CHICA ENCONTRADA MUERTA
—¿Tu novia? —Alec se había quedado pasmado. Igual que Maryse. Y la verdad es que incluso Simon estaba atónito—. ¿Saliste con un vampiro? ¿Con una chica vampira?
—De eso hace ya ciento treinta años —dijo Magnus—. No la había visto desde entonces.
—¿Por qué no me lo contaste? —preguntó Alec.
Magnus suspiró.
—Alexander, llevo vivo cientos de años. He estado con hombres, con mujeres… con hadas, brujos y vampiros, e incluso con un par de genios. —Miró de reojo a Maryse, que estaba algo horrorizada—. ¿Un exceso de información, quizá?
—No pasa nada —dijo Maryse, pese a estar desvaída—. Tengo que comentar un momento un tema con Kadir. Ahora vuelvo. —Se hizo a un lado y se reunió con Kadir, para desaparecer acto seguido por la puerta. Simon se apartó también un poco, fingiendo querer estudiar con atención uno de los vitrales de las ventanas, pero su oído de vampiro era lo bastante agudo como para escuchar, quisiese o no, todo lo que Magnus y Alec estaban diciéndose. Sabía que Camille los estaba escuchando también. Tenía la cabeza ladeada y los ojos entrecerrados y pensativos.
—¿Cuánta gente más? —preguntó Alec—. Aproximadamente.
Magnus movió la cabeza de un lado a otro.
—No podría contarlos, y no tiene importancia. Lo único que importa es lo que siento por ti.
—¿Más de cien? —preguntó Alec. Magnus se quedó en blanco—. ¿Doscientos?
—Ésta conversación me resulta increíble en estos momentos —dijo Magnus, sin dirigirse a nadie en particular. Simon opinaba lo mismo, y le habría gustado que no estuvieran teniéndola precisamente delante de él.
—¿Por qué tantos? —Los ojos azules de Alec refulgían en la oscuridad. Simon no sabía si estaba enfadado. Su voz no sonaba rabiosa, sino simplemente apasionada, pero Alec era una persona cerrada y tal vez su enfado no pudiera por ello llegar a más—. ¿Te cansas en seguida de todo el mundo?
—Vivo eternamente —dijo muy despacio Magnus—. A diferencia de los demás.
Parecía que a Alec le acabaran de dar un bofetón.
—¿Y permaneces con ellos mientras viven y luego te buscas a otro?
Magnus no dijo nada. Miró a Alec; sus ojos brillaban como los de un gato.
—¿Preferirías que permaneciese solo toda la eternidad?
Alec hizo una mueca.
—Me voy a ver a Isabelle —dijo, y sin mediar más palabras, dio media vuelta y se marchó al Instituto.
Magnus, con la tristeza reflejada en sus ojos, se quedó quieto viéndolo desaparecer. Pero no era una tristeza humana, pensó Simon. Sus ojos contenían la tristeza de siglos, como si el borde afilado de la tristeza humana se hubiera desgastado hasta irse suavizando con el paso de los años, igual que el agua del mar desgasta el canto afilado del vidrio.
Magnus miró a Simon de reojo, como si acabara de adivinar que estaba pensando en él.
—¿Escuchando a hurtadillas, vampiro?
—La verdad es que no me gusta que me llamen así —dijo Simon—. Tengo un nombre.
—Me imagino que será mejor que lo recuerde. Al fin y al cabo, de aquí a cien años, doscientos, sólo quedaremos tú y yo. —Magnus miró pensativo a Simon—. Seremos lo único que quede.
Sólo de pensarlo, Simon se sintió como si estuviera encerrado en un ascensor cuyos cables se han roto de repente y empieza a caer hacia abajo, mil pisos seguidos. Aquélla idea ya le había pasado por la cabeza, claro estaba, pero siempre la había arrinconado. Pensar en que seguiría teniendo dieciséis años mientras Clary, Jace y todos aquellos a quienes conocía se hacían mayores, envejecían, tenían hijos, y él no cambiaba en absoluto, era demasiado enorme y demasiado horrible como para tenerlo en cuenta.
Tener eternamente dieciséis años sonaba bien hasta que reflexionabas en serio al respecto. Y entonces era cuando dejaba de ser un buen plan.
Los ojos de gato de Magnus eran ahora de un color oro verdoso claro.
—¿Enfrentándote cara a cara con la eternidad? —dijo—. ¿A que no parece muy divertido?
Pero Maryse reapareció antes de que a Simon le diera tiempo a responder.
—¿Dónde está Alec? —preguntó, mirando sorprendida a su alrededor.
—Ha ido a ver a Isabelle —dijo Simon, antes de que Magnus dijera cualquier otra cosa.
—Muy bien. —Maryse se alisó la parte delantera de su chaqueta, que no estaba en absoluto arrugada—. Si no os importa…
—Hablaré con Camille —dijo Magnus—. Pero me gustaría estar a solas con ella. Si quieres esperar en el Instituto, iré a verte en cuanto termine.
Maryse dudó.
—¿Sabes lo que tienes que preguntarle?
La mirada de Magnus era inquebrantable.
—Sé cómo hablar con ella, sí. Si está dispuesta a decir algo, me lo dirá a mí.
Ambos parecían haber olvidado por completo que Simon seguía allí.
—¿Me marcho yo también? —preguntó, interrumpiendo su concurso de miradas.
Maryse lo miró distraída.
—Oh, sí. Gracias por tu ayuda, Simon, pero ya no eres necesario. Vuelve a casa, si quieres.
Magnus no dijo nada. Con un gesto de indiferencia, Simon dio media vuelta y se dirigió a la puerta que daba a la sacristía y a la salida que lo conduciría al exterior. Al llegar a la puerta, sin embargo, se detuvo para mirar atrás. Maryse y Magnus seguían hablando, aunque el centinela había abierto ya la puerta del Instituto, dispuesto a irse. Sólo Camille parecía recordar que Simon continuaba allí. Le sonrió desde su columna, con los labios curvados en las comisuras; sus ojos susurraban una brillante promesa.
Simon salió y cerró la puerta a sus espaldas.
—Sucede cada noche. —Jace estaba sentado en el suelo, con las piernas recogidas, las manos colgando entre las rodillas. Había dejado el cuchillo sobre la cama, al lado de Clary; mientras él seguía hablando, ella había dejado caer una mano sobre el cuchillo, más para tranquilizarlo que porque lo necesitara para defenderse. Era como si Jace se hubiese quedado sin energía; incluso su voz sonaba vacía y remota, como si hablara con ella desde muy lejos—. Sueño que entras en mi habitación y… empezamos a hacer justo lo que estábamos a punto de hacer. Y entonces te ataco. Te corto, o te ahogo o te clavo el cuchillo, y mueres, mirándome con tus preciosos ojos verdes mientras te desangras entre mis manos.
—No son más que sueños —dijo Clary amablemente.
—Acabas de ver que no lo son —dijo Jace—. Cuando he cogido este cuchillo estaba completamente despierto.
Clary sabía que Jace tenía razón.
—¿Te preocupa la posibilidad de que te estés volviendo loco?
Negó lentamente con la cabeza. Con el gesto, le cayó el pelo sobre los ojos y lo echó hacia atrás. Lo llevaba quizá demasiado largo; hacía tiempo que no se lo cortaba y Clary se preguntó si sería porque ni siquiera quería tomarse esa molestia. ¿Cómo era posible que no hubiese prestado más atención a las sombras que veía ahora bajo sus ojos, a sus uñas mordidas, a su aspecto agotado y exhausto? Había estado tan preocupada preguntándose si seguía queriéndola, que no había pensado en nada más.
—La verdad es que eso no me preocupa tanto —dijo—. Lo que me preocupa es hacerte daño. Me preocupa que ese veneno que está consumiendo mis sueños se derrame sobre mi vida cuando estoy despierto y acabe… —Fue como si se le cerrara la garganta.
—Tú nunca me harías daño.
—Tenía el cuchillo en mi mano, Clary. —Levantó la vista hacia ella—. Si llego a hacerte daño… —Su voz se cortó—. Los cazadores de sombras mueren jóvenes, a menudo —dijo—. Ambos lo sabemos. Y tú quisiste ser cazadora de sombras y yo nunca te lo impediría, pues no es asunto mío decirte lo que debes hacer con tu vida. Sobre todo teniendo en cuenta que yo también corro esos mismos riesgos. ¿Qué tipo de persona sería si te dijera que yo puedo poner mi vida en peligro pero tú no? He pensado muchas veces en cómo sería mi vida si tú murieses. Y estoy seguro de que tú también has pensado en eso.
—Sé cómo sería —dijo Clary, recordando el lago, la espada y la sangre de Jace derramándose sobre la arena. Había estado muerto, y el Ángel lo había devuelto a la vida; habían sido los minutos más terribles de la existencia de Clary—. En aquella ocasión yo quise morir. Pero sabía que de haberme dado por vencida, te habría defraudado.
Jace sonrió con la sombra de una sonrisa.
—Y yo he pensado lo mismo. Si murieses, no querría vivir. Pero no me mataría, porque sea lo que sea lo que sucede cuando morimos, quiero estar contigo allí. Y si me matara, sé que no volverías a hablarme jamás. En ninguna vida. Por lo tanto, viviría e intentaría hacer algo positivo hasta poder estar de nuevo contigo. Pero si yo te hago daño… si yo fuera la causa de tu muerte, nada me impediría destruirme.
—No digas eso. —Clary sintió un gélido escalofrío—. Deberías habérmelo contado, Jace.
—No podía. —Su tono de voz sonó rotundo, definitivo.
—¿Por qué no?
—Creía ser Jace Lightwood —dijo—. Creía posible que mi formación no me hubiera influido. Pero ahora me pregunto si lo que sucede tal vez es que la gente no cambia nunca. Quizá siempre seré Jace Morgenstern, el hijo de Valentine. Me crio durante diez años y es posible que sea una mancha que no se borrará jamás.
—Crees que todo esto es debido a tu padre —dijo Clary, y le pasó por la cabeza aquel fragmento de la historia que Jace le había mencionado en una ocasión: «Amar es destruir». Y entonces pensó en lo raro que era que ella llamase Valentine al padre de Jace, cuando era la sangre de Valentine la que corría por las venas de ella, no por las de Jace. Pero nunca había sentido hacia Valentine lo que se siente por un padre. Y Jace sí—. ¿Y no querías que yo lo supiera?
—Tú eres todo lo que quiero —dijo Jace—. Y tal vez Jace Lightwood se merezca tener todo lo que quiere. Pero Jace Morgenstern no. Y es algo que tengo muy claro en mi interior. De lo contrario, no estaría intentando destruir lo que tenemos.
Clary respiró hondo y soltó lentamente el aire.
—No creo que estés haciéndolo.
Jace levantó la cabeza y pestañeó.
—¿Qué quieres decir?
—Tú crees que es psicológico —dijo Clary—. Que hay algo en ti que no funciona como es debido. Pues yo no. Pienso que todo esto te lo está haciendo alguien.
—Yo no…
—Ithuriel me envió sueños —dijo Clary—. Es posible que alguien esté enviándote estos sueños.
—Ithuriel te envió sueños para intentar ayudarte. Para guiarte hacia la verdad. ¿Qué objetivo tienen mis sueños? Son repugnantes, sin sentido, sádicos…
—Tal vez tengan un significado —dijo Clary—. Tal vez su significado no sea el que tú piensas. O tal vez quienquiera que esté enviándotelos intenta hacerte daño.
—¿Y quién querría hacerme daño?
—Alguien a quien no le caemos muy bien —dijo Clary, y alejó de su cabeza una imagen de la reina seelie.
—Es posible —dijo Jace en voz baja, mirándose las manos—. Sebastian…
«De modo que tampoco él quiere llamarle Jonathan», pensó Clary. Y no lo culpaba por ello. También él se llamaba así.
—Sebastian está muerto —dijo, con un tono más cortante del que pretendía—. Y de haber tenido este tipo de poder, lo habría utilizado antes.
La duda y la esperanza empezaron a perseguirse para encontrar su lugar en la expresión de Jace.
—¿De verdad piensas que alguien podría estar haciéndome todo esto?
El corazón de Clary empezó a latir con fuerza. No estaba segura; deseaba con todas sus fuerzas que fuera cierto, pero si no lo era, habría dado esperanzas a Jace en vano. Esperanzas a los dos.
Aunque tenía la sensación de que hacía bastante tiempo que Jace no se sentía esperanzado por nada.
—Creo que tendríamos que ir a la Ciudad Silenciosa —dijo Clary—. Los Hermanos podrían entrar en tu mente y descubrir si alguien anda incordiando por ahí. Igual que hicieron conmigo.
Jace abrió la boca y la cerró de nuevo.
—¿Cuándo? —dijo por fin.
—Ahora mismo —dijo Clary—. No quiero esperar. ¿Y tú?
Jace no respondió, sino que se limitó a levantarse del suelo y a recoger su camiseta. Miró a Clary, y estuvo a punto de sonreír.
—Si vamos a la Ciudad Silenciosa, mejor será que te vistas. Me encanta lo guapa que estás con sujetador y braguitas, pero no sé si los Hermanos Silenciosos serán de la misma opinión. Sólo quedan unos pocos, y no quiero que mueran de sobreexcitación.
Clary saltó de la cama y le lanzó una almohada, casi aliviada. Cogió su ropa y se puso la camiseta. Justo antes de pasársela por la cabeza, vio de reojo el cuchillo sobre la cama, brillante como un tenedor de llamas plateadas.
—Camille —dijo Magnus—. Hace mucho tiempo, ¿verdad?
Camille sonrió. Su piel parecía más blanca de lo que él recordaba y bajo su superficie empezaban a asomar oscuras venas en forma de telaraña. Su cabello seguía recordando a las hebras de plata y sus ojos continuaban tan verdes como los de un gato. Era bella, todavía. Mirándola, volvió a sentirse en Londres. Veía el alumbrado a gas de las calles, olía a humo, suciedad y caballos, el aroma acre de la niebla, las flores de los Kew Gardens. Veía a un chico de pelo negro y ojos azules como los de Alec. Una chica con largos rizos castaños y cara seria. En un mundo donde todo acababa desapareciendo, ella era una de las escasas constantes que seguían aún ahí.
Y luego estaba Camille.
—Te he echado de menos, Magnus —dijo ella.
—No, no es cierto. —Magnus se sentó en el suelo del Santuario. Percibió al instante la frialdad de la piedra traspasando su ropa. Se alegró de llevar encima la bufanda—. ¿Por qué precisamente yo? ¿Para perder tiempo?
—No. —Camille se inclinó hacia adelante, las cadenas traquetearon. Casi podía oírse el siseo allí donde el metal bendecido rozaba la piel de sus muñecas—. He oído hablar de ti, Magnus. He oído decir que últimamente estás bajo la protección de los cazadores de sombras. Y me habían dicho que te has ganado incluso el amor de uno de ellos. Ése chico con el que estabas hablando hace un momento, me imagino. La verdad es que tus gustos siempre fueron de lo más variados.
—Has escuchado rumores acerca de mí —dijo Magnus—. Pero te habría bastado con preguntarme directamente. Llevo años en Brooklyn, muy cerca de ti, y no he tenido noticias tuyas. No te vi jamás en ninguna de mis fiestas. Hemos estado separados por un muro de hielo, Camille.
—No fui yo quien lo construyó. —Abrió de par en par sus verdes ojos—. Sabes que siempre te he amado.
—Me abandonaste —dijo él—. Me convertiste en tu mascota y luego me abandonaste. Si el amor fuese comida, me habría muerto de hambre con los huesos que me lanzabas. —Hablaba sin emoción. Había pasado mucho tiempo.
—Teníamos toda la eternidad —replicó ella, protestando—. Sabías que acabaría volviendo a ti…
—Camille —dijo Magnus, cargándose de paciencia—. ¿Qué quieres?
El pecho de Camille ascendió, para descender bruscamente acto seguido. Al no tener necesidad alguna de respirar, Magnus comprendió que el gesto era básicamente con la intención de subrayar lo que iba a decir a continuación.
—Sé que los cazadores de sombras te escuchan —dijo—. Quiero que hables con ellos en mi nombre.
—Quieres que cierre un trato con ellos de tu parte —tradujo Magnus.
Ella se quedó mirándolo.
—Tu modo de expresión siempre fue lamentablemente moderno.
—Dicen que has matado a tres cazadores de sombras —dijo Magnus—. ¿Es eso cierto?
—Eran miembros del Círculo —respondió ella; su labio inferior temblaba—. En el pasado torturaron y mataron a muchos de los míos…
—¿Y lo hiciste por eso? ¿Por venganza? —Viendo que ella permanecía en silencio, Magnus dijo a continuación—: Sabes muy bien lo que hacen con los que matan a nefilim, Camille.
Camille tenía los ojos brillantes.
—Necesito que intercedas por mí, Magnus. Quiero la inmunidad. Quiero que la Clave me prometa por escrito que me perdonará la vida y me dejará en libertad a cambio de información.
—Nunca te dejarán en libertad.
—Entonces nunca sabrán por qué tenían que morir sus colegas.
—¿Tenían que morir? —Magnus se quedó reflexionando—. Una forma muy interesante de expresarlo, Camille. ¿Me equivocaría si te dijera que en todo esto hay algo más que lo que se ve a simple vista? ¿Algo más que necesidad de sangre o venganza?
Camille permaneció en silencio, mientras su pecho practicaba un teatral movimiento de ascenso y descenso. Todo en ella era teatral, desde la caída de su melena plateada, hasta la curvatura de su cuello, pasando incluso por la sangre de las muñecas.
—Si quieres que hable con ellos en tu nombre —dijo Magnus—, tendrás que contarme como mínimo algún detalle. Como muestra de buena fe.
Ella le respondió con una reluciente sonrisa.
—Sabía que hablarías con ellos en mi nombre, Magnus. Sabía que el pasado no había muerto del todo para ti.
—Considéralo no muerto si eso es lo que quieres —dijo Magnus—. Pero ahora cuéntame la verdad, Camille.
Camille se pasó la lengua por el labio inferior.
—Puedes contarles —dijo— que cuando maté a esos cazadores de sombras lo hice siguiendo órdenes. Hacerlo no me supuso ningún trastorno, pues ellos habían matado también a los míos y sus muertes fueron merecidas. Pero no lo habría hecho de no habérmelo pedido otro, alguien mucho más poderoso que yo.
El corazón de Magnus se aceleró. No le gustaba en absoluto el cariz que estaba tomando aquello.
—¿Quién?
Pero Camille hizo un movimiento negativo con la cabeza.
—Inmunidad, Magnus.
—Camille…
—Me atarán a una estaca a pleno sol y me dejarán morir —dijo ella—. Es lo que hacen con los que matan a los nefilim.
Magnus se levantó. Se le había ensuciado la bufanda de estar sentado en el suelo. Miró apesadumbrado las manchas.
—Haré lo que pueda, Camille. Pero no te prometo nada.
—Nunca lo harías —murmuró ella, sus ojos entrecerrados—. Ven aquí, Magnus. Acércate a mí.
Él no la amaba, pero Camille era un sueño del pasado, de modo que se acercó a ella hasta tenerla casi al alcance de su mano.
—¿Te acuerdas? —dijo ella en voz baja—. ¿Te acuerdas de Londres? ¿De las fiestas en Quincey’s? ¿Te acuerdas de Will Herondale? Sé que sí. Ése chico de ahora, ese tal Lightwood. Se parecen incluso.
—¿Tú crees? —dijo Magnus, como si ni se le hubiera ocurrido.
—Los chicos guapos han sido siempre tu perdición —dijo ella—. Pero dime, ¿qué puede darte a ti un chico mortal? ¿Diez años, veinte, antes de que la desintegración empiece a hacer mella en él? ¿Cuarenta años, cincuenta, antes de que la muerte se lo lleve? Yo puedo darte toda la eternidad.
Él le acarició la mejilla, estaba más fría que el suelo.
—Podrías darme el pasado —dijo él con tristeza—. Pero Alec es mi futuro.
—Magnus… —empezó a decir ella.
En aquel momento se abrió la puerta del Instituto y Maryse apareció en el umbral, con su contorno perfilado por la luz mágica que alumbraba a sus espaldas. A su lado estaba Alec, cruzado de brazos. Magnus se preguntó si Alec habría escuchado algún retazo de la conversación que acababa de mantener con Camille… ¿Lo habría oído?
—Magnus —dijo Maryse Lightwood—. ¿Habéis llegado a algún acuerdo?
Magnus dejó caer la mano.
—No estoy muy seguro de si podría llamarse acuerdo —dijo, volviéndose hacia Maryse—. Pero creo que tenemos cosas de las que hablar.
Una vez vestida, Clary acompañó a Jace a su habitación, donde éste preparó una pequeña mochila con las cosas que tenía que llevarse a la Ciudad Silenciosa como si, pensó Clary, fuera a asistir a una siniestra velada festiva en casa de algún amigo. Armas en su mayoría: unos cuantos cuchillos serafín, su estela y, casi como una idea de última hora, el cuchillo con la empuñadura de plata, su filo ya limpio de sangre. Jace se puso una cazadora de cuero negro y se subió la cremallera, liberando a continuación los mechones rubios que habían quedado atrapados en el interior del cuello. Cuando se volvió para mirarla, en el mismo momento en que se colgaba la mochila al hombro, esbozó una débil sonrisa, y Clary vio aquella pequeña muesca en el incisivo superior izquierdo que siempre había considerado atractiva, un fallo minúsculo en una cara que, de lo contrario, habría resultado excesivamente perfecta. Se le encogió el corazón, y por un instante apartó la vista, incapaz casi de respirar.
Jace le tendió la mano.
—Vámonos.
No había forma de convocar a los Hermanos Silenciosos, de modo que Jace y Clary pararon un taxi y se encaminaron hacia el barrio de Houston y el Cementerio de Mármol. Clary sugirió desplazarse a la Ciudad de Hueso a través de un Portal —lo había hecho en otras ocasiones y ya sabía cómo iba—, pero Jace le replicó explicándole que ese tipo de cosas seguían sus propias reglas, por lo que Clary no pudo evitar pensar que aquella vía debía de ser de mala educación para los Hermanos Silenciosos.
Jace se acomodó a su lado en el asiento trasero del taxi, sin soltarle la mano y acariciándole el dorso constantemente con los dedos. Era una distracción, pero no hasta el punto de impedirle concentrarse en lo que Jace estaba explicándole acerca de Simon, la historia de Jordan, la captura de Camille y su exigencia de hablar con Magnus.
—¿Y Simon está bien? —preguntó preocupada—. No sabía nada. Pensar que estaba en el Instituto y ni siquiera he ido a verlo…
—No estaba en el Instituto; estaba en el Santuario. Y se las apaña bien solo. Mejor de lo que cabría esperar para alguien que hasta hace tan poco tiempo era un simple mundano.
—Pero el plan me parece peligroso. Porque, por lo visto, Camille está loca de remate, ¿no?
Jace le acarició los nudillos con los dedos.
—Tienes que dejar de pensar en Simon como el chico mundano al que conocías. El que tantas atenciones requería. Ahora es prácticamente inmune. Tú no has visto en acción esa Marca que le otorgaste. Yo sí. Es como si Dios descargara toda su ira sobre el mundo. Me imagino que tendrías que sentirte orgullosa.
Clary se estremeció.
—No lo sé. Lo hice porque tenía que hacerlo, pero sigue siendo una maldición. Y yo no sabía que iba a pasarle todo esto. No me dijo nada. Sabía que Isabelle y Maia habían descubierto su mutua existencia, pero no tenía ni idea de lo de Jordan. De que en realidad era el ex de Maia o… lo que sea. —«Porque no se lo preguntaste. Porque andabas demasiado ocupada preocupándote sólo por Jace. Y eso no estuvo bien».
—¿Y tú le habías contado en qué andas tú metida? —dijo Jace—. Porque la comunicación tiene que ser en ambos sentidos.
—No, la verdad es que no se lo he contado a nadie —dijo Clary, y le explicó a Jace su excursión a la Ciudad del Silencio con Luke y Maryse, lo que había visto en el depósito de cadáveres del Beth Israel y su posterior descubrimiento de la iglesia de Talto.
—Nunca he oído hablar de ella —dijo Jace—. Pero Isabelle tiene razón: hoy en día existen estrambóticos cultos demoníacos de todo tipo. En su mayoría nunca han logrado invocar a ningún demonio. Pero por lo que se ve, ésta sí que lo consiguió.
—¿Crees que el demonio que matamos era el que ellos adoran? ¿Crees que ahora quizá… paren?
Jace negó con la cabeza.
—No era más que un demonio Hydra, una especie de perro guardián. Además, está lo de «Porque su casa se inclina hacia la muerte, y sus senderos hacia los muertos». Me suena más a demonio femenino. Y son precisamente los cultos que adoran a demonios femeninos los que suelen hacer cosas horribles con los bebés. Tienen todo tipo de ideas retorcidas sobre la fertilidad y los recién nacidos. —Se recostó en su asiento, entrecerrando los ojos—. Estoy seguro de que el Cónclave irá a esa iglesia a ver qué pasa, pero te apuesto veinte contra uno a que no encuentran nada. Mataste a su demonio guardián, y está claro que los miembros de ese culto harán limpieza y borrarán cualquier prueba. Tendremos que esperar hasta que hayan montado su chiringuito en otra parte.
—Pero… —A Clary se le encogió el estómago—. Aquél bebé. Y las imágenes de aquel libro. Creo que están intentando crear más niños como… como Sebastian.
—No pueden —dijo Jace—. Inyectaron sangre de demonio a un bebé humano, que es algo horroroso, sí. Pero algo como Sebastian sólo se consigue inyectando sangre de demonio a niños cazadores de sombras. Por eso murió ese bebé. —Le apretó la mano, como queriendo tranquilizarla—. No son buena gente, pero, viendo que no les ha funcionado, no creo que vuelvan a intentarlo.
El taxi se paró de un frenazo en la esquina de Houston con la Segunda Avenida.
—El taxímetro está roto —dijo el taxista—. Son diez pavos.
Jace, que en otras circunstancias habría hecho a buen seguro un comentario sarcástico, le lanzó al taxista un billete de veinte, salió del vehículo y le mantuvo la puerta abierta a Clary para que saliese también.
—¿Estás preparada? —le preguntó, mientras se acercaban a la verja de hierro que daba acceso a la Ciudad.
Clary asintió.
—No puedo decir que mi última excursión hasta aquí fuera precisamente divertida, pero sí, estoy preparada. —Cogió la mano de Jace—. Mientras estemos juntos, estoy preparada para cualquier cosa.
Los Hermanos Silenciosos estaban en la entrada de la Ciudad, casi como si estuvieran esperando su llegada. Clary reconoció entre el grupo al hermano Zachariah. Formaban una hilera silenciosa que bloqueaba el acceso de Clary y de Jace a la ciudad.
«¿Por qué estáis aquí, hija de Valentine e hijo del Instituto? —Clary no sabía muy bien cuál de ellos estaba hablándole en su cabeza, o si lo hacían quizá todos a coro—. Es excepcional que los niños entren en la Ciudad Silenciosa sin supervisión».
El apelativo «niños» dolía, por mucho que Clary supiese que los cazadores de sombras consideraban que cualquiera por debajo de los dieciocho era un niño y, en consecuencia, estaba sujeto a reglas distintas.
—Necesitamos vuestra ayuda —dijo Clary cuando se hizo patente que Jace no pensaba decir nada. Estaba mirando uno por uno a los Hermanos Silenciosos con lánguida curiosidad, como aquel que ha recibido incontables diagnósticos de enfermedad terminal por parte de distintos médicos y ahora, al llegar al final de la cola, aguarda con escasas esperanzas el veredicto de un especialista—. ¿Acaso no consiste vuestro trabajo en… en ayudar a los cazadores de sombras?
«Pero aun así no somos criados a vuestra entera disposición. Ni todos vuestros problemas caen bajo nuestra jurisdicción».
—Éste sí —dijo con firmeza Clary—. Creo que alguien se está apoderando de la mente de Jace, alguien con poder, y se está entrometiendo en sus recuerdos y en sus sueños. Obligándole a hacer cosas que él no quiere hacer.
«Oniromancia —dijo uno de los Hermanos Silenciosos—. La magia de los sueños. Es competencia de los usuarios más grandes y más poderosos de la magia».
—Como los ángeles —dijo Clary, y fue recompensada con un rígido y sorprendido silencio.
«Tal vez —dijo por fin el hermano Zachariah— deberíais acompañarnos a las Estrellas Parlantes».
Aquello no era una invitación, evidentemente, sino una orden, pues dieron media vuelta de inmediato y echaron a andar hacia el corazón de la Ciudad, sin esperar a ver si Jace y Clary los seguían.
Llegaron al pabellón de las Estrellas Parlantes, donde los Hermanos ocuparon sus puestos detrás de la mesa de basalto negro. La Espada Mortal volvía a estar en su lugar y resplandecía en la pared, detrás de ellos, como el ala de un pájaro de plata. Jace avanzó hasta el centro de la sala y bajó la vista hacia el dibujo de estrellas metálicas que ardía en las baldosas rojas y doradas del suelo. Clary lo observó, con el corazón encogiéndose de dolor. Se le hacía muy duro verlo de aquella manera, su habitual energía desaparecida por completo, como la luz mágica apagándose bajo un manto de ceniza.
Jace levantó entonces su cabeza rubia, pestañeando, y Clary adivinó que los Hermanos Silenciosos estaban hablándole, diciéndole cosas que ella no podía escuchar. Lo vio negar con la cabeza y le oyó decir:
—No lo sé. Creía que no eran más que sueños normales y corrientes. —Su boca se tensó entonces, y Clary no pudo evitar preguntarse qué estarían diciéndole—. ¿Visiones? No creo. Sí. Me encontré con el Ángel, pero es Clary la que tenía sueños proféticos. No yo.
Clary se puso tensa. Estaban terriblemente cerca de preguntar sobre lo sucedido con Jace y el Ángel aquella noche junto al lago Lyn. No se le había pasado por la cabeza aquella posibilidad. ¿Qué veían los Hermanos Silenciosos cuando fisgaban en la cabeza de alguien? ¿Sólo lo que andaban buscando? ¿O todo?
Jace hizo un gesto afirmativo dirigiéndose a ellos.
—De acuerdo. Estoy listo si vosotros lo estáis.
Cerró los ojos y Clary, sin dejar de observarlo, se relajó un poco. Así debió de sentirse Jace, pensó, la primera vez que los Hermanos Silenciosos habían hurgado en su cabeza. Vio detalles en los que no se había fijado entonces, cuando estaba atrapada en las redes de la mente de los Hermanos y de la suya, recuperando recuerdos, perdidos para todo el mundo.
Vio a Jace agarrotándose, como si los Hermanos estuvieran tocándolo. Echó entonces la cabeza hacia atrás. Las manos, en sus costados, empezaron a abrirse y cerrarse, mientras las estrellas del suelo se iluminaban con una cegadora luz plateada. Clary pestañeó para impedir que aquel brillo tan potente la hiciese llorar. Jace se había convertido en un elegante perfil oscuro que contrastaba sobre un manto de reluciente plata, como si se encontrase en el corazón de una cascada. Estaba rodeado de ruido, un susurro amortiguado e incomprensible.
Jace cayó de rodillas, con las manos pegadas al suelo. A Clary se le tensó el corazón. Cuando los Hermanos Silenciosos se adentraron en su cabeza, ella había estado a punto de perder el sentido, pero Jace era mucho más fuerte, o eso creía. Poco a poco, Jace empezó a doblegarse y a llevarse las manos al vientre, la agonía se reflejaba en sus facciones, aunque sin gritar en ningún momento. Sin poder soportarlo más, Clary corrió hacia él, atravesando las franjas de luz, y se arrodilló a su lado, abrazándolo. Los susurros que la envolvían subieron de volumen hasta convertirse en una tormenta de protesta en el momento en que Jace volvió la cabeza para mirarla. La luz plateada había borrado por completo el color de sus ojos, que eran lisos y blancos como baldosas de mármol. Sus labios esbozaron la forma de su nombre.
Y entonces desapareció… la luz, el sonido, todo, y se encontraron arrodillados sobre el suelo desnudo del pabellón, rodeados de sombras y silencio. Jace estaba temblando, y cuando separó las manos, Clary vio que estaban ensangrentadas en los puntos donde las uñas habían arañado la piel. Sin soltarlo del brazo y reprimiendo su rabia, Clary levantó la vista hacia los Hermanos Silenciosos. Sabía que la sensación era similar a la de sentirse furioso con el médico que tenía que administrar un tratamiento doloroso pero capaz de salvar la vida al paciente, pero era duro —durísimo— mostrarse razonable cuando el afectado era un ser amado.
«Hay algo que no nos has contado, Clarissa Morgenstern —dijo el hermano Zachariah—. Algo que habéis mantenido en secreto los dos».
Fue como si una mano helada apretara el corazón de Clary.
—¿A qué os referís?
«Éste chico tiene la marca de la muerte». Acababa de hablar otro Hermano, Enoch, le pareció.
—¿La muerte? —dijo Jace—. ¿Queréis decir que voy a morir? —No lo dijo sorprendido.
«Queremos decir que estuviste muerto. Que traspasaste el portal hacia el reino de las sombras, que tu alma se liberó de tu cuerpo».
Clary y Jace intercambiaron una mirada. Y ella tragó saliva.
—El ángel Raziel… —empezó a decir.
«Sí, su marca está también en el chico. —La voz de Enoch carecía de emoción—. Existen únicamente dos maneras de resucitar a los muertos. Mediante la necromancia, la magia negra de la campana, el libro y la vela. Eso devuelve a algo parecido a la vida. Pero sólo un Ángel creado por la mano derecha de Dios podría devolver una alma humana a su cuerpo con la misma facilidad con que la vida fue inspirada en el primer hombre. —Movió la cabeza de un lado a otro—. El equilibrio entre la vida y la muerte, entre el bien y el mal, es un equilibrio muy delicado, jóvenes cazadores de sombras. Y lo habéis desbaratado».
—Pero Raziel es el Ángel —dijo Clary—. Puede hacer lo que quiera. Lo veneráis, ¿verdad? Si eligió hacer esto…
«¿Lo hizo? —preguntó otro de los Hermanos—. ¿Lo eligió?».
—Yo… —Clary miró a Jace—. «Podría haber pedido cualquier cosa del universo. La paz mundial, la cura de una enfermedad, vivir eternamente. Pero lo único que quería era volver a tenerte a ti».
«Conocemos el ritual de los Instrumentos —dijo Zachariah—. Sabemos que quien los posea todos, quien sea su Señor, puede pedirle al Ángel una cosa. No creo que hubiera podido negártelo».
Clary levantó la barbilla.
—Bien —dijo—, ya está hecho.
Jace esbozó una sonrisa.
—Siempre podrían haberme matado —dijo—. Devolver las cosas a su equilibrio inicial.
Clary le apretó el brazo con fuerza.
—No seas ridículo. —Pero habló con un hilillo de voz. Y se puso más tensa si cabe cuando el hermano Zachariah se separó del grupo de los Hermanos Silenciosos y se aproximó a ellos, con los pies deslizándose sin hacer ruido sobre las Estrellas Parlantes. Se plantó junto a Jace y cuando se inclinó para acariciar con sus largos dedos su barbilla, obligándolo a levantar la cara para mirarlo, Clary tuvo que combatir el impulso de apartarlo de un empujón. Los dedos de Zachariah eran finos, sin arrugas, los dedos de un hombre joven. Nunca se había planteado la edad que podían tener los Hermanos Silenciosos, pues siempre se los había imaginado viejos y arrugados.
Jace, arrodillado, levantó la vista hacia Zachariah, que lo miró con su expresión ciega e imperturbable. Clary no pudo evitar pensar en las pinturas medievales que representaban santos arrodillados, mirando hacia arriba, con los rostros bañados con un luminoso resplandor dorado.
«De haber estado yo allí —dijo, su voz inesperadamente amable—, cuando eras pequeño, habría visto a un Herondale en tu cara, Jace Lightwood, y habría sabido quién eras».
Jace estaba perplejo, pero no hizo movimiento alguno para apartarse.
—Me han dicho que no me parezco ni a mi madre ni a mi padre…
Zachariah se volvió hacia los demás.
«No podemos y no deberíamos hacerle ningún daño al chico. Existen antiguos vínculos entre los Herondale y los Hermanos. Debemos ayudarlo».
—¿Ayudarlo en qué? —preguntó Clary—. ¿Veis algo malo en él… dentro de su cabeza?
«Siempre que nace un cazador de sombras, se lleva a cabo un ritual. Tanto los Hermanos Silenciosos como las Hermanas de Hierro realizan diversos hechizos de protección».
Clary sabía, por lo que había estudiado, que las Hermanas de Hierro eran la secta gemela a los Hermanos Silenciosos; más enclaustradas incluso que ellos, eran las encargadas de fabricar las armas de los cazadores de sombras.
El hermano Zachariah continuó:
«Cuando Jace murió y fue resucitado, nació una segunda vez, pero sin protección ni rituales. Eso lo dejó abierto, como una puerta sin llave: abierto a cualquier tipo de influencia demoníaca o malevolencia».
Clary se pasó la lengua por sus secos labios.
—¿Os referís a cualquier tipo de posesión?
«No posesión. Sino influencia. Sospecho que existe un poder demoníaco que te susurra al oído, Jonathan Herondale. Eres fuerte, luchas contra él, pero está erosionándote igual que el mar erosiona la arena».
—Jace —susurró él, con los labios blancos—. Jace Lightwood, no Herondale.
Clary, pensando en los aspectos prácticos, dijo:
—¿Cómo podéis estar seguros de que se trata de un demonio? ¿Y qué podemos hacer para que le deje tranquilo?
Enoch, pensativo, dijo entonces:
«Es necesario llevar de nuevo a cabo el ritual, dotarlo de las protecciones una segunda vez».
—¿Y podéis hacerlo? —preguntó Clary.
Zachariah inclinó la cabeza.
«Puede hacerse. Hay que llevar a cabo todos los preparativos, reclamar la presencia de una de las Hermanas de Hierro, fabricar un amuleto… —Se interrumpió—. Y Jonathan debe quedarse con nosotros hasta que el ritual haya finalizado. Éste es el lugar más seguro para él».
Clary volvió a mirar a Jace, buscando una expresión —cualquier expresión— de esperanza, alivio, satisfacción, cualquier cosa. Pero su rostro se mantenía impasible.
—¿Por cuánto tiempo?
Zachariah abrió sus delgadas manos.
«Un día, quizá dos. El ritual está concebido para recién nacidos; tendremos que cambiarlo, alterarlo para que encaje con un adulto. Si tuviera más de dieciocho años, sería imposible. Y tal y como están las cosas, será complicado. Pero aún puede salvarse».
«Aún puede salvarse». No era lo que Clary esperaba; deseaba haber oído que era un problema sencillo, de fácil solución. Miró a Jace. Tenía la cabeza gacha, el pelo cayéndole hacia adelante; su nuca le parecía tan vulnerable, que incluso le dolió el corazón.
—De acuerdo —dijo en voz baja—. Me quedaré aquí contigo…
«No. —Los Hermanos hablaron a coro, con voces inexorables—. Debe permanecer aquí solo. No puede permitirse distracciones con lo que tenemos que hacer».
Notó que el cuerpo de Jace se tensaba. La última vez que había estado solo en la Ciudad Silenciosa, había sido encarcelado injustamente, había presenciado la muerte de la mayor parte de los Hermanos Silenciosos y había sufrido el tormento de Valentine. Clary se imaginaba que la perspectiva de pasar otra noche solo en la Ciudad tenía que ser horrorosa.
—Jace —susurró—. Haré lo que tú quieras que haga. Si quieres irte…
—Me quedaré —dijo. Levantó la cabeza, y su voz sonó alta y clara—. Me quedaré. Haré lo que tenga que hacer para solucionar esto. Sólo tengo que llamar a Izzy y a Alec. Decirles… decirles que me quedo a dormir en casa de Simon para vigilarlo. Decirles que ya nos veremos mañana o pasado.
—Pero…
—Clary. —Con cuidado, le cogió ambas manos y las sujetó entre las suyas—. Tenías razón. Esto no viene de dentro de mí. Algo está haciéndome esto. A mí y a nosotros. ¿Y sabes lo que eso significa? Que puede… curarse… que ya no deberé tener miedo de mí cuando esté a tu lado. Sólo por esto, pasaría mil noches en la Ciudad Silenciosa.
Clary se inclinó hacia adelante, ignorando la presencia de los Hermanos Silenciosos, y le besó, un rápido beso en los labios.
—Volveré —susurró—. Mañana por la noche, después de la fiesta de la Fundición vendré a verte.
La esperanza de la mirada de Jace partía el corazón.
—Tal vez ya esté curado para entonces.
Ella le acarició la cara con la punta de los dedos.
—Tal vez sí.
Simon se despertó cansado después de una larga noche de pesadillas. Se quedó boca arriba en la cama mirando la luz que entraba por la única ventana de su habitación.
No pudo evitar preguntarse si dormiría mejor en caso de hacer lo que hacían los demás vampiros: dormir durante el día. A pesar de que el sol no le ocasionaba daño alguno, sentía el tirón de la noche, el deseo de estar bajo el cielo oscuro y las brillantes estrellas. Algo había en él que quería vivir en las sombras, que percibía la luz del sol como un dolor agudo y punzante, del mismo modo que algo había en él que quería sangre. Y buscar cómo combatir eso lo había transformado.
Se levantó tambaleándose, se puso algo encima y salió a la sala de estar. La casa olía a tostadas y café. Jordan estaba sentado en uno de los taburetes de la cocina, con el pelo disparado como era habitual, y la espalda encorvada.
—Hola —dijo Simon—. ¿Qué pasa?
Jordan lo miró. Pese a su bronceado, estaba pálido.
—Tenemos un problema —dijo.
Simon pestañeó. No había visto a su compañero de piso hombre lobo desde el día anterior. Ésa noche, cuando había llegado a casa procedente del Instituto, había caído muerto de agotamiento. Jordan no estaba y Simon había imaginado que estaría trabajando. Pero tal vez había sucedido algo.
—¿Qué pasa?
—Nos han dejado esto por debajo de la puerta. —Jordan le lanzó un periódico doblado a Simon. Era el New York Morning Chronicle, abierto por una de sus páginas. En la parte superior había una fotografía espeluznante, la imagen granulosa de un cuerpo tendido en una calle, sus extremidades, flacas como palillos, dobladas en extraños ángulos. Ni siquiera parecía humano, como sucede a veces con los cadáveres. Simon estaba a punto de preguntarle a Jordan por qué tenía que mirar aquello, cuando le llamó la atención el texto del pie de la fotografía.
CHICA ENCONTRADA MUERTA
«La policía informa de que está buscando pistas sobre la muerte de Maureen Brown, de catorce años de edad, cuyo cadáver fue descubierto el domingo a las once de la noche en el interior de un contenedor de basura situado junto a la charcutería Big Apple Deli, en la Tercera Avenida. Aunque el juez de instrucción no ha aportado todavía detalles sobre la causa de la muerte, Michael Garza, el propietario de la charcutería que descubrió el cuerpo, ha declarado que tenía un profundo corte en el cuello. La policía no ha localizado aún el arma…».
Incapaz de seguir leyendo, Simon se dejó caer en una silla. Ahora que lo sabía, veía inequívocamente a Maureen en aquella fotografía. Reconoció sus calentadores con los colores del arco iris, aquel estúpido gorrito rosa que llevaba cuando la vio por última vez. «Dios mío», le habría gustado poder decir. Pero no le salían las palabras.
—¿No decían en esa nota —dijo Jordan con voz sombría— que si no te presentabas en aquella dirección le cortarían el cuello a tu novia?
—No —susurró Simon—. No es posible. No.
Pero entonces lo recordó:
«La amiga del primo pequeño de Eric. ¿Cómo se llama? Aquélla que está loca por Simon. Viene a todos nuestros bolos y le cuenta a todo el mundo que es su novia».
Simon recordó su teléfono, aquel pequeño teléfono rosa con pegatinas, cómo lo sujetaba para hacer las fotografías. La sensación de su mano sobre su hombro, ligera como una mariposa. Catorce años. Se encorvó sobre sí mismo, abrazándose, como queriéndose hacer pequeño hasta llegar a desaparecer.