MÁS ALLÁ DE LOS SUEÑOS
Jace se agitó inquieto en su estrecha cama en la Ciudad Silenciosa. No sabía dónde dormían los Hermanos, y ellos no habían mostrado interés alguno por revelárselo. El único lugar donde al parecer podía acostarse era en una de las celdas que había debajo de la Ciudad y que destinaban a los prisioneros. Le habían dejado la puerta abierta para que no se sintiese encarcelado, pero por mucha imaginación que intentara ponerle, era un lugar que no podía de ningún modo calificarse de agradable.
El ambiente estaba cargado y olía a cerrado. Se había quitado la camiseta y se había acostado sobre las mantas vestido sólo con sus vaqueros, pero seguía teniendo calor. Los muros eran de un insípido color gris. Justo por encima del armazón de la cama, alguien había grabado en la piedra las letras «JG» y se preguntó por su significado. En la habitación no había más mobiliario que la cama, un espejo roto que le devolvía su reflejo en una imagen distorsionada, y el lavabo. Y todo eso sin mencionar los desagradables recuerdos que le despertaba aquel lugar. Los Hermanos habían estado toda la noche entrando y saliendo de su cabeza, hasta estrujarlo por completo. Su secretismo era tan grande, que no tenía ni idea de si estaban haciendo avances. No se los veía satisfechos aunque, la verdad, nunca lo parecían.
Sabía que la prueba de fuego era dormir. ¿Con qué soñaría? «Dormir: tal vez soñar». Se volvió, escondió la cara entre las manos. Se veía incapaz de soportar otro sueño en el que volviera a hacerle daño a Clary. Creía que se volvería loco, y le daba miedo. La posibilidad de morir nunca lo había asustado demasiado, pero la idea de volverse loco era lo peor que podía imaginarse. Dormirse, no obstante, era la única forma de averiguarlo. Cerró los ojos y se obligó a dormir.
Durmió, y soñó.
Estaba de nuevo en el valle, en el valle de Idris donde había luchado con Sebastian y había estado a punto de morir. En el valle era otoño, no verano, como la última vez que había estado allí. Había una explosión de hojas con matices dorados, caoba, anaranjados y rojos. Estaba en la orilla del río —un arroyo, en realidad— que partía el valle por la mitad. Vislumbró a alguien a lo lejos, alguien que se acercaba, alguien a quien no podía ver aún con claridad pero que avanzaba hacia él directamente y con paso convencido.
Estaba tan seguro de que era Sebastian, que no fue hasta que la figura se acercó lo suficiente como para verla mejor que se dio cuenta de que no podía ser él. Sebastian era alto, más alto que Jace, pero aquella persona era bajita… Tenía el rostro oculto por las sombras, pero sería un palmo o dos más bajo que Jace, y delgado, con los hombros estrechos de un niño y unas muñecas huesudas que sobresalían por debajo de las mangas de una camisa que le quedaba pequeña.
Max.
Ver a su hermano pequeño fue para Jace como un bofetón. Cayó de rodillas sobre la hierba, aunque no se hizo daño. Todo tenía esa sensación de blandura de los sueños. Max estaba como siempre. Un chavalín huesudo a punto de dar el estirón y que había dejado ya atrás la fase de niño pequeño. Aunque nunca llegaría a conseguirlo.
—Max —dijo Jace—. Lo siento mucho, Max.
—Jace. —Max no avanzó más. Se había levantado un poco de viento y la brisa despejaba el pelo de su cara. Sus ojos, detrás de las gafas, eran serios—. No estoy aquí por mí —dijo—. No estoy aquí para obsesionarte ni para que te sientas culpable.
«Naturalmente que no —dijo una voz en la cabeza de Jace—. Max siempre te ha querido, te ha idolatrado, ha pensado que eras maravilloso».
—Éstos sueños tuyos —dijo Max— son mensajes.
—Los sueños son la influencia de un demonio, Max. Los Hermanos Silenciosos dicen que…
—Se equivocan —le cortó rápidamente Max—. Ahora son sólo unos pocos y sus poderes son más débiles que antes. Éstos sueños pretenden decirte algo. No los has interpretado correctamente. No están diciéndote que le hagas daño a Clary. Sino advirtiéndote de que ya lo estás haciendo.
Jace movió poco a poco la cabeza de un lado a otro.
—No te entiendo.
—Los ángeles me envían a hablar contigo porque te conozco —dijo Max, con su cristalina voz de niño—. Sé cómo te comportas con tus seres queridos y sé que jamás les harías daño voluntariamente. Pero aún no has destruido toda la influencia de Valentine que llevas dentro de ti. Su voz sigue susurrándote y tú piensas que no lo oyes, pero no es así. Lo que te están diciendo los sueños es que hasta que no mates esa parte de ti mismo, no podrás estar con Clary.
—Entonces mataré esa parte —dijo Jace—. Haré lo que sea necesario. Sólo tienes que decirme cómo.
Max le regaló una espléndida sonrisa y Jace vio entonces que llevaba algo en la mano. Era una daga con empuñadura de plata: la daga de Stephen Herondale, la que estaba en la caja. Jace la reconoció al instante.
—Cógela —dijo Max—. Y vuélvela contra ti. Ésa parte de ti que está conmigo en el sueño debe morir. Lo que surja después estará limpio.
Jace cogió el cuchillo.
Max sonrió.
—Bien. Aquí, en el otro lado, somos muchos los que estamos preocupados por ti. Tu padre está aquí.
—No Valentine, sino…
—Tu verdadero padre. Me ha mandado que te diga que utilices esto. Arrancará toda la parte podrida de tu alma.
Max sonrió como un ángel al ver que Jace dirigía el cuchillo contra su cuerpo, el filo hacia dentro. Pero dudó en el último instante. Era demasiado similar a lo que Valentine había hecho con él, clavárselo en el corazón. Cogió el cuchillo y se hizo un largo corte en el antebrazo derecho, desde el codo hasta la muñeca. No sintió dolor. Se pasó el cuchillo a la mano derecha e hizo lo mismo en el otro brazo. La sangre empezó a manar a borbotones de los cortes, más roja que la sangre en la vida real, era sangre del color de los rubíes. Resbalaba por su piel y salpicaba la hierba.
Escuchó a Max respirar levemente. El niño se agachó y acercó la mano derecha a la sangre. Cuando levantó la mano, sus dedos eran de un brillante color granate. Dio un paso hacia Jace, luego otro. Así de cerca, Jace consiguió ver con más claridad la cara de Max: su piel de niño, sin poros visibles, la transparencia de sus párpados, sus ojos… Jace no recordaba que tuviera los ojos tan oscuros. Max acercó la mano al pecho de Jace, justo encima del corazón, y empezó a trazar un dibujo con la sangre, una runa. Era una runa que Jace no había visto jamás, con esquinas solapadas y extraños ángulos.
Cuando hubo terminado, Max bajó la mano y retrocedió, con la cabeza ladeada, como un artista examinando su última obra. Jace sintió entonces una repentina punzada de agonía. Era como si la piel de su pecho ardiera. Max seguía mirándolo, sonriendo, doblando su ensangrentada mano.
—¿Te duele, Jace Lightwood? —dijo, y su voz ya no era la voz de Max, sino otra, fuerte, ronca, conocida.
—Max… —susurró Jace.
—Igual que has causado dolor, padecerás dolor —dijo Max, cuya cara había empezado a brillar tenuemente y a transformarse—. Igual que has causado aflicción, sufrirás aflicción. Ahora eres mío, Jace Lightwood. Eres mío.
El dolor era cegador. Jace se encogió, las manos arañaban su pecho, y cayó en picado en la oscuridad.
Simon estaba sentado en el sofá, con la cara oculta entre sus manos. La cabeza le zumbaba.
—Es culpa mía —dijo—. También podría haber matado a Maureen cuando bebí su sangre. Está muerta por mi culpa.
Jordan se había dejado caer en el sillón delante de él. Iba vestido con pantalón vaquero y camiseta verde por encima de una camiseta térmica de manga larga agujereada por la parte de los puños; había pasado los pulgares por los agujeros y estaba mirando con preocupación la tela. La medalla de oro de los Praetor Lupus que llevaba colgada al cuello relucía.
—Vamos —dijo—. Era imposible que lo supieras. Cuando la dejé en el taxi estaba bien. Ésos tipos debieron de cogerla y matarla más tarde.
Simon se sentía mareado.
—Pero yo la mordí. Y no va a resucitar, ¿verdad? ¿Se convertirá en vampira?
—No. Vamos, conoces el tema tan bien como yo. Para que se hubiera convertido en vampiro tendrías que haberle dado un poco de tu sangre. Si hubiera bebido tu sangre y muerto después, sí, andaría por el cementerio guardándose mucho de las estacas. Pero no fue así. Vamos, me imagino que una cosa de esta índole la recordarías.
Simon percibió un sabor a sangre agria en el fondo de su garganta.
—Creyeron que era mi novia —dijo—. Me avisaron de que la matarían si yo no me presentaba y, al ver que no llegaba, le cortaron el cuello. Debió de pasar el día entero esperando allí, preguntándose si yo aparecería. Esperando mi llegada… —Tenía el estómago revuelto y se doblegó, respirando con dificultad, intentando reprimir las náuseas.
—Sí —dijo Jordan—, pero la pregunta es la siguiente: ¿Quién es esa gente? —Miró fijamente a Simon—. Pienso que es hora de que llames al Instituto. No me gustan los cazadores de sombras, pero siempre he oído decir que sus archivos son increíblemente exhaustivos. A lo mejor tienen algo relacionado con la dirección que aparecía en la nota.
Simon dudaba.
—Vamos —dijo Jordan—. Ya les has quitado bastante mierda de encima. Deja que sean ellos los que ahora hagan algo por ti.
Con un gesto de indiferencia, Simon se levantó para ir a buscar el teléfono. De regreso a la sala de estar, marcó el número de Jace. Isabelle respondió al segundo timbre.
—¿Otra vez tú?
—Lo siento —dijo Simon torpemente. Por lo que se veía, su pequeña tregua en el Santuario no la había ablandado tanto como esperaba—. Buscaba a Jace, pero supongo que también podría hablarlo contigo…
—Tan encantador como siempre —dijo Isabelle—. Creía que Jace estaba contigo.
—No. —Simon experimentó un sentimiento de inquietud—. ¿Quién te ha dicho eso?
—Clary —respondió Isabelle—. A lo mejor han decidido pasar un rato juntos a escondidas de todo el mundo. —No parecía preocupada, y tenía sentido; la última persona que mentiría acerca del paradero de Jace en caso de que estuviera metido en problemas era Clary—. Jace se ha dejado el teléfono en su habitación. Si lo ves, recuérdale que esta noche tiene que asistir a la fiesta de la Fundición. Si no aparece, Clary lo matará.
Simon casi había olvidado que también él tenía que acudir a esa fiesta por la noche.
—De acuerdo —dijo—. Mira, Isabelle, tengo un problema.
—Suéltalo. Me encantan los problemas.
—No sé si éste te encantará mucho —dijo con desconfianza, y le informo rápidamente de la situación. Isabelle sofocó un grito cuando llegó a la parte en la que le explicó que había mordido a Maureen, y Simon notó una fuerte tensión en la garganta.
—Simon —susurró Isabelle.
—Lo sé, lo sé —dijo él, apesadumbrado—. ¿Crees que no lo siento? Lo siento, y mucho más.
—Si la hubieses matado, habrías quebrantado la Ley. Serías un proscrito. Y yo tendría que matarte.
—Pero no lo hice —replicó; su voz temblaba levemente—. Yo no lo hice. Jordan me ha jurado que Maureen estaba bien cuando la dejó en el taxi. Y en el periódico dicen que le habían cortado el cuello. Yo no hice eso. Alguien lo hizo para llegar hasta mí. Pero no sé por qué.
—Éste asunto no quedará así. —Lo dijo con voz muy seria—. Pero primero, veamos esa nota que te dejaron. Léemela.
Y así lo hizo Simon, viéndose recompensado por la profunda respiración de Isabelle.
—Ya me parecía a mí que esta dirección me sonaba —dijo—. Es donde me dijo Clary que teníamos que vernos ayer. Es una iglesia, en las afueras. Los cuarteles generales de algún tipo de culto demoníaco.
—¿Y qué podría querer de mí un culto demoníaco? —dijo Simon, y recibió una mirada curiosa por parte de Jordan, que escuchaba únicamente su parte de la conversación.
—No lo sé. Eres un vampiro diurno. Tienes unos poderes increíbles. Y ello te convierte en objetivo de locos y practicantes de la magia negra. Es así. —Simon tuvo la sensación de que Isabelle podría haberse mostrado algo más compasiva—. Mira, irás a la fiesta esta noche, ¿no? ¿Por qué no quedamos allí y hablamos sobre qué pasos seguir a partir de ahora? Y le explicaré a mi madre todo lo que te ha pasado. Están investigando la iglesia de Talto y sumarán lo que me has contado al montón de información que ya tienen.
—De acuerdo —dijo Simon. Aunque lo último que le apetecía en aquel momento era asistir a una fiesta.
—Y tráete a Jordan —dijo Isabelle—. Siempre te irá bien tener un guardaespaldas.
—Eso no puedo hacerlo. Estará Maia.
—Hablaré con ella —dijo Isabelle. Parecía mucho más confiada de lo que Simon se habría sentido en su lugar—. Hasta luego.
Colgó. Simon se volvió hacia Jordan, que se había tendido en el sofá, con la cabeza apoyada en uno de los cojines de lana.
—¿Cuánto has oído?
—Lo bastante como para entender que esta noche vamos de fiesta —contestó Jordan—. Estoy al corriente de la fiesta de la Fundición. Pero no me invitaron porque no formo parte de la manada de Garroway.
—Pues ahora vas a venir en calidad de mi acompañante. —Simon se guardó el teléfono en el bolsillo.
—Estoy lo bastante seguro de mi masculinidad como para aceptar la invitación —dijo Jordan—. Pero ¡será mejor que busquemos algo decente con que vestirte! —gritó cuando Simon entraba de nuevo en su habitación—. Quiero que estés muy guapo.
Años atrás, cuando Long Island City era un centro industrial en lugar de un barrio de moda lleno de galerías de arte y cafeterías, la Fundición era una fábrica de tejidos. En la actualidad era un armazón de ladrillo gigantesco cuyo interior había sido transformado en un espacio frugal pero muy bonito. El suelo estaba cubierto con placas cuadradas de acero pulido; en el techo había finas vigas de acero envueltas con guirnaldas de minúsculas luces blancas. Escaleras de caracol de hierro forjado ascendían hasta pasarelas decoradas con plantas colgantes. Un impresionante tejado voladizo de cristal dejaba ver el cielo nocturno. Había incluso una terraza exterior, construida sobre el East River, con una vista espectacular del puente de la calle Cincuenta y nueve que, extendiéndose desde Queens hasta Manhattan, asomaba por encima como una lanza de oropel congelado.
La manada de Luke se había superado embelleciendo el local. Habían colocado ingeniosamente grandes jarrones de estaño con flores de tallo largo de color marfil y había mesas cubiertas con manteles blancos dispuestas en círculo en torno a un escenario elevado donde un cuarteto de cuerda de hombres lobo tocaba música clásica. A Clary le habría gustado que Simon hubiera estado allí; estaba segura de que Cuarteto de Cuerda de Hombres Lobo sería un buen nombre para un grupo musical.
Clary deambulaba de mesa en mesa, arreglando cosas que no requerían ningún tipo de arreglo, toqueteando las flores y colocando en su lugar cubiertos que no estaban en absoluto mal puestos. Hasta el momento había llegado tan sólo un puñado de invitados, y no conocía a ninguno de ellos. Su madre y Luke estaban en la puerta, saludando a la gente y sonriendo. Luke, incómodo en su traje, y Jocelyn, radiante con un traje chaqueta azul. Después de los acontecimientos de los últimos días, le gustaba ver a su madre feliz, aunque Clary se preguntaba cuánto de aquello era real y cuánto era de cara a la galería. Le preocupaba la mueca de tensión que había apreciado en la boca de su madre: ¿se sentía feliz o sonreía a pesar de su dolor?
Clary ni siquiera sabía cómo se sentía ella misma. Por muchas cosas que estuvieran pasando a su alrededor, no podía quitarse a Jace de la cabeza. ¿Qué estarían haciéndole los Hermanos Silenciosos? ¿Estaría bien? ¿Podrían solucionar su problema, bloquear aquella influencia demoníaca? Había pasado la noche en vela preocupada y contemplando la oscuridad de su alcoba hasta acabar sintiéndose enferma de verdad.
Deseaba por encima de todo que Jace estuviera allí. Había elegido el vestido que lucía aquella noche —de un tono oro tan claro que parecía casi blanco y más ceñido de lo que era habitual en ella— con la esperanza de que a Jace le gustara; pero él ni siquiera podría verla. Sabía que aquello era una frivolidad; estaría incluso dispuesta a ir vestida con un tonel durante el resto de su vida si ello significaba la mejora de Jace. Además, él siempre le decía que era bonita y nunca se quejaba porque fuera casi siempre vestida con vaqueros y zapatillas deportivas; pero a pesar de todo, no podía dejar de pensar que a Jace le habría gustado verla así vestida.
Aquélla noche, delante del espejo, casi se había sentido guapa. Su madre siempre había comentado que ella fue una belleza tardía; y Clary, contemplando su imagen reflejada en el espejo, se había preguntado si sería ése también su caso. Ya no era plana como una tabla de planchar —ese último año había tenido que aumentar una talla de sujetador— y forzando la vista, le pareció ver… sí, definitivamente, aquello eran unas caderas. Tenía curvas. Pequeñas, pero ya era algo para empezar.
Había decidido lucir joyas sencillas, muy sencillas.
Levantó la mano y acarició el anillo de los Morgenstern que llevaba colgado al cuello mediante una cadenita. Aquélla mañana, por primera vez en muchos días, había vuelto a ponérselo. Era como un silencioso gesto de confianza hacia Jace, una forma de indicar su fidelidad, lo supiese él o no. Y había decidido llevarlo colgado hasta que volviese a verlo.
—¿Clarissa Morgenstern? —dijo una voz agradable a sus espaldas.
Clary se volvió sorprendida. No era una voz conocida. Vio a una chica alta y delgada de unos veinte años de edad. Su piel era blanca como la leche, recorrida por venas del color verde claro de la savia, y su pelo rubio tenía el mismo matiz verdoso. Sus ojos eran de un tono azul sólido, como canicas, y llevaba un vestido lencero azul tan fino que Clary pensó que debía de estar congelándose. Poco a poco, empezó a recordar.
—Kaelie —dijo Clary poco a poco, reconociendo al hada que trabajaba como camarera en Taki’s y que los había atendido más de una vez cuando había ido a comer allí con los Lightwood. Una chispa le recordó que había oído alguna indirecta acerca de que había tenido en su día un pequeño romance con Jace, pero aquel hecho le parecía tan menor en comparación con todo lo demás, que ni siquiera se planteó darle importancia—. No te había visto… ¿Conoces a Luke?
—No me confundas con una invitada —dijo Kaelie, con la fina mano trazando en el aire un despreocupado gesto de indiferencia—. Mi señora me envía a buscarte, no para asistir a ningún festejo. —Miró con curiosidad por encima del hombro, sus ojos completamente azules brillando—. Aunque no sabía que tu madre iba a casarse con un hombre lobo.
Clary enarcó las cejas.
—¿Y?
Kaelie la miró de arriba abajo con una expresión divertida.
—Mi señora me dijo que, a pesar de tu pequeño tamaño, eras bastante dura de pelar. En la Corte te menospreciarían por ser tan bajita.
—No estamos en la Corte —dijo Clary—. Y tampoco estamos en Taki’s, lo que significa que eres tú la que has venido a mí, lo que significa también que dispones de cinco segundos para contarme qué quiere la reina seelie. La verdad es que no es muy de mi agrado, y no estoy de humor para sus jueguecitos.
Kaelie señaló el cuello de Clary con un dedo rematado con una uña verde.
—Mi señora me ha dicho que te pregunte por qué llevas el anillo de los Morgenstern. ¿Es en reconocimiento a tu padre?
Clary se llevó la mano al cuello.
—Es por Jace… porque Jace me lo regaló —dijo sin poder evitarlo, y a continuación se maldijo en silencio. No era muy inteligente contarle más de lo conveniente a la reina seelie.
—Pero él no es un Morgenstern —dijo Kaelie—, sino un Herondale, y ellos tienen su propio anillo. Un motivo con garzas, no de luceros del alba. ¿Y no crees que a Jace le queda mejor eso, una alma que remonta el vuelo como un pájaro, mejor que caer como Lucifer?
—Kaelie —dijo Clary entre dientes—. ¿Qué quiere la reina seelie?
El hada se echó a reír.
—Simplemente darte esto. —Tenía algo en la mano, un diminuto colgante de plata en forma de campanilla, con un pequeño gancho en el extremo para poder colgarse de una cadena. Cuando Kaelie movió la mano, la campanilla sonó, suave y dulce como la lluvia.
Clary se echó hacia atrás.
—No quiero regalos de tu señora —dijo—, pues vienen cargados de mentiras y expectativas. No quiero deberle nada a la reina.
—No es un regalo —dijo Kaelie con impaciencia—. Sirve para invocarla. La reina te perdona por tu anterior terquedad. Y cree que muy pronto vas a necesitar su ayuda. Está dispuesta a ofrecértela si decides pedírsela. Basta con que toques la campanilla y aparecerá un sirviente de la Corte que te conducirá hasta ella.
Clary negó con la cabeza.
—No pienso tocarla.
Kaelie se encogió de hombros.
—En ese caso, no te cuesta nada aceptarla.
Y como si estuviera en un sueño, Clary contempló su mano abriéndose y sus dedos cerniéndose sobre el objeto.
—Harías cualquier cosa por salvarlo —dijo Kaelie, con la voz tan fina y dulce como el tañido de la campana—, te cueste lo que te cueste, independientemente de la deuda que puedas contraer con el Infierno o el Cielo, ¿verdad?
En la cabeza de Clary resonó el recuerdo de unas voces.
«¿Te paraste alguna vez a pensar qué falsedades podía haber en la historia que tu madre te contó, qué objetivo perseguía al contarlas? ¿Piensas de verdad que conoces todos y cada uno de los secretos de tu pasado?
»Madame Dorotea le dijo a Jace que se enamoraría de la persona errónea.
»No es que sea imposible salvarlo. Pero será difícil».
La campanilla sonó cuando Clary la cogió y la encerró en la palma de su mano. Kaelie sonrió, sus ojos azules brillaban como cuentas de cristal.
—Sabia decisión —dijo.
Clary dudó. Pero antes de que pudiera devolver la campana a la chica hada, oyó que alguien la llamaba. Al volverse, vio a su madre abriéndose paso entre la gente en dirección a ella. Se volvió rápidamente y no la sorprendió descubrir que Kaelie se había esfumado, que había desaparecido entre el gentío igual que la niebla se evapora bajo el sol matutino.
—Clary —dijo Jocelyn al llegar a su lado—. Estaba buscándote y Luke te ha encontrado por fin, aquí sola. ¿Va todo bien?
«Aquí sola». Clary se preguntó qué tipo de glamour habría utilizado Kaelie; su madre tendría que ser capaz de ver a través de la mayoría de encantos.
—Estoy bien, mamá.
—¿Dónde está Simon? Creí que iba a venir.
Era normal que mencionase ante todo a Simon, pensó Clary, y no a Jace. Aun cuando supuestamente Jace tenía que asistir a la fiesta, además en calidad de novio de Clary, y tendría que estar ya allí.
—Mamá —dijo, e hizo una pausa—. ¿Crees que alguna vez llegará a gustarte Jace?
La verde mirada de Jocelyn se dulcificó.
—Ya me he dado cuenta de que no está aquí, Clary. Pero simplemente no sabía si querrías hablar del tema.
—Me refiero —prosiguió Clary con tenacidad— a si piensas que Jace podría hacer algo para conseguir ser de tu agrado.
—Sí —dijo Jocelyn—. Podría hacerte feliz. —Acarició la cara de Clary y ésta cerró con fuerza su mano, sintiendo la campana contra su piel.
—Me hace feliz —dijo Clary—. Pero no puede controlarlo todo, mamá. Suceden otras cosas que… —Buscó torpemente las palabras. ¿Cómo explicar que no era Jace lo que la hacía infeliz, sino lo que le sucedía, sin revelar de qué se trataba?
—Le quieres tanto —dijo con delicadeza Jocelyn—, que me da incluso miedo. Siempre he querido protegerte.
—Y mira cómo te ha salido —empezó a decir Clary, aunque aflojó en seguida el tono. No era el momento de echarle la culpa de nada a su madre ni de pelear con ella, en absoluto. Luke estaba mirándolas desde la puerta, con el rostro radiante de amor y ansiedad—. Si lo conocieses —dijo, sin apenas esperanza—. Aunque supongo que todo el mundo dice lo mismo sobre su novio.
—Tienes razón —replicó Jocelyn, sorprendiéndola—. No lo conozco, la verdad es que no. Lo he visto, y me recuerda un poco a su madre. No sé por qué… No se parece a ella, exceptuando que ella también era muy guapa, y que tenía asimismo esa terrible vulnerabilidad que él posee…
—¿Vulnerabilidad? —dijo Clary, atónita. Jamás se le había ocurrido que nadie, excepto ella, pudiera considerar a Jace una persona vulnerable.
—Oh, sí —dijo Jocelyn—. Quería odiarla por haber apartado a Stephen de Amatis, pero resultaba imposible no querer proteger a Céline. Jace tiene un poco de eso. —Se quedó por un instante perdida en sus pensamientos—. O tal vez sea que el mundo rompe muy fácilmente las cosas bonitas. —Bajó la cabeza—. Pero no importa. Son recuerdos y tengo que enfrentarme a ellos, pero son mis recuerdos. Jace no tiene por qué soportar su peso. Pero voy a decirte una cosa. Si no te quisiese como te quiere (y eso lo lleva escrito en la cara cuando te mira), no lo toleraría ni un instante en mi presencia. Ten esto en cuenta cuando te enfades conmigo.
Con una sonrisa y una caricia en la mejilla, le dio a entender a Clary que no estaba enfadada y dio media vuelta para regresar con Luke, no sin antes pedirle a Clary que socializase un poco con los invitados. Clary hizo un gesto de asentimiento y no dijo nada. Se quedó mirando a su madre y notando que la campanilla le abrasaba la palma de la mano, como la punta de una cerilla encendida.
Los alrededores de la Fundición eran una zona ocupada básicamente por almacenes y galerías de arte, el tipo de barrio que se vaciaba por la noche, por lo que Simon y Jordan encontraron aparcamiento en seguida. Cuando Simon saltó de la furgoneta, vio que Jordan ya estaba en la acera, observándolo con mirada crítica.
Simon se había marchado de casa sin coger ropa de vestir —no tenía nada más elegante que una cazadora que en su día perteneció a su padre—, por lo que Jordan y él se habían pasado la tarde dando vueltas por el East Village en busca de algo decente que ponerse. Al final habían encontrado un viejo traje de Zegna en una tienda de artículos de empeño llamada El Amor Salva la Situación especializada en botas brillantes de plataforma y pañuelos de Pucci de los años sesenta. Simon se imaginó que Magnus debía de comprarse la ropa en un lugar de ese estilo.
—¿Qué? —dijo, tirando tímidamente de las mangas de la chaqueta. Le iba un poco pequeña, aunque Jordan le había dicho que si no se la abrochaba, nadie se fijaría en ello—. ¿Tan mal estoy?
Jordan se encogió de hombros.
—No romperás ningún espejo —dijo—. Sólo estaba preguntándome si ibas armado. ¿Quieres alguna cosa? ¿Un cuchillo, quizá? —Abrió un poco su chaqueta y Simon vio un destello alargado y metálico destacando por encima del forro de la prenda.
—No me extraña que Jace y tú os llevéis tan bien. Sois un par de locos arsenales andantes. —Simon movió la cabeza de un lado a otro con desgana y echó a andar en dirección a la entrada de la Fundición. Estaba en la acera de enfrente, una amplia marquesina dorada que protegía un rectángulo de la acera que había sido decorado con una alfombra granate estampada en dorado con la imagen de un lobo. A Simon le hizo gracia el detalle.
Isabelle estaba apoyada en una de las columnas que sostenían la marquesina. Llevaba el pelo recogido en un moño alto y un vestido largo de color rojo con un corte lateral que dejaba a la vista la práctica totalidad de la pierna. Espirales doradas cubrían su brazo derecho. Parecían brazaletes, pero Simon sabía que en realidad era su látigo de oro blanco. Iba cubierta de Marcas. Se enroscaban en sus brazos, rodeaban su cuello como si fuesen un collar y decoraban su pecho, visible en su mayor parte, gracias al vertiginoso escote del vestido. Simon se esforzó en no mirar.
—Hola, Isabelle —dijo.
Jordan, a su lado, se esforzaba también en no mirar.
—Hummm —dijo—. Hola, soy Jordan.
—Nos conocemos —dijo Isabelle con frialdad, ignorando la mano que Jordan le tendía—. Maia ha estado intentando olvidar tus facciones. Con bastante éxito, además.
Jordan puso cara de preocupación.
—¿Está aquí? ¿Está bien?
—Está aquí —confirmó Isabelle—. Aunque cómo se encuentre no te importa en absoluto…
—Tengo cierto sentido de la responsabilidad —dijo Jordan.
—¿Y dónde guardas ese sentido? ¿En tus pantalones, tal vez?
Jordan estaba indignado.
Isabelle agitó con indiferencia su mano decorada.
—Mira, lo que hayas hecho en el pasado, pasado está. Sé que ahora eres un Praetor Lupus y le he explicado a Maia lo que eso significa. Está dispuesta a aceptar tu presencia aquí y a ignorarte. Pero no conseguirás nada más. No la molestes, no intentes hablar con ella, ni la mires siquiera, o te doblaré por la mitad tantas veces que acabarás pareciendo un pequeño hombre lobo de papiroflexia.
Simon resopló.
—Y tú deja de reír —dijo Isabelle, señalándolo—. Tampoco quiere hablar contigo. Y a pesar de que esta noche está increíblemente sexy (si a mí me fueran las tías iría directa a por ella), ninguno de los dos tiene permiso para hablar con Maia. ¿Entendido?
Asintieron los dos, bajando la vista como un par de colegiales que acabaran de recibir una advertencia por mala conducta.
Isabelle se separó de la columna.
—Estupendo. Entremos.