándose. Pensó en Clary, perdonando a su madre por haberle robado los recuerdos. Pensó en Jace, lo que había hecho en la azotea, el aspecto que tenía después. Había hecho lo que había hecho sin voluntad propia, pero Simon dudaba de que Jace fuera capaz de perdonarse, a pesar de todo. Y después pensó en Jordan, que no se había perdonado lo que le había hecho a Maia, pero que había seguido igualmente adelante, uniéndose a los Praetor Lupus, ayudando a los demás.

—He mordido a alguien —dijo. En el instante en que aquellas palabras salieron de su boca, deseó poder tragárselas. Se armó de valor a la espera de la mirada horrorizada de Luke, pero no pasó nada.

—¿Vive? —dijo Luke—. Me refiero a la persona que mordiste. ¿Ha sobrevivido?

—Yo… —¿Cómo explicarle lo de Maureen? Lilith se lo había ordenado, de todos modos, pero Simon no estaba del todo seguro de que hubiesen visto ya sus últimas fechorías—. No la maté.

Luke hizo un gesto afirmativo.

—Ya sabes cómo lo hacen los seres lobo para convertirse en líderes de la manada —dijo—. Tienen que matar al actual líder de la manada. Yo lo he hecho dos veces. Tengo las cicatrices que lo demuestran. —Se retiró un poco el cuello de la camisa, y Simon pudo ver el extremo de una gruesa cicatriz blanca de aspecto irregular, como si le hubiesen clavado unas garras—. La segunda vez fue un movimiento calculado. Matar a sangre fría. Quería convertirme en el líder, y así lo hice. —Se encogió de hombros—. Eres un vampiro. Tu naturaleza te lleva a querer beber sangre. Te has refrenado mucho tiempo sin hacerlo. Sé que puedes estar bajo la luz del sol, Simon, y que te enorgulleces de ser un chico humano normal, pero sigues siendo lo que eres. Igual que yo. Cuanto más trates de reprimir tu verdadera naturaleza, más te controlará ella a ti. Sé lo que eres. Nadie que te quiera de verdad lo impedirá.

Simon dijo con voz ronca:

—Mi madre…

—Clary me contó lo que sucedió con tu madre, y que duermes en casa de Jordan Kyle —dijo Luke—. Mira, tu madre cambiará de opinión, Simon. Igual que hizo Amatis conmigo. Sigues siendo su hijo. Hablaré con ella, si quieres que lo haga.

Simon negó con la cabeza. A su madre siempre le había gustado Luke. Enfrentarse al hecho de que Luke era un hombre lobo sólo empeoraría las cosas, no al revés.

Luke asintió, como si hubiera entendido sus pensamientos.

—Si no quieres volver a casa de Jordan, puedes quedarte en mi sofá esta noche. Estoy seguro de que Clary se alegraría de tenerte en casa y mañana podríamos hablar de lo que hacemos con tu madre.

Simon se irguió. Miró a Isabelle, que estaba en la otra punta del vestíbulo, el brillo de su látigo, el resplandor del colgante que llevaba en el cuello, el ágil movimiento de sus manos mientras hablaba. Isabelle, que no tenía miedo a nada. Pensó en su madre, en cómo se había apartado de él, en el terror que reflejaban sus ojos. Había estado escondiéndose de aquel recuerdo, huyendo de él desde entonces. Pero había llegado el momento de dejar de correr.

—No —dijo—. Gracias, pero creo que no necesito un lugar donde ir a dormir esta noche. Creo… que iré a mi casa.

Jace se había quedado solo en la terraza de la azotea y contemplaba la ciudad; el East River, una serpiente negra plateada culebreando entre Brooklyn y Manhattan. Sus manos, sus labios, seguían calientes por el contacto con Clary, pero el viento que soplaba desde el río era gélido y el calor se desvanecía con rapidez. Sin chaqueta, el aire atravesaba el fino tejido de su camisa como la hoja de un cuchillo.

Respiró hondo, llenando sus pulmones de aire frío, y lo exhaló lentamente. Sentía tensión en todo el cuerpo. Esperaba oír el sonido del ascensor, de las puertas abriéndose, los cazadores de sombras irrumpiendo en el jardín. Al principio se mostrarían compasivos, pensó, se preocuparían por él. Pero después, cuando comprendieran lo sucedido, llegaría el escaqueo, los intercambios de miradas maliciosas cuando creyeran que no estaba mirando. Había estado poseído —no sólo por un demonio, sino por un demonio mayor—, había actuado contra la Clave, había amenazado y herido a otro cazador de sombras.

Pensó en cómo lo miraría Jocelyn cuando se enterara de lo que le había hecho a Clary. Luke lo comprendería, lo perdonaría. Pero Jocelyn… Nunca había sido capaz de armarse del valor necesario para hablar con franqueza con ella, para pronunciar las palabras que sabía que podrían tranquilizarla. «Amo a tu hija, más de lo que jamás creí que podría llegar a amar a nadie. Jamás le haría daño».

Ella se limitaría a mirarlo, pensaba, con aquellos ojos verdes tan parecidos a los de Clary. Querría algo más que aquello. Querría oírle decir lo que no estaba tan seguro de que fuera cierto.

«Yo no soy como Valentine».

«¿Estás seguro? —Fue como si el aire transportara las palabras, un susurro dirigido única y exclusivamente a sus oídos—. No conociste a tu madre. No conociste a tu padre. Le entregaste tu corazón a Valentine cuando eras pequeño, como todos los niños hacen, y te convertiste en una parte de él. No puedes separar eso de tu persona como si lo cortaras limpiamente con un cuchillo».

Tenía la mano izquierda fría. Bajó la vista y vio, para su sorpresa, que había cogido el cuchillo —el cuchillo de plata grabada de su verdadero padre— y que lo tenía en la mano. La hoja, pese a haber sido consumida por la sangre de Lilith, volvía a estar entera y brillaba como una promesa. Por su pecho empezó a extenderse un frío que nada tenía que ver con la temperatura ambiente. ¿Cuántas veces se había despertado así, jadeando y sudoroso, con el cuchillo en la mano? Y con Clary, siempre con Clary, muerta a sus pies.

Pero Lilith estaba muerta. Todo había terminado. Intentó guardar el cuchillo en su cinturón, pero era como si la mano no quisiese obedecer la orden que su cabeza estaba dándole. Sintió un calor punzante en el pecho, un dolor virulento. Bajó la vista y vio que la línea ensangrentada que había partido por la mitad la marca de Lilith, allí donde Clary le había cortado con el cuchillo, había cicatrizado. La marca brillaba rojiza sobre su pecho.

Jace dejó correr la idea de guardar el cuchillo en el cinturón. Estaba aplicando tanta fuerza a la empuñadura que sus nudillos se habían puesto blancos y su muñeca empezaba a torcerse hacia dentro, tratando de apuntar el puñal contra sí mismo. El corazón le latía con fuerza. No había aceptado que le aplicaran iratzes. ¿Cómo era posible que la Marca se hubiera curado tan rápido? Si pudiera volver a cortarla, desfigurarla, aunque fuera sólo temporalmente…

Pero la mano no le obedecía. Y su brazo permaneció rígido en su costado mientras su cuerpo giraba, contra su voluntad, en dirección al pedestal donde yacía el cuerpo de Sebastian.

El ataúd había empezado a brillar, con una luz turbia y verdosa, casi el resplandor de una luz mágica, pero aquella luz tenía algo de doloroso, algo que parecía perforar el ojo. Jace intentó retroceder, pero sus piernas no respondieron. Un sudor frío empezó a resbalarle por la espalda. Y una voz susurró en su cabeza:

«Ven aquí».

Era la voz de Sebastian.

«¿Te creías libre porque Lilith ya no está? El mordisco del vampiro me ha despertado; y la sangre de Lilith que corre por mis venas te llama. Ven aquí».

Jace intentó quedarse clavado, pero su cuerpo lo traicionaba, arrastrándolo hacia adelante, por mucho que su mente consciente luchara contra ello. Aunque intentara recular, sus pies estaban guiándolo hacia el ataúd. El círculo pintado en el suelo lanzó fogonazos verdes cuando lo atravesó y el ataúd respondió con un segundo destello de luz esmeralda. Y llegó a su lado y miró el interior.

Jace se mordió el labio con fuerza, confiando en que el dolor lo hiciera salir de aquel estado de ensueño en el que estaba sumido. Saboreó su propia sangre mientras miraba a Sebastian, que flotaba en el agua como un cadáver ahogado. Éstas son las perlas que fueron sus ojos. Su pelo era como una alga incolora, sus párpados cerrados estaban azules. La boca tenía el perfil frío y duro de la boca de su padre. Era como estar mirando a un Valentine joven.

Sin querer, completamente en contra de su voluntad, las manos de Jace empezaron a ascender. Su mano izquierda acercó el filo del cuchillo a la parte interior de su muñeca derecha, en el punto donde se cruzaban la línea de la vida y la del amor.

Las palabras salieron de sus propios labios. Las oyó como si se pronunciaran desde una distancia inmensa. No eran en ningún idioma que conociera o comprendiera, pero sabía lo que eran: cánticos rituales. Su cabeza estaba gritándole a su cuerpo que parara, pero era imposible. Descendió su mano izquierda, agarrando su cuchillo con fuerza. La hoja abrió un corte limpio, seguro, superficial, en la palma de su mano derecha. Empezó a sangrar de forma casi instantánea. Intentó retirar la mano, intentó replegar el brazo, pero era como si estuviera encajonado en cemento. Y mientras miraba horrorizado, las primeras gotas de sangre salpicaron la cara de Sebastian.

Los ojos de Sebastian se abrieron de repente. Eran negros, más negros que los de Valentine, tan negros como los de la diablesa que había dicho ser su madre. Se quedaron clavados en Jace, como grandes espejos oscuros, devolviéndole el reflejo de su cara, contorsionada e irreconocible, su boca conformando las palabras del ritual, vomitando como un río de negras aguas un balbuceo ininteligible.

La sangre fluía ahora en abundancia, confiriéndole al líquido turbio del interior del ataúd un color rojo más oscuro. Sebastian se movió. El agua sanguinolenta se agitó y se derramó hacia el exterior cuando Sebastian se sentó, con los ojos negros clavados en Jace.

«La segunda parte del ritual —dijo su voz en el interior de la cabeza de Jace— ya está casi completa».

El agua caía como lágrimas. Su pelo claro, pegado a su frente, parecía carecer por completo de color. Levantó una mano y la extendió, y Jace, contrariando al grito que resonaba en su cabeza, le presentó el cuchillo, la hoja en primer lugar. Sebastian deslizó la mano por toda la longitud de la fría y afilada hoja. La sangre brotó del corte que acababa de abrirse en su palma. Tiró el cuchillo y cogió la mano de Jace, agarrándola con fuerza.

Era lo último que Jace se esperaba. Y era incapaz de moverse para retirarse. Sintió todos y cada uno de los fríos dedos de Sebastian enlazando su mano, presionando sus respectivos cortes sangrantes. Fue como ser agarrado por una mano de frío metal. Experimentó un escalofrío, y luego otro, temblores físicos imponentes, tan dolorosos que daba la impresión de que estaban doblándole al revés el cuerpo. Intentó gritar…

Y el grito murió en su garganta. Bajó la vista hacia su mano, y hacia la de Sebastian, unidas. La sangre corría entre sus dedos y descendía por sus muñecas, elegante como un encaje rojo. Brillaba bajo la fría luz eléctrica de la ciudad. No se movía como un líquido, sino como si cables rojos en movimiento unieran sus manos en una alianza granate.

Una curiosa sensación de paz embargó entonces a Jace. Fue como si desapareciera el universo y se encontrara en la cumbre de una montaña, mientras el mundo se extendía ante él, completamente suyo si así le apetecía. Las luces de la ciudad ya no eran eléctricas, sino que se habían transformado en un millón de estrellas que parecían diamantes. Lo iluminaban con un resplandor benevolente que decía: «Esto es bueno. Esto es lo que tu padre habría querido».

Vio mentalmente a Clary, su cara pálida, su cabello rojo, su boca en movimiento, dando forma a las palabras: «En seguida vuelvo. Cinco minutos».

Y entonces su voz empezó a desvanecerse al mismo tiempo que otra se alzaba por encima de ella, sofocándola. La imagen mental se alejó, desvaneciéndose e implorando en la oscuridad, igual que Eurídice se desvaneció cuando Orfeo se volvió para mirarla una última vez. La veía, con los blancos brazos tendidos hacia él, pero después las sombras se cernieron sobre ella y desapareció.

En la cabeza de Jace hablaba otra voz, una voz conocida, odiada en su día, pero ahora extrañamente bienvenida. La voz de Sebastian. Era como si corriese por su sangre, por la sangre que pasaba de la mano de Sebastian a la suya, como una ardiente cadena.

«Ahora somos uno, hermanito, tú y yo», dijo Sebastian.

«Somos uno».