17

Y CAÍN SE LEVANTÓ

Clary nunca había tenido tanto frío.

Ni siquiera cuando había salido arrastrándose del lago Lyn, tosiendo y escupiendo su venenosa agua, había tenido tanto frío. Ni siquiera cuando había creído que Jace estaba muerto, había sentido en su corazón aquella terrible parálisis gélida. Después había ardido de rabia, de rabia contra su padre. Pero ahora sólo sentía frío, un frío helado de la cabeza a los pies.

Había recuperado el sentido en el vestíbulo de mármol de un extraño edificio, bajo la sombra de una lámpara de araña apagada. Jace la transportaba, con un brazo por debajo de las rodillas y el otro sujetándole la cabeza. Mareada y aturdida, había enterrado la cabeza contra su cuello por un instante, intentando recordar dónde estaba.

—¿Qué ha pasado? —había susurrado.

Habían llegado a un ascensor. Jace pulsó el botón y Clary escuchó el traqueteo que significaba que el aparato descendía hacia ellos. Pero ¿dónde estaban?

—Te has quedado inconsciente —dijo él.

—Pero ¿cómo…? —Entonces recordó y se quedó en silencio. Las manos de él sobre ella, la punzada de la estela en la piel, la oleada de oscuridad que se había apoderado de ella. Algo erróneo en la runa que le había dibujado, su aspecto y su sensación. Permaneció sin moverse en sus brazos por un momento y dijo a continuación:

—Déjame en el suelo.

Así lo hizo él y se quedaron mirando. Los separaba un espacio mínimo. Podría haber alargado el brazo para tocarlo, pero por primera vez desde que lo conocía no deseaba hacerlo. Tenía la terrible sensación de estar mirando a un desconocido. Parecía Jace, y sonaba como Jace cuando hablaba, y lo había sentido como Jace mientras la llevaba en brazos. Pero sus ojos eran extraños y distantes, igual que la sonrisa que esbozaba su boca.

Se abrieron las puertas del ascensor detrás de él. Clary recordó una ocasión en la nave del Instituto, diciéndole «Te quiero» a la puerta cerrada del ascensor. Pero ahora, detrás de él se abría un vacío, negro como la entrada de una cueva. Buscó la estela en el bolsillo; había desaparecido.

—Has sido tú quien me ha hecho perder el sentido —dijo—. Con una runa. Me has traído aquí. ¿Por qué?

El bello rostro de Jace permanecía completamente inexpresivo.

—Tuve que hacerlo. No me quedaba otra elección.

Clary se volvió y echó a correr hacia la puerta, pero Jace fue más rápido. Siempre lo había sido. Se colocó delante de ella, bloqueándole el paso, y extendió los brazos.

—No corras, Clary —dijo—. Por favor. Hazlo por mí.

Lo miró con incredulidad. La voz era la misma; sonaba igual que Jace, pero no como si fuera él, sino como una grabación, pensó Clary; los tonos y las modulaciones de su voz estaban allí, pero la vida que la animaba había desaparecido. ¿Cómo no se había dado cuenta antes? Le había parecido remoto y lo había achacado al estrés y al dolor, pero no. Era que Jace se había ido. El estómago le dio un vuelco y se volvió de nuevo hacia la puerta, pero Jace la atrapó por la cintura y la obligó a volverse hacia él. Lo empujó, sus dedos atrapados en el tejido de su camisa, rasgándola.

Se quedó helada, mirándolo. En su pecho, justo encima del corazón, había dibujada una runa.

Una runa que nunca había visto. Y que no era negra, como las runas de los cazadores de sombras, sino rojo oscuro, del color de la sangre. Y carecía de la delicada elegancia de las runas del Libro Gris. Era como un garabato, fea, sus líneas eran angulosas y crueles, más que curvilíneas y generosas.

Era como si Jace no viese la runa. Se observó a sí mismo, como si estuviera preguntándose qué estaría mirando ella, y a continuación levantó la vista, perplejo.

—No pasa nada. No me has hecho daño.

—Ésa runa… —empezó a decir ella, pero se interrumpió, en seco. Tal vez él no supiera que la tenía ahí—. Suéltame, Jace —dijo entonces, apartándose—. No tienes que hacer esto.

—Te equivocas —dijo él, y volvió a cogerla.

Ésta vez, Clary no forcejeó. ¿Qué pasaría si conseguía escaparse? No podía dejarlo allí. Jace seguía ahí, pensó, atrapado en algún lugar detrás de aquellos ojos inexpresivos, tal vez gritando y pidiéndole socorro. Tenía que quedarse con él. Enterarse de qué sucedía. Dejó que la cogiera y la llevara hacia el ascensor.

—Los Hermanos Silenciosos se percatarán de tu ausencia —le dijo, mientras los botones del ascensor iban iluminándose de planta en planta a medida que ascendían—. Alertarán a la Clave. Vendrán a buscarte…

—No tengo por qué temer a los Hermanos. No estaba allí en calidad de prisionero; no esperaban que quisiera marcharme. No se darán cuenta de que me he ido hasta mañana, cuando se despierten.

—¿Y si se despiertan más temprano?

—Oh —dijo, con fría certidumbre—. No se darán cuenta. Es mucho más probable que los asistentes a la fiesta de la Fundición se den cuenta de tu ausencia. Pero ¿qué podrían hacer? No tienen ni idea de adónde has ido y el Camino de Seguimiento hasta este edificio está bloqueado. —Le apartó el pelo de la cara, y ella se quedó inmóvil—. Tienes que confiar en mí. Nadie vendrá a buscarte.

No sacó el cuchillo hasta que salieron del ascensor. Le dijo entonces:

—Jamás te haría daño. Lo sabes, ¿verdad? —Pero aun así, se echó el cabello hacia atrás con la punta del cuchillo y presionó la hoja contra su garganta. En cuanto salieron a la terraza, el aire gélido golpeó como una bofetada sus hombros desnudos y sus brazos. Las manos de Jace eran cálidas al contacto y sentía su calor a través de la fina tela de su vestido, pero no la calentaba, no la calentaba por dentro. Sentía como si el interior de su cuerpo estuviera lleno de aserradas astillas de hielo.

Y el frío aumentó cuando vio a Simon, mirándola con sus enormes ojos oscuros. Su cara era pura conmoción, estaba blanco como el papel. La miraba, y a Jace detrás de ella, como si estuviera viendo algo fundamentalmente erróneo, una persona con la cara vuelta al revés, un mapamundi sin tierra y sólo con mar.

Apenas miró a la mujer que tenía a su lado, una mujer de pelo negro y rostro fino y cruel. La mirada de Clary se trasladó de inmediato al ataúd transparente situado sobre un pedestal de piedra. Era como si brillara desde dentro, como si estuviera iluminado por una luz interior lechosa. El agua en la que flotaba Jonathan no era seguramente agua, sino un líquido mucho menos natural. La Clary normal, pensó sin pasión, habría gritado al ver a su hermano, flotando inmóvil e inerte en lo que parecía el ataúd de cristal de Blancanieves. Pero la Clary paralizada y helada se limitó a quedarse mirándolo en un estado de sorpresa remoto y ausente.

«Labios rojos como la sangre; piel blanca como la nieve, cabello negro como el ébano». Había algo de cierto en todo ello. Cuando conoció a Sebastian, tenía el pelo negro, pero ahora era blanco plateado y flotaba alrededor de su cabeza como una alga albina. El mismo color que el pelo de su padre. Del padre de los dos. Su piel era tan clara que parecía hecha de cristales luminosos. Pero sus labios carecían de color, igual que los párpados.

—Gracias, Jace —dijo la mujer a la que Jace había llamado Lilith—. Bien hecho, y muy rápido. Creí que iba a tener dificultades contigo al principio, pero por lo que veo me preocupé innecesariamente.

Clary se quedó mirándola. Aunque la mujer era una perfecta desconocida, su voz le sonaba de algo. Había oído aquella voz en alguna ocasión. Pero ¿dónde? Intentó separarse de Jace, pero él respondió agarrándola con más fuerza. El filo del cuchillo le besó la garganta. Casualidad, se dijo. Jace —incluso aquel Jace— nunca le haría daño.

—Tú —le dijo a Lilith siseando entre dientes—. ¿Qué le has hecho a Jace?

—Ha hablado la hija de Valentine. —La mujer de pelo oscuro sonrió—. ¿Simon? ¿Te gustaría explicárselo?

Daba la impresión de que Simon iba a vomitar de un momento a otro.

—No tengo ni idea. —Era como si estuviera ahogándose—. Creedme, vosotros dos sois lo último que esperaba ver aquí.

—Los Hermanos Silenciosos dijeron que el responsable de lo que estaba pasándole a Jace era un demonio —dijo Clary, y vio a Simon más perplejo que nunca. La mujer, sin embargo, se limitó a mirarla con unos ojos que parecían planos círculos de obsidiana—. Ése demonio eras tú, ¿verdad? Pero ¿por qué Jace? ¿Qué quieres de nosotros?

—¿«Nosotros»? —repitió Lilith con una risotada—. Como si tú tuvieras alguna importancia en todo esto, mi niña. ¿Por qué tú? Porque tú eres un medio para conseguir un fin. Porque necesitaba a estos dos chicos, y porque ambos te quieren. Porque Jace Herondale es la persona en quien más confías en este mundo. Y porque tú eres alguien a quien el vampiro diurno ama lo suficiente como para dar su vida a cambio. Tal vez a ti no pueda hacerte daño nadie —dijo, volviéndose hacia Simon—. Pero a ella sí. ¿Tan terco eres que te quedarás aquí sentado viendo cómo Jace le corta el cuello si no donas tu sangre?

Simon, que parecía un muerto, negó lentamente con la cabeza, pero antes de que le diera tiempo a replicar, habló Clary.

—¡No, Simon! No lo hagas, sea lo que sea esto. Jace no me hará daño.

Los ojos insondables de la mujer se volvieron hacia Jace. Sonrió.

—Córtale el cuello —dijo—. Sólo un poco.

Clary notó la tensión en los hombros de Jace, igual que se tensaban en el parque cuando le daba clases de combate. Sintió algo en el cuello, como un beso punzante, frío y caliente a la vez, y sintió acto seguido un hilillo cálido de líquido deslizándose hacia su clavícula. Simon abrió los ojos como platos.

La había cortado. Lo había hecho. Pensó en Jace, agazapado en cuclillas en el suelo de su habitación del Instituto, con el dolor reflejado en todos los poros de su cuerpo. «Sueño que entras en mi habitación. Y entonces te ataco. Te corto, o te ahogo o te clavo el cuchillo, y mueres, mirándome con tus preciosos ojos verdes mientras te desangras entre mis manos».

No le había creído. En realidad no. Era Jace. Nunca le haría daño. Bajó la vista y vio la sangre impregnando el escote del vestido. Estaba manchado de rojo.

—Ya lo has visto —dijo la mujer—. Hace lo que yo le digo. No lo culpes por ello. Está por completo bajo mi poder. Llevo semanas metiéndome en su cabeza, observando sus sueños, conociendo sus miedos y sus ansias, sus sentimientos de culpa y sus deseos. Lo marqué en el transcurso de un sueño, y esa Marca le quema desde entonces… le quema su piel, le quema su alma. Ahora su alma está en mis manos, para moldearla o dirigirla según yo considere conveniente. Hará todo lo que yo le diga.

Clary recordó lo que habían dicho los Hermanos Silenciosos: «Siempre que nace un cazador de sombras, se lleva a cabo un ritual. Tanto los Hermanos Silenciosos como las Hermanas de Hierro realizan diversos hechizos de protección. Cuando Jace murió y fue resucitado, nació una segunda vez, pero sin protección ni rituales. Eso lo dejó abierto como una puerta sin llave: abierto a cualquier tipo de influencia demoníaca o malevolencia».

«He sido yo la causante de esto —pensó Clary—. Fui yo quien lo devolvió a la vida y la que quise mantenerlo en secreto. Si le hubiésemos contado a alguien lo sucedido, tal vez se hubiera podido realizar el ritual a tiempo para que Lilith no lograra penetrar en su cabeza». Se sentía enferma de odio hacia sí misma. A sus espaldas, Jace permanecía en silencio, quieto como una estatua, abrazándola y sujetando todavía el cuchillo junto a su cuello. Lo sintió pegado a su piel cuando respiró hondo para hablar, esforzándose en mantener la voz inalterable.

—Entiendo que controlas a Jace —dijo—. Pero no entiendo por qué. Estoy segura de que existen modos más fáciles de amenazarme.

Lilith suspiró como si el asunto estuviera empezando a resultarle tedioso.

—Te necesito —dijo, con un ademán exagerado de impaciencia— para conseguir que Simon haga lo que yo quiero que haga, que es darme su sangre. Y necesito a Jace no sólo porque necesitaba una manera de traerte hasta aquí, sino también como contrapeso. En la magia, todo debe mantener su equilibrio, Clarissa. —Señaló el burdo círculo pintado en negro sobre las baldosas, y después a Jace—. Él fue el primero. El primero en regresar, la primera alma recuperada para este mundo en nombre de la Luz. Por lo tanto, tiene que estar presente para que resucite con éxito al segundo, en nombre de la Oscuridad. ¿Lo entiendes ahora, niña tonta? Era necesario que estuvierais presentes todos. Jace para vivir. Jonathan para regresar. Y tú, hija de Valentine, para ser el catalizador de todo ello.

El volumen de la voz de la mujer demonio había descendido hasta convertirse en un cántico. Sorprendida, Clary recordó entonces dónde la había escuchado. Vio a su padre, en el interior de un pentagrama, una mujer de pelo negro con tentáculos en vez de ojos arrodillada a sus pies. La mujer decía: «El niño nacido con esta sangre excederá en poder a los demonios mayores de los abismos entre los mundos. Pero consumirá su humanidad, igual que el veneno consume la vida de la sangre».

—Lo sé —dijo Clary, con la boca entumecida—. Sé quién eres. Vi cómo te cortabas la muñeca y derramabas tu sangre en una copa para mi padre. El ángel Ithuriel me lo mostró en una visión.

La mirada de Simon corría de un lado a otro, entre Clary y la mujer, cuyos negros ojos dejaban entrever cierta sorpresa. Clary se imaginó que no era de las que se sorprendían fácilmente.

—Vi a mi padre convocarte. Sé cómo te llamó. «Mi señora de Edom». Eres un demonio mayor. Tú le diste tu sangre para convertir a mi hermano en lo que es. Lo convertiste en una… en una cosa horrible. De no haber sido por ti…

—Sí. Todo eso es verdad. Le di mi sangre a Valentine Morgenstern, y él la inoculó a su bebé. Y éste es el resultado. —La mujer posó con delicadeza la mano, casi como una caricia, sobre la superficie acristalada del ataúd de Jonathan. En su rostro apareció una extraña sonrisa—. Podría casi decirse que, en cierto sentido, soy la madre de Jonathan.

—Ya te dije que esta dirección no significaba nada —dijo Alec.

Isabelle lo ignoró. En el instante en que habían cruzado las puertas del edificio, el colgante del rubí había palpitado, débilmente, igual que el latido de un corazón remoto. Aquello significaba presencia demoníaca. En otras circunstancias, habría esperado que su hermano intuyera la rareza del lugar igual que ella, pero Alec estaba demasiado hundido en su melancolía por Magnus como para poder concentrarse.

—Saca tu luz mágica —le dijo—. Me he dejado la mía en casa.

Le lanzó una mirada airada. En el vestíbulo estaba oscuro, lo bastante oscuro como para que un ser humano normal y corriente no viera nada. Tanto Maia como Jordan poseían la excelente visión nocturna de los seres lobo. Se encontraban en extremos opuestos de la estancia; Jordan, examinando el gigantesco mostrador de mármol y Maia, apoyada en la pared de enfrente, mirándose los anillos.

—Se supone que tienes que llevarla contigo a dondequiera que vayas —replicó Alec.

—¿Oh? ¿Y has traído tú tu sensor? —le espetó ella—. Me parece que no. Como mínimo, yo tengo esto. —Dio unos golpecitos a su colgante—. Y te digo que aquí hay algo. Algo demoníaco.

Jordan volvió de repente la cabeza.

—¿Dices que hay demonios aquí?

—No lo sé… Quizá sólo haya uno. Latió un instante y en seguida se detuvo —reconoció Isabelle—. Pero es una coincidencia demasiado grande para que esto sea simplemente una dirección equivocada. Tenemos que inspeccionar.

Una tenue luz la rodeó de repente. Levantó la vista y vio a Alec sujetando su luz mágica, su resplandor contenido entre los dedos. Proyectaba sombras extrañas sobre su cara, haciéndole parecer mayor de lo que en realidad era, con los ojos de un azul más oscuro.

—Vamos —dijo—. Inspeccionaremos las distintas plantas de una en una.

Avanzaron hacia el ascensor. Alec iba delante, y después avanzaban Isabelle, Jordan y Maia en fila. Las botas de Isabelle llevaban runas insonoras en las suelas, pero los tacones de Maia resonaban en el piso de mármol. Frunciendo el ceño, se detuvo para descalzarse y continuó caminando sin zapatos. Cuando Maia entró en el ascensor, Isabelle se dio cuenta de que llevaba un anillo de oro en el dedo gordo del pie izquierdo, engarzado con una piedra turquesa.

Jordan, bajando la vista, dijo sorprendido:

—Recuerdo este anillo. Te lo compré en…

—Calla —dijo Maia, pulsando el botón para que el ascensor se cerrara. Jordan se quedó en silencio y se cerraron las puertas.

Se pararon en todos los pisos. En su mayoría estaban aún en obras, no había luz y de los techos colgaban cables que parecían parras. Las ventanas estaban cerradas con tablones de contrachapado. Cortinas de polvo volaban como fantasmas a merced del viento. Isabelle no separaba la mano de su colgante, pero nada sucedió hasta que llegaron al décimo piso. Cuando se abrieron las puertas, sintió una vibración en el interior de la mano, como si guardara allí un pajarito y estuviera batiendo las alas.

Dijo en un susurro:

—Aquí hay algo.

Alec se limitó a asentir; Jordan abrió la boca para decir algo, pero Maia le dio un codazo, con fuerza. Isabelle adelantó a su hermano y salió al vestíbulo de los ascensores. El rubí palpitaba y vibraba contra su mano como un insecto angustiado.

A sus espaldas, Alec musitó:

Sandalphon. —La luz destelló en torno a Isabelle, iluminando el vestíbulo. A diferencia de las plantas que habían visitado ya, aquélla se veía más acabada. A su alrededor había paredes de granito, y el suelo lucía negro y brillante. Un pasillo se extendía en los dos sentidos. Por un lado terminaba en una montaña de material de construcción y cables enredados. Por el otro, en una arcada. Más allá de esa arcada, un espacio negro atraía sus miradas.

Isabelle se volvió hacia sus compañeros. Alec había guardado su piedra de luz mágica y sujetaba en la mano un reluciente cuchillo serafín que iluminaba el interior del ascensor como una linterna. Jordan había sacado un cuchillo enorme de aspecto aterrador que portaba en la mano derecha. Maia daba la impresión de estar recogiéndose el pelo; pero cuando bajó las manos, tenía entre ellas una horquilla larga y de punta afilada. Le habían crecido las uñas y sus ojos tenían un brillo verdoso y salvaje.

—Seguidme —dijo Isabelle—. En silencio.

«Tap, tap», palpitaba el rubí sobre el pecho de Isabelle mientras avanzaba por el vestíbulo, como los golpecitos de un dedo insistente. No oía a los compañeros que la seguían, pero sabía dónde estaban por las sombras alargadas que proyectaban en las oscuras paredes de granito. Notaba la garganta tensa, igual que la sentía siempre antes de entrar en batalla. Era la parte que menos le gustaba, la anticipación antes de la liberación violenta. En una pelea, nada importaba excepto la pelea en sí misma; pero ahora debía luchar para mantener la mente concentrada en el asunto que tenía entre manos.

La arcada se elevaba por encima de ellos. Era de mármol tallado, curiosamente pasado de moda para un edificio tan moderno como aquél, sus laterales decorados con volutas. Isabelle miró por un breve momento hacia arriba al pasar por debajo y casi dio un grito. En la piedra había esculpida la cara de una sonriente gárgola que la miraba con lascivia. Le hizo una mueca y contempló el espacio en el que acababa de entrar.

Era inmenso, con techos altos, destinado a convertirse algún día en un gran apartamento tipo loft. Las paredes eran ventanales del suelo hasta el techo, con vistas sobre el East River y Queens a lo lejos, el anuncio de Coca-Cola reflejándose en rojo sangre y azul marino sobre las negras aguas. Las luces de los edificios vecinos brillaban en la noche como el espumillón en un árbol de Navidad. La estancia estaba oscura y llena de sombras extrañas y abultadas, separadas por intervalos regulares, cerca del suelo. Isabelle forzó la vista, perpleja. No se movían; parecían fragmentos de mobiliario cuadrado, robusto, pero ¿qué…?

—Alec —dijo en voz baja. El colgante se contorsionaba como si estuviera vivo, con su corazón de rubí angustiosamente caliente pegado a su piel.

Su hermano se plantó en un instante a su lado. Levantó su espada y la estancia se llenó de luz. Isabelle se llevó la mano a la boca.

—Oh, Dios mío —musitó—. Oh, por el Ángel, no.

—Tú no eres su madre. —La voz de Simon se quebró al pronunciar la frase; Lilith ni siquiera se volvió para mirarlo. Seguía con las manos sobre el ataúd de cristal. Sebastian flotaba en su interior, silencioso e ignorante de todo. Iba descalzo, se fijó Simon—. Tiene una madre. La madre de Clary. Clary es su hermana. Sebastian (Jonathan) no se sentiría muy satisfecho si le hicieses daño.

Lilith levantó la vista al oír aquello y se echó a reír.

—Un intento valiente, vampiro diurno —dijo—. Pero sé lo que me digo. Vi a mi hijo crecer, ¿sabes? Lo visitaba con frecuencia adoptando la forma de una lechuza. Vi cómo lo odiaba la mujer que lo parió. No siente la pérdida de su amor, ni debería, y tampoco le importa su hermana. Se parece más a mí que a Jocelyn Morgenstern. —Sus oscuros ojos pasaron de Simon a Jace y a Clary. No se habían movido de donde estaban, en absoluto. Clary continuaba en el círculo formado por los brazos de Jace, con el cuchillo pegado a su garganta. Jace lo sujetaba sin problemas, despreocupadamente, como si apenas le prestara atención. Pero Simon sabía la facilidad con la que el aparente desinterés de Jace podía explotar para convertirse en una acción violenta.

—Jace —dijo Lilith—. Entra en el círculo. Trae contigo a la chica.

Obedientemente, Jace avanzó, empujando a Clary por delante de él. Cuando cruzaron la barrera de la línea pintada de negro, las runas del interior del círculo lanzaron de repente una luz brillante… y algo más también se iluminó. Una runa dibujada en el lado izquierdo del pecho de Jace, justo encima del corazón, brilló de pronto con tanta intensidad que Simon se vio obligado a cerrar los ojos. Y seguía viendo la runa incluso con los ojos cerrados, un torbellino virulento de líneas rabiosas impreso en el interior de sus párpados.

—Abre los ojos, vampiro diurno —espetó Lilith—. Ha llegado el momento. ¿Me donarás tu sangre o te negarás? Ya sabes cuál es el precio si te niegas.

Simon bajó la vista hacia el ataúd de Sebastian… y se dio cuenta de algo más. En su torso desnudo había una runa gemela a la que acababa de brillar en el pecho de Jace y que empezó a desvanecerse cuando Simon lo miró. Desapareció en cuestión de segundos, y Sebastian volvió a quedarse quieto y blanco. Inmóvil. Sin respirar.

Muerto.

—No puedo resucitarlo para ti —dijo Simon—. Está muerto. Te daría mi sangre, pero no puede engullirla.

Lilith silbó entre dientes, exasperada, y por un instante sus ojos brillaron con una dura luz agria.

—Primero debes morderlo —dijo—. Eres un vampiro diurno. Por tu cuerpo corre sangre de ángel, por tu sangre y tus lágrimas, por el líquido de tus colmillos. Tu sangre de vampiro diurno lo revivirá lo bastante como para que pueda tragar y beber. Muérdelo y dale tu sangre. Devuélvemelo.

Simon se quedó mirándola.

—Pero ¿qué dices? ¿Estás diciéndome que tengo el poder de resucitar a los muertos?

—Has tenido este poder desde que te convertiste en vampiro diurno —dijo ella—. Pero no el derecho a utilizarlo.

—¿El derecho?

Ella sonrió, recorriendo la parte superior del ataúd de Sebastian con la punta de una de sus largas uñas pintadas de rojo.

—Dicen que la historia está escrita por los ganadores —dijo—. Tal vez no exista tanta diferencia como supones entre el lado de la Luz y el lado de la Oscuridad. Al fin y al cabo, sin la Oscuridad, no hay nada que la Luz pueda iluminar.

Simon la miró sin entender nada.

—Equilibrio —dijo ella, aclarándole el tema—. Existen leyes más antiguas de lo que eres capaz de imaginarte. Y una de ellas es que no se puede resucitar lo muerto. Cuando el alma abandona el cuerpo, pertenece a la muerte. Y no puede recuperarse sin antes pagar un precio.

—¿Y estás dispuesta a pagar por ello? ¿Por él? —Simon hizo un gesto en dirección a Sebastian.

—Él es el precio. —Echó la cabeza hacia atrás y rio. Fue una carcajada casi humana—. Si la Luz devuelve una alma a la vida, la Oscuridad tiene también derecho a devolver otra alma a la vida. Y éste es mi derecho. O quizá deberías preguntarle a tu amiguita Clary de qué estoy hablando.

Simon miró a Clary. Daba la impresión de que iba a desmayarse.

—Raziel —dijo Clary débilmente—. Cuando Jace murió…

—¿Que Jace murió? —La voz de Simon ascendió una octava. Jace, a pesar de ser el protagonista de la discusión, seguía sereno e inexpresivo, la mano que sujetaba el cuchillo, firme.

—Valentine lo apuñaló —dijo Clary, casi con un susurro—. Y entonces el Ángel mató a Valentine, y dijo que yo podía tener lo que deseara. Y dije que quería que Jace recuperara la vida, que lo quería vivo de nuevo, y él lo devolvió a la vida… para mí. —Sus ojos parecían enormes en su carita—. Estuvo muerto sólo unos minutos… apenas un momento…

—Fue suficiente —suspiró Lilith—. Estuve cerca de mi hijo durante su batalla con Jace; le vi caer y morir. Seguí a Jace hasta el lago, vi a Valentine asesinarlo, y después cómo el Ángel lo devolvió a la vida. Supe entonces que era mi oportunidad. Volví corriendo al río y cogí el cuerpo de mi hijo… Lo he conservado para este momento. —Miró con orgullo el ataúd—. Todo está en equilibrio. Ojo por ojo. Diente por diente. Vida por vida. Jace es el contrapeso. Si Jace vive, también vivirá Jonathan.

Simon no podía despegar los ojos de Clary.

—Lo qué está diciendo… sobre el Ángel… ¿es cierto? —preguntó—. ¿Y nunca se lo contaste a nadie?

Para su sorpresa, fue Jace quien respondió. Con la mejilla pegada al pelo de Clary, dijo:

—Era nuestro secreto.

Los ojos verdes de Clary brillaban con intensidad, pero no se movió.

—Así que ya ves, vampiro diurno —dijo Lilith—. Sólo tomo lo que es mío por derecho. La Ley dice que aquel que fue resucitado en primer lugar tiene que estar en el interior del círculo cuando el segundo sea resucitado. —Señaló a Jace con un despectivo gesto con el dedo—. Él está aquí. Tú estás aquí. Todo está listo.

—Entonces no necesitas a Clary —dijo Simon—. Déjala fuera del círculo. Déjala marchar.

—Por supuesto que la necesito. La necesito para motivarte. No puedo hacerte daño, portador de la Marca, ni amenazarte, ni matarte. Pero puedo arrancarte el corazón cuando le arranque a ella la vida. Y lo haré.

Miró a Clary, y la mirada de Simon siguió sus ojos.

Clary. Estaba tan pálida que parecía casi azul, aunque a lo mejor era por el frío. Sus ojos verdes se veían inmensos en su carita. De la clavícula caía un hilillo de sangre que llegaba al escote del vestido, manchado ahora de rojo. Tenía los brazos caídos a ambos lados, sus manos temblaban.

Simon estaba viéndola tal y como era en aquel momento, pero también como la niña de siete años que conoció, brazos flacuchos y pecas, y aquellos pasadores azules que siempre llevaba en el pelo hasta que cumplió los once. Pensó en la primera vez en que se dio cuenta de que debajo de la camiseta holgada y los vaqueros que siempre llevaba había las formas de una chica de verdad, y en cómo no había sabido muy bien si seguir mirándola o apartar la vista. Pensó en su risa y en su veloz lápiz deslizándose por cualquier papel, dejando a su paso el dibujo de intrincadas imágenes: castillos con torres de aguja, caballos al trote, personajes coloreados que solía inventarse. «Puedes ir sola al colegio —le había dicho la madre de Clary—, pero sólo si Simon va contigo». Pensó en sus manos unidas para cruzar las calles y en la sensación que le había causado la imponente tarea que había asumido: ser responsable de su seguridad.

Se había enamorado de ella en seguida, y tal vez una parte de él siempre seguiría estando enamorado, porque había sido su primer amor. Pero eso carecía ahora de importancia. Se trataba de Clary; formaba parte de él; siempre había formado parte de él y siempre seguiría siendo así. Mientras la miraba, ella movió negativamente la cabeza, de un modo casi inapreciable. Sabía que estaba diciéndole: «No lo hagas. No le concedas lo que quiere. Deja que me pase lo que tenga que pasarme».

Se introdujo en el círculo; cuando sus pies cruzaron la línea pintada, se estremeció, sintió como una descarga eléctrica atravesándole el cuerpo.

—De acuerdo —dijo—. Lo haré.

—¡No! —gritó Clary, pero Simon no la miró. Estaba mirando a Lilith, que le dirigía una fría sonrisa de regodeo mientras levantaba la mano izquierda y la pasaba a continuación por la superficie del ataúd.

La tapa se esfumó, retractándose de un modo que le recordó curiosamente a Simon la forma en que se retira la tapa de una lata de sardinas. En cuanto la capa superior de cristal se retiró, se fundió hasta desaparecer, derramándose por los laterales del pedestal de granito y cristalizando en diminutos fragmentos de vidrio a medida que las gotas tocaban el suelo.

El ataúd había quedado abierto, como una pecera; el cuerpo de Sebastian flotaba en su interior y Simon creyó ver una vez más el destello de la runa de su pecho cuando Lilith sumergió la mano en el depósito. En un curioso gesto de ternura, cogió las manos de Sebastian y se las cruzó por encima del pecho, colocando la mano vendada por debajo de la que estaba bien. Le retiró de la blanca frente un mechón de pelo mojado y dio unos pasos hacia atrás, sacudiéndose aquella agua lechosa de las manos.

—Haz tu trabajo, vampiro diurno —dijo.

Simon se acercó al ataúd. El rostro de Sebastian estaba relajado, y sus párpados inmóviles. No había indicio de pulso en su garganta. Simon recordó hasta qué punto había deseado beber la sangre de Maureen. Cómo había ansiado la sensación de hundir los dientes en su piel y liberar con ello la sangre salada que circulaba por debajo. Pero aquello… aquello era alimentarse de un cadáver. Sólo de pensarlo el estómago le dio un vuelco.

Aun sin mirarla, sabía que Clary estaba observándolo. Sentía su respiración cuando se inclinó sobre Sebastian. Sentía también a Jace, mirándolo con ojos inexpresivos. Introdujo las manos en el ataúd y cogió a Sebastian por sus resbaladizos y fríos hombros. Reprimiendo las ganas de vomitar, se inclinó y hundió los dientes en el cuello de Sebastian. Su boca se llenó de sangre negra de demonio, amarga como el veneno.

Isabelle avanzó en silencio entre los pedestales de piedra. Alec iba a su lado, con Saldalphon en la mano, proyectando luz en la estancia. Maia estaba en un rincón, agachada y vomitando, apoyándose con una mano en la pared; Jordan estaba junto a ella, con aspecto de desear acariciarle la espalda, pero temeroso de verse rechazado.

Isabelle no culpaba a Maia por vomitar. También ella lo habría hecho de no tener tantos años de formación a sus espaldas. Jamás había visto nada parecido. En la sala había docenas de pedestales de piedra, quizá cincuenta. Y encima de cada uno de ellos había una especie de capazo. Dentro de cada capazo había un bebé. Y todos los bebés estaban muertos.

Al principio, cuando había empezado a caminar entre aquellas filas, había albergado la esperanza de encontrar alguno con vida. Pero aquellos niños llevaban ya tiempo muertos. Tenían la piel grisácea, sus caritas contusionadas y descoloridas. Estaban envueltos en finas mantas, y aunque en la sala hacía frío, Isabelle no creía que fuera suficiente como para que hubiesen muerto congelados. No estaba segura de cómo podían haber muerto; no soportaba la idea de acercarse y mirar con más detalle. Aquello era, evidentemente, una responsabilidad que correspondía a la Clave.

Alec, detrás de ella, tenía lágrimas resbalándole por las mejillas; cuando llegaron al último pedestal, maldecía en voz baja. Maia se había incorporado y estaba apoyada en la ventana; Jordan le había dado un trapo, quizá un pañuelo, para limpiarse la cara. Las frías luces blancas de la ciudad ardían detrás de ella, atravesando el cristal oscuro como brocas de diamante.

—Iz —dijo Alec—. ¿Quién podría haber hecho algo así? ¿Por qué tendría que hacerlo… incluso siendo un demonio…?

Se interrumpió. Isabelle sabía en qué estaba pensando. En Max, cuando nació. Ella tenía siete años, Alec nueve. Estaban inclinados mirando a su hermanito en la cuna, divertidos y encantados con aquella nueva y fascinante criatura. Habían jugado con sus deditos, reído con las caras que ponía cuando le hacían cosquillas.

Se le encogió el corazón. Max. Mientras avanzaba entre las cunas, convertidas ahora en ataúdes en miniatura, una sensación de terror abrumador había empezado a apoderarse de ella. No podía ignorar el hecho de que el colgante que llevaba al cuello resplandecía con un brillo imponente y constante. El tipo de brillo que cabría esperar como resultado de la presencia de un demonio mayor.

Pensó en lo que Clary había visto en el depósito de cadáveres del Beth Israel. «Parecía un bebé normal. Excepto por las manos. Estaban retorcidas en forma de garra…».

Con mucho cuidado, introdujo la mano en una de las cunas. Y procurando no tocar al bebé, deslizó hacia abajo la fina manta que envolvía el cuerpo.

Notó cómo un grito se ahogaba en su garganta. Bracitos regordetes de bebé, muñecas redondeadas de bebé. Las manos tenían un aspecto suave. Pero los dedos… los dedos estaban retorcidos en forma de garra, negros como hueso quemado, rematados con pequeñas zarpas afiladas. Sin quererlo, dio un salto hacia atrás.

—¿Qué? —Maia se acercó a ellos. Seguía mareada, pero su tono de voz era firme. Jordan iba tras ella, con las manos en los bolsillos—. ¿Qué has descubierto? —preguntó.

—Por el Ángel. —Alec, que estaba junto a Isabelle, miraba también la cuna—. Izzy, ¿tienes idea de qué pasa aquí?

Poco a poco, Isabelle repitió lo que Clary le había contado sobre el bebé de la morgue, sobre el libro que había encontrado en la iglesia de Talto.

—Alguien está experimentando con bebés —dijo—. Intentando crear más Sebastians.

—¿Y por qué querría a otros como él? —La voz de Alec rebosaba odio.

—Era rápido y fuerte —dijo Isabelle. Resultaba casi doloroso físicamente decir algo elogioso sobre el chico que había matado a su hermano y que había intentado matarla—. Tal vez están tratando de crear una raza de superguerreros o algo por el estilo.

—No funcionaría. —La mirada de Maia era oscura y triste.

Un sonido casi inaudible provocó el oído de Isabelle. Levantó la cabeza de repente, la mano corrió a su cinturón, donde llevaba enrollado su látigo. Se había movido alguna cosa entre las densas sombras de la estancia, cerca de la puerta, un destello muy débil, pero Isabelle ya se había separado de los demás y corría hacia la puerta. Irrumpió en el vestíbulo de los ascensores. Allí había algo… una sombra que se había liberado de la oscuridad y que se movía, recorriendo la pared. Isabelle cogió velocidad y se abalanzó hacia adelante, derribando la sombra.

No era un fantasma. Rodando por el suelo, Isabelle oyó un gruñido de sorpresa muy humano. La figura era definitivamente humana, más ligera y más baja que Isabelle, vestida con una sudadera y un pantalón de chándal de color gris. Isabelle recibió de repente varios codazos en la clavícula. Y un rodillazo en el plexo solar. Jadeó y rodó hacia un lado, buscando el látigo. Cuando consiguió liberarlo, la figura se había puesto ya en pie. Isabelle se puso bocabajo y chasqueó el látigo hacia adelante; consiguió enrollar su extremo en el tobillo del desconocido y tiró con fuerza, derribando la figura.

Consiguió incorporarse y, con la mano que tenía libre, buscó su estela, escondida en la parte delantera del vestido. Con un rápido corte, finalizó la Marca nyx de su brazo izquierdo. Su visión se adaptó rápidamente, y en cuanto la runa de la visión nocturna empezó a surtir efecto, fue como si la estancia se llenara de luz. Veía a su atacante con más claridad: una figura delgada vestida con una sudadera gris y un pantalón de chándal gris, arrastrándose hacia atrás hasta chocar de espaldas contra la pared. El golpe hizo caer la capucha de la sudadera, descubriéndole la cara. Llevaba la cabeza afeitada, pero era un rostro femenino, con pómulos afilados y grandes ojos oscuros.

—Para —dijo Isabelle, y tiró con fuerza del látigo. La mujer gritó de dolor—. Deja de intentar escaparte…

La mujer dijo entre dientes:

—Gusano. Infiel. No pienso decir nada.

Isabelle se guardó la estela en el vestido.

—Si tiro de este látigo con la fuerza suficiente, te cortará la pierna. —Dio un nuevo tirón al látigo, tensándolo, y avanzó hasta quedarse de pie delante de la mujer. La miró desde arriba—. Ésos bebés —dijo—. ¿Qué les ha pasado?

La mujer soltó una carcajada.

—No eran lo bastante fuertes. Material débil, demasiado débil.

—¿Demasiado débil para qué? —Viendo que la mujer no respondía, Isabelle le espetó—: O me lo cuentas o pierdes la pierna. Tú eliges. No creas que no soy capaz de dejarte desangrándote tirada en el suelo. Los asesinos de niños no merecen piedad.

La mujer le enseñó los dientes y silbó, como una serpiente.

—Si me haces daño, ella te castigará.

—¿Quién…? —Isabelle se interrumpió al recordar lo que Alec había dicho. «Talto es uno de los nombres de Lilith. Podría decirse que es la diosa demonio de los niños muertos». Lilith, se dijo—. Adoras a Lilith. ¿Has hecho todo eso… por ella?

—Isabelle. —Era Alec, sujetando la luz de Sandalphon por delante de él—. ¿Qué pasa? Maia y Jordan están buscando, a ver si hay más… niños, pero por lo que parece todos estaban en la habitación grande. ¿Qué pasa aquí?

—Ésta… persona —dijo Isabelle con repugnancia— es miembro del culto de la iglesia de Talto. Se ve que veneran a Lilith. Y han asesinado a todos estos bebés por ella.

—¡No es ningún asesinato! —La mujer luchaba por enderezarse—. No es un asesinato. Ni un sacrificio. Los examinamos y eran débiles. No es culpa nuestra.

—Déjame que lo adivine —dijo Isabelle—. Habéis intentado inyectar sangre de demonio a mujeres embarazadas. Pero la sangre de demonio es tóxica. Y los bebés no pudieron sobrevivir con ella. Nacieron deformes y después murieron.

La mujer gimoteó. Era un sonido muy leve, pero Isabelle vio que Alec entrecerraba los ojos. Siempre había sido de los mejores en cuanto a interpretar a la gente.

—Uno de esos bebés —dijo— era tuyo. ¿Cómo pudiste inyectarle sangre de demonio a tu propio hijo?

La boca de la mujer empezó a temblar.

—No lo hice. Las inyecciones de sangre se nos administraban únicamente a nosotras. A las madres. Nos hacía más fuertes, más rápidas. También a nuestros maridos. Pero nos pusimos enfermas. Cada vez más enfermas. Nos cayó el pelo. Las uñas… —Levantó las manos, mostrando las uñas ennegrecidas, las bases de las uñas ensangrentadas en aquellas que se habían caído. Tenía los brazos llenos de hematomas negruzcos—. Nos estamos muriendo —dijo. Hubo en su voz un débil sonido de satisfacción—. En cuestión de días estaremos muertos.

—¿Os obligó a tomar veneno y aun así seguís venerándola? —dijo Alec.

—No lo entiendes —dijo la mujer con voz ronca, adormecida—. Yo antes no tenía nada. Ella me encontró. Ninguno de nosotros tenía nada. Yo vivía en las calles. Dormía sobre las rejillas de las bocas del metro para no congelarme. Lilith me dio un lugar donde vivir, una familia que cuida de mí. El simple hecho de estar en su presencia me hace sentir segura. Jamás antes me había sentido segura.

—Así que has visto a Lilith —dijo Isabelle, luchando por mantener en su voz un tono de incredulidad. Conocía los cultos demoníacos; en una ocasión había hecho un trabajo sobre el tema, para Hodge. Le puso muy buena nota. La mayoría de los cultos veneraban demonios imaginados o inventados. Algunos conseguían invocar demonios menores y débiles que, o bien mataban a sus seguidores cuando conseguían liberarse, o bien se contentaban con tener a su servicio a los miembros del culto, que satisfacían todas sus necesidades, y les pedían poca cosa a cambio. Pero nunca había oído hablar de un culto que venerara a un demonio mayor y en el que sus miembros hubiesen visto al demonio en cuestión en carne y hueso. Y mucho menos tratándose de un demonio mayor tan poderoso como Lilith, la madre de los brujos—. ¿Has estado en su presencia?

La mujer entrecerró los ojos.

—Sí. Con su sangre corriendo por mi cuerpo, intuyo cuándo está cerca. Y ahora está cerca.

Isabelle no pudo evitarlo; su mano libre se desplazó a toda velocidad hacia su colgante. Había estado latiendo de modo intermitente desde que habían entrado en el edificio; lo había achacado a la sangre de demonio que contenían los cadáveres de los bebés, pero la presencia en la proximidad de un demonio mayor tendría quizá más sentido.

—¿Está aquí? ¿Dónde?

Le dio la impresión de que la mujer estaba durmiéndose.

—Arriba —respondió vagamente—. Con el chico vampiro. El que camina de día. Nos envió a buscarlo, pero el vampiro estaba protegido. No pudimos capturarlo. Todos los que lo encontraron acabaron muriendo. Pero cuando el hermano Adán volvió y nos contó que el chico estaba protegido por el fuego sagrado, lady Lilith se enfadó y lo sacrificó allí mismo. Fue afortunado por morir en sus manos. —Su respiración empezó a emitir un traqueteo—. Y lady Lilith es muy inteligente. Encontró otra manera de traer aquí al chico…

Isabelle se quedó tan perpleja que incluso se le cayó el látigo de la mano.

—¿Simon? ¿Que ha traído a Simon aquí? ¿Por qué?

—Ninguno de los que ha ido hasta Ella —dijo la mujer, suspirando— ha regresado jamás…

Isabelle se arrodilló para recoger el látigo.

—Para —dijo con voz temblorosa—. Para ya de gimotear y dime adónde se lo ha llevado. ¿Dónde está Simon? Dímelo o te…

—Isabelle. —Alec habló con potencia—. No tiene sentido, Iz. Está muerta.

Isabelle miró a la mujer con incredulidad. Había muerto, al parecer, entre un suspiro y el siguiente, con los ojos abiertos de par en par y la cara relajada. Bajo el hambre, la calvicie y los moratones, se veía que era joven, probablemente no tendría más de veinte años.

—Maldita sea.

—No lo entiendo —dijo Alec—. ¿Qué querrá de Simon un demonio mayor? Simon es un vampiro. Es verdad que es un vampiro poderoso, pero…

—La Marca de Caín —dijo Isabelle distraídamente—. Tiene que tratarse de algo relacionado con la Marca. Tiene que ser eso. —Se encaminó al ascensor y pulsó el botón—. Si es verdad que Lilith fue la primera esposa de Caín, y que Caín era hijo de Adán, la Marca de Caín es prácticamente tan vieja como ella.

—¿Adónde vas?

—Dijo que estaban arriba —respondió Isabelle—. Pienso inspeccionar todas las plantas hasta encontrarlo.

—No puede hacerle daño, Izzy —dijo Alec, con aquella voz razonable que Isabelle tanto detestaba—. Sé que estás preocupada, pero Simon tiene la Marca de Caín; es intocable. Ni siquiera un demonio mayor puede hacerle nada. Nadie puede.

Isabelle regañó a su hermano.

—¿Y para qué crees que lo quiere? ¿Para tener a alguien que le vaya a buscar la ropa a la tintorería durante el día? De verdad, Alec…

Se oyó un ping y se encendió la flecha correspondiente al ascensor más alejado. Isabelle echó a andar en el momento en que se abrieron las puertas. El vestíbulo se iluminó con la luz del ascensor… y detrás de la luz surgió una oleada de hombres y mujeres, calvos, demacrados y vestidos con sudaderas y pantalones de chándal de color gris. Blandían toscas armas sacadas de los cascotes de la obra: fragmentos aserrados de cristal, trozos de viga, bloques de hormigón. Ninguno de ellos hablaba. En un silencio tan absoluto que resultaba siniestro, salieron del ascensor como si de un solo ente se tratara, y avanzaron hacia Alec e Isabelle.