16

ÁNGELES DE NUEVA YORK

—Ya hemos llegado —le dijo Maureen a Simon.

Se había detenido en la acera y observaba un enorme edificio de piedra y cristal que se alzaba por encima de ellos. Estaba claramente diseñado para tener el aspecto de uno de aquellos lujosos complejos de apartamentos que se construyeron en el Upper East Side de Manhattan antes de la segunda guerra mundial, pero los toques modernos lo traicionaban: los altos ventanales, el tejado de cobre respetado por el verdín, los carteles desplegados delante del edificio que prometían «PISOS DE LUJO A PARTIR DE 750 000 $». Por lo que allí decía, ser propietario de uno de ellos te daba derecho, a partir de diciembre, a disfrutar de jardín en la azotea, gimnasio privado, piscina climatizada y servicio de portero las veinticuatro horas del día. Por el momento, el edificio estaba aún en obras y los carteles que anunciaban «PROHIBIDO ENTRAR: PROPIEDAD PRIVADA» atestaban los andamios que lo rodeaban.

Simon miró a Maureen. Daba la impresión de que estaba acostumbrándose rápidamente a ser una vampira. Habían cruzado el puente de Queensboro y subido la Segunda Avenida para llegar hasta allí, y las zapatillas blancas de Maureen estaban destrozadas. Pero en ningún momento había bajado el ritmo, ni se había mostrado sorprendida por no sentirse cansada. En aquellos momentos, contemplaba el edificio con una expresión beatífica, su carita radiante anticipando lo que estaba por llegar.

—Esto está cerrado —dijo Simon, consciente de que sólo estaba dando voz a lo evidente—. Maureen…

—Calla. —Levantó el brazo para tirar de un cartel adherido a una esquina del andamio. Se despegó con un sonido de cartón yeso descascarillado y clavos arrancados. Algunos cayeron al suelo a los pies de Simon. Maureen retiró el yeso y sonrió al ver el boquete que acababa de abrir.

Un anciano que pasaba por la calle, paseando a un pequeño caniche abrigado con una chaquetita de cuadros, se detuvo a mirarlos.

—Tendrías que ponerle un abrigo a tu hermana pequeña —le dijo a Simon—. Con lo flaca que está, aún se te quedará congelada con este tiempo.

Pero antes de que Simon pudiera responder, Maureen se volvió hacia el hombre con una sonrisa feroz y le enseñó todos los dientes, incluyendo sus afilados colmillos.

—No soy su hermana —siseó.

El hombre se quedó blanco, cogió al perro en brazos y se largó corriendo.

Simon miró a Maureen.

—No era necesario hacer eso.

Los colmillos le habían pinchado el labio inferior, algo que a Simon solía sucederle con frecuencia hasta que se acostumbró a ellos. Finos hilillos de sangre resbalaban por su barbilla.

—No me digas lo que tengo que hacer —dijo de mala manera, pero replegó los colmillos. Se pasó la mano por la barbilla, en un gesto infantil, embadurnándose de sangre. Y a continuación se volvió hacia el boquete que había hecho—. Vamos.

Pasó por el agujero y Simon la siguió. Recorrieron una zona donde los albañiles debían de tirar los desperdicios: el suelo estaba plagado de herramientas rotas, ladrillos partidos, viejas bolsas de plástico y latas de refresco. Maureen se levantó la falda y avanzó primorosamente y con cara de asco entre la basura. Cruzó de un salto una estrecha zanja y subió un tramo de peldaños desmoronados. Simon la siguió.

La escalera desembocaba en unas puertas de cristal y Maureen las empujó para abrirlas. Al otro lado de las puertas había un ampuloso vestíbulo de mármol. Del techo colgaba una impresionante lámpara de araña, aunque no había luz para iluminar sus colgantes de cristal. Estaba tan oscuro, que un humano no habría visto nada de todo aquello. Había una mesa de mármol destinada al portero, un diván tapizado en verde debajo de un espejo con marco dorado y ascensores a ambos lados de la estancia. Maureen pulsó el botón del ascensor y, para sorpresa de Simon, se iluminó.

—¿Adónde vamos? —preguntó.

El ascensor emitió un sonido metálico y Maureen entró; Simon la siguió. El ascensor estaba forrado en dorado y rojo, con espejos de cristal esmerilado por todos lados.

—Arriba. —Pulsó el botón de la azotea y rio—. Al cielo —dijo, y se cerraron las puertas.

—No encuentro a Simon.

Isabelle, que estaba apoyada en una de las columnas de la Fundición intentando no cavilar mucho, levantó la vista y vio a Jordan por encima de ella. Era increíblemente alto, pensó. Como mínimo mediría cerca de un metro noventa. Lo había encontrado muy atractivo cuando lo vio por primera vez, con su pelo oscuro alborotado y sus ojos verdes, pero ahora que sabía que era el ex de Maia, lo había trasladado sin dudarlo ni un momento al espacio mental que reservaba a los chicos fuera de su alcance.

—Pues yo tampoco lo he visto —dijo—. Se suponía que tú eras su guardaespaldas.

—Me dijo que volvía en seguida. Pero de eso hace ya casi tres cuartos de hora. Pensé que iba al baño.

—¿Qué tipo de vigilante eres tú? ¿No tendrías que haberlo acompañado al baño? —le preguntó Isabelle.

Jordan estaba horrorizado.

—Los tíos —dijo— nunca acompañan a otros tíos al baño.

Isabelle suspiró.

—El pánico homosexual latente acaba apareciendo siempre —dijo—. Anda, vamos a buscarlo.

Dieron vueltas por el local, mezclándose con los invitados. Alec estaba sentado a una mesa, enfurruñado y jugando con una copa de champán vacía.

—No, no lo he visto —dijo en respuesta a su pregunta—. Aunque debo reconocer que tampoco he estado mirando.

—Podrías ayudarnos a buscarlo —dijo Isabelle—. Así tendrás algo que hacer además de dar pena.

Alec hizo un gesto de indiferencia y se sumó a ellos. Decidieron dividirse y desplegarse entre los invitados. Alec se encaminó al piso de arriba para mirar en las pasarelas y el segundo nivel. Jordan salió a mirar en las terrazas y la entrada. Isabelle se quedó en la sala principal. Y estaba preguntándose si mirar debajo de las mesas sería ridículo, cuando apareció Maia detrás de ella.

—¿Va todo bien? —preguntó. Miró hacia arriba, donde estaba Alec, y luego en la dirección en la que se había marchado Jordan—. Reconozco una brigada de búsqueda en cuanto la veo. ¿Qué andáis buscando? ¿Hay algún problema?

Isabelle le explicó la situación de Simon.

—He hablado con él hace media hora.

—Y Jordan también, pero ha desaparecido. Y como últimamente hay gente que ha estado intentando matarlo…

Maia dejó su copa en una mesa.

—Te ayudaré a buscar.

—No es necesario. Sé que en estos momentos no sientes mucho cariño por Simon…

—Eso no significa que no quiera ayudar si anda metido en problemas —dijo Maia, como si Isabelle hubiera dicho una ridiculez—. Pero ¿no tenía que estar vigilándolo Jordan?

Isabelle levantó las manos.

—Sí, pero por lo que parece, los tíos no siguen a los demás tíos cuando van al baño, o algo así me ha dicho. La verdad es que me parece ilógico.

—Los tíos son ilógicos —dijo Maia, y la siguió. Buscaron entre los invitados, aunque Isabelle estaba ya prácticamente segura de que no iban a encontrar a Simon por allí. Tenía un pequeño punto frío en el estómago que a medida que pasaba el tiempo iba haciéndose más grande y más frío. Cuando se reunieron todos de nuevo en la mesa, ya tenía la sensación de haber engullido un vaso entero de agua helada.

—No está aquí —dijo.

Jordan maldijo y miró a Maia con expresión de culpabilidad.

—Perdón.

—He oído cosas peores —dijo—. ¿Y ahora qué hacemos? ¿Alguien ha intentado llamarlo?

—Salta directamente el contestador —dijo Jordan.

—¿Alguna idea sobre adónde podría haber ido? —preguntó Alec.

—El mejor escenario sería que hubiese vuelto ya al apartamento —dijo Jordan—. Y el peor, que esa gente que andaba tras él haya conseguido atraparlo.

—¿Gente que qué? —Alec estaba desconcertado, pues aunque Isabelle le había explicado a Maia la historia de Simon, no había tenido aún oportunidad de informar al respecto a su hermano.

—Me voy al apartamento a echar un vistazo —dijo Jordan—. Si está, estupendo. Si no, creo que igualmente deberíamos empezar por allí. Saben dónde vive; han estado enviándole mensajes a casa. A lo mejor hay algún mensaje nuevo. —No lo dijo muy esperanzado.

Isabelle tomó su decisión en una décima de segundo:

—Iré contigo.

—No es necesario…

—Sí. Le dije a Simon que tenía que venir a la fiesta; me siento responsable. Además, estoy aburriéndome como una ostra.

—Sí —dijo Alec, aliviado ante la perspectiva de salir de allí—. Voy con vosotros. Tal vez deberíamos ir todos. ¿Se lo decimos a Clary?

Isabelle negó con la cabeza.

—Es la fiesta de su madre. No estaría bien. Veamos qué podemos hacer entre los tres.

—¿Los tres? —preguntó Maia, con un matiz de delicada molestia en su voz.

—¿Quieres venir con nosotros, Maia? —Era Jordan. Isabelle se quedó helada; no estaba segura de cómo respondería Maia si su ex novio se dirigía directamente a ella. Maia se tensó un poco y por un instante miró a Jordan… no como si lo odiara, sino pensativa.

—Se trata de Simon —dijo por fin, como si aquello lo decidiera todo—. Voy a buscar el abrigo.

Las puertas del ascensor se abrieron para dar paso a un remolino de aire oscuro y sombras. Maureen siguió con su risita y salió a la negrura; Simon la siguió con un suspiro.

Estaban en una sala muy grande, revestida de mármol y sin ventanas. No había luces, pero en la pared que quedaba a la izquierda del ascensor se abría una gigantesca puerta doble acristalada. Simon vio a través de ella la superficie plana de la terraza y, por encima, el cielo negro salpicado por estrellas que apenas relucían.

El viento volvía a soplar con fuerza. Siguió a Maureen hacia el exterior; las gélidas ráfagas de aire levantaban el vestido de la chica como una mariposa nocturna que agita sus alas para superar un vendaval. La terraza del tejado era tan elegante como prometían los carteles. El suelo estaba cubierto con grandes baldosas hexagonales de piedra; había parterres de flores protegidos con cristal y setos cuidadosamente recortados en forma de monstruos y animales. El sendero por el que caminaban estaba flanqueado por diminutas lucecitas. A su alrededor había altos edificios de apartamentos construidos con cristal y acero, sus ventanas iluminadas con luz eléctrica.

El caminito terminaba en unos peldaños enlosados, al final de los cuales había una amplia plazoleta rematada por el elevado muro que rodeaba el jardín. El objetivo del espacio era claramente convertirse en un lugar donde los futuros residentes del edificio pudieran socializar. En medio de la plazoleta había un gran bloque cuadrado de hormigón, donde seguramente se instalaría una barbacoa, pensó Simon, y la zona estaba cercada por rosales perfectamente recortados que en junio florecerían, igual que las celosías ahora desnudas que adornaban los muros desaparecerían algún día bajo un manto de hojas. Acabaría siendo un espacio atractivo, un jardín de lujo en el último piso de un edificio del Upper East Side donde poder relajarse en una tumbona, con el East River brillando a la puesta de sol y la ciudad desplegándose delante, un mosaico de trémula luz.

Excepto que… el suelo enlosado estaba pintarrajeado, salpicado con algún tipo de líquido negro y pegajoso que habían utilizado para trazar un burdo círculo en el interior de otro círculo de mayor tamaño. El espacio entre los dos círculos estaba lleno a rebosar de runas dibujadas. Pese a no ser un cazador de sombras, Simon había visto suficientes runas nefilim como para reconocer las pertenecientes al Libro Gris. Y aquéllas no lo eran. Tenían un aspecto maligno y amenazador, como un maleficio garabateado en un idioma desconocido.

El bloque de hormigón ocupaba el centro del círculo. Y encima de él se asentaba un voluminoso objeto rectangular, envuelto en una tela oscura. La forma recordaba la de un ataúd. En la base del bloque había más runas dibujadas. De haber tenido Simon sangre circulante, se le habría quedado helada.

Maureen aplaudió.

—Oh —dijo con su vocecita de duendecillo—. Es precioso.

—¿Precioso? —Simon lanzó una rápida mirada a la forma encorvada que coronaba el bloque de hormigón—. Maureen, ¿qué demonios…?

—Veo que lo has traído. —Se oyó una voz de mujer, cultivada, potente y… conocida. Simon se volvió. Detrás de él, en el caminito, había una mujer alta con pelo corto y oscuro. Era muy delgada e iba vestida con un abrigo largo de color negro con cinturón que le daba el aspecto de una femme fatale de una película de espías de los años cuarenta—. Gracias, Maureen —prosiguió. Tenía un rostro bello, de duras facciones, con pómulos altos y grandes ojos oscuros—. Lo has hecho muy bien. Ahora puedes irte. —Dirigió la mirada a Simon—. Simon Lewis —dijo—. Gracias por venir.

La reconoció en el instante en que pronunció su nombre. La última vez que la había visto fue bajo una lluvia torrencial, delante del Alto Bar.

—Tú. Te recuerdo. Me diste tu tarjeta. La promotora musical. Caray, debe de ir en serio eso de que quieres promocionar mi grupo. Nunca me había imaginado que fuésemos tan buenos.

—No seas sarcástico —dijo la mujer—. No tiene sentido. —Miró de soslayo—. Maureen. Puedes irte. —Su voz sonó esta vez con resolución y Maureen, que había estado revoloteando por allí como un pequeño fantasma, profirió un gritito y se largó corriendo por donde habían llegado. Simon la vio desaparecer por las puertas que conducían a los ascensores, sintiendo casi lástima al verla marchar. Maureen no era una gran compañía, pero sin ella se sintió de repente muy solo. Quienquiera que fuera aquella desconocida, desprendía una clara aura de poder oscuro que no había percibido cuando la vio por vez primera, drogado como estaba de sangre.

—Me has traído de cabeza, Simon —dijo; su voz procedía ahora de otra dirección, a varios metros de distancia. Simon se volvió y la localizó junto al bloque de hormigón, en el centro del círculo. Las nubes avanzaban por encima de la luna, proyectando sobre su cara un dibujo de sombras en movimiento. Simon, que estaba al pie de la escalera, tuvo que echar la cabeza hacia atrás para mirarla—. Creí que iba a ser fácil hacerme contigo. Tratar con un simple vampiro. Un novato. Pero nunca me había tropezado con un vampiro diurno, ya que hace más de cien años que no había ninguno. Sí —añadió, con una sonrisa al ver cómo la miraba Simon—, soy más vieja de lo que parezco.

—Pareces bastante vieja.

Ella ignoró el insulto.

—He enviado a mis mejores hombres a por ti, y sólo regresó uno de ellos, contando no sé qué historia sobre el fuego sagrado y la ira de Dios. Después de aquello ya no me sirvió para nada. Tuve que sacrificarlo. Resultaba casi molesto. Fue entonces cuando decidí tratar el asunto personalmente. Fui a verte a tu estúpido concierto y después, cuando te tuve cerca, la vi. La Marca. Conocí personalmente a Caín y conozco de sobras su forma.

—¿Que conociste personalmente a Caín? —Simon movió la cabeza de un lado a otro—. No pretenderás que me lo crea.

—Créetelo o no —dijo ella—. Me da lo mismo. Soy más vieja que los sueños de los de tu especie, chiquillo. Paseé por los senderos del Jardín del Edén. Conocí a Adán antes que Eva. Fui su primera esposa, pero no le guardé obediencia, y por eso Dios me expulsó y creó una nueva esposa para Adán, una mujer hecha a partir de su propio cuerpo para que le fuese siempre servil. —Esbozó una débil sonrisa—. Tengo muchos nombres. Pero puedes llamarme Lilith, la primera de todos los demonios.

Al escuchar aquello, Simon, que llevaba casi dos meses sin sentir frío, se estremeció. Había oído mencionar el nombre de Lilith. No recordaba exactamente dónde, pero sabía que era un nombre asociado con la oscuridad, con el mal y con cosas terribles.

—Tu Marca me plantea un enigma —dijo Lilith—. Te necesito, vampiro diurno. Tu fuerza vital… tu sangre. Pero no puedo forzarte ni hacerte daño.

Lo dijo como si necesitar sangre fuera lo más natural del mundo.

—¿Bebes… sangre? —preguntó Simon. Se sentía aturdido, como si estuviera atrapado en un sueño extraño. Aquello no podía estar pasando.

Lilith se echó a reír.

—Los demonios no se alimentan de sangre, niño tonto. Lo que quiero de ti no es para mí. —Le tendió una delgada mano—. Acércate más.

Simon movió la cabeza.

—No pienso entrar en ese círculo.

Ella se encogió de hombros.

—Muy bien, entonces. Sólo pretendía que tuvieras mejor vista. —Movió ligeramente los dedos, casi con negligencia, el gesto que hace quien retira una cortina. La tela negra que cubría el objeto en forma de ataúd que quedaba entre ellos desapareció.

Simon se quedó mirando lo que había debajo. No se había equivocado en lo de la forma de ataúd. Era una gran caja de cristal, lo bastante larga y ancha como para contener a una persona. Un ataúd de cristal, pensó, como el de Blancanieves. Pero aquello no era un cuento de hadas. En el interior del ataúd había un líquido nebuloso, y flotando en aquel líquido —desnudo de cintura para arriba, con el cabello rubio claro moviéndose a su alrededor como pálidas algas— estaba Sebastian.

En la puerta del apartamento de Jordan no había ningún mensaje pegado, ni encontraron nada encima o debajo de la alfombrilla, y no vieron nada inmediatamente evidente en el interior del piso. Mientras Alec montaba guardia abajo y Maia y Jordan revolvían la mochila de Simon en la sala de estar, Isabelle, en el umbral de la puerta de la habitación de Simon, contemplaba en silencio el lugar donde éste había dormido los últimos días. Había lo mínimo: cuatro paredes, sin ninguna decoración, un suelo desnudo con un colchón tipo futón y una manta de color blanca doblada a los pies, y una única ventana con vistas a la Avenida B.

Escuchaba desde allí la ciudad, la ciudad en la que había crecido, cuyos ruidos la habían rodeado siempre, desde que era un bebé. La tranquilidad de Idris, sin el sonido de las alarmas de los coches, los gritos de la gente, las sirenas de las ambulancias y la música que nunca dejaba de sonar en Nueva York, incluso en plena noche, le había resultado terriblemente ajena. Pero ahora, contemplando la pequeña habitación de Simon, pensó en lo solitarios que sonaban aquellos sonidos, en lo remotos que resultaban, y en si él se habría sentido también solo por la noche, allí acostado mirando el techo, completamente solo.

Por otra parte, tampoco había visto la habitación de su casa, que a buen seguro estaría repleta de pósteres de grupos musicales, trofeos deportivos, cajas con aquellos juegos a los que le encantaba jugar, instrumentos de música, libros… los trastos típicos de una vida normal. Nunca le había pedido que la llevara a su casa, y tampoco él se lo había sugerido. Le daba recelo conocer a su madre, hacer cualquier cosa que diera indicios de un compromiso mayor del que estaba dispuesta a asumir. Pero ahora, mirando aquella habitación que era como una cáscara vacía, escuchando el inmenso bullicio oscuro de la ciudad, sintió una punzada de miedo y dolor por Simon… mezclada con otra punzada de remordimiento.

Se volvió hacia el otro lado de la puerta, pero se detuvo cuando oyó voces hablando bajito en la sala de estar. Reconoció la voz de Maia. No parecía enfadada, algo realmente sorprendente teniendo en cuenta lo mucho que odiaba a Jordan.

—Nada —estaba diciendo—. Unas llaves, un montón de papeles con estadísticas de juegos. —Isabelle asomó la cabeza por la puerta. Vio a Maia, de pie a un lado del mostrador de la cocina, la mano en el interior del bolsillo con cremallera de la mochila de Simon. Jordan, al otro lado del mostrador, la miraba. La miraba a ella, pensó Isabelle, no lo que ella estaba haciendo, de ese modo que los chicos te miran cuando están locos por ti y se sienten fascinados por todo lo que haces—. Voy a examinar su cartera.

Jordan, que había cambiado su atuendo formal por unos vaqueros y una chaqueta de cuero, frunció el ceño.

—Es extraño que se la olvidara aquí. ¿Puedo mirar? —Extendió el brazo por encima del mostrador.

Maia se echó hacia atrás con tanta rapidez que soltó la cartera.

—No pretendía… —Jordan retiró lentamente la mano—. Lo siento.

Maia respiró hondo.

—Mira —dijo—. Hablé con Simon. Sé que nunca tuviste intención de transformarme. Sé que no sabías qué te pasaba. Recuerdo lo que se sentía. Recuerdo que estaba aterrada.

Jordan bajó las manos poco a poco y con cuidado hasta alcanzar el mostrador. Resultaba curioso, pensó Isabelle, ver a alguien tan alto intentar parecer inofensivo y pequeño.

—Debería haber estado allí para ayudarte.

—Pero los Praetor no te lo permitieron —dijo Maia—. Y afrontémoslo, tú no tenías ni idea de lo que significaba ser un licántropo; habríamos sido como dos personas con los ojos vendados dando traspiés en un círculo. Tal vez fue mejor que no estuvieras allí. Me obligó a huir en busca de ayuda. A encontrar la manada.

—Al principio esperaba que los Praetor Lupus te encontraran —susurró él—. Para poder volver a verte. Entonces me di cuenta de que era un egoísta y que debería estar deseando no haberte transmitido la enfermedad. Sabía que había una probabilidad de un cincuenta por ciento. Pensé que tú serías una de las afortunadas.

—Pues no lo fui —dijo en tono prosaico—. Y con los años te convertí mentalmente en esta especie de monstruo. Creí que sabías lo que hacías cuando me hiciste esto. Creí que era tu venganza por haberme visto besando a aquel chico. Por eso te odiaba. Y odiarte me lo hacía todo más fácil. Tener a alguien a quien culpar.

—Debías culparme —dijo—. Es culpa mía.

Maia recorrió el mostrador de la cocina con el dedo, evitando sus ojos.

—Te culpo. Pero… no tal y como lo he hecho hasta ahora.

Jordan levantó la mano y se tiró de los pelos. Su pecho subía y bajaba con rapidez.

—No pasa un día en que no piense en lo que te hice. Te mordí. Te transformé. Te convertí en lo que ahora eres. Te levanté la mano. Te hice daño. La única persona a la que quería más que nada en el mundo.

Los ojos de Maia estaban llenos de lágrimas.

—No digas eso. No ayuda en absoluto. ¿Crees que ayuda?

Isabelle tosió con fuerza para aclararse la garganta y entró en la sala de estar.

—¿Qué tal? ¿Habéis encontrado alguna cosa?

Maia apartó la vista, pestañeando. Jordan bajó las manos y dijo:

—La verdad es que no. Ahora íbamos a registrar su cartera. —La cogió de donde Maia la había dejado caer—. Aquí está. —Se la lanzó a Isabelle.

Isabelle la cogió al vuelo y la abrió. El carnet del instituto, el carnet de identidad del estado de Nueva York, una púa de guitarra en el espacio normalmente destinado a las tarjetas de crédito. Un billete de diez dólares y una receta para hacer cubitos. Pero entonces algo le llamó la atención: una tarjeta de visita, metida de cualquier manera detrás de una foto de Simon y de Clary, la típica imagen de fotomatón. Los dos sonreían.

Isabelle cogió la tarjeta y se la quedó mirando. Tenía un dibujo con formas espirales, casi abstracto, de una guitarra flotando entre las nubes. Y debajo aparecía un nombre.

«Satrina Kendall. Promotora musical». Y más abajo había un número de teléfono y una dirección del Upper East Side. Isabelle frunció el ceño. Algo, un recuerdo, le vino a la memoria.

Isabelle enseñó la tarjeta a Jordan y a Maia, que estaban ocupados tratando de no mirarse.

—¿Qué opináis de esto?

Pero antes de que les diera tiempo a responder, se abrió la puerta del apartamento y entró Alec. Ponía mala cara.

—¿Habéis encontrado algo? Llevo allí abajo plantado media hora y no ha aparecido nada que pueda resultar remotamente amenazador. A menos que quisierais tener en cuenta a un estudiante de la NYU que ha vomitado enfrente del portal.

—Esto —dijo Isabelle, pasándole la tarjeta a su hermano—. Míralo. ¿No te suena un poco extraño?

—¿Quieres decir aparte del hecho de que ningún promotor musical podría sentir interés por el desagradable grupo de Lewis? —preguntó Alec, cogiendo la tarjeta. Frunció el ceño—. ¿Satrina?

—¿Te suena de algo ese nombre? —preguntó Maia. Sus ojos seguían rojos, pero su voz sonaba más firme.

—Satrina es uno de los diecisiete nombres de Lilith, la madre de todos los demonios. Por eso se conoce a los brujos como «hijos de Satrina» —dijo Alec—. Porque engendró demonios, que a su vez dieron origen a la raza de los brujos.

—¿Y te sabes de memoria los diecisiete nombres? —Jordan lo preguntó dudoso.

Alec le dirigió una mirada gélida.

—¿Y tú de qué vas ahora?

—Oh, cierra el pico, Alec —dijo Isabelle, empleando el tono que sólo utilizaba con su hermano—. Mira, no todos tenemos tu memoria para recordar datos aburridos. Me imagino que no recuerdas todos los demás nombres de Lilith, ¿verdad?

Con una expresión de superioridad, Alec empezó a recitar:

—Satrina, Lilith, Ita, Kali, Batna, Talto…

—¡Talto! —exclamó Isabelle—. Eso es. Sabía que me recordaba algo. ¡Sabía que existía una conexión! —Les explicó rápidamente lo de la iglesia de Talto, lo que Clary había encontrado allí y cómo se relacionaba con el bebé muerto medio demonio del Beth Israel.

—Ojalá me lo hubieses contado antes —dijo Alec—. Sí, Talto es uno de los nombres de Lilith. Y Lilith siempre se ha asociado con bebés. Fue la primera esposa de Adán, pero huyó del Jardín del Edén porque no quería obedecer ni a Adán ni a Dios. Dios la maldijo por su desobediencia: cualquier hijo que engendrara, moriría. Dice la leyenda que intentó una y otra vez tener un hijo, pero que los bebés siempre nacieron muertos. Al final juró que se vengaría de Dios debilitando y asesinando a recién nacidos humanos. Podría decirse que es la diosa demonio de los niños muertos.

—Pero has dicho que era la madre de los demonios —dijo Maia.

—Consiguió crear demonios esparciendo gotas de su sangre sobre la tierra en un lugar llamado Edom —explicó Alec—. Al nacer como resultado de su odio hacia Dios y hacia la especie humana, se convirtieron en demonios. —Consciente de que todos lo miraban, se encogió de hombros—. Pero no es más que una leyenda.

—Todas las leyendas son ciertas —dijo Isabelle. Había creído en ello como un dogma desde que era pequeña. Era el dogma de todos los cazadores de sombras. Ninguna religión, ninguna verdad… y ningún mito carecían de significado—. Lo sabes muy bien, Alec.

—Y sé también algo más —dijo Alec, devolviéndole la tarjeta—. Ése número de teléfono y esa dirección son basura. No son reales.

—Tal vez —dijo Isabelle, guardándose la tarjeta en el bolsillo—. Pero no tenemos otra cosa por donde empezar a buscar. Por lo tanto, empezaremos por allí.

Simon no podía hacer otra cosa que seguir mirando fijamente. El cuerpo que flotaba en el interior del ataúd —el de Sebastian— no parecía estar vivo; o, como mínimo, no respiraba. Pero era evidente que tampoco podía decirse que estuviera exactamente muerto. Habían pasado dos meses. Simon estaba casi seguro de que, de estar muerto, tendría un aspecto mucho más deplorable. El cuerpo estaba muy blanco, como el mármol; tenía una muñeca vendada, pero por lo demás parecía ileso. Era como si estuviera dormido, con los ojos cerrados y los brazos extendidos a ambos lados del cuerpo. Sólo el detalle de que su pecho no se movía indicaba que algo allí iba muy mal.

—Pero —dijo Simon, sabiendo que lo que decía sonaba ridículo— si está muerto. Jace lo mató.

Lilith posó una de sus pálidas manos encima de la superficie del ataúd.

—Jonathan —dijo, y Simon recordó entonces que aquél era en realidad su nombre. La voz de Lilith tenía un matiz cariñoso al pronunciarlo, como si estuviera acunando a un niño—. Es bello, ¿verdad?

—Hummm —dijo Simon, mirando con aberración la criatura del interior del ataúd, el chico que había asesinado a Max Lightwood, de sólo nueve años. La criatura que había matado a Hodge. Que había intentado matarlos a todos—. No es mi tipo, la verdad.

—Jonathan es único —dijo ella—. Es el único cazador de sombras que he conocido que es en parte demonio mayor. Esto lo hace muy poderoso.

—Está muerto —dijo Simon. Tenía la impresión, no sabía muy bien por qué, de que era importante seguir subrayando aquel hecho, aunque Lilith no pareciera captarlo.

Lilith miró a Sebastian frunciendo el ceño.

—Cierto. Jace Lightwood consiguió ponerse a sus espaldas y le atravesó el corazón desde atrás con un cuchillo.

—¿Cómo te lo hiciste para…?

—Yo estaba en Idris —dijo Lilith—. Entré cuando Valentine abrió la puerta a los mundos demoníacos. No para combatir en su estúpida batalla. Por curiosidad, más que por otra cosa. Ése Valentine es tan arrogante… —Se interrumpió, con un gesto de indiferencia—. El cielo lo castigó por ello, por supuesto. Vi el sacrificio que realizó; vi al Ángel alzarse y volverse contra él. Vi las consecuencias. Soy el más antiguo de los demonios; conozco las Viejas Leyes. Vida por vida. Corrí hacia Jonathan. Era casi demasiado tarde. Por eso todo lo humano en él murió al instante, su corazón había cesado de latir, sus pulmones de hincharse. Las Viejas Leyes no bastaban. Intenté resucitarlo entonces. Pero hacía demasiado tiempo que se había ido. Lo único que pude hacer fue esto. Conservarlo a la espera de este momento.

Simon se preguntó por un instante qué sucedería si salía corriendo, si pasaba zumbando por el lado de aquella diablesa loca y se arrojaba al vacío. Como consecuencia de la Marca, ningún ser viviente podía hacerle daño, pero dudaba de que su poder se extendiera hasta el punto de protegerlo contra la caída. Pero era un vampiro. Si caía cuarenta pisos abajo y se rompía hasta el último hueso de su cuerpo, ¿conseguiría recuperarse? Tragó saliva y vio que Lilith lo miraba como si encontrase la situación muy graciosa.

—¿No quieres saber a qué momento me refiero? —dijo con su voz fría y seductora. Y antes de que Simon pudiera responder, se inclinó hacia adelante, apoyando los codos en el ataúd—. Me imagino que conoces la historia de cómo los nefilim se convirtieron en lo que son. De cómo el ángel Raziel mezcló su sangre con la sangre de los hombres y se la dio a beber a un hombre, y de cómo ese hombre se convirtió de este modo en el primer nefilim.

—He oído hablar de ella.

—En efecto, el Ángel creó una nueva raza de criaturas. Y ahora, con Jonathan, ha nacido de nuevo otra raza. Igual que el cazador de sombras Jonathan originó el primer nefilim, este Jonathan originará la nueva raza que pretendo crear.

—La nueva raza que pretendes… —Simon levantó las manos—. ¿Sabes qué? Si te apetece liderar una nueva raza a partir de un tipo muerto, adelante. No entiendo qué tiene que ver esto conmigo.

—Ahora está muerto. Pero necesita no seguir estándolo. —La voz de Lilith era fría, carente de emoción—. Existe, claro está, un tipo de subterráneo cuya sangre ofrece la posibilidad de, diríamos, una resurrección.

—Los vampiros —dijo Simon—. ¿Quieres que convierta a Sebastian en un vampiro?

—Se llama Jonathan —replicó en un tono cortante—. Y sí, en cierto sentido sí. Quiero que lo muerdas, que bebas su sangre, y que le des a cambio tu sangre…

—No pienso hacerlo.

—¿Estás seguro?

—Un mundo sin Sebastian —Simon utilizó expresamente aquel nombre— es un mundo mejor que con él. No pienso hacerlo. —La rabia empezaba a apoderarse de Simon, una rápida marea ascendente—. De todos modos, tampoco podría aunque quisiera. Está muerto. Los vampiros no pueden resucitar a los muertos. Deberías saberlo, si tanto dices que sabes. Una vez el alma abandona el cuerpo, nada puede volver a traerla. Por suerte.

Lilith le clavó la mirada.

—No lo sabes, ¿verdad? —dijo—. Clary nunca te lo contó.

Simon empezaba a hartarse.

—¿Que nunca me contó qué?

Ella rio entre dientes.

—Ojo por ojo, diente por diente, vida por vida. Para impedir el caos debe existir el orden. Si se ofrece una vida a la Luz, se le debe una vida a la Oscuridad.

—No tengo literalmente ni idea de qué me hablas —dijo Simon, despacio y con toda la intención—. Y me da lo mismo. Tus villanos y tus horripilantes programas de eugenesia empiezan a aburrirme. Así que me largo. Puedes tratar de detenerme amenazándome o haciéndome daño. Te animo a que lo intentes.

Ella se quedó mirándolo y volvió a reír.

—Caín se ha levantado —dijo—. Eres un poco como él, cuya Marca llevas. Era tozudo, como tú. Terco como una mula, y tonto además.

—Se sublevó contra Dios. Yo simplemente me enfrento contigo. —Simon dio media vuelta dispuesto a marcharse.

—Yo de ti no me pondría de espaldas a mí, vampiro diurno —dijo Lilith, y algo en su voz lo obligó a volverse y a mirarla. Seguía inclinada sobre el ataúd de Sebastian—. Piensas que nadie puede hacerte daño —dijo con una sonrisa socarrona—. Y, de hecho, no puedo levantar la mano contra ti. No soy tonta; he visto el fuego sagrado de lo divino. Y no me apetece en absoluto verlo levantarse contra mí. No soy Valentine, dispuesta a regatear con aquello que no alcanzo a comprender. Soy un demonio, pero muy viejo. Conozco a la humanidad mejor de lo que te imaginas. Comprendo la debilidad del orgullo, del ansia de poder, del deseo de la carne, de la avaricia, la vanidad y el amor.

—El amor no es una debilidad.

—¿Ah, no? —dijo ella, y miró más allá de donde estaba él, con una mirada más fría y afilada que un carámbano de hielo.

Él se volvió, sin querer hacerlo pero sabiendo que debía, y miró a sus espaldas.

En el camino de acceso estaba Jace. Llevaba un traje negro y camisa blanca. Delante de él estaba Clary, aún con el precioso vestido de color oro que llevaba en la fiesta de la Fundición. Su larga y ondulada melena roja se había desprendido del recogido y se derramaba sobre sus hombros. Estaba muy quieta en el interior del círculo formado por los brazos de Jace. Habría parecido casi una imagen romántica de no ser por el hecho de que en una de sus manos Jace sujetaba un cuchillo largo y reluciente con empuñadura de hueso que apuntaba contra la garganta de Clary.

Simon se quedó mirando a Jace completamente conmocionado. El rostro de Jace no mostraba emoción, sus ojos carecían de luz. Miraban con amargura a la nada.

Ladeó la cabeza muy levemente.

—La he traído, lady Lilith —dijo—. Tal y como me pediste.